“Lo obvio debe ser enfatizado, porque ha sido ignorado mucho tiempo”.
Nicholas Georgescu-Roegen 1906-1994), matemático rumano, autor de “La ley de la entropía y el proceso económico”
Nicholas Georgescu-Roegen 1906-1994), matemático rumano, autor de “La ley de la entropía y el proceso económico”
¿Tienen
algo en común el fracking con el yihadismo o la violencia de género
con la ecológica y ésta con la violencia económica del
trabajo asalariado?... sí, son manifestaciones de una misma
violencia sistémica.
¿Es que no vemos que en el avance del fracking
o del yihadismo islamista, como en todas las últimas y en las
actuales guerras, están las huellas de una misma y violenta urgencia
por hacerse con el control geopolítico de una energía, la del
petróleo, que se desvanece?
Discutía
hace unos días acerca de la violencia de género, en medio de una
reflexión que desde hace tiempo me ha llevado a pensar que ésta,
como otras violencias, no pueden ser pensadas aisladamente,
descontextualizadas de la violencia sistémica que a mi entender es
sustancial al regimen hegemónico que viene liderando la
civilización humana desde los inicios de la modernidad estatal e
industrial. Ese mismo regimen ha logrado, además, imponer la idea de
que la violencia es algo natural al ser humano, algo que no puede
ser superado sino encauzado a través de la educación, de campañas
de concienciación, de leyes y de mecanismos represivos o de control.
Ni ética ni ontológicamente es aceptable este pensamiento, por muy
hegemónico que sea, porque de hacerlo, el camino queda abierto para
la aceptación del sistema estatal-capitalista fundamentado en una
concepción esencialmente violenta del mundo como objeto de
apropiación y explotación.
Todos
los seres vivos son impulsados hacia la supervivencia por el instinto
de conservación, que se autorregula mediante normas de la propia
naturaleza y que en el caso humano son normas éticas, que hacen
posible la convivencia entre humanos, como entre éstos y el
conjunto de la naturaleza de la que formamos parte. La violencia no
es, pues, consustancial a la condición humana, sino a la condición
del sistema imperante, es en su desarrollo histórico-social donde se
encuentra la explicación de la violencia en sus múltiples
manifestaciones actuales. De ahí el enfrentamiento radical entre dos formas
de conocimiento cuya reconciliación resulta imposible.
Pongamos
como ejemplo el razonamiento que encuentra la causa de la actual
crisis económica en la naturaleza consumista de la sociedad (“hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades”, se decía); este
razonamiento, admitido como “mayoritario y oficial”, emitido
desde el sistema, se comprende que sea imposible de conciliar con la
teoría del conocimiento contraria y hoy minoritaria, que encuentra
la causa de la crisis en la naturaleza corrupta del propio sistema
imperante. O, volviendo a la violencia de género: el razonamiento
que encuentra la explicación de la violencia ejercida contra las
mujeres en una "naturaleza dominante, innata en los hombres", a la que
hay que reprimir y castigar enfrentando a ambos sexos; un
razonamiento que nunca admitirá que la causa pudiera encontrarse
en la esencia dominante del sistema, cuya violencia sistémica es
igualmente ejercida sobre hombres y mujeres.
Se ha explicado
fallidamente al ser humano como una abstracción, cuando en realidad
estamos hablando de nosotros mismos, de seres concretos que
realizamos nuestra existencia en un tiempo, espacio y sociedad
concretos y que, por tanto, sólo podemos comprendernos en ese
contexto histórico-concreto. Explicar las causas de la violencia y
de sus diferentes manifestaciones (de género, económicas,
políticas, jurídicas, educativas, sociales, ecológicas,
religiosas, físicas o mentales) no es posible sin investigar las
estructuras que sustentan el poder del sistema dominante, sin
investigar cuál es su esencia y sus consecuencias, su perfil y sus
límites. Si de verdad pretendemos la desaparición de la violencia,
ésto sólo es posible buscando la desaparición de aquello que la
engendra.
La violencia
ecológica, otra forma de la misma violencia sistémica, está
siendo igualmente aislada de su contexto histórico. Hablamos del
“pico del petróleo” cuando la contundencia de la realidad nos
dice que deberíamos hablar del “pico de todo”. En el caso del
petróleo la palabra “pico” es utilizada como metáfora de un
deslizamiento hacia la escasez, que sirve para camuflar el anuncio de
un colapso, el de una civilización industrial fallida, liderada por un poderoso sistema
construido sobre pies de petróleo, algo más endeble y finito que el
barro.
El
“pico alimentario” es otro tanto de lo mismo; baste pensar en el
significado de estos datos reales: cada kilo de maíz nos proporciona
algo menos de 800 kilocalorías alimentarias, mientras que el gasto
energético necesario para producirlo (laboreo agrícola, recogida,
procesamiento y empaquetado, transporte, distribución, etc) asciende
a a más de 6.000 kilocarías. Es sencillamente absurdo, la
agricultura ha pasado de ser una fuente energética a ser un sumidero
de energía. Y ocultarlo no hace sino retrasar y dificultar la
solución. Un agricultor industrial que vaya hoy a un país del
tercer mundo recomendará a los campesinos de allí el uso de la
agricultura industrial, sin saber el absurdo de la situación que se
aproxima, sin saber que cuando carezca de combustibles fósiles se
verá obligado a contratar a esos mismos campesinos pobres para
producir alimentos con su método tradicional ya olvidado. La
soberanía alimentaria es un concepto insuficiente si no se
desvincula de la racionalidad instrumental del sistema económico
capitalista, si no se desvincula de la vieja visión sindical y
corporativa del campesinado continuador de la mentalidad burguesa que aspira a la
propiedad de la tierra, si no se transforma en una visión comunal de
esta propiedad y en una contestación integral al sistema
estatal-capitalista.
El
poder del pensamiento hegemónico nos impide ver la inminencia e
inevitabilidad del colapso, que necesariamente será social y
ecológico al mismo tiempo. Sabemos que tras el pico del petróleo
sucederán -ya están sucediendo- otros muchos picos encadenados, que
se empujan unos a otros como las fichas de un dominó. La disyuntiva
no es, pues, colapso o no colapso, sino si el colapso sucederá
estando preparados o no para afrontarlo. De no ser así, sólo
podemos esperar un desenlace en forma de autodestrucción y barbarie
generalizada. No son ganas de agriar la fiesta, yo soy un optimista
existencial, son ganas de ponerle remedio a tiempo. Ya sé que ahora
estamos muy pendientes de nuestras miserias individuales y
domésticas, ya sé que la mayoría de la gente tiene su mirada
puesta en el corto plazo, en las dificultades inmediatas, como mucho
en las próximas elecciones, pero alguien tendrá que avisar de lo
obvio: que si sólo miramos hacia el suelo que pisamos no podremos
corregir la dirección que llevamos, no podremos prepararnos para
salvar un abismo hacia el que avanzamos sin verlo.
El
cambio climático es otro de los picos anunciados, como si de éste
pudiéramos librarnos con algunas medidas de economía “verde” y
cuatro recomendaciones de consumo ecológico, sólo orientadas a
crear nuevos yacimientos de negocio, esa sublime parodia de la
sustentabilidad que pregona el neocapitalismo “ecologista”. Del
“pico del trabajo” ni se habla todavía, cuando cualquiera que se
detenga a pensar sobre ello un momento, se dará cuenta de que, como
en el caso del pico del petróleo, ya estamos en un punto sin
retorno. El trabajo humano ha sido mercantilizado hasta depreciarse y
carecer de valor de cambio en el sistema capitalista, al que ya no le
es rentable su explotación, porque logra más productividad y
beneficio en el trabajo realizado por máquinas y más beneficio aún
en el negocio financiero, produciendo sólo crédito, sólo dinero.
La renta básica se convierte así en la única forma con la que el
capitalismo espera evitar el colapso social y económico que
significará el inevitable desempleo y pobreza generalizada.
Una
vía de solución es apuntada por
Wallerstein cuando afirma
que son necesarias “...
no sólo un nuevo sistema social, sino nuevas estructuras de
conocimiento, en las que la filosofía y la ciencia ya no estén
divorciadas, y volver a la singular epistemología en que se
perseguía el conocimiento antes de la creación de la economía-mundo
capitalista”.
Lo que viene a significar que
la violencia sistémica sólo podrá ser resuelta mediante la
negación dialéctica de la totalidad del sistema imperante y en
todas las dimensiones de su actual forma estatal-capitalista, global
y totalitaria...y sólo a partir de formas fraternales de vida en
comunidad, que se correspondan con las necesidades integrales de la
naturaleza de la que somos su parte más consciente y, por tanto, más
responsable.
La
catastrófica realidad del presente no hace más que evidenciar la
obviedad de lo que se oculta, que la violencia sistémica ejercida
contra la humanidad y contra la naturaleza, no es sino un proceso
multidimensional y extremadamente complejo, un proceso histórico que
resulta irreversible mientras la historia de la humanidad y la
naturaleza sigan siendo guiadas por el sistema de dominación que
reproduce y perpetúa la violencia y que nos ha conducido hasta esta
dramática encrucijada. Se trata de una perversión del pensamiento
epistemólógico, de la propia teoría del conocimiento, que nos
sitúa en la misería de la no concreción, en la que la violencia
contra la humanidad y la naturaleza es abordada desde su apariencia
abstracta, derivándolo de factores subjetivos y con sublime
ignorancia del sistema que lo genera. No es casualidad que su
análisis de las condiciones históricas, las concretas, se sitúe en
el ámbito de un idealismo especulativo y simplista.
Coincido con quienes pronostican que la amenaza de desplome y colapso
que pesa sobre la economía capitalista no es debida a la falta de
control, sino a la incapacidad del propio sistema para encontrar una
salida a los límites de su propio mecanismo de reproducción,
convertido en un callejón sin salida. Y que, por tanto, la salida
del capitalismo sucederá de todos modos, de manera bárbara o
civilizada.
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