El
capitalismo ha hecho su revolución en este tiempo que denominamos
postmodernidad. Ya no es sólo un sistema de dominación, como sucedía en la
modernidad, sino que ha evolucionado hasta convertirse en un sistema social y universal,
único y totalitario. La pertenencia a una clase social era la referencia obvia
que organizaba y clasificaba a las gentes en otros tiempos, pero en la
postmodernidad esa referencia ha sido difuminada, camuflada por el espejismo de
las clases medias, felices habitantes clientelares del Estado de Bienestar, cuya
posición es presentada como accesible a la mayoría de las gentes, a cambio de
esforzarse, de adaptarse a los principios dominantes y, en último caso, a base de
confiar en la deriva de la existencia, en el azar.
Su forma política
actual sigue siendo la del Estado, que en la modernidad industrial admitía
variables (conservadoras, progresistas, monarquías, repúblicas, dictaduras,
democracias populares…), pero que hoy sigue un modelo global, aunque conserve
peculiaridades locales que no alteran su modelo básico y universal, asentado
sobre sus viejos cimientos: el patriarcado, la propiedad privada, el trabajo
asalariado y la oligocracia como forma de gobierno en alguna de sus variantes,
más o menos representativas.
Su mejor
representación simbólica es la del laberinto,
un inmenso entramado de pasillos y paredes –leyes, medios coercitivos y
de adoctrinamiento (fuerzas armadas, policía, familia patriarcal, escuela,
universidad, empresas, servicios de salud, pensiones, partidos y sindicatos, publicidad,
medios de comunicación y entretenimiento, etc)- cuyo recorrido nos sitúa en un permanente picoteo a la deriva, al tiempo que nos son presentados como atractivos sucedáneos de libertad, en un adentro sin
afuera, en un inmenso descampado donde todas las libertades encuentran pasillo
propio, excepto el que pudiera llevarnos a la salida del laberinto. Para la inmensa
mayoría de sus habitantes, ese lugar es invisible como tal laberinto y, por tanto, para ellos es muy difícil concebir la posibilidad de
salir de allí porque no pueden imaginar otra vida diferente.
Uno de los
grandes logros de la “revolución” capitalista es el secuestro del lenguaje; por ejemplo, el propio concepto de revolución, tan profusa y hábilmente
integrado en la propaganda política y publicitaria, o el concepto de democracia, integrado
al sistema de dominación en variados sucedáneos de naturaleza oligárquica (como democracia orgánica, popular, participativa…etc), formas distintas
y siempre alejadas de la forma genuina de la democracia, la directa. Por eso,
la revolución será integral o no será, porque no sería compatible con ninguno de
los sucedáneos ensayados hasta ahora, ni con ninguno de los otros fundamentos
del sistema de dominación: el patriarcado, la apropiación privada de los bienes
comunales, el trabajo asalariado y el Estado, ese artilugio estructural que los integra y articula. La conservación de cualquiera de
esos mecanismos del sistema permitiría fácilmente su reproducción.
Lo
individual y lo comunal son las dos dimensiones en las que, necesariamente, la
revolución integral ha de producirse; porque sin individuos de calidad no hay
comunidad convivencial ni democrática posible, y sin comunidad el individuo
está fragmentado y aislado, plenamente sometido al poder dominante. El sistema
de Poder en el que vivimos actualmente ha de ser pensado como un
laberinto enmarañado y sumamente complejo, en el que tanto los individuos como
las comunidades han sido anulados por formas difusas de ejercer el poder, que difuminan su naturaleza totalitaria y que han alcanzado su máxima perfección en el arte del camuflaje, logrando la servidumbre voluntaria de sus víctimas; unas víctimas que se mueven “libremente”
en el caos de la postmodernidad, en ese inmenso laberinto cerrado que cuenta con
el señuelo irresistible de una aparente infinidad de opciones, a condición de que
éstas tengan lugar siempre en el interior del
laberinto, siempre como derivas, individuales o colectivas, carentes de meta.
En su “Arte
de amar”, Erich From acertaba a describir así
esa paradójica y dramática situación del ser humano contemporáneo:
“El capitalismo necesita hombres que se sientan libres e
independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral
-dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a
encajar sin dificultades en la maquinaria social-; a los que se pueda guiar sin
recurrir a la fuerza, conducir sin líderes, impulsar sin finalidad alguna
-excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante-. ¿Cuál es el
resultado? El hombre contemporáneo está enajenado de sí mismo, de sus
semejantes y de la naturaleza. Se ha transformado en una mercancía, experimenta
sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle el máximo posible de
beneficios en las condiciones imperantes en el mercado. Las relaciones humanas
son esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su
seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el
sentimiento o la acción. Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de
los demás como sea posible, todos permanecen tremendamente solos, invadidos por
el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge
siempre que es imposible superar el aislamiento. Nuestra civilización ofrece
muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad:
en primer término, la estricta rutina del trabajo burocratizado y mecánico, que
ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más fundamentales,
del anhelo de trascendencia y unidad. En la medida en que la sola rutina no
basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su desesperación
inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de
sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por
medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas
inmediatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy cerca de la
imagen que Huxley describe en Un mundo feliz”.
El laberinto
es, sin duda, la metáfora perfecta de la postmodernidad y como tal lo describía Jesús Ibáñez en “Tiempo de postmodernidad”
(Ediciones Libertarias, Madrid, 1986):
“Einstein calculó la probabilidad de que un móvil que camina
brownianamente (sin camino) llegue a una meta: no hay libertad en la deriva.
Además de caminos hay paredes en la modernidad, las paredes –los límites más
allá de los cuales no podíamos pasar- eran visibles, y estábamos encerrados
dentro; la postmodernidad ha diseñado encierros más complejos. Como el
laberinto –un adentro sin afuera- en el que en todo punto-momento hay una
micro-salida practicable pero nadie da con la macro-salida. El encierro moderno
del campo de concentración –alambradas visibles- da paso al encierro
postmoderno en la red de centros comerciales, autopistas y urbanizaciones
residenciales, que tienen la tipología de un laberinto y, sean cualesquiera la
dirección o el sentido que tomemos, nunca saldremos de la red (…) Si sabemos a
dónde van los móviles browianos y sabemos que, en todo caso, no irán a ningún
lado - pues no pueden ni entrar ni salir- (entonces) les podemos dejar la libertad que quieran”.
Por otra parte, TakisFotopoulos nos hace reflexionar
acerca de los errores históricos cometidos en la lucha contra la dominación, en
un libro que resulta imprescindible para comprender el laberíntico mundo en que
vivimos (“Crisis multidimensional y democracia inclusiva. 2005” ) :
“Todas las estrategias
antisistémicas en el pasado se basaban en el supuesto de que el sujeto
revolucionario se identifica con el proletariado, aunque en el último siglo
diversas variaciones de este planteamiento proponían incluir en el sujeto
revolucionario a campesinos y estudiantes. Sin embargo, los cambios sistémicos
que caracterizaron el paso de la modernidad estatista a la modernidad
neoliberal (no menos estatista, ésto lo
digo yo) y los cambios en la estructura
de clase relacionados con éste, así como la paralela crisis ideológica,
significaron el fin de las divisiones de clase tradicionales, […] –aunque no el
fin de las divisiones de clase como tal –como sugieren los social-liberales. Aún así, parte de la izquierda radical, a
pesar de los evidentes cambios sistémicos, insiste en reproducir el mito de la
clase obrera revolucionaria, normalmente redefiniéndola de formas a veces
tautológicas. Al mismo tiempo, autores de la izquierda libertaria, como Boochin
y Castoriadis, se pasaron a una posición según la cual, en la definición del
sujeto emancipador, tenemos que abandonar cualquier criterio objetivo y suponer
que el conjunto de la población (el pueblo) está receptivo –o cerrado- a una
perspectiva revolucionaria. Finalmente, los postmodernistas reemplazan las
divisiones de clase por diferencias identitarias y sustituyen el sistema político por la fragmentación y la
diferencia. Esto ha conducido inevitablemente a una situación en la que se
niega la unidad sistémica del capitalismo, o su propia existencia como sistema
social, y en vez de las aspiraciones universalistas del socialismo y las
políticas integradoras de la lucha contra la explotación de clase, tenemos una
pluralidad de luchas particulares, esencialmente desconectadas, que terminan
con una sumisión al capitalismo”.
T. Fotopoulos
se refiere, claro está, a toda la profusión de luchas fragmentarias que dividen
y debilitan a los movimientos sociales en la postmodernidad (antiglobalización,
feminismos, ecologismos, primavera árabe, occupy wall street, 15 M y otros ciudadanismos).
Alude a esa deriva existencial y estratégica del sujeto actual, rebelde aislado
entre la masa, desorientado en medio de un laberinto invisible para él, cuya
rebeldía se agota en “un estilo de vida” al que se aferra para constituir su islote
de mínima significación y posicionamiento social, pero que acaba siendo integrado por el sistema una
y otra vez, contribuyendo a fortalecer al Estado y, por tanto, a la perpetuación del sistema de dominación-sumisión.
El laberinto
no tiene otra salida que la revolución integral, en sus dos e inseparables
dimensiones, la individual y la comunitaria. Hemos empezado a hablar de una
estrategia revolucionaria radicalmente nueva, preparada para enfrentarse a los
radicales cambios operados en la estrategia del sistema de Poder al que nos
enfrentamos en la postmodernidad neoliberal. Pienso que no hay un orden que seguir, que para hacer la
revolución no podemos esperar a que todos los individuos sean “buenos”, como tampoco
hay que hacer la revolución y esperar después a que todos los individuos se vuelvan "buenos" por su causa. De producirse en las
próximas décadas (ahora sólo es posible su preparación) ésta será una
revolución tan positiva y universal como para proponer como meta la reconstrucción de las
cualidades del ser humano en su doble naturaleza espiritual y material, la autoconstrucción de un sujeto apto para
una sociedad convivencial y reintegrada en la Naturaleza. Y habrá de ser una revolución
tan combativa que no podrá detenerse hasta arrasar todas las
estructuras que reproducen el Estado de sumisión en que vivimos…ambas metas, simultáneamente y sin orden de preferencia: esa es la salida del laberinto.
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