jueves, 28 de mayo de 2015

REINVENTAR LA CIUDAD, CONTRA EL URBANISMO


El urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital. Hace posible la posesión por parte del capitalismo del espacio social, que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada de sociabilidad”.

Miguel Amorós (de la conferencia “Urbanismo y orden”, pronunciada en el Ateneu Llibertari de El Cabanyal,en 2003)



Todas las sociedades antes del capitalismo fueron sociedades campesinas, y las que le sobrevivan también lo serán, aunque no sean iguales a las del pasado. No podrán serlo. Pero, eso sí, de ellas habrá mucho que aprender”.

Ramón Fernández Durán (del libro “Con los pies en la Tierra”, Editorial Virus, 2006)


Hay en el mundo 20 megalópolis (ciudades con más de 10 millones de habitantes), la mitad de la población mundial vive en ciudades, y las grandes ciudades han crecido sin interrupción desde los años 50. En el mundo, las ciudades con más de un millón de personas son 430 y reúnen al 38% de la población urbana. Dos tercios de estas metrópolis se encuentran en regiones en desarrollo, la mitad en el Asia-Pacífico.





Escucho por todas partes el mismo lamento. Hoy mismo, día de elecciones, lo dice mucha gente, algo así como:  "ésto es una mierda pero es lo que hay, voy a votar para que al menos se revuelva el avispero, es lo que hay, no lo que yo quisiera”...y así resulta imposible, cuando se renuncia voluntariamente a la esperanza. Así, el sistema del avispero perpetúa su existencia, más o menos revuelta, gracias a esa renuncia masiva del individuo. 

De los pocos que dicen no haber renunciado a la esperanza, algunos se están construyendo un gueto a modo de parapeto personal, con la ilusoria pretensión de salvarse. Un gueto ideológico (ecólogista o feminista, marxista o anarquista), un gueto que tiene como guía un ideal de salvación personal, entre turístico y estético, cuando no la recuperación melancólica de un mundo natural y rural perdido. Su destino inevitable es la hermandad "new age", más o menos contestataria, su única estrategia consiste en acrecentar esa moda, una escapatoria naif hacia el borde interno del sistema, nunca enfrentarse a él con la finalidad de derribarlo, sólo coexistir con la bestia, decrecerla y sobrellevarla como mucho. Y así, no alcanzan a imaginar siquiera la revolución integral necesaria, la que empieza por pensar y actuar por uno mismo, construyendo comunidad en donde se vive, sea pueblo o ciudad.

No nos enfrentamos a un problema sólo ecológico, no sólo es un problema de patriarcado o de explotación de clase, no es sólo eso, sino mucho más; es una inmensa e inabarcable complejidad construida deliberadamente, que nos resulta imposible de comprender y manejar cuando estamos atrapados en la ideología, cuando nuestra conducta no es consecuencia de un pensamiento ético, libre y prepolítico. Sólo cuando ésto sucede, empezamos a comprender que el problema nos constituye, que cada uno de nosotros es al tiempo problema y solución, que cada uno de nosotros es el sujeto de la revolución integral necesaria.

Por nuestras limitaciones nunca seremos individuos perfectos, nuestra individualidad siempre tendrá una relacción conflictiva con los demás individuos, con la sociedad y con el ecosistema natural del que somos parte. Somos diferentes por naturaleza, por nuestras diferencias genéticas, por nuestras diferentes cualidades y capacidades.Pero hemos llegado a confundir diferencia con desigualdad y no es así, las diferencias individuales pueden coexistir con la igualdad acordada, la que brota de la vida en comunidad. La diferencia es inevitable, pero no lo es la desigualdad, que sólo depende de nuestra voluntad y nuestro acuerdo en común. No podemos, pues, aceptar que la desigualdad sea el principio constituyente de nuestra organización social, somos diferentes al margen de nuestro deseo, pero nos hacemos iguales o desiguales sólo si dejamos que suceda, si queremos.

Nada al respecto está escrito ni predeterminado, nada que dependa de nuestra voluntad es definitivo, todo lo que existe es histórico, cambia por necesidad de su propia existencia evolutiva, podemos cambiar la realidad no sólo por necesidad, también por nuestra propia voluntad si así lo deseamos. Sólo depende de la responsabilidad que asumamos en nuestras decisiones, todo depende del uso que hagamos de la libertad, porque ésta conlleva una pesada carga de responsabilidad, es inseparable de aquella, por eso que el individuo irresponsable que habita la metrópolis sea hoy un ser esclavo, carente de libertad, que cuando elige ser representado está evitando asumir su responsabilidad, la está delegando con renuncia implícita -más o menos consciente- de su libertad, está prefiriendo la cómoda irresponsabilidad de un esclavo estatal o privado, que pone el destino de su propia vida en manos de otros, que opta por la ilusión utópica de un futuro carente de incertidumbre y autonomía, carente de libertad y responsabilidad. Y todo por la promesa ilusoria de un plato de lentejas. Renuncia a su esencia humana, al sujeto que podría ser y  no es.

La metrópolis es el modelo de hábitat propio del sistema de dominación, el que se ha ido perfeccionando desde los inicios de la modernidad industrial hasta llegar a su acabado modelo actual, en el que ha consumado la hibridación de los aparatos totalitarios de control político y económico -Estado y Capitalismo- en una única y global superestructura de control, que mantiene la ficción de una existencia separada y autónoma. Lo cierto es aquello que se oculta tras esa ficción, el mundo convertido en mercado global y único por el que compiten todos los estados y todas las corporaciones financieras. Lo cierto es el imperio de la competencia como ley de leyes, cuyo método habitual de resolver los conflictos es la guerra militar/comercial, para quien la destrucción de la naturaleza, del individuo y de la sociedad son sólo daños colaterales de su gran negocio. 

Es su forma de entender al individuo humano como ser funcional al orden impuesto, productor/consumidor y ciudadano/sumiso, de entender a la sociedad humana como suma de individuos, una masa caótica e informe necesitada de moldeo y control, de entender la naturaleza como objeto/materia prima, fuente ilimitada de recursos consumibles en el proceso de producción y acumulación capitalista, todo pura mercancia.

El individuo habitante de la metrópolis es así el producto exitoso de la estrategia de dominación, su cómplice imprescindible y necesario, el elemento perfectamente conveniente al orden impuesto, ciudadano contribuyente y elector, productor eficiente y voraz consumidor. Pero la consciencia que surge del pensamiento libre nos remite a otra cosa bien diferente del espejo que nos es presentado como sucedáneo de la realidad, nos remite a un ser aislado, fragmentado y adiestrado, totalmente dependiente y debilitado, incapacitado para la práctica de la autonomía individual y para la vida comunitaria, un ser irresponsable cuyo sentido de libertad es una quimera, un sujeto intrascendente y superfluo, cuya vida carece de sentido más allá de su propio interés zoológico inmediato, incapacitado para la convivencia con iguales, imposibilitado para pensar otro futuro mejor que su actual existencia de esclavo con derechos.

La metrópolis es así constituida como forma global del orden estatal/capitalista, en única forma concebible de vida y orden social, donde la individualidad consciente agoniza y con ella todo proyecto civilizatorio, todo proceso evolutivo de la especie humana. La metrópolis no es sólo el escenario propicio a la dominación, es el sistema mismo transfigurado, su verbo habitado y hecho carne humana, donde el brillo del neón y su espectacular puesta en escena arquitectónica y tecnológica no pueden ocultar el olor a putrefacción. 

Y aún así, en los escasos intersticios y grietas que se salvan del horror, en las relaciones cuerpo a cuerpo y de los cuerpos con la naturaleza, en esas fugaces, silenciosas y solitarias relaciones, podemos atisbar aún el rastro de un individuo que aún anhela ser y vivir en un mundo mejor. Aún podemos intuir una esperanza latente en ese sujeto postmoderno -si bien, contaminada y confusa-  sí, una esperanza que se nutre de su memoria cultural e histórica y del recuerdo borroso de sí mismo, del individuo que aún quiere ser y del mundo que quiso habitar, el que yace enterrado bajo el asfalto y el cemento de la metrópolis, allí donde no ha mucho hubo pueblos, bosques, campos, ganados y huertas.

Se equivocan quienes piensan que el "sistema metrópolis" está sentenciado por su propia dinámica irracional, quienes suponen que el autocolapso del capitalismo nos devolverá necesariamente a la sensatez de las viejas sociedades campesinas y a la cordura que atribuimos al sentido común. Sólo tenemos certeza del colapso social en que vivimos y sobre la proximidad del colapso ecológico en ciernes, no de que ello signifique el fin del sistema. Todo es posible si no ponemos remedio. Incluso una vida seguramente peor.

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La primera gran ciudad de la historia fue la sumeria y mesopotámica Uruk, asentada a orillas del Eufrates; fue un núcleo urbano rico y floreciente, epicentro del orbe antíguo, que llegó a tener ochenta mil habitantes -más y mucho antes que Roma, tres mil años antes del comienzo de nuestra era-, un tamaño similar al de la actual ciudad de Palencia. Hoy sabemos que Uruk fue fundada como asentamiento neolítico con anterioridad al año 5.000 a.c. y que se extinguió a finales del siglo sexto de la era cristiana. Aquel mundo antíguo fue “rural” sólo desde nuestra actual perspectiva urbanita, porque entonces todo ese mundo vivía en el campo y del campo, incluidos los ciudadanos de Uruk, entonces no existía, como hoy, un mundo industrial que permitiera una comparación enfrentada; las diferencias residían sólo en los modos de ser campesino, recolector o agrícola, nómada o sedentario, porque entonces todo el orbe era campesino.

En todo caso, la casi totalidad de la población mundial fue campesina hasta la llegada de la modernidad industrial, hace poco más de dos siglos; sabemos que la mayor parte de la población ha habitado el campo la mayor parte de la historia humana, hasta hace sólo un par de años, cuando la cantidad concentrada en las grandes ciudades empezó a superar a la de quienes siguen viviendo en el campo. Y aún hoy el mundo sigue siendo campesino en buena parte. En nuestro imaginario histórico no cabe la imagen de una “ciudad rural”, menos aún de “lo rural” asociado a la vida en una gran ciudad. Nos han enseñado una historia con la imagen de un mundo rural del tamaño de una aldea, nunca de una ciudad. Y resulta que Uruk no solamente llegó a ser una gran ciudad, sino que lo fue precisamente por ser campesina, que lo fue gracias al invento de la agricultura. Porque fue allí, en la remota antigüedad neolítica, donde fue inventada la actividad que consiste en producir alimentos cultivando la tierra cercana a la casa en la que transcurre la vida; fue allí donde, gracias a tal invento, surgió la primera gran ciudad del orbe, cuyo auge y esplendor fue debido, con altísima probabilidad, al invento de la agricultura, que revolucionó la economía y el sistema de gobernanza de la sociedad humana, favoreciendo el asentamiento de la población antes diseminada por los confines de la Tierra, y cuya existencia anterior transcurría nomadeando, recolectando frutos silvestres, cazando y pastoreando los primeros animales domesticados.

Entonces, ¿podemos hoy aprender algo de la  experiencia histórica de Uruk, de aquella primera gran ciudad del neolítico? ...sí, podemos aprender que sólo floreció mientras fue autosuficiente, mientras tuvo un tamaño dimensionado a la capacidad de sus campos para producir el alimento necesario a sus habitantes, podemos aprender que su declive comenzó al acelerarse su crecimiento, que fue entonces cuando necesitó ampliar su dominio territorial, invadir y saquear los territorios de otras comunidades y territorios vecinos, entrando en la dinámica espiral de la colonización, del comercio asociado a la guerra, cuando la economía primó sobre la política y ambas sobre cualquier otro principio, haciendo añicos el equilibrio necesario entre los individuos y entre  sociedad y naturaleza, convirtiendo la lógica comercial en coartada para la dominación de los pueblos y para la expropiación de la tierra comunal, derivando así en pura estrategia militar y, por ende, en única “razón” de Estado. Esa lógica fue causa de la extinción de Uruk y de todas las grandes ciudades de los imperios desaparecidos. Eso es lo que podemos aprender del pasado para aplicarlo en el presente y proyectarlo al futuro.

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Asistimos hoy, en el hiperdesarrollado mundo urbano de la postmodernidad, a la repetición contumaz del mismo error que le costó la existencia a la gran urbe neolítica de Uruk. Hemos visto el mismo error constantemente repetido a lo largo de la historia, antes y después de la caída del imperio romano y hasta ahora mismo, en que sigue sucediendo delante de nuestros ojos.

No podemos aceptar el colapso, la fatalidad como único destino; otra forma de habitar el mundo es posible y necesaria, esta vez con la lección bien aprendida, a partir de principios y lógicas radicalmente nuevas, diferentes y contrarias a las acostumbradas. Hay que disolver la metrópolis, reducirla al tamaño humano y ecológico en el que es posible la autosuficiencia económica, la autonomía política y la armonía social, hay que reducirlas al punto de respeto y equilibrio donde son posibles las relaciones entre individuo, sociedad y naturaleza. Y en ese propósito, para que sea posible, todo está por imaginar y por hacer. Sólo podemos concebir un futuro posible con una transformación radicalmente innovadora y creativa, inspirada en los aciertos y errores de nuestra experiencia histórica. O lo que es lo mismo, necesitamos pensar y hacer las ciudades en dirección contraria a lo que sucedió en Uruk y a lo que sucede hoy en Tokyo, Madrid o Newyork.

De momento, vamos teniendo intuiciones, pistas útiles para proyectar y anticipar ese futuro necesario. Vemos gente que ha empezado a abandonar las grandes urbes buscando asentamiento y nueva vida en los deshabitadas poblaciones de los territorios rurales, vemos multiplicarse los huertos comunitarios en los arrabales y en los abandonados solares de las ciudades...sólo es el comienzo del gran trasvase de población que irá incrementándose en el próximo futuro, nada menos que la experimentación de una forma de vida más satisfactoria y autónoma, integrada en la naturaleza y con sentido de comunidad. Vemos en estas experiencias un indicio, una señal hacia ese futuro incierto pero posible.


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Tenemos inmensos retos por delante y uno de ellos es el de proyectar y experimentar modelos de vivienda y urbanismo propicios a la convivencialidad, viviendas que no aislen al individuo, contraurbanismos que favorezcan la comunidad, habitantes y comunidades reintegradas al ecosistema natural, produciendo lo material necesario y suficiente, intercambiando los excedentes por aquello que no puede ser producido en la propia tierra, priorizando la producción de bienes culturales, de abundancia que satisfaga las necesidades espirituales y relacionales, con olvido y desprecio de todo consumo superfluo, carente de racionalidad, necesidad y sentido.

Necesitamos casas productoras de energía y alimento, como las antiguas casas campesinas, con tierra para huerto y espacio para el trabajo personal, cada cual en un oficio.

Casas con tejados y fachadas que producen  energía suficiente para cubrir las ajustadas necesidades de sus moradores, incluida la de movilidad personal.

Casas cuyas cubiertas, además de procurar aislamiento térmico a su parte habitada y además de recoger todo el agua de lluvia, cubran invernaderos en los que producir alimento todo el año, completando la del huerto. Casas y huertos que generen la máxima autonomía alimentaria y energética junto a la satisfacción física y espiritual por el trabajo autónomo productivo. Casas que compensen en sus cubiertas la superficie de tierra fértil invadida por sus cimientos.

Casas con parcelas de tierra que sean del comunal sin dejar de ser “propias” de quienes las habiten, teniendo sus habitantes asegurado de por vida el derecho de uso, en lugar del antisocial derecho burgués de propiedad, apropiación privada.

Casas construidas con materiales locales, diseñadas y construidas en lo básico por gentes locales que dominan los oficios, con diseño y construcción que no genere dependencia financiera ni tecnológica, cuyo proyecto quede abierto a la intervención directa de sus moradores, que éstos la puedan concluir a medida de sus concretas necesidades individuales, familiares o grupales, y que las puedan acabar según su propio gusto estético.

Casas unidas por soportales que dan sombra y defienden de las inclemencias, que permiten la conversación y el encuentro vecinal en la calle. Calles plenamente peatonales, con carril paralelo dedicado en exclusiva al transporte colectivo, con el tráfico privado reducido a bicicletas eléctricas o convencionales, en distancias y trayectos no cubiertos por el transporte colectivo.

Casas que forman calles a las que se abren muchas ventanas y puertas de viviendas autosuficientes, talleres-tienda y jardines-huertos, calles que confluyen en muchas pequeñas plazas donde situar los espacios sociales dedicados a la producción comunitaria, de energía para el alumbrado público, de servicios comunales de salud y educación, de ayuda mutua en el cuidado de niños y mayores enfermos o dependientes, de espacios comunes donde celebrar los concejos y asambleas, para la actividad deportiva y artística, cultural y festiva, espacios abiertos al intercambio y distribución de productos elaborados personal y cooperativamente, espacios para el trabajo administrativo del ayuntamiento comunal, un entramado urbano a partir de plazas y calles arboladas, que en los bordes se prolongan en caminos forestales, en terrenos agrícolas intercalados  junto a pequeñas naves dedicadas a la producción cooperativa e integrada, artesana e industrial, agrícola, ganadera y forestal, lo más parecido al paisaje que imaginamos para una economía ecológica y comunal, todo lo contrario a los paisajes industriales y degradados de las economías capitalistas.

Imagino pueblos pequeños y deshabitados que son repoblados y se transforman en villas medianas, hablo de ciudades pequeñas que no ensucian ni tapan el horizonte, que no ocultan ni arrasan los campos de cultivo ni los bosques cercanos, que los incorporan en sus avenidas, hablo de modelos a seguir y de conurbaciones a repudiar y abandonar poco a poco, que hay que agrietar y disolver cuanto antes. 

Sueño con rascacielos y enjambres de pisos arrancados de sus cimientos, sueño que salvamos como mucho unos pocos, que los vaciamos de tabiques, sólo los más diáfanos y mejor soleados, para reciclarlos como invernaderos comunales, como metáfora y contrapunto, para el recuerdo histórico de la locura urbanista y desarrollista del tiempo presente; sueño con inmensos solares vacíos donde  ir levantando las nuevas arquitecturas convivenciales, los imaginativos y diversos modelos de hábitat democrático, simultáneamente urbano y campesino, arquitecturas y urbanismos horizontales, artesanos y creativos, pensados y hechos para el tamaño humano, integradores de habitantes y paisajes, producto simultáneo de racionalidad y belleza...Pero, como dice Miguel Amorós, “es tanto el horror urbano que para recobrar la ciudad como proyecto de vida comunitaria habrá que demoler hasta sus mismas ruinas”.




2 comentarios:

Loam dijo...

Dice bien Amorós: "...habrá de demolerse hasta sus mismas ruinas". Y ello no será posible si antes no demolemos el capitalismo.

Salud

Anónimo dijo...

No seràn necesarias ni molinos eólicos y placas solares ni vivir en carestía energética, por lo que serà posible extraer agua del aire, desalar agua de mar y mucho màs. Visitad la páguina ENERGÍA LIBRE LAS PALMAS y conocer mas sobre el inminente motor de energía infinita por gravedad GEP