Más
que el hecho de pensar, nos constituye el lugar y el tiempo en que
pensamos. Aquí y
ahora ya no podemos estar fácilmente de acuerdo con Descartes
(“pienso, luego soy”),
porque nosotros disponemos
de una experiencia y un
conocimiento histórico que él no tuvo. Aquí y ahora,
probablemente, él diría “soy
donde pienso”; no olvidaría nuestra relación existencial con el
espacio y el momento de la historia en que vivimos. De ahí la
importancia esencial del territorio, de la comunidad que lo habita y
su historia. Aquí han pasado muchas cosas desde hace mucho tiempo,
cuya comprensión
debería acercarnos
a lo que somos. Olvidarlo
podrá parecernos útil y, aún así, la verdad cambiante -la
del lugar y la
historia- seguirá estando por delante de lo que creemos útil
y conveniente.
La
generalización de la ignorancia por lo universal/concreto/cambiante,
a favor de abstracciones universalistas cuyo totalitarismo se esconde
tras una apariencia de complejidad, ha sido misión preferente de la
modernidad, un objetivo periódicamente matizado en sus diferentes
versiones: teológicas, liberales y marxistas. La colonización del
pensamiento es su cara oculta, que alcanza más allá de lo contado
por la historia oficial, narrada como “progreso” por los propios
agentes de la colonización: la “Humanitas” que civiliza (salva)
al “Anthropos” (salvaje). No creo que sea casualidad que el
nacimiento de la ciencia antropológica coincidiera con el auge del
proceso colonizador que sigue al descubrimiento de América, a partir
del contacto del hombre blanco europeo con el “salvaje”
diferente, al que descubre e identifica como un ser inferior desde su
perspectiva “humana”.
Así,
no me extraña que se pueda llegar a identificar humanismo con
racismo, expresado como lo hace Walter Mignolo (1): “yo no
quiero ser humano; porque el concepto humanidad construyó el
racismo”. El racismo anida en todo proceso de colonización,
al que revela como pretensión de dominación sobre la naturaleza,
extendida a todas las criaturas consideradas “inferiores”. En
todo caso es humillación, es desprecio profundo por el prójimo
diferente, es la visión egocéntrica que surge de la modernidad
eurocéntrica, básicamente colonizadora, patriarcal y racista.
La
universalidad del pensamiento único es la representación perfecta
del éxito de esta colonización del pensamiento lograda por la
modernidad, de tal modo que ésta no tiene explicación separada de
su adjetivo colonial y racista. Lo que nombramos como globalización
no es sino ese proceso exitoso, la culminación del ideal ilustrado
de la modernidad burguesa, surgida del pensamiento colonial europeo,
al poco actualizado -podríamos decir ”modernizado”- por el
liderazgo estadounidense en el nuevo imperio colonial-global.
El
concepto de “progreso” pertenece a la modernidad y es, por tanto,
necesariamente, rehén de la dialéctica colonial-descolonial, no
podría ser de otra manera. Es un concepto europeo y universal en
sentido necesariamente moderno y totalitario. El Estado, aún no
siendo una estructura política propiamente moderna, sí fue adoptado
y transformado por el pensamiento burgués hasta su configuración
actual como nación-Estado, primero como instrumento puramente
colonial, para la conquista y dominación, hasta su evolución como
instrumento de control -biopolítico/totalitario- de la sociedad
global, un Estado que no puede ocultar la matriz colonial de la
clase burguesa que es su legítima titular, tanto como de la
propia modernidad, autoasociada al concepto (colonial) de progreso.
En
tal contexto, ser progresista es la forma burguesa -ortodoxa o
heterodoxa- de la modernidad. Resulta vano todo intento de disimulo
por parte de la izquierda residual, tanto en cualquiera de sus
versiones originales (cristiana-liberal-marxista) como en sus
actuales intentos “posproletaristas” (populistas) por
reinventarse, en una época que ellos piensan como poscolonial y
posmoderna.
“Las
palabras ya no nos dicen”, dice Mignolo, son necesarios otros
conceptos y otras palabras que los signifiquen. Descolonizar es
radicalmente diferente -no puede confundirse- con decolonialidad; eso
lo explica muy bien este autor, fundador del paradigma del
pensamiento decolonial (2), surgido en la década de los noventa en
las universidades del continente sudamericano, cuando viene a decir
que los descolonizadores acaban por reproducir, localmente, en sus
nuevos Estados-nación, las mismas estructuras del poder burgués que
son propios de la modernidad colonial de la que pretenden
independizarse.
La
defensa del parlamentarismo burgués, del trabajo asalariado, del
Estado-nación, del desarrollismo crecentista, son la constatación
de su fracaso “revolucionario”, falsamente liberador, que
retroalimenta la colonización y, en concreto, el peor de sus efectos
destructivos: la colonización del ser, del sujeto devenido en
compulsivo consumidor y en irresponsable elector, atrapado en la
promesa de un “estado de bienestar” olvidadizo, ignorante de que
tal bienestar es financiado por las antíguas colonias, por los
pueblos del llamado tercer mundo, constituido por los países
“descolonizados” a los que mediante el eufemismo de la
“cooperación internacional” ayudamos a salir de su atraso, como
antaño hicimos para modernizarlos, para que dejaran de ser unos
“salvajes”, inferiores y atrasados.
Lo
único que ha cambiado del proceso de colonización es su modo
operativo y sus escenarios, no su esencia. La democracia burguesa y
el desarrollismo industrial-tecnológico han sustituido a la
religión y al marxismo, por decisión e imposición del actual
multiliderazgo del imperio colonial, transmutado hoy en colonización
global pactada, a cargo de los diferentes bloques y corporaciones de
Estados-nación, que compiten por el control geopolítico en un
remozado proceso de re-colonización global, a su modo poscapitalista
y posmoderno, que no logra ocultar su patita racista y colonial.
Su
firme adscripción a la democracia liberal-burguesa y su
imprescindible complicidad en la imposición de dicho modelo al resto
del mundo “menos desarrollado” (a traducir por “insuficientemente
colonizado”), sitúa al progresismo-posmoderno en un inequívoco
lugar preferente del sistema de dominación. Su anticapitalismo se
desvela así como una estratagema publicitaria, un mero ardid para no
perder clientela electoral, por abajo de la sociedad en los países
de la periferia capitalista, mientras en el occidente colonizador
disputa con la derecha el segmento magro de las clases medias (el
centro político).
El
posmodernismo se ha empeñado en hacernos olvidar la matriz colonial
del poder en su forma actual. La crítica posmoderna al capitalismo
enfoca los males de la modernidad en su dimensión puramente
económica (capitalismo), ocultando lo esencial de su matriz
colonial, que no es accesoria, sino constituyente de la contemporánea
estructura del poder, que ya no puede seguir ocultando su bárbara
raíz conquistadora, colonial. Propagar que la organización estatal
del mundo actual ha superado el colonialismo no deja de ser un bien
elaborado engaño, aunque tuviera la pretensión de reinventar una
“modernidad mejor”. Ser anticapitalista hoy es manifiestamente
insuficiente, mientras se mantiene y reproduce la impronta colonial
que permanece agazapada tras la compleja red de estados y
organizaciones internacionales que hoy constituyen el sistema de
poder global.
Pero
es verdad que a la ficción progresista, vendida como estado de
bienestar y desarrollo sostenible, todavía le queda un recorrido en
los países periféricos, a pesar de todas las evidencias que
anuncian su agotamiento en el centro del sistema.
Quienes
estamos comprometidos con la corriente de pensamiento que,
provisionalmente, venimos denominando como “revolución integral”,
estamos obligados a integrar la dimensión decolonial en nuestro
conocimiento y comprensión de la realidad y, por tanto, en nuestra
propuesta de paradigma radicalmente alternativo, poniendo la crítica
del eurocentrismo a la misma altura que nuestra axial crítica al
egocentrismo. Europa se nos desvela así como el sórdido paisaje de
la modernidad/colonialidad, sin necesidad por ello de despreciar el
pensamiento clásico “occidental”, tan prepolítico y tan
universal como otros pensamientos locales, igualmente preexistentes
a la modernidad que surgiera en la Europa de la revolución burguesa
y la colonización.
La
“colonización del ser”, de la que también habla la corriente de
pensamiento decolonial, que ya forma parte del arsenal teórico de
numerosos movimientos populares en el continente sudamericano, viene
a enriquecer nuestra propia reflexión sobre el “ser-nada” que
hemos identificado como producto de la modernidad, anulador de la
individualidad y la comunidad, a cargo del sistema de dominación
surgido de la modernidad. ¿Acaso no es el trabajo asalariado un
claro reflejo de la explotación-esclavitud colonial, no es hoy la
propiedad-acumulación capitalista la prueba del sistemático robo,
saqueo, colonial?
¿Y
acaso no es pertinente recordar hoy y aquí, que a partir de 1865 el
único país europeo que tenía
esclavitud era
España?, como nos recuerda un
artículo recién publicado
(en diario.es de 21-08-2016), con el título
“Cuando
los barcos negreros salían del puerto de Barcelona” (3):
"A partir del
1865 el único país europeo que tiene esclavitud es España",
explica Martín Rodrigo Alharilla, doctor en Economía por la
Universitat Autònoma de Barcelona. Josep Maria Fradera, catedrático
por la Universitat Pompeu Fabra y experto en colonialismo, argumenta
que las primeras que empezaron a abrir el debate sobre la legitimidad
moral de esclavizar un ser humano fueron las sectas protestantes y la
idea que había que abolir esta institución se hizo cada vez más
presente en el mundo inglés y francés hacia finales del siglo
XVIII. Así, en Inglaterra se suspende el tráfico el 1807 y la
esclavitud el 1833. En Francia, el 1848 y en Estados Unidos hacia la
década de 1860.
Los países ibéricos,
sin embargo, tardaron bastante más, puesto que habían entrado en el
negocio en el momento en que los británicos se planteaban dejar de
hacerlo: "Esto es el que hace patética la posición de los
catalanes, los españoles y los portugueses", afirma Fradera.
Barcelona, con los personajes más importantes de la economía
catalana del momento, fue uno de los principales núcleos de la
presión en defensa de la esclavitud dentro del Imperio español. Y
la capital catalana, uno de los puertos que vio salir múltiples
barcos negreros”.
El pensamiento decolonial
ha servido para desnudar la falsa suposición de los discursos
académicos y políticos, según la cual, con el final de las
administraciones coloniales y con la formación de los Estados-nación
en la periferia, ahora estaríamos viviendo en un mundo descolonizado
y poscolonial:
“Nosotros partimos,
en cambio, del supuesto de que la división internacional del trabajo
entre centros y periferias, así como la jerarquización
étnico-racial de las poblaciones, formada durante varios siglos de
expansión colonial europea, no se transformó significativamente con
el fin del colonialismo y la formación de los Estados-nación en la
periferia. Asistimos, más bien, a una transición del colonialismo
moderno a la colonialidad global, proceso que ciertamente ha
transformado las formas de dominación desplegadas por la modernidad,
pero no la estructura de las relaciones centro-periferia a escala
mundial. Las nuevas instituciones del capital global, tales como el
Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), así
como organizaciones militares como la OTAN, las agencias de
inteligencia y el Pentágono, todas conformadas después de la
Segunda Guerra Mundial y del supuesto fin del colonialismo, mantienen
a la periferia en una posición subordinada.
El fin de la guerra
fría terminó con el colonialismo de la modernidad, pero dio inicio
al proceso de la colonialidad global. De este modo, preferimos hablar
del ‘sistema-mundo europeo/euro-norteamericano
capitalista/patriarcal moderno/colonial’ (Grosfoguel, 2005) y no
sólo del ‘sistema-mundo capitalista’, porque con ello se
cuestiona abiertamente el mito de la descolonialización y la tesis de que la
posmodernidad nos conduce a un mundo ya desvinculado de la
colonialidad. Desde el enfoque que aquí llamamos ‘decolonial’,
el capitalismo global contemporáneo resignifi- ca, en un formato
posmoderno, las exclusiones provocadas por las jerarquías
epistémicas, espirituales, raciales/étnicas y de género/sexualidad
desplegadas por la modernidad. De este modo,
las estructuras de larga duración formadas durante los siglos XVI y
XVII continúan jugando un rol importante en el presente” (texto
de Walter Mignolo, miembro fundador del Grupo
modernidad/colonialidad).
En
una de sus ponencias más celebradas, Walter Mignolo aborda un
concepto que apunta al paradigma de revolución integral, como
“ontologización de la vida y decolonialidad del vivir”; la
colonialidad no es solamente el FMI, el Pentágono, la Casa Blanca o
el Banco Central Europeo, la colonialidad lo involucra todo y está
en todas partes...cuando pensemos en colonialidad hay que estar
atentos a lo que pasa en Méjico y América del Sur, en Europa,
Rusia, China, Irán..., ésto ya es liberador de algún modo, cuando
empezamos a entender qué es lo que nos está pasando comenzamos a
comprender porqué nos está sucediendo, qué es lo que nos está
controlando y manejando, qué es lo que nos hace vivir para comer en
vez de comer para vivir, vivir para trabajar en vez de trabajar para
vivir.
Acertadamente
a mi entender, Ramón Grosfoguel (2002) afirma que “el
antiguo paradigma marxista de infraestructura y superestructura ha
sido reemplazado por una estructura
histórica-heterogénea (según Quijano, 2000), o una
«heterarquía» (según Kontopoulos, 1993), es decir,
por una articulación imbricada de múltiples
jerarquías, en las que la subjetividad y el imaginario social no es
derivativo sino constitutivo de las estructuras del sistema-mundo".
Y
Quijano (2000) añade el componente racista de este sistema-mundo:
“En esta conceptualización, la raza y el racismo no son
superestructurales o instrumentales a una lógica abarcante de
acumulación capitalista; son constitutivos de la acumulación
capitalista a escala mundial. El «patrón de poder colonial» es un
principio organizador que involucra la «explotación y la dominación
ejercidas en múltiples dimensiones de la vida social, desde las
relaciones económicas, sexuales o de género hasta las
organizaciones políticas, las estructuras de conocimiento, las
entidades estatales y los hogares.
“Colonialismo”
son momentos históricos específicos, como el colonialismo español,
portugués o inglés, mientras “colonialidad” es la lógica común
a todos los colonialismos: el patrón colonial del poder, el sistema
de dominación del mundo, la lógica que subyace a la modernidad y a
su idea de Progreso. Pero la decolonialidad, como lo plantea Mignolo,
no es la disputa por el patrón colonial de poder, sino un
desprendimiento, un pensamiento fronterizo que integra y sobrepasa
todos los niveles de la experiencia y el conocimiento: la comida, la
sexualidad, el racismo, el arte, el saber, la ciencia, etcétera.
Yo
entiendo este desprendimiento propio del pensamiento fronterizo como
libre pensamiento, enfrentado al reduccionismo simplista de la lógica
impuesta desde el patrón colonial del poder, una lógica
fundamentada en falso sobre la presunción de “oposición” entre
supuestos contrarios (izquierda-derecha, revolución
burguesa-revolución proletaria), ignorando la realidad histórica
que, tozudamente, pone en evidencia tal falacia.
Dice
Ramón Grosfoguel que “el pensamiento fronterizo es
aquel que genera una doble crítica, se aleja de las
contraposiciones dicotómicas, exterior-interior, para
posicionarse críticamente tanto frente al fundamentalismo
occidental como al de un país periférico (a menudo
resultado de procesos nacionales tras las experiencias coloniales y
como modo de ubicarse en el marco de fuerzas internacionales). Ello
implica posicionarse ante ambas tradiciones de pensamiento, “y,
simultáneamente desde ninguna de ellas”, lo que permite
alejarnos de la narrativa histórica lineal occidental y lo que
es más importante, cuestionar su epistemología”.
Desde
mi modesta posición de activista, coincido en ésto con Ramón
Grosfoguel: “la colonialidad no es equivalente al
colonialismo. No se deriva de la modernidad ni antecede a ella. La
colonialidad y la modernidad constituyen dos lados de una misma
moneda. Del mismo modo como la revolución industrial europea se
logró a partir de las formas oprimidas de trabajo en
la periferia, las nuevas identidades, derechos, leyes e instituciones
de la modernidad, como las naciones-Estado, la ciudadanía y la
democracia se formaron en un proceso de interacción colonial con
personas no occidentales, así como de su dominación/explotación”
.../...”Llamar
«capitalista» al actual sistema mundial es, por decir lo menos,
engañoso. Dado el «sentido común» hegemónico eurocéntrico, en
el momento en que usamos la palabra «capitalismo» las personas
inmediatamente piensan que estamos hablando sobre la «economía».
Sin embargo, el «capitalismo» sólo es una de las múltiples
constelaciones imbricadas del patrón colonial de poder del
«sistema-mundo occidentalizado/cristianizado moderno/colonial
capitalista/patriarcal». Es importante, pero no la única. Dada su
imbricación con otras relaciones de poder, destruir los aspectos
capitalistas del sistema-mundo no sería suficiente para destruir el
actual sistema-mundo. Para transformar este sistema-mundo es crucial
destruir la totalidad heterogénea histórico-estructural llamada el
«patrón colonial del poder» del sistema y que en este trabajo
hemos identificado en catorce jerarquías de poder global”.
…/...”La
descolonización y la liberación anticapitalistas no pueden
reducirse sólo a una dimensión de la vida social. Requiere una
transformación más amplia de las jerarquías sexuales, de género,
espirituales, epistémicas, económicas, políticas y raciales del
sistema mundo moderno/colonial. La perspectiva de la «colonialidad
del poder» nos desafía a pensar sobre el cambio y la transformación
sociales en una forma no reduccionista”.
Desde las épocas más
remotas tenemos constancia histórica de una intuición universal,
basada en la idea de que en todo individuo hay un algo incondicional
que impone el respeto. Es tan cierto como que esta intuición,
profusamente desarrollada en los planos filosófico y religioso, en
muy escasas ocasiones históricas encontró traducción en la
realidad de la vida social, económica y política. La puesta en
práctica del principio de dignidad y la abolición legal de las
prácticas que atacan este principio sigue pendiente, será el fruto
de una larga evolución-revolución, pendiente de articular y
concretar, por más que se proclame que hemos llegado al fin de la
historia. Entre la formulación teórica y el respeto práctico a la
dignidad del sujeto no existe relación probada de causa y efecto,
basta echar una mirada sobre el mundo en que vivimos y apreciar el
escándalo que produce la omnipresencia de la idea de dignidad en
todos los discursos de la modernidad más reciente, junto al
desprecio más absoluto por el ser humano en la práctica.
“Las
palabras ya no nos dicen”, necesitamos un nuevo lenguaje...(imagino
aquí que muchos se preguntarán desconcertados ¿un nuevo
lenguaje?.. antes de exclamar la sobada frase/conclusión
acostumbrada: “lo que yo decía: todo es cuestión de cultura”).
Pero la antigua división entre cultura y política ha pasado a ser
demasiado superflua, sobada y antigua, definitivamente es ya un falso
dilema -el viejo dilema del huevo y la gallina-, que pudiera ser útil
para entretener los ratos muertos, pero que sólo sirve para tapar
la complejidad del sistema-mundo que padecemos.
“Las
palabras ya no nos dicen”
y, por
ello, necesitamos encontrar nuevos conceptos y un nuevo lenguaje que
dé cuenta de la complejidad de las jerarquías de género, raza,
clase, sexualidad, conocimiento y espiritualidad dentro de los
procesos geopolíticos, geoculturales y geoeconómicos del
sistema-mundo, necesitamos
buscar “afuera” de nuestros paradigmas, al tiempo que esa
búsqueda la convertimos en práctica revolucionaria, como
proyecto personal y colectivo, un deber que se piensa y se acomete:
“si debo, puedo” que dijera en su tiempo Sem
Tob, pensador medieval,
judío y palentino.
NOTAS:
(1)
Walter Mignolo (Provincia de Córdoba, Argentina, 1 de mayo de 1941)
es un semiólogo argentino y profesor de literatura en la Universidad
de Duke, en Estados Unidos. Se le conoce como una de las figuras
centrales del poscolonialismo latinoamericano y como miembro fundador
del Grupo modernidad/colonialidad. Entre sus aportes más importantes
se cuenta la producción de categorías de análisis como "diferencia
colonial", "pensamiento fronterizo", "colonialidad
del ser" y la idea de "hemisferio occidental/ el atlántico
norte". Desde 1993 trabaja en la Universidad de Duke (Estados
Unidos), donde actualmente es director del Instituto Franklin para
estudios interdisciplinarios e internacionales. Otros significados
autores pertenecientes a esta corriente son: Guaman Poma, Aimé
Cesaire, Franz Fanon,Walter Mignolo, Enrique Dussel, Anibal Quijano
Obregón, Nelson Maldonado Torres, Santiago Castro-Gómez, Catherine
Walsh, Arturo Escobar, Ramón Grosfoguel, Fernando Henrique Cardoso,
Freire, Frantz Fanon. Y más recientemente: Carolina Santamaría,
Juan Camilo Cajigas-Rotundo, Fernando Garcés, Mónica Espinosa,
Juliana Florez-Florez, Elena Yehia, Silvia Rivera Cusicanqui.
(2)
Para consultar textos sobre este paradigma del pensamiento
decolonial:
https://drive.google.com/drive/folders/0B7IBls51ri9VMjYtemlmeUd3eTA
http://www.decolonialtranslation.com/espanol/
(3)
Leer artículo completo en:
http://www.eldiario.es/catalunya/esclavitud-colonialismo-Barcelona-Catalunya_0_549445695.html
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