viernes, 24 de mayo de 2013

LA REVOLUCIÓN COMO DECONSTRUCCIÓN DEL PROYECTO DEMOCRÁTICO



1. Hasta aquí hemos llegado, ésto era el progreso.

Observo a diario cómo la mayoría de las personas se sitúan en la resignación ante la complejidad del mundo en el que vivimos, cuyo desentrañamiento se nos presenta como tarea inabordable y sus problemas nos parecen irresolubles.
Tras la resignación viene la inhibición, que deja un horizonte estrecho, reducido a la única esperanza del mal menor y la salvación individual, confiados a un remoto golpe de suerte, en una apuesta ciega que transforma la experiencia de vivir en un trágico juego de lotería.
Y, si acaso alcanzamos a tener conocimiento y conciencia de esa complejidad del mundo, si uno se enfrenta a la verdad  desnuda resultante, tras quitar las capas de cascarilla que lo envuelven, el paisaje es aún más trágico: un inmenso abismo de tiempo vacío, de siglos por delante hasta reconstruir la ruina de civilización que ahora somos, el inacabado e imperfecto proyecto de ser social, humano, que la modernidad  capitalista ha abortado.


Cuando se ha visto ese paisaje ya no se puede dar la espalda, mirar a otro sitio, tampoco cerrar los ojos, mirarse hacia dentro para imaginar selvas frondosas sobre el solar arrasado que tenemos por delante. Y, sin embargo, contra toda evidencia, sentimos el deber de ser optimistas, de entender y aceptar los errores y las derrotas pasadas sin obligarnos por ello a anticipar la derrota en las próximas batallas. Sabemos que el bien y el mal coexisten en nosotros, como en todo cuanto tocamos y nos rodea, pero también sabemos que el mal no nos constituye necesaria ni exclusivamente, ni por siempre amén. Y, por tanto, ni aceptamos cargar con la  culpa entera del desastre  que nos asola, ni aceptamos la derrota antes de librar el combate. 

Hace más de dos siglos que nos convirtieron en seres asalariados, alguien lo hizo, nuestra culpa se limitó a ver la nueva esclavitud compensada por la idea luminosa del progreso; abandonamos el cultivo de la tierra y nos fuimos a poblar las ciudades donde estaban los supermercados repletos de mercancías consumibles, donde estaban las máquinas que fabricaban el progreso. Luchamos duro por ser pequeños propietarios, por tener nuestra pequeña porción de progreso. Llegamos a conseguir que nuestra esclavitud tuviera un contrato, no por ello dejábamos de ser esclavos, pero lo éramos sólo a tiempo parcial; muchos hombres y mujeres lucharon y murieron por ello, por un salario mínimo y un contrato de ocho horas, ¡teníamos nuestros derechos!. Después de sólo dos siglos, ahora mismo, hay millones de nosotros que se conformarían sólo con un trabajo, sin importar su cuantía ni otras cláusulas del contrato, y aún renunciando al mismo contrato y a todos los derechos.

Son más de doscientos años de error, de continuado triunfo de esa idea perversa del progreso, es lo que hemos tardado en llegar hasta aquí, exactamente al borde del abismo que ahora vemos abrirse a nuestros pies. Mirándolo no podemos evitar un vértigo que nos deja perplejos y que nos paraliza, que nos sitúa en la confusión de sentirnos víctimas y cómplices al tiempo. Nosotros, la izquierda de la Tierra, no sabíamos que éramos la otra versión de la derecha, la diseñada para pobres y desposeídos, modestos aspirantes a propietarios, consumistas compulsivos, la cara B de la misma sinfonía capitalista del progreso. ¡Quién nos iba a decir que la modernidad y el  progreso eran esta porquería!

Dentro de otros dos siglos ya no habrá otra oportunidad como ésta. Si no lo hacemos ahora, para entonces no quedará memoria del sentido ético, igualitario y fraternal, comunitario, de la vida humana. En esta encrucijada, no parece recomendable confiar la revolución al exclusivo logro de la virtud; puede ser camino acertado, camino de perfección, para quien lo emprenda, le ocupará toda una vida y, a buen seguro que su ejemplo será multiplicador; tan seguro como que la sola virtud no abreviará la explotación y el sufrimiento del prójimo pobre y no virtuoso; el impulso de la virtud apunta en la dirección correcta de las estrellas, puede que sea cierto, pero no acorta la eternidad de la injusticia a ras de tierra, por lo que intuyo que el diseño de la revolución no puede apoyarse sólo en el logro de la virtud cumplida y  universalmente extendida, ni fiarse a un plan estratégico perfecto, elaborado con el solo presupuesto de la virtud. Hay que decidirlo ahora,  estamos emplazados a mojarnos,  a exponernos a los riesgos de la intemperie, porque ni la virtud ni la revolución nos pertenecen. Estamos en ese punto, ¿cuál es la mejor estrategia?

 2. La voladura controlada del Estado-Mercado.

Convertida en exceso oratorio, en discurso carente de argumentación y proyecto, la radicalidad verbal se descalifica por sí misma; por muy revolucionaria que sea su etiqueta, no deja de ser pura pose, una forma de apariencia simbólica, una prenda que nos distingue entre las multitudes, que utilizamos a manera de foulard, como signo de distinción y posicionamiento social, desde el cutreglamour de la izquierda al  horteraglamour  de la derecha, que nos sirve para proyectar una imagen del yo en los demás. Una gran cantidad de gente vive para ello e, incluso, los hay que viven de ello.
Quien promueva una revolución tranquila y ordenada siempre correrá el riesgo de no ser escuchado en sus argumentos, de ser descalificado sin más, acusado de reformista y contrarrevolucionario. Si consideramos el concepto literal de pensamiento radical, veremos que no se refiere a un exceso en las formas, de hablar o de pensar, sino a un modo de pensar y decir que tiene que ver menos con las apariencias y más con  los contenidos, un pensamiento que se dirige a la sustancia-raíz del objeto pensado, ya sea éste un tomate o la idea misma de revolución.
Revolución significa proceso de cambio radical, pero ¿quién ha dicho que el proceso sea válido cuando es rápido, violento y expontáneo; quién ha dicho que sea malo cuando es progresivo, tranquilo y calculado? No niego que haya un uso legítimo de la violencia en caso de defensa propia, pero sí afirmo que pensar en la violencia a priori y por sistema, es una enfermedad del pensamiento que, en la realidad conduce necesariamente a soluciones enfermas.

Si estamos de acuerdo en las causas, en cuál es la raíz de lo que nos ha traído hasta el desastre actual, a esta falsa y perversa idea de progreso que identificamos como aniquilación sistemática de lo humano, como destrucción planificada del sujeto individual y comunitario; si pensamos  que ello es efecto de la compleja estructura Estado-Mercado, hemos de convenir que lo sustancial de la revolución es acabar con el origen del mal, destruir el Estado-Mercado salvando del derribo sólo aquellos materiales estrictamente humanos, para crear una estructura radicalmente nueva y diferente, que sirva a la reparación del mal causado. No ignoro la dimensión y brutalidad de las fuerzas que sostienen esa estructura,  no ignoro la alta probabilidad de que la revolución se vea obligada  a utilizar la violencia en defensa propia; por supuesto que es probable, pero, tajantemente: no es lo deseable.

Por eso, sostengo que la revolución deseable es una transición radical, una voladura planificada y controlada del Estado-Mercado, que permita su sustitución por un sistema de libertad y autogobierno, proyecto que identifico como Democracia mientras no encuentre una denominación más ajustada.

Repudiamos el perverso artilugio capitalista llamado “estado de bienestar”, pero hay que recordar que éste posee un “capital” que es fruto de la histórica explotación de las clases trabajadoras y que, por tanto, lo inteligente y revolucionario no sería destruir ese patrimonio, sino revertirlo a sus legítimos titulares. De ahí la idea de la revolución como deconstrucción o como voladura controlada, porque  no se trata de destruir por destruir, sino de volver a construir de nuevo. Y ello sólo es posible si la voladura  es hecha con inteligencia, evitando quedar sepultados bajo los escombros.

Renunciar a planificar las estructuras democráticas que deberán sustituir al sistema capitalista es renunciar a toda estrategia revolucionaria, es renunciar a la revolución misma. Será un trabajo colectivo y muy arduo, que llevará años. De momento, yo sólo dispongo de una propuesta muy primaria de estrategia, que me lleva a seguir la dirección contraria a la estrategia capitalista, a un plan que sirva para combatir y desmantelar sus estructuras e instituciones de dominio y a revertir el flujo del poder, de arriba hacia abajo, del abstracto y totalitario Estado-Mercado hacia el individuo autónomo,  hacia la comunidad  concreta y democrática.
Sé también que, para ser posible, el proceso revolucionario no puede ser confiado a las vanguardias, que deberá ser abierto y objeto de apropiación por la mayoría de la sociedad, pero también sé qué algunos objetivos no son negociables, por ejemplo: acabar con el ideal antisocial de vida consumista-depredadora, acabar con el ideal de la propiedad privada como expolio del comunal universal, acabar con el ideal del trabajo esclavo y su camuflaje salarial, acabar con la perversión representativa y parlamentaria del ideal  democrático. 





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buen artículo, has tocado puntos claves y revolucionarios, como el trabajo asalariado actual, el modo de producción, la vida amontonados en las ciudades, el ideal representativo en el Parlamento...

Interesantes reflexiones, que debería,os empezar a cuestionar, aunque poca gente aún es consciente...

Gracias por tu artículo, Nanín.

Noelia.

Anónimo dijo...

Este es un barco en el que estamos todos pero sólo algunos salen de la bodega. Maravillosa y vital propuesta donde caben, inevitablemente, mis dudas sobre su adecuación práctica...
La deriva es trágica y la madera pútrida...Resignarse es una opción, como también lo es no hacerlo. En cualquier caso, quizás todo pase por saber de qué forma nos estamos hundiendo y apurar hasta el último respiro fresco de aire.
Ojalá estemos en lo cierto cuando intentamos comunicar la necesidad de una consciencia tal.
Y muy buena suerte, camarada