“La responsabilidad del ser humano consigo mismo es indisociable de la que debe tenerse en relación a todos los demás. Se trata de una solidaridad que lo conecta a todos los hombres y a la naturaleza que lo rodea. Por tanto, resulta innegable que la deducción final de esa reflexión busque atender también lo universal”.
José Eduardo de Siqueira (del “O princípio de responsabilidade de Hans Jonas”, revista del Centro Universitário São Camilo, 2009).
Pensamos que el mal es siempre exterior a nosotros. Y ésto es así
porque hemos sido amaestrados en este pensamiento durante siglos de
mala educación, crónica y normalizada (familiar, escolar y
universitaria), siglos de sumiso trabajo asalariado, de aleccionamiento partidista y adocenamiento
mediático, muchos años de fundamentalismo consumista y de practicar
la costumbre de llamar democracia al parlamentarismo, a lo que no lo
es.
Pensamos que el mal nos es ajeno, que pertenece a quien tiene la
responsabilidad de gobernar y ni por un instante llegamos a imaginar que esta
responsabilidad pudiera ser nuestra, nos lo impide esa perversa
tradición heterónoma que arrastramos desde muy antíguo, ese
pensamiento administrado desde las instancias del poder, por quienes
sólo entienden la seguridad en el orden y éste en la jerarquía
social.
Y si llega a surgirnos esta duda, la razón práctica acude siempre
en ayuda de nuestro pensamiento acostumbrado, volvemos a creer que
resulta imposible organizarnos de otro modo, que nosotros no podemos
dedicarnos a la tarea de gobernar porque estamos muy ocupados en
nuestra propia profesión de supervivientes, que por eso necesitamos
especialistas, gente dedicada a gobernar por nosotros, gente que sepa
lo que nosotros no sabemos...y, además, porque somos muchos y porque
la mayoría de nosotros vivimos en grandes urbes pobladas por
multitudes inmensas, por millones de individuos necesitados de orden
y gobierno externo, incapaces de autoorganizarse por sí mismos...
imposible así el autogobierno...sería la anarquía, el caos más
absoluto, eso es lo que creemos, ese es nuestro miedo. Descartamos de inmediato tal
posibilidad, preferimos el camino encarrilado, seguir pensando en la necesidad del
orden habitual, ignorar que nuestras vidas son dependientes de
voluntades ajenas, que sólo tienen sentido en la horma del orden
establecido por aquellos en quienes hemos delegado nuestra
responsabilidad, que sólo así nuestras vidas están seguras, en manos de
especialistas, de gente que sabe cómo preservar la seguridad y el
orden en nuestras vidas.
Es una práctica que se extiende a la mayor parte de los problemas que nos
surgen en la vida y que nos sucede especialmente con aquellos que se
convierten en crónicos, que si no son resueltos de raíz terminan
creciendo nuevamente, volviendo a su misma forma anterior. Deseamos
resolver estos problemas, pero la mayoría de nosotros nos limitamos
a aplicar el tratamiento sólo a las hojas y, como mucho, a alguna de
sus ramas. Y esos problemas acaban volviendo a nosotros, llegando a
ser peores que antes, no porque no tuvieran solución, sino porque
los hemos tratado superficialmente, porque no hemos ido a su raíz.
Este es el mal de raíz que nos habita y nos explica como seres
irresponsables, incapaces de comprender la razón simple de la
democracia, la que consiste en afrontar nuestra responsabilidad
individual y plena en todo aquello que nos concierne como individuos
sociales, en todo aquello que tenemos en común con los demás
individuos. Este miedo a la democracia, al autogobierno, no es sino
miedo a asumir nuestra responsabilidad universal, la que contraemos
de nacimiento, sólo por ser humanos, no sólo una especie más, una
parte más de la naturaleza, sino aquella dotada de ánima o alma,
de la inteligencia que es propia de las especies animadas, vivas, las
de los reinos animal y vegetal. Pero resulta que no somos una especie
cualquiera entre éstas, sino la más inteligente de ambos reinos y,
por ello, la más responsable. Toda una carga de responsabilidad
universal, que sólo podemos evadir al precio de comprometer al
conjunto de la vida y a riesgo de nuestra propia existencia. Bastaría el compromiso con esa responsabilidad para
encontrarle sentido a la vida humana: cuidar de la permanencia,
continuidad y calidad de la vida toda.
Éste es nuestro mal de raíz, la dejación de nuestra responsabilidad
personal en el devenir de la sociedad humana y de la naturaleza de
la que formamos parte, éste es el mal que algún día tendremos que
abordar de frente...y ojalá que lo hagamos cuanto antes, ahora que
ya tenemos a la vista suficientes evidencias de nuestra proximidad al
Abismo. No es, pues, un tema menor el de la Democracia, ya que no
sólo se trata de un procedimiento, entre otros, para organizar la
convivencia entre los humanos nacidos en España, sino que su trascendencia es de raíz
y tamaño universal, porque tiene la medida del mal que padecemos. No
podemos seguir construyendo formas de vida en hormigueros humanos que
sólo pueden existir bajo el imperativo de la jerarquía que anula al
individuo. Como no podemos huir hacia formas de vida individualista,
aisladas de la evolución universal y al margen de nuestro deber,
agachando la cabeza para no ver la realidad y para no sentir la
vergüenza de nuestra irresponsabilidad. La Democracia por estrenar
es nuestro compromiso innato y persistentemente ocultado. Es esa
responsabilidad personal y universal, que nos inclina hacia una
forma radicalmente ética y ecológica de vivir en comunidad, hacia
una forma realmente democrática de vida en común, asumiendo esa
carga, ese deber irrenunciable que corresponde a cada individuo y al
conjunto de la sociedad humana.
El sólo hecho de llamar “democracia” al regimen global cuya
hegemonía mundial se ha ido imponiendo durante los “siglos de
progreso”, sería un burdo sarcasmo de no ignorar que tal progreso
se ha venido edificando sobre un cimiento de miseria y millones de
cadáveres, de vida sistemáticamente anulada, fruto de una guerra
continuada de saqueo y pillaje contra el “otro ser humano”,
contra la “otra naturaleza”, un fraticidio institucionalizado
contra todo “lo otro”, ignorante a conciencia y por interés
propio de que eso “otro” somos todos y cada uno de nosotros
mismos. Por eso el regimen oculta su vergüenza universal, como
hacemos la mayoría de nosotros, como la mierda que se disimula
debajo de una alfombra de pulcra apariencia, oculta bajo un sucedáneo de “progreso” y “democracia”.
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