Habrá quien identifique la finalidad de las revoluciones con un cambio de régimen o de gobierno. A estas alturas de la historia, pienso que la revolución necesaria es integral y no política, es inclusiva y no exclusiva, es un proceso y no un suceso; pienso que tiene por finalidad principal la recuperación del sentido trascendente de la vida, que surge de un impulso que es tan natural como humano, tan individual como comunitario, que no es sino un sentido perfectivo de la evolución, que corresponde a un sujeto consciente y emancipado.
Compartimos una idea muy negativa de la situación,
llegamos a ella a partir de la reflexión sobre nuestra personal
experiencia de la realidad, completada con el conocimiento histórico
que nos ayuda a comprender los capítulos de la evolución humana y
las claves históricas que explican la negatividad de la época
histórica que vivimos. Si no nos dejamos deslumbrar por la
espectacularidad tecnológica que cubre superficialmente nuestras vidas, lo que vemos
es el paisaje de una devastación de dimensiones inéditas y
apocalípticas, un paisaje que ninguna civilización anterior había
visto. Vemos en nosotros mismos y en nuestros congéneres
contemporáneos un sujeto privado de las mejores cualidades que
permitieron la evolución humana, un sujeto carente de voluntad por
la excelencia de sí mismo, desinteresado por la conducta virtuosa
que otorga sentido a la vida. Y aún así, reconocemos el rastro de
ese impulso vital y positivo en individuos excepcionales y en
comunidades resistentes, lo reconocemos a pesar de las condiciones de
sumisión en que vive la mayoría de la humanidad, a pesar de la mala
educación, el amaestramiento recibido en las escuelas, en el
trabajo asalariado, en los medios de comunicación y en las múltiples
estructuras e instituciones que fueron desplegadas durante los dos
últimos siglos y que conforman el orden imperante al que, por
reducción, identificamos como estatal-capitalista.
Hemos visto que este orden, de teoría liberal y
práctica totalitaria, ha desarrollado un inmenso poder de dominación
sobre la naturaleza y, por extensión, sobre la mayoría de los
seres humanos. Su potencia se sustenta en el monopolio de la
violencia legalizada como “razón de estado”, una sinrazón que
permite la sistemática expropiación de los bienes comunales, a su
vez legalizada como propiedad privada, una concentración parcelaria
del planeta que nos es tan común como propio. Este inmenso poder se
concentra y transmite en manos de una clase social
dirigente/propietaria, que posee el control de las estructuras
económicas y políticas que sirven para reproducir y perpetuar “el
orden”, contando para ello con la “democrática” complicidad
-por activa o por pasiva- de una masa social mayoritariamente
sumisa, compuesta de clases medias y trabajadoras adictas al consumo
compulsivo de mercancías y servicios, como forma de vida que es
denominada “estado de bienestar social”.
En los tiempos actuales estamos viendo, además,
cómo surge una variante, denominada Estado Islámico,
que lejos de suponer una propuesta emancipatoria y alternativa al
orden existente, viene a disputarle su hegemonía mundial y la
exclusividad en el control geopolítico de los recursos naturales,
especialmente del último petróleo. Una variante de Estado que
incluso supera el grado de violencia del modelo original y que al falso
“discurso democrático de Occidente” opone el no menos falso
"discurso religioso de Oriente”. Sus consecuencias no pueden ser
muy diferentes: individuos débiles y sumisos, adictos al Estado en
cualquiera de sus formas y, en definitiva, un sujeto humano
desprovisto de sus cualidades esenciales, separado de la naturaleza
e incapacitado para vivir emancipado y en comunidad.
Ningún sistema de dominación pudo nunca anular
del todo el sentido de comunidad que es propio de la condición
humana; y los que lo intentaron se vieron obligados a representarlo en
formas de comunidad tribal y/o religiosa (ahora por nacionalismo y
mercantilismo). En la actualidad, la cultura dominante proclama el
valor supremo de la libertad individual y presupone cínicamente que toda
comunidad constituye una limitación cuando no una renuncia de
libertad. Es una proclama tan perversa como falsa, porque contrapone
libertad a responsabilidad, porque presupone que compartir
responsabilidades con otros hace menos libre al individuo, cuando lo
cierto es que éste necesita de los demás para ser libre, que más
libertad significa siempre más responsabilidad...excepto si
consideramos como modelo de libertad la del tirano, la de quien hace
lo que le viene en gana, ajeno a las consecuencias que sus actos
tienen para los demás y para sí mismo.
Hemos comprendido que el orden social es siempre
producto de un doble sistema de relaciones, entre los individuos que
forman la sociedad humana y entre ésta y la naturaleza. En los
tiempos que corren vemos muy deterioradas e imperfectas las
relaciones entre individuos, carentes del sentido de comunidad que
operó durante siglos, aún bajo las formas tribales y religiosas ya
mencionadas. Perdido el sentido de comunidad, el sujeto humano parece
haber perdido el sentido de la vida. Y no menos imperfecta, vemos la
relación humana con la Naturaleza cuando seguimos obviando todas
las señales que nos anuncian la certeza de un próximo exterminio de
los bienes naturales y de la biodiversidad, una alteración
irreversible del equilibrio ecológico del que depende la existencia
de la vida humana en el único y común planeta que habitamos.
Constatamos a diario que la mayoría de los individuos de nuestra
especie ha olvidado que es parte de la Naturaleza y que ésta no
es una realidad exterior al ser humano; no podemos comprenderla sin
ver integrada en ella a la especie del simio inteligente que somos,
a la parte que es consciente de sí misma y del conjunto, la parte a la que
corresponde la máxima
responsabilidad en el cuidado y conservación del orden natural al
que se debe la vida humana y la vida toda.
Del estudio y reflexión sobre la historia humana hemos deducido que fue el sentido de comunidad el que alentó durante siglos el ideal de vida humana, como camino de excelencia (virtud), orientado a la perfección evolutiva. Hemos comprendido que fue este sentido el que siempre resistió frente a las múltiples y negativas formas de orden social que han venido sucediéndose en el transcurso de los siglos mediante el recurso a la violencia. Pensamos, en consecuencia, que el sentido de la vida humana es de perfección y comunidad o no es; pensamos que la calidad de la vida humana depende directamente de las cualidades de los individuos y que éstas determinan el grado de perfección de las relaciones entre los individuos y de éstos con la Naturaleza.
Del estudio y reflexión sobre la historia humana hemos deducido que fue el sentido de comunidad el que alentó durante siglos el ideal de vida humana, como camino de excelencia (virtud), orientado a la perfección evolutiva. Hemos comprendido que fue este sentido el que siempre resistió frente a las múltiples y negativas formas de orden social que han venido sucediéndose en el transcurso de los siglos mediante el recurso a la violencia. Pensamos, en consecuencia, que el sentido de la vida humana es de perfección y comunidad o no es; pensamos que la calidad de la vida humana depende directamente de las cualidades de los individuos y que éstas determinan el grado de perfección de las relaciones entre los individuos y de éstos con la Naturaleza.
Una y otra vez miramos
el mundo en que vivimos y éste nos devuelve la imagen negativa de un
proceso avanzado y masivo de destrucción, con alarmantes signos de
irreversibilidad. Por eso que, plenos de convicción y aún
sabiéndonos en minoría absoluta, nos hemos decidido a retomar un camino que es tan
viejo como la historia de la humanidad y que tiene por término su propia
continuidad. Retomarlo supone una revolución integral, un cambio
radical de dirección que nos permita revertir la situación. Por eso
que nos sentimos impulsados a pensar, decir y compartir un programa
de transición que necesariamente ha de ser revolucionario e integral
(personal y social, local y global, ético, ecológico, cultural,
económico y político), porque nos sentimos convocados a la
revolución por una fuerza mayor que la indignación, por un deber
ineludible que proviene de nuestra conciencia de la situación. Cierto es que lo hacemos interesadamente, porque sabemos que sólo el intento ya nos hace más libres, mejores
personas, corresponsables y comprometidas...y hasta puede que en el
camino recuperemos el sentido de comunidad, el sentido de la vida.
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