El mundo es habitado por individuos humanos que, desde la remota antigüedad, vienen asociando sus vidas en un espacio físico-territorial concreto, determinado por la existencia de los recursos necesarios al sostenimiento y reproducción de sus vidas, generando con ello una compleja red de relaciones sociales entre los individuos que habitan un mismo territorio y entre los individuos y comunidades de otros territorios.
Desde el primitivo hábitat de las cuevas, hasta las megápolis contemporáneas, los individuos han buscado habitar el territorio en asociación con otros individuos, desde la más simple asociación por razón de parentesco, hasta la más compleja evolución de la tribu, que conduce hasta la fundación de la primera urbe conocida, en la antigua Mesopotamia, hace más de diez mil años.
Tan
urbe es una aldea rural como una megaciudad, pero sus diferencias no
son sólo de extensión y cantidad de habitantes. Existen, además,
diferencias fundamentales en el hábitat físico y en el modo de
convivencia. Pero la diferencia más determinante reside en su
antagónico origen histórico: la aldea es creada por una comunidad
de individuos y la gran urbe sólo es creada en el contexto de un
plan de Estado: un aparato jerárquico, en esencia militar, no
constituido por una comunidad, sino por una asociación de élites
que, mediante la violenta imposición de leyes propias,
pretenden
el dominio sobre los territorios, sus recursos y sobre
las gentes
que
habitan sus aldeas.
Los
Estados mantienen las aldeas sólo mientras éstas sean necesarias al
abastecimiento de los mercados en las ciudades, pero la evolución
tecnológica y capitalista del Estado hace hoy obsoletas a las aldeas, porque su modelo
productivo ya no necesita mano de obra, le sobra
y le estorba la aldea para producir industrialmente los alimentos y
para extraer las materias primas: ahora sólo necesita al territorio
-mejor despoblado- y a sus recursos naturales. Las grandes
corporaciones empresariales son ahora, por encargo de los Estados,
las que cumplen con la original e histórica misión colonial de los
Estados, tanto fuera como dentro de sus fronteras.
Así,
pues, el Estado es el enemigo principal e histórico de los territorios como de
las comunidades que los habitan. Comunidad y territorio sólo pueden
sobrevivir juntos, superando al Estado y sólo a partir de su
disolución. Si
alguna revolución es hoy urgente y necesaria para el común de los
humanos, esa es la que tenga entre sus finalidades la de librar a la
ruralidad (territorio+comunidad) de la aniquilación programada por
el Todopoderoso (sistema estatal-capitalista)...imaginemos que no es
demasiado tarde.
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