lunes, 10 de septiembre de 2012

LA CIUDAD RURAL, LA DEMOCRACIA POR HACER

Ciudad griega de Sinan, la antígua Megalópolis


(Al hilo del debate en torno al futuro de los municipios y las pedanías)

En el mundo premoderno, la tendencia urbanizadora –sinecismo- fue una constante en la evolución de las sociedades humanas, por lo que bien podríamos pensar que el estímulo de aglomeración pudiera ser consustancial a nuestra naturaleza social. Las tribus se juntan en ciudades, las aldeas quieren ser villas y éstas anhelan una dimensión metropolitana. Megalópolis, la actual ciudad griega de Sinan, situada en el Peloponeso, fue fundada en el año 371 a.C., tras la fusión de cuarenta poblaciones, en un proceso que duró cuatro años.
Pero las primeras ciudades conocidas surgieron hace diez mil años, fueron Jericó, en el valle de Jordania, y Catal Hüyük, en el sur de Anatolia; allí ocurrió lo que se ha dado en llamar la primera revolución urbana. Cuando ahora nos hallamos ciertamente desorientados en un mundo que se ha convertido en una gran ciudad, nos maravilla aquel impulso urbanizador primigenio, en el que la ciudad  se convertía simbólicamente en un mundo.
A la luz de las últimas investigaciones arqueológicas y antropológicas realizadas en esas primeras ciudades, parece confirmarse que éstas fueron asentamientos de recolectores, cazadores y comerciantes, asentamientos preagrícolas, por tanto. Ello significaría, en contra de la idea transmitida desde antíguo, que la agricultura y la ganadería fueron desarrolladas a partir de estas primeras ciudades y no antes; según lo cual, lo rural, como“espacio de producción agrícola”, sería una invención urbana.


Avanzando en la historia, la modernidad capitalista inició esa separación entre mundo rural y mundo urbano, prevaleciendo hasta nuestros días la idea que asimila lo urbano a industrial y lo rural a agrícola. Una separación que perdura y nos alcanza. La naturaleza  capitalista de la separación urbano-rural no es sólo resultado de la división del trabajo, una separación funcional, productiva, sino también estructural y jerárquica: con la revolución industrial, el mundo rural se transformaba  en un espacio meramente económico, productor de materias primas fundamentales como  agua, alimentos, madera, minerales y energía para hacer funcionar las fábricas, un espacio subordinado al superior espacio productivo-industrial, eminentemente urbano, autojustificado en su lógica  suprema de  eficiencia productiva y  máximo beneficio.
Y, sobre todo, esa separación venía a significar una gran transformación política, por la que se anulaba la condición ciudadana, democrática, de quienes habitaban el medio rural, cualquiera que fuera su dedicación productiva.   

La postmodernidad globalizadora sentenció definitivamente esa separación, asignando nuevos roles productivos al llamado medio rural (territorio de poblamiento disperso), como reserva natural de consumo, de ocio, turismo y segunda residencia, profundizando en la marginalización y en la subordinación del espacio rural a la agenda de las nuevas necesidades de la evolución industrial-capitalista.

Vivimos en la época en la que el capitalismo ha entrado en su crisis más profunda, que abre un tiempo de grandes incertidumbres –lo que hemos dado en llamar transmodernidad y que nos emplaza a superar la suma de errores que arrastramos desde la modernidad industrial, como de su agonizante herencia, la globalización postmoderna. Cada vez más personas, aún muy pocas, pensamos que esa tarea restauradora se centra en la democracia, en su reconceptualización, que a mi entender tiene mucho que ver con la reinvención de la ciudad como  espacio democrático, un espacio público, configurado como paisaje natural de la convivencia y de la norma común que la preserva de las situaciones de conflicto que se derivan de  las relaciones humanas. Una democracia necesariamente inclusiva, porque reclama la autonomía de cada individuo y de las comunidades en que vivimos, y porque no excluye ninguna de las dimensiones de lo público: ética, política, económica, social y ecológica.

Con ese horizonte democrático, deberíamos comprender la ciudad más allá de su tamaño, del tipo de arquitectura de su espacio construido, más allá de su volumen demográfico y de su metabolismo productivo, que clasifican jerárquicamente a los núcleos urbanos desde la aldea (rural) a la metrópolis (urbana). Si la ciudad es el territorio propio de la democracia, quienes vivimos en las pequeñas poblaciones del medio rural siendo conscientes del mundo que nos ha tocado vivir, deberíamos aspirar a ser ciudadanos y ciudadanas de hecho y no sólo de derecho. Ser ciudadanos de hecho significa disponer de autonomía, formando parte de una comunidad (ciudad) constituida a partir de este principio de autonomía, cuya existencia es consustancial a los de libertad y democracia, despreciando sus definiciones retóricas y huecas al uso.

Entre la gente que vive en las zonas rurales, es frecuente escuchar la queja de sentirse olvidados, considerados por el Estado como ciudadanos de tercera categoría. Aunque en términos  de lastimera orfandad, están expresando una carencia muy seria: la carencia de ciudad, de autonomía, de democracia. Quienes habitamos los pequeños pueblos siendo conscientes del mundo en que vivimos, estamos tan comprometidos en el diseño y construcción de la transmodernidad como los habitantes de las grandes megápolis. Se trata de reconceptualizar la democracia en ambos casos y, en el nuestro, de generar un nuevo concepto de ciudadanía rural equiparable al de los territorios densamente urbanos. Nos  corresponde repensar el territorio rural y sus recursos de todo tipo, con los que sustentar la autogestión en todos los ámbitos de la vida pública, como dimensión inseparable de la soberanía y, por tanto, de la democracia.

La democracia por venir tendrá su territorio natural en las ciudades, autónomas y soberanas, sean urbanas o rurales. “Construiremos” las nuevas ciudades rurales a partir de la libre federación de las poblaciones de un mismo territorio (comarca), el espacio geográfico, cultural, social y económico con el que se identifican las poblaciones y en el que se producen la mayor parte de las relaciones sociales y económicas, el conjunto espacial al que dichas poblaciones se refieren como “nuestra comarca”, el espacio político en el que es posible la autonomía de las comunidades que habitan un territorio.  
Cuando eso llegue, quienes vivamos en las actuales aldeas y villas rurales dejaremos de ser ciudadanos sin ciudad y entonces sabremos que la democracia también habrá comenzado en el mundo rural. Mientras, nos toca defender los actuales municipios frente a los nuevos ataques del Estado, que no son sino el intento de saqueo definitivo de los maltrechos restos que nos quedan de los bienes comunales y la democracia local.

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