(Hacia la reconstrucción prepolítica del sujeto)
Muchacho con una máquina (Richard Lindner,1957) |
“El alma es la unidad imaginaria que compensa el cuerpo realmente despiezado”
Jesús Ibáñez, “Por una sociología
de la vida cotidiana” (Madrid, Siglo XXI, 1994)
En el “Tratado sobre lo sublime” atribuido al autor griego Longino
y que fuera escrito entre los siglos III y I a.C. por quien probablemente fuera
profesor de retórica, su autor pone el ejemplo del Dios de los judíos: el que
no puede presentarse en imagen o palabra alguna, cuya presencia es invocada
siempre como ausencia radical –todo lo contrario a la iconografía cristiana,
tan profusa en imágenes de la divinidad-, como oscuridad que invoca a la luz: “Dios se hace presente, entonces, en la luz,
que no es sino una señal de su poder, pero no de su presencia, Dios se ausenta
en la luz que es signo, huella, presencia negativa, de su potencia insondable”.
No
sé lo suficiente como para permitirme afirmar que la sublimación es un
mecanismo propio de la dominación. Lo que sí observo en la historia que conozco
es que le ha sido y le sigue siendo muy útil porque conduce a la sumisión de
las gentes, sin la que su poder cesaría. Desentrañar su funcionamiento me
parece, por tanto, una cuestión fundamental para el paradigma de la revolución
integral que intentamos construir. Sostengo que este funcionamiento de lo
sublime es parejo al desarrollo histórico de todos los instrumentos de los que
se sirve la dominación y que, por tanto, su superación vendría a ser la
superación de lo político “hacia atrás”, un “refoulement” que dirían los
franceses, una reconstrucción del sujeto hasta situarlo en el estado
prepolítico del que habla Félix RodrigoMora (FRM) en su artículo “Recuperarnos como seres humanos”:
“Lo que no puede dudarse, tras la
experiencia de los últimos cien años, es que las propuestas politicistas y economicistas
son impotentes, incluso para realizar las metas que se proponen. Por supuesto,
no menos impotentes son las formulaciones espiritualistas y eticistas. Unas y
otras fragmentan al ser humano, lo tratan como una parte de sí, ignorándole en
cuanto totalidad, niegan su complejidad y, en definitiva, contribuyen a su
frustración, desarticulación y envilecimiento, en cooperación con el poder
constituido. La construcción prepolítica del ser humano es, por lo expuesto,
tarea decisiva”.
Así,
pues, aún conscientes de la insuficiencia de nuestro proyecto de recuperación
del sujeto, sí podemos ir avanzando legítimamente en la indagación acerca del
funcionamiento de la sublimación y en su relación con el estado de dominación-sumisión.
Una primera observación la hago a partir del propio texto de FRM en el que éste
afirma que “la noción de espiritualidad
natural registra, ordena y recoge lo que de manera indudable es la parte
trascendente de la persona, con el fin de cultivar luego cada uno de los
atributos que la conforman, realizando su desarrollo y robustecimiento”. Trascendencia
y espiritualidad son presentados por FRM como conceptos que emanan del
mecanismo de trascendencia, o sublimación, que intento rebatir aquí.
Al respecto, es muy
interesante la reflexión que hace InmaculadaMurcia Serrano,
profesora de la Universidad de Sevilla, en su ensayo sobre “Lo sublime de
Edmund Burke y la estatización postmoderna de la tecnología”, cuando compara la
sublimación romántica por la Naturaleza con la sublimación contemporánea ante
la tecnología de lo virtual:
“La
fascinación tradicional por las montañas, los océanos o la noche estrellada
cedía entonces su puesto al miedo delicioso que ocasionaba no saber lo que se
esconde más allá de la pantalla, en la que, cual sirenas ante Ulises, toda una
serie de promesas tan tentativas como inquietantes nos invitaba a traspasar la
frontera que separa lo real de lo virtual. Vista esta deriva intelectual, tan
interesada en transmitirnos desde todos los ámbitos la idea un futuro
apocalípticamente transformado por las nuevas tecnologías, tal vez sea hora de
recuperar aquella otra vieja categoría estética y burkeana, la de la belleza,
desahuciada por la postmodernidad, que quizás no sea tan estimulante
estéticamente, pero que, al menos, parece compatible con el ejercicio de una
racionalidad distanciada, comedida y crítica cada vez más necesaria en una
época que, deslumbrada por los excesos de lo sublime, tal vez no haya logrado
otra cosa que aterrorizarnos innecesariamente” (1).
Un terror innecesario, ésto lo digo yo, si los seres humanos nos consideramos como lo
que somos, mamíferos, los más inteligentes entre los mamíferos. Coincido con Casilda Rodrigáñez en que el ascetismo religioso ha sido enfocado a la contención
de lo corporal, tenido éste como bajeza de nuestra dimensión animal, para sublimar
la energía sexual y convertirla, según la religión de que se tratase, en
pecado, karma o tánatos. Tras esta primera sublimación religiosa podría estar
agazapado el poder del patriarcado, que desde las sociedades arcaicas evolucionará
históricamente hacia el patrimonio (la propiedad) y el Estado en su formulación
contemporánea, el capitalismo.
Tenemos un cerebro más desarrollado que el resto de mamíferos, con más
capacidad de conexión neurológica, lo que nos capacita para realizar
operaciones más complejas, es cierto, pero la inteligencia que se nos plantea
desde el poder es básicamente emocional, referida a las pulsiones y no a los
sentimientos, para el control de las pulsiones emocionales, unas pulsiones tenidas
como bajeza que subyace a nuestra condición natural de animales. Así, la
sexualidad reprimida es la primera instancia en el proceso histórico de
sumisión-dominación. Pero ¿y si esa sexualidad primigenia no fuera tan mala, y
si, muy al contrario, fuera el reducto originario de la vitalidad, el origen de
la sociabilidad y de las cualidades humanas, nuestro natural estado
prepolítico?...no lo sé a ciencia cierta, pero así me lo parece cuando observo
tanto empeño desde el poder constituido en sublimar la sexualidad hacia
platónicos amores imposibles, como para reducirla a pura genitalidad, a mera
pornografía.
El control de las emociones tiene por objeto la desconexión con nuestro
sistema libidinal, el responsable de la autorregulación de nuestro ser en
interacción con el entorno. Ver la sociabilidad, la generosidad, la ayuda
mutua, la amistad o la hospitalidad como fuentes de placer y como cualidades humanas
que emanan de la libido (y no de sublimaciones que la reprimen, que destierran
la libido a la oscuridad de lo indecible) no desmerece en nada su propio valor
como virtudes o cualidades humanas. Esas son las cualidades arcaicas que la
humanidad practicó durante la mayor parte de los siglos, según desvelan la
antropología y la arqueología que no sirven al orden de la dominación, aquellas
que sólo buscan la verdad histórica y el avance del conocimiento. Esas son las
cualidades arcaicas que nos revelan también las investigaciones pediátricas,
neurológicas y psicológicas, las cualidades que, todavía, posee cada niño que
viene al mundo hasta el momento en que su madre, inducida por el orden impuesto desde el poder, le pone en
manos del orden familiar-patriarcal, le entrega a las instituciones del Estado,
convirtiéndole en objeto patológico de la medicina y la escuela, responsables
de moldearlo para su normalización, su “curación” preventiva, que le será tan
útil en el futuro, en su adaptación al sistema productivo capitalista y al orden
constituido.
Rechazo el pensamiento “virtuoso” que niega la bondad moral del placer y
que opone a éste el esfuerzo y el sacrificio como auténticas virtudes; como si
el placer fuera, una vez más, una bajeza de nuestra naturaleza humana. Observo
por doquier que la vida, en cualquiera de sus formas, busca el placer y rechaza
su carencia, y que ese estado de satisfacción es en sí motor de la propia vida,
cuya existencia no es posible sin la complacencia que produce la cooperación y el
entendimiento con el conjunto de la vida de la que formamos parte. Esa
sublimación del esfuerzo y el sacrificio, opuesto al placer original que busca
la vida, no me parece sino una sublimación más, un artilugio de la razón impuesta
que contribuye a ocultar la belleza innata a toda forma de vida, incluida
la específicamente humana. El esfuerzo y
el sacrificio son capacidades de reacción propias de la vida ante sucesos negativos
del placer, los necesarios para recuperar el equilibrio vital que proporciona
la complacencia de la existencia humana, el placer de vivir en armonía con
nuestro entorno. En la sublimación del placer está el origen de la aparente
paradoja moral que nos confunde. Está ciego quien no vea que en el mundo
actual, esta sublimación es interesada e inducida desde el poder de dominación,
enfocada a lograr el estado de sumisión:
*La sublimación de la Naturaleza: que no reconoce el límite de su belleza
y que oculta el orden cooperativo que la fundamenta.
*La sublimación espiritual: que nos induce a la aceptación de la miseria
en la vida presente, un valle de lágrimas donde se oculta la existencia real de
la dignidad humana, remitiéndo su logro a una ficticia vida futura.
*La sublimación de la mercancía: que nos induce a la aceptación de su
escasez productiva para ocultar la abundancia reproductiva y, de paso, justificar el beneficio que su
comercio procura.
*La sublimación de la propiedad: que nos induce a la aceptación de la
apropiación de lo común como único mecanismo de supervivencia, ocultando que
sólo la cooperación y la ayuda mutua son su garantía.
*La sublimación de la sexualidad: que nos induce a la doble y falsa
esperanza en amores idílicos e imposibles, buscadora de consuelo en el sexo
reducido a placer exclusivamente genital, la que oculta la sexualidad presente
en todas las relaciones humanas, la que oculta la empatía que genera la libido,
el motor original que impulsa nuestro deseo de vivir.
*La sublimación de la tecnología: que nos induce a la fascinación por las
máquinas y lo virtual, la que oculta la belleza del trabajo manual, artesano,
la que justifica la superioridad del trabajo intelectual junto a la esclavitud
del trabajo asalariado.
*La sublimación de la política: que nos induce a la aceptación del orden
jerárquico como Estado natural y superior, el que presumiblemente nos salva del
terror ante el desorden y el caos que
provocaría el estado natural de anarquía, el que nos “libera” de la carga que
supone la responsabilidad de actuar con autonomía (libertad), el que oculta
nuestra capacidad de autorregulación, de entendimiento para la convivencia, de autogobierno
en definitiva.
Edmund Burke lo decía abiertamente, a mediados del siglo XVIII, en sus Indagaciones
sobre lo bello y lo sublime: “el terror
es, en cualquier caso, el principio predominante de lo sublime…es aquello que
produce en nosotros un horror delicioso”. Lo sublime para Burke es lo
ilimitado, lo infinito que carece de forma, mientras que lo bello es lo que
está limitado por su propia forma, donde no puede haber engaño porque lo que se
presenta no es ajeno a su propia figura, porque está contenido en ella. Yo, que
me siento tan atraído como cualquiera por los mecanismos de lo sublime, fuerzo
la paradoja y me quedo con la sublimidad de la belleza, la que me produce la
contemplación de la vida, la que no oculta intereses ajenos al propio deseo y placer
de vivir.
Decía Burke “voy a indagar qué cosas causan en nosotros
las afecciones de lo sublime y de lo bello”; lo sublime, para el filósofo,
parte de la afección más profunda que la mente humana puede sufrir, del terror,
considerado éste no como abstracción sino como objeto que se presenta en la
mente produciendo un estado negativo, convirtiéndolo en una afección que supera
todas las fuerzas, quedando el sujeto a merced de la estupefacción y el horror
de lo sublime. José Luis Molinuevo
afirma que Burke, en su pensamiento sobre la sublimidad, desenmascara los
poderes totalitarios, cifrados en el terror a la fuerza, en su poder de causar
daño, que no comunica, que manipula en su favor la afección que causa el miedo
y entonces “lo público se ve sometido al
oscurecimiento de las acciones, porque los que proceden en el Estado lo hacen
desde lo oscuro”
Concluyo ésta mi primera
aproximación a lo sublime, resaltando el énfasis que pone Casilda Rodrigáñez en
apreciar la confusión entre emociones y sentimientos, confusión interesada y
promovida desde el poder dominante: “No
es inocente la confusión entre emociones y sentimientos, porque el control y
manipulación de los sentimientos, identificados con nuestra integridad, no se
puede realizar abiertamente y, en cambio, el “control de las emociones” se
acepta con normalidad, como una conducta adaptativa que no afecta a nuestra
integridad”… “La psicología tendría que reconocer honestamente
lo que ya han dicho Deleuze y Guattari,
que la esquizofrenia y el capitalismo son dos caras de una misma realidad, a
saber, la represión generalizada y sistemática del deseo que brota de los
cuerpos humanos (aunque en vez de capitalismo, creo que debería decirse
“patriarcado”, porque la sociedad represiva aparece con el patriarcado, con el
matricidio y el regimen de patrimonios, del cual el periodo de capitalismo es
sólo su último y seguramente definitivo tramo)”.
Ahora voy comprendiendo
en qué consiste la “inocente” industria de la inteligencia emocional, encargada
de producir esa confusión que tan necesaria le resulta al individuo sometido
como al mantenimiento del Estado de dominación.
(1) Los futuristas, como Fredric Jameson menciona con acierto, “mostraron
sin disimulos un notorio entusiasmo por la tecnología en tanto que veían en
ella el signo más excelso de la reconstrucción prometeica de la sociedad”.
Frente a esa furia vanguardista, en la postmodernidad, según este autor,
habríamos dado un paso atrás, alarmados y preocupados, no tanto por las
implicaciones éticas o los peligros reales que acarrea un progreso desaforado,
cuanto por entender, más o menos conscientemente, que dicho progreso no es más
que la manifestación exterior de un poder oculto, de implicaciones globales y
ramificaciones inimaginables, que tiene el sublime nombre de capitalismo
multinacional (Inmaculada Murcia Serrano, en su ensayo sobre “Lo sublime de
Edmund Burke y la estatización postmoderna de la tecnología).
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