Los bienes naturales y
del conocimiento son comunales en relación a la existencia de una
comunidad y viceversa. Sabemos de sobra que no puede haber democracia
mientras no haya comunidad ni bienes comunales. Lo sabemos pero no
nos lo creemos, porque nuestras vidas transcurren ocupadas en un
juego de rol, ensimismadas en el espectáculo de una representación
que nos parece más convincente y atractiva que la realidad. ¿De qué
nos sirve haber llegado al conocimiento de que la Tierra es redonda,
si la habitamos como si fuera plana; de qué nos sirve haber llegado
al conocimiento de la democracia, si renunciamos a ella cada vez
que el Estado nos llama a votar, cada vez que esquivamos la realidad
y nos decidimos por su representación, perpetuando así esta
ficción, este juego de rol?
Realidad es que el
comunismo soviético desapareció, en su forma estatal-capitalista,
por su propia descomposición, no porque fuera derrotado por el
capitalismo occidental. Realidad es que el capitalismo
privado-occidental que le sobrevive está en el mismo camino de
descomposición, no por sus crisis periódicas, sino por su propia
naturaleza autodestructiva, porque la Tierra no deja de ser finita por mucho que nos empeñemos. Cuando cayó el muro
de Berlín, el mundo vivió una euforia capitalista que llegó a
identificar capitalismo con progreso y democracia. El capitalismo
occidental se hizo global, universalizó su utopía ideológica,
desarrollista y propietarista. Y la globalización subsiguiente
encontró en internet su tecnología apropiada. Deslumbrados por la
facilidad e inmediatez con la que podíamos acceder al mundo, dejamos
de creer en el pasado y en el futuro, pero éstos no desaparecieron
por ello, la realidad permanecía, pasado y futuro seguían siendo
contumaz y persistentemente reales, seguían determinando nuestra
diaria existencia cotidiana, porque de allí veníamos y hacia allí
nos dirigíamos.
La postmodernidad es
el pensamiento de esa descomposición. Su tiempo dejó de ser cíclico
y se hizo lineal, a ella todo le parece relativo, incluida la
explotación y agotamiento de los recursos naturales y del propio ser
humano. Pero la realidad no desaparece por mucho que se la
relativice. En la postmodernidad los polos se derriten y la gente
sigue atada a un salario para poder comer. La guerra no desaparece
por muy pacifistas que nos declaremos. Toda guerra es de
colonización, siempre consecuente con la “necesidad” de dominar
la naturaleza, incluyendo a los seres humanos. Pero en las batallas
de la postmodernidad no caen quienes promueven las guerras, ni
tampoco los generales y, como en todas las guerras, los muertos
reales sigue siendo la misma gente inocente y nada relativa, la
misma gente real. Y su “patriótica” muerte no puede ocultar la
postmoderna realidad, su causa última y comercial.
A los tiempos de la
blogosfera le siguieron los de facebook y twiter, a la ilusión de
poder intervenir en el mundo como blogueros reflexivos y críticos, le sucedió la contundente realidad, que internet
funciona como el mundo, que nos organiza por comunidades de
ciudadanos opinantes, en nuevas comunidades virtuales que nos
convocan a mostrar las mismas identidades de las viejas naciones,
ahora virtualmente resucitadas: por parciales inclinaciones
identitarias -raciales, sexuales, nacionales-, por preferencias
ideológicas o de consumo. Tras la apariencia de la nueva
virtualidad, la vieja realidad emerge de nuevo, sólo cabe un breve
comentario a cada post, la ilusión intervencionista de los blogueros
resulta ya definitivamente efímera y decadente. En el
mundo-internet sólo cabe la adhesión, con Podemos o contra Podemos,
con la casta o contra ella, pero que no me toquen el internet, el
sistema. El pensamiento postmoderno ha logrado disolver el
pensamiento revolucionario, pero no ha conseguido que desaparezca la
realidad, que tozudamente nos sigue convocando en torno a la
necesidad de la democracia, del proyecto revolucionario de vida
comunitaria, ecológica e igualitaria.
Las comunidades
imaginarias fueron construidas por los estados de la modernidad sobre
territorios reales, anulando así, poco a poco, en algo más de dos
siglos, a las comunidades reales. A punto de agotar los recursos
naturales de los territorios, el mundo-internet crea hoy nuevas
comunidades artificiales en torno a los nuevos recursos virtuales,
sobre los viejos territorios del conocimiento humano. Es el capitalismo que viene. Pero esta
innovación no ha logrado, todavía, eliminar la natural necesidad de
echar raíces que tiene la gente real. Tampoco esos nuevos
territorios lo son tanto, pensemos que el conocimiento humano y las
tecnologías asociadas que le acompañan, fueron siempre un bien
comunal, tan real como universal, transmitido entre individuos,
pueblos y generaciones. Sí, una lenta y gratuita transmisión que
fue interrumpida cuando el bien común y universal del conocimiento
humano comenzó a ser tratado como objeto de patente y propiedad
intelectual, como un producto y una mercancía más, fuente de
comercio y negocio al cabo.
No hace falta que nos
lo inculque nadie, sabemos que el comunal natural universal -la
atmósfera, el agua y el suelo de la Tierra- pertenecen realmente a
la comunidad de la vida, mucho más amplia que la especie humana.
Sabemos que sólo del conocimiento podemos afirmar que se trata de un
comunal humano...y ello sin estar seguros del todo. ¿Qué es, pues,
esta ficción en la que vivimos, sino un juego de rol, un juego por
el que transcurre y se nos va la vida real, todo para desempeñar un
papel, una representación de la vida? Hemos dejado de creer en la
realidad y hemos acomodado nuestra fe a un juego de rol ilusorio:
“ésta Tierra me pertenece, como todas las criaturas, cosas y
conocimientos que yo pueda robar o comprar”.
Deberíamos reconocer
que el futuro se ha esfumado, que dejó de estar entre nosotros desde
el momento en que dejamos de creer en él, que ahora ya no nos vale
ni para hackear el presente. Hasta para ser pesimista o crítico con
el futuro habría que creer en él. En nuestro tiempo el futuro es un
personaje absolutamente inverosímil, con su desaparición lo que nos
queda es un tenue ensoñamiento de vida real. Valga de muestra un
sólo ejemplo: todavía queda gente, cada vez menos, que quiere tener
descendencia.
La libertad política
y económica, como el libre comercio, fueron siempre cosa que otros
-los políticos, propietarios y comerciantes- hacían por el resto
del mundo, por nosotros, súbditos y empleados; ellos fueron nuestra
puerta al desarrollo, ellos originaron fuertes movimientos de reforma
social y política, ellos impulsaron estados y constituciones, que a
su vez impulsaron más capitalismo, más desarrollo y más
“democracia”. Ellos lograron convencernos de que democracia,
desarrollo y capitalismo venían juntos, que eran cosas tan
inseparables como evidentes. Tras el derrumbe soviético, la
globalización llegaría en los años ochenta y a su rebufo se
produjo la progresiva incorporación de la China comunista a los
mercados; pudimos ver así dos caminos bien distintos con el mismo
final, la evaporación de una esperanza de emancipación. En Occidente
heredamos las mismas sociedades que en Oriente, sociedades muy
débiles y estados muy fuertes. Y no parece que sea por casualidad
que en la política -como en los mercados y en las guerras-, suceda
siempre lo mismo, que siempre organiza y gana el juego la asociación de
mercaderes y patriotas, que siempre pierden y mueren los mismos jugadores
“enrolados”, el pueblo-ejército
de Pancho Villa, su desorganizada clientela.
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