“En
todo caso, las consideraciones sobre el progreso están subordinadas
a las del orden”(Augusto
Comte,1798-1857, de su obra “Orden y Progreso”).
Desde
cualquier punto de vista, el adjetivo “cínico” nos refiere hoy a
un modo de práctica que no se corresponde con su propia teoría y
que, por tanto, se sitúa en la parte más sucedánea y oscura de la
ética; en nuestro tiempo, cínico se ha consolidado también como
definición de un comportamiento provocativo e irrespetuoso, incluso
mordaz y sarcástico, al que no le importan los medios empleados con
tal de servir a sus fines. No se corresponde este sentido actual con
su original griego, el de los filósofos cuya "filosofía cínica”
no tenía nada de teórica sino que, al contrario, consistía en un
radical desprecio por las normas morales o sociales convencionales, al
tiempo que sublimaban lo ético. Según aquellos cínicos antiguos,
nada vale lo que se dice y sólo tiene valor la conducta, lo que
se hace. Hicieron bien los historiadores alemanes de la filosofía
que nombraran “quínicos” a los primeros cínicos, a aquellos
filósofos griegos del siglo IV antes de Cristo, en concordancia
con el vocablo griego oríginal y para distinguirlos de los cínicos
contemporáneos.
A
pesar de lo dicho, no considero que sea algo tan simple este cinismo
de ahora, como prueba su maridaje con el Orden que hoy es hegemónico; no puede ser ventilado en forma simplista, como
“pensamiento único”, cuando su complejidad es, precisamente, una
de sus principales estrategias para la dominación, una de sus
principales y cínicas imposturas.
En
su obra “Crítica de la razón cínica”, Sloterdijk lo definió
como “falsa conciencia ilustrada” o como “voluntad de saber,
entendido éste como poder, un saber infeliz y carente de ideales”,
“un producto del fracaso práctico de la Ilustración”. En todo
caso, con Storledijk me sumo al llamado ético de los cínicos
antíguos, que realizaron sus vidas de acuerdo con un sentido de la
vida que ellos situaban en la práctica de una vida libre,
autosuficiente y en armonía con la naturaleza.
La Academia europea, donde hasta hoy la teoría marxista ha sido
predominante, se ha mantenido centrada
en una concepción economicista de la historia humana. Razón de más
para ignorar y despreciar al pensamiento cínico antiguo, por no
considerarlo una filosofía, por carecer de un cuerpo teórico
convencional o científico. Sólo a finales del pasado siglo, una
parte minoritaria -incluídos algunos académicos
neomarxistas-, comenzó a interesarse por esta filosofía no-teórica,
sino práctica, de los cínicos antíguos. Con todo, no es su
restitución académica lo que me interesa del pensamiento quínico,
sino la validez actual de su radical referencia ética, su vigente
apelación a una conducta ética como sentido de la vida humana que,
a mi entender, conecta con la idea de revolución hoy necesaria.
Decía
Aristóteles que la felicidad no consiste en el actuar acorde con el
placer, sino acorde con la excelencia, entendida ésta como virtud. A
diferencia de Aristóteles, los quínicos consideraban que vivir
conforme a la virtud es vivir conforme a la naturaleza, idea que
compartían con los estoicos; la naturaleza era considerada por ellos como referencia de perfección, rectora de la virtud y la autosuficiencia, clave de
la felicidad y la libertad. “Los hombres son infelices
por causa de su locura”, afirmaba el quínico Diógenes
Laercio, para quien la condición divina no significaba otra cosa que
esa referencia de perfección, no necesitar nada, algo inalcanzable
para la limitada condición humana, algo a lo que sólo puede aproximarse en la práctica de una vida sujeta a las mínimas necesidades,
conforme a la virtud y la naturaleza.
Asistimos
en el tiempo presente a la exitosa implantación universal de una
versión pervertida del cinismo. Lo hemos visto evolucionar y
sucederse a sí mismo en variables conservadoras y progresistas, en una
contínua y exitosa adaptación a su finalidad exclusivamente economicista, que no es sino la
acumulación capitalista asociada a la concentración del poder
político, convertido éste en biopoder, en un orden totalitario
impelido a determinar toda la vida humana, que no permite la
existencia de ningún aspecto de la vida que no sea regido por una
reglamentación o una ley ministerial, nada que pueda ser aútonomo,
nada que pueda escapar al control del Orden estatal-capitalista; la
educación, el ocio, el consumo, el trabajo, la
sexualidad, la información, la opinión... todo es intervenido y
condicionado por el poder aliado del Mercado y el Estado. Su credo y
propaganda consiste en una iluminada fe en el Progreso, que surgió en la
Ilustración y que es sucesora directa de la fenecida fe religiosa. Pero hoy
sus consecuencias ya no pueden ser disimuladas: la naturaleza
devastada y, con ella, todo sentido perfectivo de la vida individual
y comunitaria.
En
sus “Apuntes contra el progreso”, recomienda Miguel Amorós
pensar en “las posibilidades de dominio que inauguran los
sistemas tecnológicos de vigilancia o la cultura de masas, por no
hablar de la difusión del modelo educativo estatal en el que ponían
sus esperanzas los primeros progresistas, creador de una forma
de ignorancia funcional que el espacio virtual ha generalizado. Así
se explica que los individuos, por más que la ciencia haya
progresado, sean menos que nunca dueños de su destino”. Si
bien, aclara enseguida que “la crítica de la idea de Progreso
no es una revuelta contra la Razón ni contra la formación
intelectual y el saber, y ni mucho menos contra la civilización en
general; es una crítica de su degradación y eclipse”.
Desde
el comienzo de la modernidad industrial hasta la constitución de su
actual orden biopolítico, totalitario, hemos visto sucederse a éste
en variadas modalidades estatales -monárquicas, republicanas o dictatoriales- y
hemos asistido a la continuada escenificación de un ficticio antagonismo conservador-progresista, que hoy alarga su temporada con una
renovada cartelera: neoliberal contra socialdemócrata y
“casta-conservadora contra ciudadanismo-progresista” en su
versión más reciente y actualizada...todo pura ficción
antagonista, puro cinismo contemporáneo de falsos enemigos unidos en
la competencia por idénticos fines, por el reparto del poder que es
necesario para vivir en modo parasitario del trabajo ajeno, para
saquear la naturaleza en nombre del progreso, unidos en la
competencia por ese poder que permite el adoctrinamiento de las
masas, eso sí, siempre en nombre de la educación, de la democracia
y, por fin, en nombre del sacrosanto Progreso. Los cínicos
antagonistas conocen muy bien dónde germina, dónde se concentra y
cómo se reproduce ese poder por todas partes, como una metástasis
imparable que proclama y glorifica el triunfo de la cínica
filosofía postmoderna, ese dulce narcótico al que cínicamente
seguimos llamando “Progreso”.
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