La
vía reformista está agotada, incluida la instauración de una tercera república.
Sobran las acreditaciones para esta afirmación. No sólo las que provienen del
pasado, de la experiencia histórica, también y sobre todo las que nos
proporciona el presente: una situación de crisis crónica del capitalismo, que
anuncia su irreversible estado terminal.
Alcanzar
la Democracia a través de un proceso acumulativo de graduales reformas fue la
ilusión republicana y socialdemócrata, una efímera ilusión que contagió a toda
la izquierda. La última crisis del capitalismo, ésta en la que estamos, nos ha
devuelto a la realidad. Ya no queda tiempo para más ensayos reformistas, ahora
sólo cabe ir a por todas, al socialismo, a por la Democracia de verdad, por
razón de pura supervivencia, de pura racionalidad. El capitalismo, bajo
cualquier forma de gobierno o de Estado, ya no se sostiene porque ha agotado su
ciclo, ya no es capaz de producir siquiera la riqueza de la que se beneficiaron
las clases medias de la pequeña parte del mundo que explotaba al resto.
Ya
no puede producir más porque para cumplir su profecía de progreso se ha visto
obligado a generar un desarrollo tecnológico que reduce los costes pero
convierte en obsoleto al trabajo humano, lo que ya no le sirve para crear valor
–dinero, beneficio-, porque si la gente no trabaja tampoco ingresa lo
suficiente para consumir lo que produce el capitalismo en sus hipertecnológicas fábricas; si la
gente no consume, los productos no se venden, luego las fábricas se cierran o
se trasladan a otros países en los que la explotación humana es más barata.
Esta solución momentánea –"a la china"- también se agota rápidamente, porque
aunque los productos chinos se puedan vender más baratos, las depauperadas clases medias occidentales pierden progresivamente cada puesto de trabajo que
se va a China y necesitan una cobertura social que el Estado capitalista ya no
puede pagar, porque es capaz de generar los ingresos necesarios para nutrir a la Seguridad
Social.
Se
trata de una infernal y autodestructiva espiral, que tiene por remate el inevitable agotamiento de los recursos naturales al que nos ha llevado el
sistema de producción y mercado capitalista, incapaz de producir cada
vez más cosas, asumiendo los costes ecológicos y generando al tiempo más valor,
más acumulación de capital. Por lo tanto, excepto para los capitalistas que
son ciegos por conveniencia, las evidencias del final del capitalismo son de
cósmico tamaño.
Nos toca reconocer que no hemos podido tumbar al capitalismo, que éste se
está viniendo abajo por sí mismo, por su propia fuerza autodestructiva, por
su chapucera y endeble estructura, fundamentada en la desigualdad y en el
saqueo de los bienes comunes. Quede bien claro, pues, que el capitalismo es un
error de nuestra evolución social, a contabilizar en el haber de la especie
humana, que necesitamos corregir cuanto antes, mientras no sea demasiado tarde.
La
urgencia de dicha necesidad es dramática, no podemos permitirnos el lujo de más
dilaciones, hay que empezar ya a construir el movimiento social y universal
que deberá revertir esta situación, hay que empezar cuanto antes la transición,
desde el capitalismo a la Democracia. Hay que intentar por todos los medios que
sea una transición universal y pacífica. No hay que menospreciar la capacidad
destructiva que todavía guarda el capitalismo en forma de fuerza bruta, de
ejércitos y policías. Al igual que la amenaza, la urgencia es global. Se trata, pues, de una tarea pacífica y universal,
que hay que extender por todo el mundo, pero que hay que iniciar en nuestra
propia casa.
No
nos sirven las herramientas del caduco socialismo postmoderno, partidos,
sindicatos y movimientos sociales contaminados por la lógica capitalista. Hay
que asumir que en el inicio seremos minoría -¡qué monumental tontería eso de
que “somos el 99%”!- cuando es evidente que tras varios siglos de sometimiento
y rutina, la mayoría de la sociedad está
impregnada de cultura capitalista. Este es el problema, puede que de mayor envergadura
que la de tumbar al moribundo sistema todavía dominante. Tampoco podemos caer en la misma trampa de otras veces: fiarnos de las
vanguardias. Para la transición propuesta no podemos esperar a la
aparición de seres puros, angeles virginales que iluminen el camino a la Democracia. Tenemos que diseñarla y construirla nosotros mismos, los que así lo
queremos, con todas las taras que llevamos encima.
¿Quiénes
deberían nutrir este proyecto de transición a la Democracia?...el sujeto final
es -sin exagerar- toda la humanidad pero, para empezar, cabe todo el mundo al
que le queden ganas, que en buena lógica serán los menos contaminados por la
cultura capitalista:
Anarquistas. A condición de abandonar sus ineficaces guetos
sindicales, como los grupúsculos de estilo de vida y estética pose
libertaria.
Ecosocialistas. A condición de abandonar la estrategia sectorial que
les arrincona en el ecologismo, amortizado por el falso -pero “verde”- discurso
capitalista.
Feministas. A condición de abandonar su estrategia de género,
identitaria y postmoderna, que relativiza y debilita su intención
igualitaria.
Hackers. A condición de abandonar su calentón tecnológico y extender su socialismo cognitivo al
procomún material y universal.
Movimientos ciudadanistas (antiglobalización, 15M, Ocuppy, etc). A condición
de escapar de la tentación partidista y seguir en la calle, aglutinando en la
resistencia a todas las mareas sectoriales y derivando su impulso vital hacia un
programa de transición a la Democracia, en compañía de anarquistas,
ecosocialistas, feministas, hackers y cuantos más vecinos mejor.
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