Nueva York, la gran manzana |
En las grandes metrópolis la
edificación ha sido diseñada en “manzanas”, grandes bloques de casas rodeados en todo su
perímetro por vías de tránsito motorizado, grandes bloques que suelen encerrar un patio. Ese espacio interior, invisible desde la calle, fue conservado en su
mínima expresión en las épocas del desarrollismo industrial, como “patio de
luces”, en los barrios de las periferias urbanas, donde fueron alojadas las
masas de campesinos que emigraban a las grandes ciudades en busca de trabajo en
las fábricas.
El uso de la palabra manzana no proviene del fruto del mismo nombre, sino de la castellanización del catalán "mansana", cuyo origen es el “manso” derivado del latín “mansio, mansum”, a su vez derivado de
la forma verbal manere, habitar una casa. En época medieval se llamaba "manso" a las mismas casas de
campo que en la época romana eran denominadas "villas"…por cierto, villano no viene de vil sino de villa, porque villano era el habitante de las villas
medievales, de aquellos caseríos poblados por labriegos que laboraban las
tierras de los señores feudales; y fueron éstos, los propietarios, quienes, considerándoles brutos y
viles , se encargaron de extender el actual concepto peyorativo de
villano, a partir de sus negativos prejuicios sobre la naturaleza moral de
los campesinos.
Así, pues, la agrupación de varias casas alrededor
de las “mansos” se llamó
"mansana" y el diminutivo referido a una manso era "mansilla"; algunos pueblos conservan esta
denominación, como Mansilla (en Segovia), Mansilla de la Sierra (en la Rioja) o
Mansilla del Esla, Mansilla Mayor y Mansilla de las Mulas, estas tres últimas localizadas
en la provincia de León. En la Roma antígua, una mansio era un lugar donde descansar y pasar la noche durante los
largos trayectos que tropas y comerciantes estaban obligados a recorrer por la
red estatal de las calzadas romanas, que fueron equipadas con una tupida y
organizada estructura logística y de servicios (alojamiento, comida, cuadras
para los animales y talleres para reparaciones de carros, junto al herrado y
otras reparaciones), para favorecer el trasiego militar y comercial por los confines
del imperio, asunto vital para su plan de dominio sobre los territorios invadidos.
Parece ser que los romanos copiaron esa estrategia del imperio persa,
instalando las mansio a un día de
camino entre una y otra. Originalmente fueron llamados castra,
siendo, probablemente, meros lugares de campamento militar, formados con
trincheras hechas de barro.
Mansión en
castellano y “maison” en francés tienen
esa misma raíz latina, si bien, la “mansión” en castellano ha acabado por ser
palabra reservada a las grandes casas señoriales, mientras que de la más
popular palabra francesa “maison”, referida a cualquier casa, se originó la
castellana de “mesón”, aplicado a un establecimiento de taberna popular, donde
se podía beber y tomar comida casera (hace unos años, en un viaje por tierras
leonesas y asturianas, paré por casualidad en uno de estos mesones a pie de
puerto, que en su arquitectura y mobiliario tenía una disposición que me
recordaba a las imágenes de las ventas medievales que hemos visto en el cine, unos establecimientos que eran herederos, sin duda,
de las mansio romanas, al
menos en su función hostelera y en su estratégica situación en los cruces de
caminos). En estas ventas se comía en mesas colectivas de gran tamaño en las que
se mezclaban los viajeros de toda condición; ello me hizo creer durante mucho
tiempo que la palabra “mesón” tenía por origen
esas grandes mesas colectivas; pues no, su origen está en las antíguas mansio imperiales.
En un artículo
incluido en un diccionario de Antigüedades Griegas y Romanas, editado por Jhon
Murray en Londres (1875) se afirma que las mansio
fueron construidas originalmente por los reyes de Persia mucho antes de que lo
hicieran los romanos y también se dice que todavía son hoy conservados, que hay razones
para creer que los actuales edificios de planta cuadrada que encierran un gran
patio abierto, rodeado de balcones con puertas que dan acceso a apartamentos de
muebles sencillos y con una fuente en el centro, tienen ese origen persa, habiendo
servido durante siglos para proporcionar refugio durante la noche, “tanto para
el hombre como para la bestia”. Son, sin duda, el antecedente de los moteles y aparthoteles
existentes en las áreas de servicio de las actuales autopistas. En el urbanismo
de las grandes metrópolis podemos reconocer la impronta de esa arquitectura imperial
que organiza las casas en bloques con patio interior, patios que en los
suburbios se convierten en lóbregos “patios de luces”. La metrópolis de Nueva
York numera cada una de sus casas siguiendo un orden que se corresponde con el
de la "manzana" en la que está situada.
Repensar la sociedad
nos obliga al ejercicio de repasar la historia y, con ella, la evolución de esa arquitectura
de las manzanas, desde las manso
persas y romanas a la villa medieval, y de ésta a la ciudad industrial y a la
metrópolis postmoderna. Por conocer los antecedentes de nuestras formas de
habitar el territorio, las razones que motivaron
esas arquitecturas, para aproximarnos a lo que hoy nos está sucediendo, para desentrañar
la razón por la que hemos llegado a esta forma bárbara del habitar en gigantescas
metrópolis, diseñadas para la servidumbre y el aislamiento, pensadas para
impedir la autonomía y la convivencialidad de sus habitantes, una forma de
habitar planificada para separar al ser humano y convertirlo en un ser
superfluo y prescindible, en uno más entre la masa de villanos, con sus
cualidades humanas aniquiladas, para adaptarlo al estado de sumisión generalizada,
plenamente determinado a competir con sus vecinos sumisos por su propia
supervivencia individual en la selva de hormigón, en la metrópolis donde el
territorio ha sido borrado, suplantado por sucedáneos de sociedad y naturaleza.
La metrópolis actual es la mejor
expresión de la derrota del concepto proletario de revolución, la mejor
expresión del triunfo de la revolución burguesa-capitalista y de sus propias formas
de sociedad y Estado. De esa derrota proletaria, de ese triunfo de la
dominación, siguen brotando hoy todas las falsas rebeldías que provienen de una
clase fracasada en su propio proyecto histórico hacia la
emancipación. Y la razón de la derrota empieza a sernos evidente: LA CLASE
PROLETARIA NO QUIERE DEJAR DE SERLO. Se niega a la abolición de sí misma, sólo
quiere vivir mejor en el capitalismo y en la servidumbre al Estado. El ser
social del proletariado, su realidad, camina alejado de su conciencia,
fundamentada ésta en el logro exclusivo del interés individual. Es una clase
encerrada en la arquitectura estrecha de un bloque de pisos con mermado patio
de luces, atorada por la modorra sindical que sigue al sueño político del “estado
de bienestar”, perezosa incluso para luchar por la mejora de su convenio con la patronal…el único
camino que concibe para ganar algo más, pagar la hipoteca, vender bien el piso…
y habitar, ¡por fin!, la casa de los
sueños proletarios, en una urbanización residencial cercana al campo, con algo
de jardín, piscina y vigilante jurado.
Pudiera deducirse que la emancipación depende
exclusivamente de la conciencia, considerada ésta como conocimiento de la
realidad que nos acerca a la verdad; y que, por tanto, sin conciencia nunca
será posible la transformación radical de esa realidad, o sea, la revolución. Pienso
que el conocimiento es su componente intelectual y fundamental, cierto; pero es
incompleto, porque no abarca la integralidad necesaria a la emancipación.
Coincido en ello con Félix Rodrigo Mora, en que, a los efectos de la revolución, la conciencia
es incompleta sin voluntad, sensibilidad y sociabilidad, necesarias para no quedarse en un
razonar estéril, en la apreciación interesada de la realidad, para garantizar
la vida colectiva y -añado yo- para garantizar la continuidad de la especie
humana, tan amenazada por el cortoplacista instinto de supervivencia que brota
del ego.
Así pues, esta tarea de
autoedificación del individuo, necesaria a su emancipación, no es una tarea
exclusivamente intelectual e individual, sino que ha de apoyarse en la
edificación de su experiencia integral, social y vital, en sus formas de cohabitar el
territorio-mundo. Y pienso que la arquitectura de los poblamientos y de las
casas en que vivimos nos ayuda a explicar los avatares del ser social que somos, de esa tarea
universal y civilizadora, siempre por hacer, que es la emancipación.
A estas alturas de los tiempos,
totalmente desprestigiado el concepto de revolución por el fracaso de las
pasadas experiencias, no concibo el
escenario de la emancipación sino en el ámbito del territorio, en la transformación
radical, integral, del contenido y forma en que lo habitamos. Por lo que al proyecto de
emancipación le corresponde una arquitectura innovadora, radicalmente nueva y a
la altura de su finalidad. Las casas se construyen empezando por los
cimientos, sobre el suelo del territorio. No podemos reconstruir el ser social
sobre utopías de comunidades imaginarias
(Estados o Clases), no podemos construir las casas a partir de los tejados sino
a partir del suelo real, el del territorio, el único espacio donde pueden ser disipados
los enfrentamientos interesados en los que se fundamenta el poder: individuo
contra sociedad, materia contra espíritu, urbano contra rural…
Dos utopías sobreviven al desánimo generalizado
que invade el mundo tras los continuados fracasos en el camino hacia la emancipación. Una
es nostálgica y la otra es futurista. Son el izquierdismo (sindical, ecológico
y ciudadanista) y el hackerismo (tecnológico y libertario). Uno sitúa la
estrategia de la emancipación en la confrontación de clase, con aditamentos
identitarios, ecológicos y populistas, genuinamente convenientes a su alma asalariada,
laborista. El otro confía en la evolución perfectiva del mercado, en la
disipación de las rentas que nos situará en el reino de la abundancia, la que habrá
de llegarnos como el software libre, tras superar la fase actual, calificada como
“capitalismo de amigotes” o de Estado. Creo que ambas utopías persisten en el
mismo error de fondo, su economicismo, que los reduce a un conocimiento
limitado, falto de la integralidad necesaria para construir la conciencia. Y,
como dice Miguel Amorós, “el capitalismo los tiene en su terreno: podrá
resentirse con las múltiples catástrofes que provoca, pero no tiene nada que
temer de las armas de juguete, de las modas contestatarias o de los apocalipsis
literarios. Con tales complementos se puede llegar a ser hábil y adquirir la
rutina de una profesión, sea la de dirigente político o la de revolucionario,
pero muy otra cosa es modelar un pensamiento realmente subversivo y practicarlo
de forma coherente”.
El capitalismo crea su espacio
propicio, diseña la arquitectura conveniente al mantenimiento del poder de las
élites, el hoy espacio global donde la mercancia y la tecnología puedan
desplegarse sin obstáculos de relieve. Su arquitectura idónea es la
conurbación, las grandes metrópolis en las que impera la tecnología y el
desarrollismo como ideologías del progreso, donde el trabajo asalariado y el
consumo patológico construyen un individuo a la medida de ese “progreso”. Es
una arquitectura que se apropia del espacio y del tiempo, que remite a la hortera
propiedad privada de una casa, a la falsa comunidad del espacio público y del
“patio de luces”. En la calle, lo público ha sido sustituido por un espacio de flujos, un ir
y venir de multitudes y mercancías.
A partir de la postmodernidad recién estrenada, las
últimas crisis del sistema han
puesto en evidencia su genuina naturaleza contradictoria: el sistema productivo
capitalista es necesariamente destructivo, de la comunidad y de los recursos
naturales. A riesgo de caer en la marginalidad inofensiva, se han buscado
soluciones-escapatoria en el ámbito de lo rural y artesanal, lejos de las
fábricas y de los centros comerciales de la metrópolis. Cantado el fracaso de
las utopías sobrevivientes, la elaboración de una nueva idea de revolución anda
necesitada, en su teoría y en su praxis, de un espacio propio, de una
arquitectura subversiva, situada en las antípodas del conocimiento sin
conciencia, en las antípodas de la metrópolis estatal- capitalista. Pues bien,
el espacio público de esa teoría y de su praxis revolucionaria no puede ser,
una vez más, imaginario, no puede ser nostálgico ni futurista, no me cabe duda,
debe ser real: ES EL TERRITORIO. Que no es solamente rural, que no deja de ser
urbano. La destrucción del territorio es el último recurso del Estado y la
sociedad capitalista para su perpetuación. Pero la defensa del territorio es comprendida
y compartida por las poblaciones que lo habitan, que experimentan como propias
las agresiones al mismo. Y, por eso, la defensa del territorio moviliza las limitadas
conciencias y apunta al corazón del sistema.
A la par, estamos
empezando a diseñar la ciudad necesaria, la que habremos de construir en el
territorio y sobre las ruinas de la metrópolis estatal y capitalista. Iniciamos
el proyecto subversivo de su antítesis, al margen de la arquitectura académica y asalariada, y nos
surgen los primeros trazos de esa arquitectura: casas que se agrupan en
manzanas, manzanas de casas que se alzan entre huertos de manzanas y todo tipo
de frutales y hortalizas, manzanas que forman barrios, pueblos y ciudades
pequeñas de tamaño humano, que a su vez se asocian libremente a otros pueblos y
ciudades, de cuencas y comarcas próximas en medio de campos y bosques comunales,
pobladas por gentes que se asocian libremente en comunidades locales autogobernadas
en asambleas, plenamente autónomas y soberanas…son los trazos de una arquitectura insumisa y fundamentada en la abundancia que
surge del uso comunitario del territorio y sus recursos, que niega la escasez
que nace de la ideología propietarista y desarrollista, que reniega de la ciudad masificada y
de los pueblos deshabitados, radicalmente opuesta a la aniquilación suicida de
la vida social y las cualidades humanas, a la aniquilación de lo rural por lo
urbano, de lo público por por lo privado, opuesta a toda revolución sin
conciencia.
Otra forma de
habitar, otra arquitectura de la vida es necesaria para reconstruir nuestras
casas a partir de los escombros de la metrópolis estatal-capitalista. Nuestro
proyecto emancipador anticipa el diseño de las nuevas ciudades en el
territorio, para saber qué hacer desde ahora, acontezca o no la revolución, tan
improbable como necesaria. Propongo la manzana como icono de ese proyecto subversivo,
como símbolo de la arquitectura de la nueva ciudad: manzanas de casas entre
huertas de manzanas. Casas construidas para el uso y no para la propiedad. Manzanas
de casas con huerto comunitario, casas diseñadas con la sabia funcionalidad de
las antíguas casas campesinas, casas que no separan la vida del trabajo, que no
aislan al individuo de la sociedad, casas que producen energía, casas y manzanas
de casas que generan energía para toda la comunidad. Casas y manzanas con taller
individual y colectivo, para producir las cosas necesarias al común de los
vecinos. Casas y manzanas autónomas, con huerto, taller y energía. Manzanas con
espacios comunes para el apoyo mutuo en la necesidad, en el dolor y en la fiesta, para compartir la
abundancia de lo común, manzanas de casas con patios abiertos a la ciudad, manzanas
que generan calles, plazas, patios, talleres, huertos, jardines, cultura y
conciencia de lo realmente público y compartido; dimensiones con distancias para
ser caminadas, que unen entre sí a otras manzanas y ciudades, que permiten el desplazamiento sin prisa y el transporte
autónomo, individual y colectivo, limpio de humos y ruidos, movido por la
energía que producen las casas y las manzanas de los pueblos y ciudades del
territorio; casas que se calientan en invierno con la energía solar que generan
sus fachadas y tejados, con la energía
del viento liberado, comunitario y universal, que mueve también las máquinas y
herramientas, individuales y comunitarias, casas con invernadero bajo cubierta, en los que
crecen tomates, donde puede secarse la ropa recién lavada. Casas y manzanas
comunicadas entre sí por amplios soportales que protegen de la lluvia y del
frío, que permiten el paseo y la conversación en la calle, en todo tiempo,
cuando hiela y cuando buscamos la sombra…no más guetos residenciales -ni de
miseria ni de lujo-, no más segregación social, no más aislamiento de los seres
humanos en chalets y pisos-colmenas, en pueblos deshabitados y en metrópolis
masificadas, ¡no más arquitecturas mercenarias, asalariadas contra el ser humano,
destructoras del territorio que habitamos!.
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