Lo “radical” ha quedado reducido al ámbito de lo “político”, sin más. A todos los anarquistas se les presupone violentos y se les llama “radicales”, a diferencia de los futboleros trastornados, xenófobos y violentos, que indistintamente son llamados radicales o ultras.
En principio, todas las palabras son prepolíticas, por sí mismas expresan un significado que es previo a toda interpretación ideológica. Así, sin necesidad de ningún diccionario ilustrado, sabemos que “paraguas” es un artilugio que sirve para desviar el agua que cae del cielo, evitando que nos empapemos. Ningún paraguas, de momento, está politizado. Así, “radical” debería ser algo “referido a la raíz” de la cosa tratada, según el contexto de cada conversación, lo que incluye, sí, un posible contexto político entre otros muchos cientos de asuntos que nos entretienen a los humanos.
En principio, todas las palabras son prepolíticas, por sí mismas expresan un significado que es previo a toda interpretación ideológica. Así, sin necesidad de ningún diccionario ilustrado, sabemos que “paraguas” es un artilugio que sirve para desviar el agua que cae del cielo, evitando que nos empapemos. Ningún paraguas, de momento, está politizado. Así, “radical” debería ser algo “referido a la raíz” de la cosa tratada, según el contexto de cada conversación, lo que incluye, sí, un posible contexto político entre otros muchos cientos de asuntos que nos entretienen a los humanos.
Esta manipulación
interesada del lenguaje es un síntoma de la última fase de la
modernidad, la postmodernidad. La modernidad está en sus últimas y los
postmodernos no saben que ellos son esa fase final. No saben que
estamos inaugurando una nueva época “radical”, una nueva
cosmovisión del mundo caracterizada por la vuelta a los principios, al
origen, a la raíz. Los postmodernos aún continúan fieles a la
razón moderna, su idea fragmentada y reduccionista del mundo es
heredera de los modernos Kant y Descartes, su “post” no es más que
un pegote meramente cronológico, carente de contenido.
Llamar facha a un
neoliberal es tan moderno como llamar radical a cualquier anarquista o a cualquier futbolero.
Los partidos políticos, las ONGs, la patronal y los sindicatos son
modernos, más o menos postmodernos. La cosmovisión radical que
estamos inaugurando la advertimos por todas partes, sea cual sea el
campo de observación que elijamos: la filosofía, el arte, la
cultura, la economía, la política...A diferencia de quienes todavía
habitan en la modernidad-postmoderna, nosotros, los radicales, no describimos la
realidad como algo definitivo, sino como algo inacabado, sin que por
eso renunciemos a desentrañarla, porque estamos aprendiendo a ser
humildes frente a la pretenciosa y arrolladora actitud moderna que
todo lo explica exhaustivamente, como si la razón y la historia
humanas ya no dieran más de sí. Con la época radical iniciamos un largo proceso de desconexión de la moderna razón totalitaria, absolutamente
excluyente de “otras” racionalidades. La ciencia radical incluye
al individuo, abandona la tradición paternalista sobre el
“ignorante” individuo-masa creado por la modernidad y sus ciencias subalternas.
El pensamiento marxista
es moderno, pese a su postmoderno intento neocomunista. Su modernidad y su historia le hacen caduco, porque su explicación positivista
de los fenómenos sociales se reduce a un único elemento
“cuantificable”, el económico.
Un filósofo radical no desprecia el saber científico, ni desprecia el conocimiento que se deriva de la experiencia, porque sabe que ésta forma parte sustancial en el conocimiento de la realidad, al contrario que los científicos modernos y postmodernos, que desprecian todo esfuerzo reflexivo y filosófico, porque lo consideran ajeno a su totalitaria y excluyente cosmovisión materialista-positivista, despreciadora de todo lo no medible o cuantificable. Empieza a ser difícil encontrar médicos y biólogos que expliquen los fenómenos referidos a la salud como a la enfermedad, desde un punto de vista sólo somático-material, que aún siendo su base, no pueden ser explicados sin la actuación simultánea de fenómenos de naturaleza psicológica o espiritual, no necesariamente religiosos.
Un filósofo radical no desprecia el saber científico, ni desprecia el conocimiento que se deriva de la experiencia, porque sabe que ésta forma parte sustancial en el conocimiento de la realidad, al contrario que los científicos modernos y postmodernos, que desprecian todo esfuerzo reflexivo y filosófico, porque lo consideran ajeno a su totalitaria y excluyente cosmovisión materialista-positivista, despreciadora de todo lo no medible o cuantificable. Empieza a ser difícil encontrar médicos y biólogos que expliquen los fenómenos referidos a la salud como a la enfermedad, desde un punto de vista sólo somático-material, que aún siendo su base, no pueden ser explicados sin la actuación simultánea de fenómenos de naturaleza psicológica o espiritual, no necesariamente religiosos.
Los postmodernos creeran
que desprestigian al radicalismo cuando señalan como “radical” al
bocazas que protagoniza una manifestación o una asamblea
ciudadanista o sindical. Pero con ello se están delatando, están confirmando su propia decadencia intelectual, que ya sienten como un frío aliento en la nuca. Ya sienten el tufo interesado que desprende su versión moderna de la Historia, que
a su pesar sigue abierta, que tiene continuidad cuando ellos pensaban que ya
estaba llegando a su final hiperpostmoderno y perfecto.
La decadencia del
pensamiento postmoderno ya se vislumbra por todas partes. Y uno de
sus más contundentes indicios es el referido a su idea del dominio
total sobre la naturaleza, que le ha llevado a sacralizar la propiedad
privada y el trabajo asalariado, en base a una perversa declaración de derechos que institucionalizan el
expolio de los recursos naturales y la mercantilización de la vida humana, a beneficio exclusivo de
humanos y modernos propietarios.
Otro indicio no menor de
su decadencia es su idea de organizar “democráticamente” a la
sociedad al modo estatal. Nada les importa la raíz violenta de todo
Estado, no les importa la defectuosa raíz esclavista de la
democracia moderna, de origen griego, porque ellos adoran todas las raíces
clásicas siempre que sean convenientes a su cosmovisión totalitaria,
perpetuadora de la fragmentación social en nombre de la democracia:
a través de los partidos políticos, de falsos contrarios, de
izquierdas y derechas, de nacionalismos centrípetas y centrífugos,
de clasificaciones sociales por identidades de raza, sexo o capacidad
de gasto. Ellos son consecuentes con su decadente pensamiento cuando
miden y calculan la calidad de vida según la capacidad de consumo.
Son consecuentes cuando
perseveran en destruir toda individualidad y toda comunidad que no
respondan a la razón de Estado cuantificada en votos, les da igual
la orientación partidaria del voto, mientras la desafección abstencionista no
crezca significativamente. Han contribuido eficazmente a crear un
individuo moderno a la medida del Estado, un ciudadano demócrata de toda la vida,
perfectamente previsible y cuantificable en su anémico comportamiento,
perfectamente orientable mediante oportunas campañas de opinión pública y científicas
encuestas; han fabricado un subproducto humano de un sólo uso, un individuo
aislado, perfectamente intercambiable y deshechable, un ser
frívolamente irresponsable, un individuo drogadicto, antisocial y obsoleto,
un símbolo inequívoco de la decadencia de esta época, la moderna, que
se resiste a morir.
Se está agotando la
interpretación interesada de la Historia desde su moderna idea de “progreso”,
que cifra la esperanza humana en la religiosa adoración al dinero y en tan simples como burdas creencias: que el crecimiento es progreso, que todo cambio siempre es a mejor. La clase burguesa por excelencia,
la burguesa, ha sido responsable de convertir esta religiosa creencia en
ideología dominante y ha logrado contagiar a las vanguardias intelectualistas y obreristas a base de subvenciones estatales, confiados todos ellos en que su éxito estaba asegurado por
los avances tecnológicos de una ciencia positivista, enfocada en
objetivos "democráticos y sociales" científicamente cuantificables y, por tanto, mercantilizables a su burguesa
conveniencia. Soñaban con una lucha de clases a lo socialdemócrata, congelada en el tiempo y asegurado el sueldo de las vanguardias contendientes.
Los herederos de la
decadente modernidad se atribuyen la titularidad de la marca “progresismo”,
que utilizan agresivamente contra quien ose cuestionarla. En su huída
hacia adelante ya no escuchan, no quieren oír que la ciencia y la
técnica moderna no se ocupan de los problemas más propios de los
seres humanos, no quieren oír que los deslumbrantes avances materiales
conseguidos en la modernidad son sólo fuegos fatuos, que están muy distantes del progreso moral
que sería deseable y consecuente.
Todavía les queda cuerda
para un buen rato, es verdad, pero su crisis ya no es sólo del Capital, no
sólo es del Estado y la Democracia, es generalizada y global, es el heraldo que anuncia su
decadencia final. Ya se saben derrotados, pero ¡cuidado!, que morirán
matando.
1 comentario:
Un ejemplo práctico de este excelente artículo, es el «progreso» de la inminente reducción de las pensiones, curiosamente al mismo tiempo que existe un máximo pico de tecnificación y formación laboral de la población, cómo se calificaría a este capitalismo, «radical»?, «ultra»?, y sus fans? Radicales?
Publicar un comentario