miércoles, 11 de abril de 2012

LA OSTENTACIÓN COMO IDEOLOGÍA



En medio de la crisis, el sector de los automóviles de lujo y gran cilindrada no sólo no se ha hundido como el resto, sino que ha incrementado sus ventas. Cuando se habla de tráfico, es recurrente la frase ¿porqué permite el Estado fabricar coches que corren a 250 kilómetros por hora y al tiempo limitan la velocidad en las carreteras a 110 o 120?  Son simples contradicciones fundadas en el sentido común, que nos llevan a una única respuesta: porque la ostentación es un signo inequívoco de la economía y la sociedad en que vivimos. La ostentación de la propiedad  tiende a la exageración, incluso al lujo, para hacerse visible, para hacer reconocible el estatus de quien ostenta y, por tanto, para establecer una jerarquía social.
Me vienen a la mente muchos ejemplos reales, vividos directamente, que demuestran hasta qué punto la ostentación es un mecanismo ideológico que contribuye notablemente a instituir la división jerárquica en clases sociales. Recuerdo ahora un par de ellos:


Viviendo en un pueblo de la sierra abulense, hace unos cuantos años asistí a un pleno municipal  en el que un joven concejal socialista, en la oposición, le reprobaba al entonces alcalde que se hubiera apropiado de un toro semental que la administración regional le había donado a la asociación comarcal de ganaderos. Sólo tuvo un voto a favor, el mío. Al alcalde no le hizo falta defenderse porque el salón de plenos, abarrotado de vecinos del pueblo, mayoritariamente ganaderos, no sólo consintió sino que aplaudió el robo de aquel alcalde con el argumento definitivo de “si él les ha sacado el toro, ole sus cojones, el toro es suyo”. Tanto aquél concejal como yo fuimos colocados en una lista negra que el alcalde colocó en todos los bares de la comarca. El concejal tuvo que cerrar la pequeña tienda de comestibles que tenía en el pueblo y buscar trabajo en la capital de la provincia; yo también me largué a otras tierras.

Unos años antes, yo trabajaba como celador en el turno de noche de un hospital público y una de esas noches, en medio de un momento de máximo estrés de todo el personal de urgencias, a causa de un múltiple accidente de tráfico con muchas personas accidentadas, yo corría para atender una llamada urgente de una de las habitaciones de observación y un traumatólogo me llamó a voces y de mala manera, le dije que tenía que atender una llamada urgente, me volvió a vocear para decirme que allí se hacía lo que él dijera, que llevara inmediatamente a un paciente suyo a la sala de radiología. Cabreado, hice lo que me dijo, cogí la silla de ruedas en la que estaba aquel paciente y la conduje resignadamente hasta la sala de rayos, acompañado por los familiares -gente muy bien vestida y enjoyada- y también por aquél estúpido traumatólogo, que, con las manos en los bolsos, conversaba con ellos con la confianza propia de una vieja amistad o parentesco. Llevaba las manos libres y en un momento de urgencia como aquél, él mismo podría haber llevado la silla de ruedas, pero no, tenía que hacer ostentación de su autoridad, de su poder, ante aquellos amigos suyos, aunque para ello necesitara humillarme. Al día siguiente hice una denuncia de su comportamiento abusivo y mal educado. Nunca prosperó…me refiero a la denuncia, porque él me consta que sí. Unos meses después, a ese mismo traumatólogo le oímos decir en voz bien alta, dirigiéndose a uno de los camareros de la cafetería de personal: ¡chaval, dame una copa de coñac, que tengo quirófano y me voy a cargar a una vieja!...me dijeron que la señora no murió, pero ¿no sobraba aquella obscena ostentación de su poder?


Los ejemplos son infinitos, repetidos a todas horas y en todo lugar, está claro que la ostentación, tanto de los bienes como de la autoridad, cumple la misma función que la meada de los perros que así marcan su territorio. Es, sin duda,  uno de los más universales, cotidianos  y obscenos signos de la ideología capitalista que estructura, impregna y corrompe a toda la sociedad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

el traumatólogo se merecía una paliza