En
medio de la crisis, el sector de los automóviles de lujo y gran cilindrada no
sólo no se ha hundido como el resto, sino que ha incrementado sus ventas.
Cuando se habla de tráfico, es recurrente la frase ¿porqué permite el Estado
fabricar coches que corren a 250 kilómetros por hora y al tiempo limitan la
velocidad en las carreteras a 110 o 120?
Son simples contradicciones fundadas en el sentido común, que nos llevan
a una única respuesta: porque la ostentación es un signo inequívoco de la
economía y la sociedad en que vivimos. La ostentación de la propiedad tiende a la exageración, incluso al lujo, para hacerse visible, para hacer
reconocible el estatus de quien ostenta y, por tanto, para establecer una jerarquía
social.
Me
vienen a la mente muchos ejemplos reales, vividos directamente, que demuestran
hasta qué punto la ostentación es un mecanismo ideológico que contribuye
notablemente a instituir la división jerárquica en clases sociales. Recuerdo ahora
un par de ellos:
Viviendo
en un pueblo de la sierra abulense, hace unos cuantos años asistí a un pleno
municipal en el que un joven concejal
socialista, en la oposición, le reprobaba al entonces alcalde que se hubiera
apropiado de un toro semental que la administración regional le había donado a
la asociación comarcal de ganaderos. Sólo tuvo un voto a favor, el mío. Al
alcalde no le hizo falta defenderse porque el salón de plenos, abarrotado de vecinos
del pueblo, mayoritariamente ganaderos, no sólo consintió sino que aplaudió el
robo de aquel alcalde con el argumento definitivo de “si él les ha sacado el
toro, ole sus cojones, el toro es suyo”. Tanto aquél concejal como yo fuimos
colocados en una lista negra que el alcalde colocó en todos los bares de la
comarca. El concejal tuvo que cerrar la pequeña tienda de comestibles que tenía
en el pueblo y buscar trabajo en la capital de la provincia; yo también me
largué a otras tierras.
Unos
años antes, yo trabajaba como celador en el turno de noche de un hospital
público y una de esas noches, en medio de un momento de máximo estrés de todo
el personal de urgencias, a causa de un múltiple accidente de tráfico con
muchas personas accidentadas, yo corría para atender una llamada urgente de una
de las habitaciones de observación y un traumatólogo me llamó a voces y de mala
manera, le dije que tenía que atender una llamada urgente, me volvió a vocear
para decirme que allí se hacía lo que él dijera, que llevara inmediatamente a
un paciente suyo a la sala de radiología. Cabreado, hice lo que me dijo, cogí
la silla de ruedas en la que estaba aquel paciente y la conduje resignadamente hasta
la sala de rayos, acompañado por los familiares -gente muy bien vestida y
enjoyada- y también por aquél estúpido traumatólogo, que, con las manos en los
bolsos, conversaba con ellos con la confianza propia de una vieja amistad o
parentesco. Llevaba las manos libres y en un momento de urgencia como aquél, él
mismo podría haber llevado la silla de ruedas, pero no, tenía que hacer
ostentación de su autoridad, de su poder, ante aquellos amigos suyos, aunque
para ello necesitara humillarme. Al día siguiente hice una denuncia de su
comportamiento abusivo y mal educado. Nunca prosperó…me refiero a la denuncia,
porque él me consta que sí. Unos meses después, a ese mismo traumatólogo le
oímos decir en voz bien alta, dirigiéndose a uno de los camareros de la
cafetería de personal: ¡chaval, dame una copa de coñac, que tengo quirófano y
me voy a cargar a una vieja!...me dijeron que la señora no murió, pero ¿no sobraba
aquella obscena ostentación de su poder?
Los ejemplos son infinitos, repetidos a todas horas
y en todo lugar, está claro que la ostentación, tanto de los bienes como de la
autoridad, cumple la misma función que la meada de los perros que así marcan su territorio. Es, sin duda, uno de los más universales, cotidianos y obscenos signos de la ideología capitalista
que estructura, impregna y corrompe a toda la sociedad.
1 comentario:
el traumatólogo se merecía una paliza
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