Estela que representa el Código de Hammurabi (museo del Louvre) y pintura de Ruysdael “Comerciantes y recaudadores de impuestos”, de 1.542 |
Supone
un grave error afrontar la encrucijada histórica en la que estamos
inmersos desde una perspectiva única y simple, observándola sólo
en su dimensión ideológica
y económica
o sólo en la política y militar. El dilema es mucho más
amplio y complejo, porque nos refiere -también y sobre todo- a la
enrevesada matriz colonial del poder, esencialmente extractivo y
depredador, desempeñado por la alianza histórica de corporaciones,
estatales (político/militares) y capitalistas
(mercantil/financieras), al servicio de un
común proyecto de dominio universal: sobre la naturaleza toda, sobre los individuos y sus
comunidades convivenciales, sobre sus territorios y patrimonios
locales (naturales y culturales)... en definitiva, sobre el Ser, la
Tierra
y el Conocimiento.
Deberíamos
prestar más atención a la corriente de “pensamiento decolonial”
que viene desarrollándose desde hace décadas en América Latina.
Es una opción que surge desde la diversidad del mundo y desde las
historias locales, una opción que en opinión de sus mentores
intelectuales, se enfrenta a la “manera única de leer la
realidad”, que ellos etiquetan (apresuradamente a mi
entender) como “pensamiento único occidental”, aunque promovido
desde una confluente diversidad (cristiana, liberal y marxista).
Y antes de
explicar mi desacuerdo con esa etiquetación del pensamiento
occidental, me detendré en su crítica del marxismo, en el que ellos
enfocan la mayor parte de su análisis y en la que, sustancialmente,
coincido. Es indudable que la obra de Karl Marx es fundamental para
entender el capitalismo, como lo es que no podemos afirmar que el
marxismo sea la única manera de entender la realidad. Cuando
Velázquez Castro se pregunta si para enfrentarse con éxito a las
formas de dominación capitalista es necesario desvincular el
marxismo del proyecto decolonial, su respuesta es “no”. Para el
marxismo, el problema es el capitalismo, mientras que para la opción
decolonial es el patrón colonial del poder, del que la economía es
una de sus esferas y no la totalidad. El marxismo fundamenta su
crítica en la forma mercantil, económica, que en el siglo XVIII
adquiere la matriz del poder, mientras que el pensamiento decolonial
se centra en su forma plural adquirida previamente, ya en el siglo
XVI, poniendo el enfoque en la gestión de la economía, de la
autoridad, del género y la sexualidad, de la subjetividad y el
conocimiento, haciendo del conocimiento el instrumento fundamental de
dominio y control de todas las otras esferas. De ahí que para la
opción decolonial “el problema es la colonización del saber y del
ser”.
Empiezo a
disentir cuando su análisis aborda la vinculación existente entre
los movimientos de emancipación surgidos en el “centro del sistema
mundo” -cuyo epicentro ellos sitúan en Occidente- y el “proyecto
decolonial”.
Decía Aimé
Césaire que Europa, con el nazismo, puso en
práctica discursos y técnicas que hasta
ese momento había aplicado en sus colonias sobre la gente de color,
como hemos visto desde las
cruzadas coloniales cristianas hasta el liberalismo colonial, desde
el leninismo y estalinismo al
neoliberalismo. Y yo creo que ahí cometen un
profundo error histórico, porque la matriz colonial ni es
exclusivamente europea ni en rigor puede ser situado su origen ni en
el siglo XVIII, como creen los marxistas, ni tampoco
en el XVI, como lo hace el pensamiento
decolonial, cuyo análisis queda reducido a su propia y particular
experiencia respecto del colonialismo practicado en la América Latina por los imperios europeos
y por el imperio estadounidense,
obviando los precedentes históricos extendidos por todo el ancho
mundo durante muchos, muchísimos, siglos antes.
***
La especie
humana, hasta lo que hoy sabemos, existe desde hace cuatro millones
de años y se han encontrado restos de humanos idénticos a los
actuales, que tienen cincuenta mil años de antigüedad. Hasta hace
sólo diez mil años, cuando surge la agricultura y la primera ciudad
históricamente conocida –Ur, en Mesopotamia-, nuestra forma de
sobrevivir dominante era la caza de rumiantes y la recolección de
frutos y semillas salvajes, deambulando por el mundo en pequeñas
bandas de individuos vinculados por parentesco. Esto lo ignoramos con
frecuencia y, con ello nos desentendemos de esa experiencia de miles
de años, sin pensar que, a buen seguro, algo de la misma permanece
en nosotros. Es más que probable que hayamos recibido un legado
genético de comportamientos instintivos que resultan útiles a la
cohesión del grupo social, tales como la envidia o la solidaridad.
Incluso que valores éticos hoy compartidos por toda la humanidad,
como el respeto por la verdad o la justicia, sean también
manifestaciones de instintos transmitidos durante milenios por su
alto valor para la supervivencia. De entre esos instintos hay dos que
siempre hemos visto manifestarse antagónicamente, en función de los
principios por los que el individuo rige su vida en sociedad y se
organiza políticamente: los principios impuestos por mandato de una
autoridad externa al individuo (heteronomía) o los propios, surgidos de un mandato
interno al individuo, tomado libremente, en conciencia (autonomía). La constatación histórica es que el
resultado predominante en esa contienda ha sido en favor de la
heteronomía, como instinto esencialmente gregario y totalitario, en perjuicio y
con gran daño para el instinto básico de autonomía, esencialmente
individualista y democrático. Las sociedades jerárquicas y gregarias han sido las
históricamente predominantes, lo que por sí no prueba su
superioridad como estrategia de supervivencia si consideramos que tal
predominio tiene como origen su imposición mediante violencia, con
desprecio de cualquier consideración acerca de la más esencial y
superior de las cualidades del “ser”, sólo alcanzada por la especie
humana, la libertad de conciencia.
***
Me era
necesaria la reflexión anterior para concluir que ese “poder” de
la conciencia, se corresponde con el instinto básico de libertad que
es inherente a la condición humana.Y que, por tanto, la “matriz
colonial” del poder no es natural sino histórica, sí, además de
universal. Y que es un error fijarla sólo en la civilización
europea (lo que ha provocado que Europa arrastre una mala conciencia
de sí misma por su reciente historia colonial, lo que tiene mucho
que ver con su declive actual).
Es
radicalmente inexacta esa fijación en Europa que hace el pensamiento
decolonial, cuando sabemos que once mil años antes de que existiera
la idea de “Occidente” como espacio europeo, ya habían empezado
a constituirse los primeros Estados como imperios coloniales, primero
por Mesopotamia (sumerios, babilónicos, asirios, persas, medas...),
luego por Africa (egipcios, cartaginenses, etíopes...), Asia
(indios, chinos, mongoles...), Mesoamérica (olmecas, mayas,
aztecas...) y los Orientes Próximos y Lejanos, (islámicos,
otomanos...)...todo ello mucho antes de que surgieran los primeros
estados europeos en torno al Mediterráneo (fenicios, romanos...).
El Código
de Hammurabi, datado en el año 1750 a. C., dictado por ese rey de
Babilonia, es uno de los conjuntos de leyes más antiguos que se han
encontrado, el que unifica los códigos existentes en las antiguas
ciudades del imperio babilónico. Es el primer ejemplo conocido del
concepto jurídico establecido por los Estados, escritos en piedra
para hacer entender su inmutabilidad, concepto que aún pervive en
los sistemas jurídicos. Como sucede con casi todos los códigos en
la Antigüedad, estas leyes “estatales” son consideradas de
origen divino, como bien representa la imagen tallada en lo alto de
una estela, donde el dios Shamash, el dios de la Justicia, entrega
las leyes al rey Hammurabi.
Una
autoridad administrativa central legisla, imparte justicia y ejecuta
sobre un extenso territorio que agrupa a muchas ciudades. La
coordinación necesaria para el despliegue de los primeros estados
requería una concentración de poder desconocida para la humanidad
en toda su historia anterior. La autoridad es alguien así mismo
desconocido para la mayoría de los súbditos, alguien que ejerce su
dominio mediante un complejo aparato de intermediarios: recaudadores,
militares, sacerdotes y otros “funcionarios”. Así, la
especialización y la estratificación social están servidas. Ya en
sus orígenes antiguos observamos la existencia constante de una
tensión latente entre la institución del Estado (esencialmente
militar y jurídica) y la del Mercado (esencialmente económica,
productiva, comercial y financiera), al tiempo que evidencian su
mutua necesidad de colaboración y ayuda mutua, que sólo los
Estados modernos lograron conciliar a partir del colonialismo
europeo, en el siglo XV, logrando su conjunción en el marco de un
mismo sistema y su máxima perfección con la globalización
neoliberal, ya en el último tercio del pasado siglo XX.
No puede
entenderse, pues, la matriz colonial del poder con ignorancia del
Estado como su concreción histórica. Sólo hay colonialismo si
previamente existe el Estado. Y surge el Estado cuando a la voluntad
de conquista se une la existencia de un ejército y una burocracia
administrativa y “legal” con los que ejecutar dicha conquista y
la dominación consiguiente sobre territorios, pueblos e individuos.
Por tanto, nunca podremos argumentar la matriz “colonial” del
poder con ignorancia del Estado, que es su condición constituyente y
necesaria.
Sucede que
esa confusión histórica se ve hoy incrementada cuando analizamos la
complejidad y sofisticación alcanzada por la institución estatal,
cuando vemos que la misión colonizadora que justifica su existencia
no va dirigida hoy, como en la antigüedad, sólo sobre territorios y
pueblos extranjeros, sino que también es ejercida sobre las
poblaciones propias, mediante un despliegue de medios normativos y
cohercitivos que llegan a cada resquicio de la vida individual y
social, ordenándola de modo funcional al sistema de dominación
(siempre colonial) vigente.
La crítica
decolonial adolece pues de esa reflexión básica, si bien es cierta
su utilidad para el renovado paradigma de emancipación humana, el de
la revolución integral, porque ayuda a comprender la matriz colonial
del sistema de dominación estatal-capitalista en su contemporánea
versión global.
Del mismo
modo, también es inexacta la exclusiva atribución europea del
pensamiento autónomo y emancipador, enfrentado al orden vigente,
porque tendríamos que remontarnos, como mínimo, al filósofo chino
Lao Tsé, tan opuesto al Estado como a la autoridad religiosa o de
cualquier otro tipo. Hasta el punto que Lao Tsé podría ser
considerado como el más remoto origen del anarquismo que se
desarrollaría en Europa a partir de la revolución francesa.
Es cierto
que el cretense Zenón, fundador de la escuela estoica, es el
antecedente europeo más remoto (siglo IV a.C.) de este pensamiento
en tierras europeas, oponiendo frente a la utopía estatista de
Platón una clara concepción de vida en comunidades libres y
autogobernadas. Zenón reconocía que el instinto de supervivencia
lleva al ser humano al egoísmo, pero afirmaba que para la corrección
de sus excesos, la naturaleza ha proporcionado a la especie humana el
instinto social, tan poderoso como aquel. Sin olvidar a los “cínicos”
griegos, como Antístenes y Diógenes de Sinope, que ya desde el
mismo siglo de Zenón, profundizaron en ese pensamiento autónomo y
además lo practicaron en sus propias vidas, considerando que el ser
humano lleva en sí mismo los elementos que le permiten dar sentido a
la vida y que el verdadero bien consiste en conquistar su propia
autonomía, siguiendo una vida simple y acorde con la naturaleza. De ahí su desprecio hacia los bienes materiales, por cuanto consideraban
que el individuo sujeto a menos necesidades era el más libre y
feliz.
Nota: Como tampoco olvidamos la contribución al pensamiento autónomo de las experiencias revolucionarias que tuvieron lugar en la península ibérica en distintas épocas: la revolución de los “bagaudas” (rebeldes) que tuvo lugar en las regiones periféricas de la Galia y la Hispania, las menos romanizadas, a lo largo de los siglos III y IV; la del monacato altomedieval cristiano que tuvo su precedente en Egipto y en otros lugares del Cercano Oriente hacia finales del siglo III, recuperando la impronta revolucionaria del primer cristianismo (sesenio), enfrentado al sistema de vida impuesto por el imperio romano, basado en el poder y la propiedad; la organización comunal de las comunidades rurales norteñas que desde el medievo extendió su influencia hasta hace escasas décadas y que aún persisten -eso sí, en su mínima expresión- en buena parte de la sociedad rural; o la revolución social que intentó el anarquismo ibérico en medio de la guerra civil española, sirviendo de inspiración a muchos otros movimientos revolucionarios de Europa y de todo el mundo.
Nota: Como tampoco olvidamos la contribución al pensamiento autónomo de las experiencias revolucionarias que tuvieron lugar en la península ibérica en distintas épocas: la revolución de los “bagaudas” (rebeldes) que tuvo lugar en las regiones periféricas de la Galia y la Hispania, las menos romanizadas, a lo largo de los siglos III y IV; la del monacato altomedieval cristiano que tuvo su precedente en Egipto y en otros lugares del Cercano Oriente hacia finales del siglo III, recuperando la impronta revolucionaria del primer cristianismo (sesenio), enfrentado al sistema de vida impuesto por el imperio romano, basado en el poder y la propiedad; la organización comunal de las comunidades rurales norteñas que desde el medievo extendió su influencia hasta hace escasas décadas y que aún persisten -eso sí, en su mínima expresión- en buena parte de la sociedad rural; o la revolución social que intentó el anarquismo ibérico en medio de la guerra civil española, sirviendo de inspiración a muchos otros movimientos revolucionarios de Europa y de todo el mundo.
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