sábado, 28 de enero de 2017

SOBRE LA MATRIZ ESTATAL-COLONIAL DEL ORDEN VIGENTE

Estela que representa el Código de Hammurabi (museo del Louvre) y pintura de Ruysdael “Comerciantes y recaudadores de impuestos”, de 1.542

Supone un grave error afrontar la encrucijada histórica en la que estamos inmersos desde una perspectiva única y simple, observándola sólo en su dimensión ideológica y económica o sólo en la política y militar. El dilema es mucho más amplio y complejo, porque nos refiere -también y sobre todo- a la enrevesada matriz colonial del poder, esencialmente extractivo y depredador, desempeñado por la alianza histórica de corporaciones, estatales (político/militares) y capitalistas (mercantil/financieras), al servicio de un común proyecto de dominio universal: sobre la naturaleza toda, sobre los individuos y sus comunidades convivenciales, sobre sus territorios y patrimonios locales (naturales y culturales)... en definitiva, sobre el Ser, la Tierra y el Conocimiento.

Deberíamos prestar más atención a la corriente de “pensamiento decolonial” que viene desarrollándose desde hace décadas en América Latina. Es una opción que surge desde la diversidad del mundo y desde las historias locales, una opción que en opinión de sus mentores intelectuales, se enfrenta a la “manera única de leer la realidad”, que ellos etiquetan (apresuradamente a mi entender) como “pensamiento único occidental”, aunque promovido desde una confluente diversidad (cristiana, liberal y marxista).


Y antes de explicar mi desacuerdo con esa etiquetación del pensamiento occidental, me detendré en su crítica del marxismo, en el que ellos enfocan la mayor parte de su análisis y en la que, sustancialmente, coincido. Es indudable que la obra de Karl Marx es fundamental para entender el capitalismo, como lo es que no podemos afirmar que el marxismo sea la única manera de entender la realidad. Cuando Velázquez Castro se pregunta si para enfrentarse con éxito a las formas de dominación capitalista es necesario desvincular el marxismo del proyecto decolonial, su respuesta es “no”. Para el marxismo, el problema es el capitalismo, mientras que para la opción decolonial es el patrón colonial del poder, del que la economía es una de sus esferas y no la totalidad. El marxismo fundamenta su crítica en la forma mercantil, económica, que en el siglo XVIII adquiere la matriz del poder, mientras que el pensamiento decolonial se centra en su forma plural adquirida previamente, ya en el siglo XVI, poniendo el enfoque en la gestión de la economía, de la autoridad, del género y la sexualidad, de la subjetividad y el conocimiento, haciendo del conocimiento el instrumento fundamental de dominio y control de todas las otras esferas. De ahí que para la opción decolonial “el problema es la colonización del saber y del ser”.

Empiezo a disentir cuando su análisis aborda la vinculación existente entre los movimientos de emancipación surgidos en el “centro del sistema mundo” -cuyo epicentro ellos sitúan en Occidente- y el “proyecto decolonial”.
Decía Aimé Césaire que Europa, con el nazismo, puso en práctica discursos y técnicas que hasta ese momento había aplicado en sus colonias sobre la gente de color, como hemos visto desde las cruzadas coloniales cristianas hasta el liberalismo colonial, desde el leninismo y estalinismo al neoliberalismo. Y yo creo que ahí cometen un profundo error histórico, porque la matriz colonial ni es exclusivamente europea ni en rigor puede ser situado su origen ni en el siglo XVIII, como creen los marxistas, ni tampoco en el XVI, como lo hace el pensamiento decolonial, cuyo análisis queda reducido a su propia y particular experiencia respecto del colonialismo practicado en la América Latina por los imperios europeos y por el imperio estadounidense, obviando los precedentes históricos extendidos por todo el ancho mundo durante muchos, muchísimos, siglos antes.

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La especie humana, hasta lo que hoy sabemos, existe desde hace cuatro millones de años y se han encontrado restos de humanos idénticos a los actuales, que tienen cincuenta mil años de antigüedad. Hasta hace sólo diez mil años, cuando surge la agricultura y la primera ciudad históricamente conocida –Ur, en Mesopotamia-, nuestra forma de sobrevivir dominante era la caza de rumiantes y la recolección de frutos y semillas salvajes, deambulando por el mundo en pequeñas bandas de individuos vinculados por parentesco. Esto lo ignoramos con frecuencia y, con ello nos desentendemos de esa experiencia de miles de años, sin pensar que, a buen seguro, algo de la misma permanece en nosotros. Es más que probable que hayamos recibido un legado genético de comportamientos instintivos que resultan útiles a la cohesión del grupo social, tales como la envidia o la solidaridad. Incluso que valores éticos hoy compartidos por toda la humanidad, como el respeto por la verdad o la justicia, sean también manifestaciones de instintos transmitidos durante milenios por su alto valor para la supervivencia. De entre esos instintos hay dos que siempre hemos visto manifestarse antagónicamente, en función de los principios por los que el individuo rige su vida en sociedad y se organiza políticamente: los principios impuestos por mandato de una autoridad externa al individuo (heteronomía) o los propios, surgidos de un mandato interno al individuo, tomado libremente, en conciencia (autonomía). La constatación histórica es que el resultado predominante en esa contienda ha sido en favor de la heteronomía, como instinto esencialmente gregario y totalitario, en perjuicio y con gran daño para el instinto básico de autonomía, esencialmente individualista y democrático. Las sociedades jerárquicas y gregarias han sido las históricamente predominantes, lo que por sí no prueba su superioridad como estrategia de supervivencia si consideramos que tal predominio tiene como origen su imposición mediante violencia, con desprecio de cualquier consideración acerca de la más esencial y superior de las cualidades del “ser”, sólo alcanzada por la especie humana, la libertad de conciencia.

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Me era necesaria la reflexión anterior para concluir que ese “poder” de la conciencia, se corresponde con el instinto básico de libertad que es inherente a la condición humana.Y que, por tanto, la “matriz colonial” del poder no es natural sino histórica, sí, además de universal. Y que es un error fijarla sólo en la civilización europea (lo que ha provocado que Europa arrastre una mala conciencia de sí misma por su reciente historia colonial, lo que tiene mucho que ver con su declive actual).
Es radicalmente inexacta esa fijación en Europa que hace el pensamiento decolonial, cuando sabemos que once mil años antes de que existiera la idea de “Occidente” como espacio europeo, ya habían empezado a constituirse los primeros Estados como imperios coloniales, primero por Mesopotamia (sumerios, babilónicos, asirios, persas, medas...), luego por Africa (egipcios, cartaginenses, etíopes...), Asia (indios, chinos, mongoles...), Mesoamérica (olmecas, mayas, aztecas...) y los Orientes Próximos y Lejanos, (islámicos, otomanos...)...todo ello mucho antes de que surgieran los primeros estados europeos en torno al Mediterráneo (fenicios, romanos...).

El Código de Hammurabi, datado en el año 1750 a. C., dictado por ese rey de Babilonia, es uno de los conjuntos de leyes más antiguos que se han encontrado, el que unifica los códigos existentes en las antiguas ciudades del imperio babilónico. Es el primer ejemplo conocido del concepto jurídico establecido por los Estados, escritos en piedra para hacer entender su inmutabilidad, concepto que aún pervive en los sistemas jurídicos. Como sucede con casi todos los códigos en la Antigüedad, estas leyes “estatales” son consideradas de origen divino, como bien representa la imagen tallada en lo alto de una estela, donde el dios Shamash, el dios de la Justicia, entrega las leyes al rey Hammurabi.

Una autoridad administrativa central legisla, imparte justicia y ejecuta sobre un extenso territorio que agrupa a muchas ciudades. La coordinación necesaria para el despliegue de los primeros estados requería una concentración de poder desconocida para la humanidad en toda su historia anterior. La autoridad es alguien así mismo desconocido para la mayoría de los súbditos, alguien que ejerce su dominio mediante un complejo aparato de intermediarios: recaudadores, militares, sacerdotes y otros “funcionarios”. Así, la especialización y la estratificación social están servidas. Ya en sus orígenes antiguos observamos la existencia constante de una tensión latente entre la institución del Estado (esencialmente militar y jurídica) y la del Mercado (esencialmente económica, productiva, comercial y financiera), al tiempo que evidencian su mutua necesidad de colaboración y ayuda mutua, que sólo los Estados modernos lograron conciliar a partir del colonialismo europeo, en el siglo XV, logrando su conjunción en el marco de un mismo sistema y su máxima perfección con la globalización neoliberal, ya en el último tercio del pasado siglo XX.

No puede entenderse, pues, la matriz colonial del poder con ignorancia del Estado como su concreción histórica. Sólo hay colonialismo si previamente existe el Estado. Y surge el Estado cuando a la voluntad de conquista se une la existencia de un ejército y una burocracia administrativa y “legal” con los que ejecutar dicha conquista y la dominación consiguiente sobre territorios, pueblos e individuos. Por tanto, nunca podremos argumentar la matriz “colonial” del poder con ignorancia del Estado, que es su condición constituyente y necesaria.

Sucede que esa confusión histórica se ve hoy incrementada cuando analizamos la complejidad y sofisticación alcanzada por la institución estatal, cuando vemos que la misión colonizadora que justifica su existencia no va dirigida hoy, como en la antigüedad, sólo sobre territorios y pueblos extranjeros, sino que también es ejercida sobre las poblaciones propias, mediante un despliegue de medios normativos y cohercitivos que llegan a cada resquicio de la vida individual y social, ordenándola de modo funcional al sistema de dominación (siempre colonial) vigente.

La crítica decolonial adolece pues de esa reflexión básica, si bien es cierta su utilidad para el renovado paradigma de emancipación humana, el de la revolución integral, porque ayuda a comprender la matriz colonial del sistema de dominación estatal-capitalista en su contemporánea versión global.

Del mismo modo, también es inexacta la exclusiva atribución europea del pensamiento autónomo y emancipador, enfrentado al orden vigente, porque tendríamos que remontarnos, como mínimo, al filósofo chino Lao Tsé, tan opuesto al Estado como a la autoridad religiosa o de cualquier otro tipo. Hasta el punto que Lao Tsé podría ser considerado como el más remoto origen del anarquismo que se desarrollaría en Europa a partir de la revolución francesa.
Es cierto que el cretense Zenón, fundador de la escuela estoica, es el antecedente europeo más remoto (siglo IV a.C.) de este pensamiento en tierras europeas, oponiendo frente a la utopía estatista de Platón una clara concepción de vida en comunidades libres y autogobernadas. Zenón reconocía que el instinto de supervivencia lleva al ser humano al egoísmo, pero afirmaba que para la corrección de sus excesos, la naturaleza ha proporcionado a la especie humana el instinto social, tan poderoso como aquel. Sin olvidar a los “cínicos” griegos, como Antístenes y Diógenes de Sinope, que ya desde el mismo siglo de Zenón, profundizaron en ese pensamiento autónomo y además lo practicaron en sus propias vidas, considerando que el ser humano lleva en sí mismo los elementos que le permiten dar sentido a la vida y que el verdadero bien consiste en conquistar su propia autonomía, siguiendo una vida simple y acorde con la naturaleza. De ahí su desprecio hacia los bienes materiales, por cuanto consideraban que el individuo sujeto a menos necesidades era el más libre y feliz.


Nota: Como tampoco olvidamos la contribución al pensamiento autónomo de las experiencias revolucionarias que tuvieron lugar en la península ibérica en distintas épocas: la revolución de los “bagaudas” (rebeldes) que tuvo lugar en las regiones periféricas de la Galia y la Hispania, las menos romanizadas, a lo largo de los siglos III y IV; la del monacato altomedieval cristiano que tuvo su precedente en Egipto y en otros lugares del Cercano Oriente hacia finales del siglo III, recuperando la impronta revolucionaria del primer cristianismo (sesenio), enfrentado al sistema de vida impuesto por el imperio romano, basado en el poder y la propiedad; la organización comunal de las comunidades rurales norteñas que desde el medievo extendió su influencia hasta hace escasas décadas y que aún persisten -eso sí, en su mínima expresión- en buena parte de la sociedad rural; o la revolución social que intentó el anarquismo ibérico en medio de la guerra civil española, sirviendo de inspiración a muchos otros movimientos revolucionarios de Europa y de todo el mundo.

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