Ciudad griega de Sinan, la antígua Megalópolis |
(Al hilo del debate en torno al
futuro de los municipios y las pedanías)
En
el mundo premoderno, la tendencia urbanizadora –sinecismo- fue una constante en
la evolución de las sociedades humanas, por lo que bien podríamos pensar que el
estímulo de aglomeración pudiera ser consustancial a nuestra naturaleza social.
Las tribus se juntan en ciudades, las aldeas quieren ser villas y éstas anhelan
una dimensión metropolitana. Megalópolis, la actual ciudad griega de Sinan, situada
en el Peloponeso, fue fundada en el año 371 a .C., tras la fusión de cuarenta
poblaciones, en un proceso que duró cuatro años.
Pero
las primeras ciudades conocidas surgieron hace diez mil años, fueron Jericó, en
el valle de Jordania, y Catal Hüyük, en el sur de Anatolia; allí ocurrió lo que
se ha dado en llamar la primera revolución urbana. Cuando ahora nos hallamos ciertamente
desorientados en un mundo que se ha convertido en una gran ciudad, nos
maravilla aquel impulso urbanizador primigenio, en el que la ciudad se convertía simbólicamente en un mundo.
A
la luz de las últimas investigaciones arqueológicas y antropológicas realizadas
en esas primeras ciudades, parece confirmarse que éstas fueron asentamientos de
recolectores, cazadores y comerciantes, asentamientos preagrícolas, por tanto.
Ello significaría, en contra de la idea transmitida desde antíguo, que la
agricultura y la ganadería fueron desarrolladas a partir de estas primeras
ciudades y no antes; según lo cual, lo rural, como“espacio de producción
agrícola”, sería una invención urbana.
Avanzando
en la historia, la modernidad capitalista inició esa separación entre mundo
rural y mundo urbano, prevaleciendo hasta nuestros días la idea que asimila lo
urbano a industrial y lo rural a agrícola. Una separación que perdura y nos
alcanza. La naturaleza capitalista de la
separación urbano-rural no es sólo resultado de la división del trabajo, una
separación funcional, productiva, sino también estructural y jerárquica: con la
revolución industrial, el mundo rural se transformaba en un espacio meramente económico, productor
de materias primas fundamentales como
agua, alimentos, madera, minerales y energía para hacer funcionar las
fábricas, un espacio subordinado al superior espacio productivo-industrial,
eminentemente urbano, autojustificado en su lógica suprema de
eficiencia productiva y máximo
beneficio.
Y,
sobre todo, esa separación venía a significar una gran transformación política,
por la que se anulaba la condición ciudadana, democrática, de quienes habitaban
el medio rural, cualquiera que fuera su dedicación productiva.
La
postmodernidad globalizadora sentenció definitivamente esa separación,
asignando nuevos roles productivos al llamado medio rural (territorio de
poblamiento disperso), como reserva natural de consumo, de ocio, turismo y
segunda residencia, profundizando en la marginalización y en la subordinación
del espacio rural a la agenda de las nuevas necesidades de la evolución industrial-capitalista.
Vivimos
en la época en la que el capitalismo ha entrado en su crisis más profunda, que
abre un tiempo de grandes incertidumbres –lo que hemos dado en llamar
transmodernidad y que nos emplaza a superar la suma de errores que arrastramos
desde la modernidad industrial, como de su agonizante herencia, la
globalización postmoderna. Cada vez más personas, aún muy pocas, pensamos que esa
tarea restauradora se centra en la democracia, en su reconceptualización, que a
mi entender tiene mucho que ver con la reinvención de la ciudad como espacio democrático, un espacio público, configurado
como paisaje natural de la convivencia y de la norma común que la preserva de las
situaciones de conflicto que se derivan de
las relaciones humanas. Una democracia necesariamente inclusiva, porque reclama
la autonomía de cada individuo y de las comunidades en que vivimos, y porque no
excluye ninguna de las dimensiones de lo público: ética, política, económica,
social y ecológica.
Con
ese horizonte democrático, deberíamos comprender la ciudad más allá de su tamaño,
del tipo de arquitectura de su espacio construido, más allá de su volumen
demográfico y de su metabolismo productivo, que clasifican jerárquicamente a
los núcleos urbanos desde la aldea (rural) a la metrópolis (urbana). Si la
ciudad es el territorio propio de la democracia, quienes vivimos en las
pequeñas poblaciones del medio rural siendo conscientes del mundo que nos ha
tocado vivir, deberíamos aspirar a ser ciudadanos y ciudadanas de hecho y no
sólo de derecho. Ser ciudadanos de hecho significa disponer de autonomía,
formando parte de una comunidad (ciudad) constituida a partir de este principio
de autonomía, cuya existencia es consustancial a los de libertad y democracia, despreciando
sus definiciones retóricas y huecas al uso.
Entre
la gente que vive en las zonas rurales, es frecuente escuchar la queja de
sentirse olvidados, considerados por el Estado como ciudadanos de tercera
categoría. Aunque en términos de lastimera
orfandad, están expresando una carencia muy seria: la carencia de ciudad, de
autonomía, de democracia. Quienes habitamos los pequeños pueblos siendo
conscientes del mundo en que vivimos, estamos tan comprometidos en el diseño y
construcción de la transmodernidad como los habitantes de las grandes
megápolis. Se trata de reconceptualizar la democracia en ambos casos y, en el
nuestro, de generar un nuevo concepto de ciudadanía rural equiparable al de los
territorios densamente urbanos. Nos corresponde
repensar el territorio rural y sus recursos de todo tipo, con los que sustentar
la autogestión en todos los ámbitos de la vida pública, como dimensión inseparable
de la soberanía y, por tanto, de la democracia.
La
democracia por venir tendrá su territorio natural en las ciudades,
autónomas y soberanas, sean urbanas o rurales. “Construiremos” las nuevas ciudades
rurales a partir de la libre federación de las poblaciones de un mismo
territorio (comarca), el espacio geográfico, cultural, social y económico con
el que se identifican las poblaciones y en el que se producen la mayor parte de
las relaciones sociales y económicas, el conjunto espacial al que dichas poblaciones se
refieren como “nuestra comarca”, el espacio político en el que es posible la
autonomía de las comunidades que habitan un territorio.
Cuando
eso llegue, quienes vivamos en las actuales aldeas y villas rurales dejaremos
de ser ciudadanos sin ciudad y entonces sabremos que la democracia también habrá
comenzado en el mundo rural. Mientras, nos toca defender los actuales municipios
frente a los nuevos ataques del Estado, que no son sino el intento de saqueo
definitivo de los maltrechos restos que nos quedan de los bienes comunales y la
democracia local.
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