lunes, 19 de julio de 2021

LO QUE ESCONDE EL PACTO VERDE

 

Fit for 55” es el paquete legislativo de la UE orientado a alcanzar una reducción, en 2030, del 55% de las emisiones de CO2, tomando como referencia las cantidades de 1990. Se dice en su publicidad que “es un paso significativo y complejo que requiere del máximo compromiso social”. Incluye medidas como la revisión del sistema de comercio de emisiones (ETS), la introducción de mecanismos que graven la entrada en Europa de aquellos productos que tengan mayor huella de carbono que los producidos en los países de la UE y nuevos objetivos nacionales en materia de recorte de emisiones. El paquete “Fit for 55” viene a acelerar el Pacto Verde y aunque la propaganda se centra en el cambio climático, las energías renovables junto al fin de los vehículos de gasolina y diesel en favor del coche eléctrico, ésto no puede ocultar que este primer paquete lo que persigue es potenciar el negocio especulativo en torno a las emisiones de CO2, que se hará a costa de subir los precios del transporte, la calefacción, los alimentos y la construcción fundamentalmente. Este mercado de emisiones atraviesa un momento de pleno éxito especulativo y lo hemos podido comprobar directamente en la factura eléctrica.

Dado que el modelo de comercio internacional no lo pueden cambiar, porque es consustancial al sistema, sucederá que veremos un incremento progresivo, pero brutal, en el precio de los productos relacionados con el transporte, que son casi todos. Estaremos obligados a comprar un coche eléctrico y a pagar nuevos “impuestos verdes”. Y todo ello contribuirá necesariamente al aumento de precio en el conjunto de productos básicos, como los alimentarios. Si sumamos la repercusión de todos esos impactos en nuestras economías domésticas, es fácil calcular que acaben recortando los salarios en una quinta parte al menos -según dicen las previsiones más optimistas- antes del 2030, lo que significa un mayor empobrecimiento de la gente más vulnerable, la que ya vive con bajos salarios o a cargo de la beneficencia de los servicios sociales. 

Cierto que el paquete legislativo prevee una ayuda al Fondo Social durante siete años (2025-2032), de 270 mil millones de euros a repartir entre 27 estados, pero eso solo da de media unos 380 millones por año y estado, solo para mantener, mínimamente, los ya precarios sistemas de protección social; y eso sin tener en cuenta el seguro incremento, en millones, de nuevos demandantes de ayuda social, por el efecto acumulado de las anteriores crisis, a lo que hay que añadir los nuevos y ya mencionados efectos del Pacto Verde. Dicen que este Fondo Social servirá para combatir la "pobreza energética”, como si la pobreza actuara por compartimentos.

En todo caso, este Pacto Verde es una apuesta muy arriesgada que hace el capitalismo europeo que, con el antecedente de los chalecos amarillos en Francia, lógico es que se tema una probable reacción popular de grandes dimensiones a escala europea, que pudiera dar al traste con su proyecto, de cumplirse sus peores cálculos. Pero no tiene otra opción que acometerlo, no hay otra salida para este sistema que emprender la huída hacia adelante porque, de salirle bien, significa nada menos que la mayor transferencia de rentas nunca contemplada.

Saben que juegan con fuego, pero solo son conscientes de ello las entidades no democráticas (más aún que la Comisión Europea), que dirigen la inteligencia estratégica del espacio capitalista europeo. Porque ellos si han hecho las cuentas y saben que les urge ganar tiempo antes de que se aproxime el siguiente colapso financiero; tienen que ganar tiempo con toda la esperanza puesta en un milagro tecnológico de última hora, que resuelva a escala global el crucial problema energético, Talón de Aquiles de todo el sistema. Tienen para ello no más de una o dos décadas por delante. Si bien, también les valdría la desaparición de buena parte de la población mundial, sea por causa de las guerras comerciales o militares, de las pandemias o de otras catástrofes más o menos previsibles; o bien por el efecto, no menos letal, de la pobreza, mejor si ello sucede en aquellos países que amenazan con reventar la frontera sur del espacio europeo. 

Tienen que hacerlo a pesar del grave riesgo que comportaría una masiva reacción popular y a sabiendas que de ningún modo es un proyecto sostenible. Al hacer las cuentas ya debieron calcular que no quedan en el planeta materias primas suficientes para producir los cientos de miles de parques eólicos y de centrales solares, los miles de millones de vehículos eléctricos que habrán de sustituir al actual parque móvil mundial; imposible de suplir la energía fósil con las energías "limpias" que la economía capitalista necesita para moverse. Sin duda que también han echado cuenta de la inmensa chatarra que quedará cuando se agote el suministro de los metales necesarios, pero tienen que hacerlo sí o sí, para que no se pare la máquina que sostiene y hace andar  al conjunto del sistema.

Que cada cual piense lo que quiera al respecto, pero no me digan que la situación no parece diseñada para que surjan conspiranoicos debajo de cada piedra. Pero cuídense también de éstos, que la cosa no está para bobadas, que no se trata de hacer que reviente el sistema (por ganas que le tengamos), arrasándolo todo y a cualquier precio. Consiste en tener y experimentar un diseño alternativo, con un calculado plan de derribo que evite males que pudieran ser mayores que los del propio capitalismo.

 

Por otra parte, siendo cierto que los informes científicos confirman que el cambio climático contribuye a incrementar el riesgo de fenómenos meteorológicos extremos, de grandes incendios en condiciones de extrema sequía o por aumentar la frecuencia de las inundaciones y ciclones, no es cierto que necesariamente hayan de concluir estas catástrofes con resultado de muertes humanas, ni con la destrucción de ciudades enteras, como ha sucedido días atrás en centroeuropa. 

Se sabe que los fenómenos meteorológicos extremos solo pueden vincularse al cambio climático en términos de probabilidad, pero no de directa causalidad. Sí  es determinante en el aumento de la probabilidad de catástrofes, pero no puede establecerse una directa relación de causa-efecto. Si acontecen, lo hacen en condiciones locales y concretas, que en la mayoría de los casos coinciden con pésimas políticas urbanísticas, que permiten la construcción especulativa en zonas inundables, o con grandes espacios forestales abandonados, porque dejaron de ser rentables. Casi siempre, es esta nefasta gestión especulativa del medio natural el vector más decisivo entre los que desencadenan todas esas catástrofes. No es, pues, por por el cambio climático, es porque los Estados están más atentos al negocio del Pacto Verde que a prevenir esas catástrofes y  preocuparse por las vidas humanas. En la agenda estatal-capitalista este objetivo es secundario, ahora le es más principal la recuperación de los perdidos índices de beneficio y acumulación del capital. Y ésto es, precisamente, lo que esperan del Pacto Verde a través de los muchos y nuevos “nichos” de negocio que se abren con este plan y con su atractivo anzuelo "ecológico" y su fotogénica “transición energética”. En resumidas cuentas: un plan basado estratégicamente en lograr la mayor transferencia de rentas de toda la Historia vía trabajo, consumo e impuestos, y según los cánones tradicionales del capitalismo, osea, como siempre: de abajo hacia arriba.

Así, pues, tengo muy claro que el Pacto Verde no es la solución al cambio climático, ni de nada, y que solo conviene -y solo  a muy corto plazo- a la crisis de rentabilidad y acumulación del capitalismo global y de sus sucursales nacionales. El sistema ha llegado a su límite y, si incluso diéramos por buenos algunos de sus logros, habría que derribarlo de todas maneras, porque es definitivamente insostenible. Lo sabe y de ahí su peligro, porque le da igual el precio a pagar siempre que lo paguen otros, como por ejemplo, esa inmensa clientela de ingenuos que se han tragado el cuento del buen capitalista arrepentido y reconvertido a la fe ecologista. Sí, sí...



domingo, 18 de julio de 2021

SUMERIA

A estas alturas de la evolución humana habitamos un superpoblado mundo industrial y muy moderno, pero lo hacemos bajo las mismas pautas neolíticas que cuando vivíamos en el despoblado mundo “antíguo” de hace unos pocos miles de años. La realidad profunda de esta evolución no puede ser más nimia, por muy espectacular que se presente el progreso, como "avance" en su forma tecnológica.
La apropiación de la Tierra, que hoy nos parece tan natural, significó una revolución trascendental en la antigüedad, como a buen seguro será trascendental, aún más, cuando pasemos del derecho de apropiación de la Tierra al derecho de uso, en el próximo futuro.
No podemos decir que este modo de evolución fuera un error de la especie, no cuando las condiciones de partida eran otras bien distintas, las de un mundo inmenso, abundante y despoblado. En las condiciones actuales y a la vista de las consecuencias de ese modo neolítico de pensar y actuar, sí podemos deducir que seguir viviendo como si nada hubiera cambiado en el transcurso de estos miles de años, sí es un error cuyas consecuencias son ya catastróficas en el presente y lo serán aún más en un inmediato futuro.
A la apropiación privada de la tierra fértil le siguió la colonización de nuevas tierras, habitadas por otras tribus; y a las necesidades de esta primera colonización respondía la “necesidad” de poseer trabajadores para esas tierras, de esclavizar a los pueblos sometidos, la “necesidad” del patriarcado y del derecho de herencia, y hasta la “necesidad” del Estado. Podríamos verlo hoy como secuencia “lógica” del desarrollo histórico, cuando la conciencia de especie era algo entonces inexistente y solo primaba un básico instinto de supervivencia individual y tribal, heredado de nuestros antecesores, los cazadores paleolíticos, y aunque dicho instinto estuviera vinculado a la supervivencia colectiva de la comunidad tribal.

Con el paso de no mucho tiempo, de estas comunidades preestatales surgirán esas novedosas organizaciones políticas que identificamos hoy con el término " Estado", así escrito, con mayúscula. Será una organización a cargo de las élites, primero religiosas, a las que se irán agregando las integradas por grandes propietarios de la tierra y expertos en las artes de caza y militares, que irán ampliando el significado y tamaño de la comunidad hasta el formato que hoy conocemos como “comunidades nacionales”, tras pasar no menos de seis mil años desde la fecha inicial de aquellos primeros Estados sumerios, del Neolítico, en la región del Creciente Fértil.

 

Me resulta incomprensible que tantas personas eruditas, dotadas de gran inteligencia y gran conocimiento científico, piensen hoy con idéntica lógica a la empleada por aquellos individuos protagonistas de la primitiva civilización surgida en Sumeria, la “tierra de Súmer”. Y, más aún, me resulta incomprensible cómo han podido convencer a la mayoría de la especie humana de que esa lógica es la mejor y la única posible, ¡me parece un milagro del marketing!...sin duda que utilizan una lógica basada en principios, ideologías y métodos muy eficientes, que me propongo averiguar, porque intuyo que en ese intento está en juego lo que, al menos yo, entiendo como “sentido común” de la vida.
Resulta que recientemente este “sentido común” ha empezado a ser “sentido de especie”, como reacción a la abrumadora dimensión global de las amenazas que se ciernen sobre nuestro tiempo; es un sentido que nunca antes pudo darse, y menos aún en aquel inmenso mundo antíguo, que hacía pensar en una abundancia ilimitada y en un futuro inacabable, donde las catástrofes eran naturales y las enfermedades eran desgracias enviadas por los dioses en justo castigo, por lo que había que sufrirlas resignadamente. Por eso que el vértigo que hoy sentimos ante un futuro que sabemos limitado, me parezca similar al experimentado por los primeros humanos cuando adquirieron conciencia de la muerte, que les provocó la necesidad de imaginar una prórroga de la vida en otra dimensión, más allá de este mundo.
¿Habrá mutado, de religiosa a tecnológica, la creencia en una prórroga para la efímera vida humana?, ¿acaso no se parece mucho esa fe a la de los adictos al fútbol, no es similar a su esperanza de ganar siempre el partido, aunque fuera por penaltis, en caso de agotar la prórroga sin resultado positivo?...pues algo parecido debe estar sucediendo ahora. No cabe otra explicación para quien no se conforme con cualquier supuesto, con tal de que encaje en esa explicación.
Siempre nos salvará alguien, siempre aparecerá un redentor de la humanidad, siempre esperaremos un mesías o un soberano, siempre sucederá una resurrección o un milagro tecnológico que, in extremis, opere la multiplicación del pan y los peces, la apertura de un paso entre las aguas de los océanos, siempre habrá un sanador que haga ver a los ciegos, andar a los tullidos y curar a los infectados por la peste...pero sucede que ahora tenemos una certeza completamente nueva, ahora resulta que “siempre” ha empezado a tener un límite, y que éste lo presentimos muy cercano, como aliento en el cogote.
Sin embargo, durante los tres últimos siglos, el capitalismo nos ha acostumbrado a creer que llegados al límite, toda catástrofe significa una oportunidad de inversión y negocio, de acumulación de capital y renovación del sistema, como Ave Fenix; baste repasar los periodos de posguerra, el desmoronamientto de la URSS, el después de un tsunami, cualquier gran incendio o inundación, o una peste.
Si la degradación a la que hemos llegado, de la tierra y de la vida humana, ha alcanzado su límite, si tuvo fecha de inicio en aquel Neolítico fértil, ello no significa que para su arreglo tengamos necesariamente que regresar al momento cero, ¡qué absurda locura, una masa de casi nueve mil millones de individuos situados en un mundo vacío, en aquel paraíso!... no, la próxima revolución, la ahora necesaria, tendrá que ser de otro modo, a no ser que sigamos pensando que hay negocio en el cambio climático, en la carencia de recursos naturales, en la pérdida de biodiversidad o en las próximas pandemias.
Miro a mi alrededor y lo que veo son varios mundos, la mayoría de ellos decadentes y empobrecidos, pero que solo piensan en formar parte del nuestro, el que más brilla,  el neolítico primer mundo, esta civilización  surgida en Sumeria a la que todos esos mundos quieren llegar.   

Me maravilla el  mágico poder reproductivo de la mentalidad “propietaria” original y  su antigüedad de  no menos de sesenta siglos. Me maravilla su poder de convicción y contagio, de su esperanzada fe científico-tecnológica, más confiada en  la industria farmacéutica que en llevar una vida sana y convivencial, más en dejar la vida propia al criterio de un soberano que al acuerdo mutuo entre iguales y más fiada en curar que en prevenir.

 

¡Hay que ver cómo arruinaron los liberales su hermosa teoría de la libertad, cuando tomaron por principio el derecho a la apropiación  de la Tierra común!, cuando tenían la mejor explicación de la libertad, que solo puede ser individual-en-común (pero individual al cabo), porque sólo los individuos tienen la facultad de pensar y actuar, no las colectividades y menos las masas, que no pueden pensar y actuar sino como abstracciones  y, por tanto, solo como ideas. No es de extrañar las consecuencias de ese mayúsculo pecado liberal original, por el que la libertad se hizo cuantificable y proporcional, a la propiedad y al poder de cada individuo, que siempre devendrá en asocial, por muy pinturera que sea su teoría, profusamente grabada en las constituciones estatales, como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tanto es así, que hasta los anarquistas se volvieron locos: un día dijeron que la propiedad es un robo y al siguiente dijeron que la propiedad de la Tierra es para el que la trabaja.
No es de extrañar la confluencia a la que han llegado, con el tiempo, aquellos individualistas liberales y sus opuestos colectivistas (socialistas, comunistas y anarquistas); a todos les gusta la "libre" propiedad, sea privada o estatal, todos se reclaman titulares de la libertad. Todos se volvieron locos al probar las mieles de la propiedad y sentir el poder que proporcionaba esa “libertad”. Ya no se conformaban con usar la Tierra, necesitaban su propiedad individual o colectiva, y así se vieron obligados a concentrar a las gentes en grandes masas, para crear mercados, luego Estados, ejércitos y leyes con los que proteger la “nueva democracia” ilustrada, liberal y propietaria. Y aquí nos vemos hoy, en este presunto final de los tiempos, habitando todavía el mismo país de Sumeria, en el Neolítico de siempre, pero con Internet.
No andaba descaminado Alexis de Tocqueville cuando decía: “Del siglo XVIII y la Revolución, como de una fuente común, brotan como dos ríos: el primero conducía a los hombres hacia las instituciones libres, mientras que el segundo los llevaba al poder absoluto”. Tenía razón, pero solo en parte cuando se refería a la revolución francesa, de la que surgirían las ideologías de la modernidad burguesa e ilustrada, liberalismo y socialismo, con sus respectivas derivaciones, en teoría individualistas unas y colectivistas los otras, pero todas fieles a los remotos principios de la revolución neolítica, la última y verdadera revolución integral y global. Todo  por no pasar de ser más de lo mismo aquella revolución ilustrada. Y si no, repasemos también qué cambió de principal  la revolución francesa y la posterior modernidad ilustrada, si las clases sociales siguieron siendo las mismas de los siglos precedentes: dos, la de los propietarios de la Tierra y la del resto desposeído.
El juego dialéctico sabemos que da para mucho, incluso para ahormar la razón y encajarla a conveniencia de cada discurso; de ello nadie está libre y eso les debió de suceder a individualistas y colectivistas, que tomaron direcciones aparentemente opuestas partiendo de la misma mentalidad burguesa...o mejor, digamos mentalidad propietaria, porque todos eran igualmente burgueses, habitantes de las mismas ciudades o burgos, donde las clases se juntaban, propietarios y desposeídos.

 

Recordemos que antes de la vía chino-comunista al capitalismo, hubo allí mismo una gran revolución cultural y proletaria; y que poco tiempo después asistimos al derrumbe de la proletaria revolución soviética, que dejara a casi todo el “mundo libre” en manos del individualismo liberal, de aquellos gobernantes que tanto denostaban al Estado colectivista, pero que compartían, sin saberlo, su misma mentalidad propietaria y corporativa, estatal al cabo, solo que a su modo financiero-mercantil-empresarial.
Y ahí permanecieron, como hacía más de seis mil años: el mismo derecho de propiedad y de herencia, de mercantilización de la Tierra y del trabajo humano, el mismo patriarcado, los mismos mercados y Estados, con sus mismas leyes y sus mismos ejércitos; eso sí, algo más aggiornados y complejos en apariencia, pero con la misma mentalidad propietaria de los primeros estados sumerios.

 

Y por ahí andan, todavía, los restos del naufragio de todas aquellas  revoluciones aparentes que nos precedieron, desgajados y confusos, desarmados y cautivos de sus propias contradicciones, sumidos en su propio rumiar de tiempos pasados, como almas en pena, deambulando por Cuba, Corea, Venezuela...todavía afiliados a movimientos, partidos y sindicatos “neorrevolucionarios”, reciclando sus viejas pancartas, reclamando subvenciones, créditos y rentas universales a las instituciones centrales del capitalismo global. Con la asunción de su derrota le dijeron al mundo que no había otra historia posible, ningún futuro que no fuera desarrollista y estatal, que ningún progreso es siquiera imaginable más allá del mejor capitalismo, el progresista, decorado de humanismo, democracia liberal y economía social de mercado. Se trataba de superar las viejas desaveniencias, pero manteniendo el tipo.

 

Soy consciente de que quienes ésto lean pueden pensar que es un relato bien simplón, pero ¿a que se me entiende? Y para simplón-simplón, el sistema neolítico dominante y, sin embargo, veáse su éxito, que dura miles de años, a partir de un principio-eslogan tan simplón como éste: “Tú Chita y yo Tarzán”.
Ha dejado de impresionarme su aparente complejidad, exagerada en tomos y tomos de literatura filosófica y de tratados científicos. Que levante la mano quien crea que este sistema será capaz de arreglar lo que ha venido destrozando durante siglos y milenios, ahora arrepentido y de repente reconvertido a ecologista y benefactor altruista de la humanidad. Yo no levanto la mano. Pienso que es chatarra mental la mayor parte de lo que nos enseñaron en las escuelas, universidades y lugares de trabajo; y no es que ya no nos sirva, es que tenemos urgente necesidad de olvidarlo, para remirar el mundo y comprenderlo de nuevo.

miércoles, 14 de julio de 2021

BIENES COMUNES, COMUNALES, COMUNIDAD Y COMUNEROS

 

 

Las definiciones de estos conceptos no son tan comunes como normalmente creemos. Si las repasamos podemos comprobar que no solo hay muchas y diferentes definiciones, sino que algunas son contradictorias e incompatibles. Cierto que a día de hoy se vuelve a hablar de estos términos y que eso viene pasando periódicamente, sobre todo a partir de la adjudicación del premio nobel de economía a Elionor Ostrom en 2009, por sus investigaciones sobre los bienes comunes; pero, en todo caso, considero que urgen algunas precisiones al respecto, porque ahora se da una circunstancia radicalmente nueva: estos conceptos no solo están siendo revisados por movimientos alternativos, sino que también están siendo integrados en la agenda estratégica del nuevo capitalismo corporativo de escala global, dirigida a crear un estado de opinión favorable a un sistema de gobernanza mundial, aprovechando el impulso derivado del cambio climático y la pandemia del coronavirus.

Esto es lo que quiero abordar aquí, lógicamente desde mi propia visión, que de antemano sé minoritaria, cuando entiendo que hoy está en marcha un proyecto de gobierno mundial que para justificar su legitimidad necesita imponer su “lógica de la eficacia”: “si la humanidad al completo es vulnerable ante las amenazas derivadas de los efectos globales del cambio climático y las pandemias víricas, la seguridad ante tales amenazas solo podrá estar garantizada por un gobierno igualmente global, como única forma de alcanzar un estado de seguridad ecológica y sanitaria para el conjunto de la población mundial”. Esto es lo que nos dirán.

Ecología e inmunidad son los dos principales conceptos estratégicos que veremos manejar profusamente por esta nueva agenda del capitalismo global, que se presenta a sí misma como liberal, progresista y científicamente vestida de verde. Y sobre estos dos conceptos espera fundamentar su legitimidad social a futuro inmediato, si bien, de no lograrlo por las buenas, ya sabemos que siempre tendrá en reserva una retaguardia ideológica de corte totalitario y, en último caso, la posibilidad de “convencer” mediante el empleo de la fuerza armada que tiene en monopolio gracias a sus aparatos nacionales-estatales.

Ya somos testigos de una transmutación ideológica con despliegue masivo de una estrategia comunicativa por la que pasamos del “sálvese quien pueda” puramente neoliberal a la “solidaridad de la especie” como nueva consigna. Pero esta estrategia tiene un punto débil: no puede ser más contradictoria con sus propios presupuestos liberales, ni menos democrática, porque necesita de una máxima concentración del poder, propietario y político, que sólo puede ser representativo, es decir, abstracto y ficticio en forma teatralizada de parlamento global, un entramado de organizaciones internacionales -tipo ONU, Banco Mundial (BM), Organización Internacional del Trabajo (OIT), Organización Mundial del Comercio (OMC), o la misma Unión Europea (UE)- a las que nadie ha elegido y que habrán de culminar en un gobierno mundial. Por eso que esta agenda necesite de una poderosa propaganda, para convencer sobre la “comunidad universal” de aquellos bienes involucrados en su proyecto de transición energética-ecológica y de inmunidad biológica...con el conjunto de la especie como nuevo y presunto sujeto político global.

De ahí que sea previa y prioritaria la necesidad de definir bien estos conceptos:


-Comunidad es una forma de relación social que surge de la existencia de un bien compartido, al que denominamos bien común, por un conjunto de individuos a los que denominamos comuneros.

Así, los socios de una corporación empresarial o financiera son comuneros-miembros de una comunidad de socios que comparten un bien, que les es común (en este caso consistente en el capital y beneficios resultantes de la actividad económica de dicha sociedad económica o empresa); unos socios-comuneros cuya participación en la empresa/comunidad es proporcional a su inversión en el bien-capital común. Podríamos hacer una definición similar aplicada a una banda criminal (aunque su bien común consistiera en el mal de otros) o aplicada a un club de fútbol, a la comunidad integrada por las personas asociadas a una ONG, a la Cruz Roja o a Cáritas Diocesana, aunque en estos últimos casos su participación no respondiera a los mismos criterios capitalistas de participación proporcional y tanto la comunidad como los comuneros tuvieran una finalidad altruista. A pesar de su aparente similitud y de que todos estos son ejemplos de comunidad, hay que considerar diferencias sustanciales entre unos casos y otros. Primero en función de si el bien común es o no un bien de mercado, es decir, si es algo que se puede comprar, vender o alquilar, y también en función de si el concreto bien que da sentido a la comunidad, representa un posible beneficio (un bien), o un posible perjuicio (un mal) para individuos que sean ajenos a la comunidad en cuestión.

Deberíamos comprender que “comunidad” puede ser un término moral (asumido por razón de costumbre), pero que no es necesariamente ético, al igual que sucede con el término “bien común” o “comunal”: que puede consistir en un “mal” para quienes no formen parte de ese común o comunidad. De donde podríamos perfectamente concluir que un bien comunal también es ético solo y siempre que, simultáneamente, no suponga un mal para quien no forme parte de la comunidad.

A partir de este principio, podemos diferenciar entre comunidades convencionales (morales) y comunidades convivenciales (éticas). Moralidad y eticidad se refieren a conductas y costumbres. Sean individuales o sociales, ambas pueden darse al tiempo, pero no necesariamente: conductas y costumbres pueden ser morales pero no éticas...y viceversa, sin que ello dependa de si son mayoritarias o no, por lo que solo serán éticas si buscan un bien general, es decir, que en caso de no beneficiar a todos, tampoco busquen el daño de parte.

-Son bienes comunales “propios” los producidos mediante el trabajo humano comunitario, el de una concreta comunidad. Y son bienes comunales “universales” los naturales o producidos por la Naturaleza sin mediación de trabajo humano.

-Un bien es comunal si lo es en su conjunto indivisible, precisamente por ser común. Este principio ontológico otorga sentido a toda comunidad, con independencia de su orientación ideológica, ética o o moral. En ningún caso es compatible con ninguna forma de propiedad privada; ni siquiera lo es en el caso extremo de una asociación de criminales, en la que “su bien común” desaparece con la apropiación de parte, al igual que sucede en el caso de los accionistas de una corporación industrial o financiera. En ambos casos, “su” bien común es constituyente de la comunidad junto con la libre voluntad de los asociados, incluso si dicho “bien común” fuera producto de acciones criminales o lesivas sobre otros.

Esto nos lleva a una diferencia sustancial entre bienes comunales “universales” y bienes comunales “propios”. Los primeros solo pueden ser objeto de uso por las comunidades en sus respectivos ámbitos de soberanía, por lo que éstas comunidades se hacen responsables universales de la gestión y administración ética y sustentable de dichos bienes, es decir, de su conservación y uso ecológico, socialmente justo y equitativo; no son, por tanto, bienes intercambiables ni, menos aún, comercializables. Mientras que los bienes comunalespropios” son los correspondientes a una comunidad territorial concreta (doméstica, urbana, paisana, mancomunada o confederada), productora de dichos bienes o servicios mediante trabajo cooperativo y/o comunitario.

-Son bienes “raíces” o “inmuebles” aquellos que están íntimamente unidos al espacio terrestre, como es el caso de edificaciones e infraestructuras fijas construidas sobre el suelo, que son inmuebles por tanto, incluyendo también a todo tipo de infraestructuras fijas construidas en espacios marítimos y aéreos, cuya funcionalidad en todo caso esta intimamente ligada a su uso, pero nunca a su propiedad o apropiación por parte de individuos o comunidades concretas. Son bienes de naturaleza inequívocamente comunal, de cuyo uso son responsables exclusivas las concretas comunidades que producen o construyen dichos bienes en el correspondiente espacio territorial por ellas habitado.

Ejemplo 1: los bienes producidos mediante trabajo comunitario de una comunidad doméstica (cohabitantes de una casa) son bienes comunales “propios” de dicha comunidad; destinados al autoconsumo, no son mercancías y solo son intercambiables con otras comunidades domésticas, en su parte excedente y por bienes de igual origen y valor de uso.

Ejemplo 2: los bienes producidos mediante el trabajo comunitario de una comunidad vecinal (urbana/local) o paisana (territorial/rural), son también bienes comunales “propios” de cada una de estas comunidades; son bienes de uso, no mercantiles por tanto, solo intercambiables por bienes de igual origen y valor de uso, con otras comunidades urbanas o territoriales, según cada caso.

Ejemplo 3: los bienes o servicios producidos mediante trabajo comunitario, mancomunado o confederado entre dos o más comunidades paisanas, son bienes “propios” del conjunto social correspondiente, destinados al autoconsumo de los miembros de las comunidades integrantes y cuya gestión y administración es compartida por éstas en mutua corresponsabilidad y beneficio.

El ambito geográfico de los intercambios de bienes materiales será preferentemente el de proximidad, teniendo en cuenta las necesarias limitaciones energéticas, que aconsejan reducir al máximo los intercambios entre comunidades lejanas.

-Comunidad doméstica es la integrada por el conjunto de individuos convivientes en un mismo espacio primario de relación social (casa). Es la unidad convivencial básica, para la autogestión y la autosuficiencia, tanto productiva como de consumo.

-Comunidad urbana es la integrada por el conjunto de individuos convivientes en un mismo espacio secundario de relación social o de proximidad (vecindad). Es la unidad convivencial secundaria para la autogestión y la autosuficiencia de la comunidad.

-Comunidad paisana es la integrada por el conjunto de individuos convivientes en un mismo espacio terciario de relación social (paisanía), configurada mediante la adhesión federativa, libre y voluntaria, de las comunidades urbanas correspondientes a un mismo espacio geográfico-territorial. Es la unidad convivencial terciaria, para la autogestión y autosuficiencia de la comunidad.

-Mancomunidades son libres asociaciones de dos o más comunidades paisanas para la producción y consumo de concretos bienes y servicios, en beneficio mutuo de las comunidades integrantes. Su ámbito geográfico puede ir desde el regional al interregional o incluso al global, en el caso de bienes y servicios de naturaleza virtual, como son los relativos al conocimiento, la información y la comunicación. La infraestructura de soporte tecnológico de estos bienes virtuales (caso de internet), por su cualidad de aplicación funcional y utilidad global, necesariamente ha de ser una infraestructura distribuida y de libre acceso, por lo que deberá de ser incluida entre los bienes comunales “universales”, concretamente del Conocimiento).

-Confederaciones son libres asociaciones de dos o más comunidades territoriales o paisanas que, conservando su autonomía política, acuerdan compartirla en beneficio mutuo. Pueden tener dimensión que va de la interterritorial a la global.

* * *

Existe, pues, la posibilidad de una organización social alternativa al proyecto ultraliberal y a su agenda de gobernanza mundial. Una alternativa integral que hace compatible lo local y universal, la existencia de múltiples y plurales sujetos politicos, convivenciales y comunitarios, la interdependencia entre libertad individual y colectiva, con capacidad para afrontar y neutralizar los inevitables conflictos sociales, así como las catástrofes biológicas y ecológicas, en modo convivencial y democrático que nunca podrá lograr un sistema de gobernanza mundial con base en los principios y estructuras mercantiles y estatales, propiamente liberal-capitalistas, dirigidos a cumplir su finalidad última, que no es sino lograr el máximo control social, como condición necesaria para una máxima concentración y acumulación de capital, propiedad y poder.

Esta alternativa glocal que propongo rompe la propaganda reaccionaria del sistema dominante, basada en una teórica imposibilidad de implementar la democracia integral y directa en las actuales condiciones de superpoblación, en sociedades megaurbanas; si bien, se propone su reducción para favorecer la dimensión social, ecológica, convivencial y democrática de las relaciones humanas.

Estamos pues en medio de una encrucijada histórica trascendental, inédita en la historia de la evolución humana, en la que parte con ventaja el proyecto de gobernanza mundial liderado por las élites que vienen dirigiendo el destino del mundo desde la constitución de los estados modernos; ésto lo vienen haciendo alternando sus métodos, entre liberales y autoritarios en función de cada momento histórico, pero siempre a su exclusiva conveniencia. Será muy difícil, pero puede que estemos a tiempo de frenar su deriva destructiva, suficientemente probada. Estaremos a tiempo de segarle los pies a ese proyecto, si fuéramos capaces de construir pronto una red global de ayuntamientos comunales y confederados que anticipen el modelo de nueva sociedad sostenible y democrática.


jueves, 8 de julio de 2021

CONTRA LAS TESIS RETROPROGRESIVAS QUE DESPRECIAN O QUE IDEALIZAN LA REVOLUCIÓN NEOLÍTICA


 

Ningún ejército puede detener la fuerza de una idea cuando llega a tiempo 

(V. Hugo)


Gracias a un liberal/progresista tan preclaro como Manuel Arias Maldonado (1) me entero de que el Neolítico está de moda. Su último libro, “Desde las ruinas del futuro”, está dedicado a la crisis de la pandemia en curso, cuya tesis central es la idea de que la crisis sistémica en la que estamos no es debida a los excesos de la modernidad -como suelen decir sus críticos- sino a sus carencias e incompletud, es decir, a que la modernidad (por supuesto liberal) todavía está por hacer.

Según Arias Maldonado deberíamos de darle algo más de cuartelillo a esta modernidad, otra oportunidad, porque en sus tres siglos de vida no ha tenido tiempo de mostrar todas sus virtudes. Así, sus supuestos fallos no serían debidos a un déficit original, ontológico y/o estructural, del liberalismo, ni tampoco a su negativa evolución en modo neoliberal/mercantil/estatal/capitalista, sino a problemas en los cambios de nuestra percepción, provocados y agravados en las últimas décadas por “el ascenso de tendencias iliberales (2) de todo tipo”: al éxito electoral de los populismos de izquierda y derecha, al auge de los nacionalismos, al apoyo a líderes autoritarios de inclinaciones decisionistas, a la degradación digital del debate público, etc, de modo que podemos poner nombre propio a estas ideas: Brexit, Trump, Cataluña, Hungría, Turquía, Filipinas, posverdad...a los que yo añadiría orientalismos, mediambientalismos y feminismos.. Ya antes de la pandemia, en 2017, en un artículo titulado “Nostalgia del soberano”, publicado en El País, Arias Maldonado definía este extravío de nuestra percepción de la modernidad como añoranza “de un sujeto colectivo que simplifique las cosas al suministrarnos una identidad política llamada a acabar con la fragmentación social y a resolver todos los problemas que nos afligen, ya sea el terrorismo o la decadencia industrial”.

Arias Maldonado decía por entonces que la recesión (por la crisis financiera de 2008) se ha sumado a la tensión producida por la globalización y la digitalización. Supongo que hoy a esa suma le habrá añadido los efectos debidos a la pandemia. Sin embargo, yo pienso que todavía es pronto para hacer ese cálculo y hasta auguro que podemos llevarnos una gran sorpresa si tales efectos lo que causaran fuera orden y disciplinamiento social. Cierto que la recesión que siguió a la crisis de 2008 vino a tensar unas relaciones sociales que ya estaban sometidas a la doble presión de la globalización y la digitalización y que no es ninguna novedad la extrema atomización social que para la teoría política representa un mayúsculo desafío, en su  improductiva búsqueda de una ética universalista que pudiera ser aplicada en sociedades cada vez más fragmentadas en partidos, movimientos y corporaciones identitarias. Es ilustrativa la descripción de la digitalización que proporciona a cada ciudadano contemporáneo una herramienta expresiva y contradictoria de doble filo: la posibilidad de emitir opiniones individuales en las redes sociales, al tiempo que habitamos burbujas cognitivas que complican extremadamente la posibilidad de un mundo público y común. Y ahí acierta, a mi entender, Arias Maldonado, cuando afirma que ese es el escenario óptimo para la aparición de la nostalgia de un sujeto colectivo, fundamentado en identidades particulares, emocionalmente satisfactorias, como “sujeto soberano llamado a resolver todos los problemas que nos afligen”, entidades abstractas frecuentemente personificadas en un líder carismático. Y pone el ejemplo del Hugo Chávez que dijera: “no soy un individuo, soy el pueblo”, para pasar a concluir que milenios de vida tribal resuenan en esa proclamación de identidad que hacía el ínclito personaje.

Me tendría por un liberal-progresista, tan radical como el politologo al que vengo refiriéndome, si solo me alineara con su teoría de la democracia como sistema perfectible, cuyo sujeto es el individuo y no la colectividad, de no ser porque eso se contradice con la experiencia práctica, personal y colectiva, de esta modernidad liberal y progresista realmente existente. Estando de acuerdo en el carácter retroprogresivo que significa hoy la nostalgia por el Neolítico, no puedo estar más en desacuerdo con la calificación de falsedad que le asigna a la revolución neolítica, precisamente porque es la que con sus innovadores principios vino a anticipar y determinar la futura revolución burguesa, esencialmente moderna, liberal y progresista que defiende Arias Maldonado, cuyos efectos sufre, si no él, sí la mayoría de la humanidad.

Sostengo que la revolución neolítica fue la gran y última revolución que marca el cambio de civilización -no digo que a peor- tras el Paleolítico, y cuyos efectos perduran en un tiempo presente básicamente estructurado sobre los mismos principios que alumbrara dicha revolución neolítica: sedentarismo, cambio alimentario, propiedad privada, poblamiento concentrado en urbanizaciones, cambio radical en la relación con la naturaleza, con afectación de los ecosistemas (antropoceno), cambio no menos radical en la división social del trabajo (con la profundización del patriarcado a partir de los nuevos derechos de propiedad y herencia), aparición del trabajo dependiente y esclavo, formalización del comercio y el mercado, organización jerárquica de la sociedad (primero religiosa y luego dinástica-militar) que dará paso a la fundación y legitimación de ciudades-Estado... todos esos principios como más determinantes.

Inferir de ésto que yo considere al Paleolítico previo como una Arcadia feliz es una presunción tan aventurada como falsa, porque ni yo ni nadie tiene hoy información suficiente para negarlo ni para afirmarlo. Además, pretender hoy una comparación entre  épocas es un ejercicio de imaginación bastante inútil, cuando tenemos por medio miles de años de distancia evolutiva, que marcan enormes diferencias, impidiendo toda comparación realista entre las sociedades de entonces y las de ahora, aunque solo fuera comparativa en lo concerniente a disponibilidad de conocimientos, de tecnología y de experiencia histórica. De ahí que insista en afirmar que estamos todavía en el Neolítico, ahora global y neoliberal, pero neolítico al cabo.

Por tanto, mi visión crítica de la modernidad no va por la línea que le sirve a Arias Maldonado para descalificar a quienes hacen esta crítica por comparación con una supuesta era de la abundancia, un bíblico Edén, aquel tiempo humano previo a la revolución neolítica. Yo tampoco me fio de las categóricas afirmaciones al respecto, de historiadores medioambientalistas, como Jared Diamond, ni de eminentes paleontólogos, como Juan Luis Arsuaga, o arqueólogos como William Ruddiman. El antropólogo y anarquista David Graeber, junto al arqueólogo David Wengrow (3) han llamado la atención sobre la representación inadecuada del pasado de la especie y remarcan la importancia de la narrativa histórica, porque ésta también define nuestro sentido de las posibilidades políticas, ya que la mayoría ve la civilización como ve la desigualdad: como una trágica necesidad.

Hay quien sueña con retornar a una utopia del pasado o en encontrar un equivalente industrial al “comunismo primitivo” o, incluso en casos extremos, sueña con destruir todo para volver a ser recolectores, otra vez, como en aquel Paleolítico que imaginan como una Arcadia feliz. Pero, como dicen Graeber y Wengrow, nadie cambia la estructura básica de la historia”. Si la civilización trajo un montón de cosas malas (guerras, impuestos, burocracia, patriarcado, esclavitud, el propio Estado…), hay que reconocer que también hizo posible escribir literatura y filosofía, avances científicos, en medicina por ejemplo, además de muchos otros grandes logros humanos.

Es abrumadora la evidencia, tanto en arqueología como en antropología y disciplinas afines, que nos hacen darnos cuenta, cada vez de forma más clara, de a qué se han parecido los últimos cuarenta milenios de la historia humana que, en casi ningún caso se parecen a la narrativa convencional. Empezamos a asimilar la posibilidad de que nuestra especie no pasara la mayor parte de su historia en pequeñas bandas tribales, que la agricultura no marcara un paso irreversible en la evolución social, que las primeras ciudades pudieran ser igualitarias. Y aún así, a pesar de cierto consenso en estas cuestiones recién reveladas, los investigadores son extrañamente reacios a anunciar sus descubrimientos al público -o incluso a académicos de otras disciplinas- y mucho menos a reflexionar sobre las implicaciones políticas más amplias. Como resultado, la pregunta de Rousseau ¿cuál es el origen de la desigualdad social? sigue siendo punto de partida para quien se pone a reflexionar sobre ésto, asumiendo que la historia más trascendental está por comenzar, a condición de abandonar la inocencia primordial.

Dicen ambos -antropólogo y arqueólogo- que plantear la pregunta de esta manera significa suponer: 1. que hay algo llamado “desigualdad”, 2. que es un problema y 3. que hubo un tiempo en que no existía. Cierto es que desde la crisis financiera del 2008 el “problema de la desigualdad social” ha estado en el centro del debate político. Hay un cierto reconocimiento por parte de intelectuales y clases políticas de que los niveles de desigualdad social están fuera de control y de que la mayoría de los problemas del mundo contemporáneo provienen de ahí, lo que supondría un desafío a las estructuras de poder global. Al contrario que los términos “capital” o “poder de clase”, la palabra “desigualdad” aparece en el debate intelectual y político diseñada para quedarse a medias tintas y llegar a medios compromisos, de tal manera que podríamos imaginar derrocar al capitalismo o romper el poder del Estado, pero imposible imaginar la eliminación de la “desigualdad”. Ni siquiera es obvio en qué podría consistir dicha eliminación, porque ni los individuos somos iguales ni nadie quiere que lo sean.

“Desigualdad” es la manera ideal y perfectamente apropiada que tienen los reformadores tecnócratas para estructurar los problemas sociales, ese tipo de personas que saben muy bien que toda visión real de la transformación social hace mucho tiempo que no forma parte de la agenda política como “alternativa”. El concepto de desigualdad les permite enredar con números, coeficientes, vectores de disfunción, reajuste de regímenes tributarios, iniciativas de bienestar social... por lo que estamos predispuestos a creer en el efecto inevitable de la desigualdad, y que ésta es el resultado inevitable de vivir en sociedades grandes y complejas, en sociedades urbanas tecnológicamente sofisticadas. Este es el mensaje político transmitido: si queremos deshacernos de los problemas de la desigualdad, tendríamos que deshacernos de la mayoría de la población y volver a vivir en pequeñas bandas de recolectores-cazadores, renunciando a los progresos de la modernidad. Y de no quererlo así, lo mejor que podemos esperar es adaptarnos a la forma y tamaño del sistema de dominación que tenemos, incluso cabría pensar en disputar algo más de margen de maniobra dentro del sistema.

Esta sensación de trágica realidad acerca de la desigualdad social, por su orientación a la desesperanza, a un excepticismo y nihilismo ontológicos, le resulta perfectamente funcional a la ciencia social convencional, que nos incita insistentemente a buscar “sociedades igualitarias” que solo podrían existir en pequeñas bandas de neorrurales o neocampesinos emuladores de los antiguos recolectores-cazadores, luego hortelanos y pastores sin solución de continuidad. De ahí que sea tan fundamental un cambio de narrativa, a sabiendas de que, dada la trascendencia colosal de estos temas, necesitaremos años de investigación y debate para entender todas las implicaciones. Como estos dos autores citados, pienso que abandonar la historia de la “inocencia primordial” no significa dejar a un lado el sueño de la emancipación humana. Muy al contrario, con ello la historia humana se transforma en algo mucho más interesante, si es que alguna vez aprendemos a deshacernos de los moldes conceptuales heredados.

Hemos asumido que fue el Paleolítico la única época en que los humanos lograron vivir en genuinas sociedades de iguales, sin clases, castas, líderes hereditarios, o gobierno centralizado; y que ese “feliz” estado de cosas tuvo que acabar en un momento, localizado hace alrededor de diez milenios, más o menos cuando finalizaba la última Edad del Hielo. La propiedad de la tierra y los nuevos vínculos territoriales adquirieron gran trascendencia en el orden social cotidiano, dando lugar a formas de vida y organización social desconocidas, como los dominios feudales y la guerra organizada, mientras que la agricultura permitía la existencia de excedentes que propiciaban la acumulación de riqueza, junto a la influencia más allá del propio grupo de parentesco. El trabajo agrícola y el pastoreo favorecen también el desarrollo de nuevos conocimientos y habilidades, la invención de herramientas y armas sofisticadas, de vehículos para el transporte de productos y enseres, de fortificaciones y estrategias militares, así como surge la necesidad de organizar la política y la religión. Los nuevos agricultores y pastores están preparados para eliminar o integrar a sus vecinos cazadores-recolectores, en una nueva y superior forma de vida, pero menos equitativa.

La desigualdad se consolida en las concentraciones urbanas cada vez más grandes, y nuestros inconscientes ancestros dan otro paso irreversible hacia la desigualdad: hace unos 6.000 años aparecen las primeras ciudades y con ellas la necesidad de gobiernos centralizados y la aparición de nuevas e inéditas clases de sacerdotes, burócratas y políticos-guerreros que generan sus propios cargos, para mantener el orden y asegurar los suministros y un mínimo de servicios públicos. Con los derechos de propiedad y herencia, las mujeres son secuestradas y tomadas en propiedad, al tiempo que los prisioneros de guerra son reducidos a criados y esclavos. Ya no parece que sea posible librarse de las nuevas desigualdades, implantadas mediante prácticas que se convierten en ley. Al coste de la inocencia primordial, pasamos a ser individuos modernos, que ahora miran con lástima y envidia a aquellas sociedades “tradicionales” o “primitivas” que fueron perdiendo un relato del Progreso ahora entendido como Modernidad y como Historia.

Los cazadores-recolectores habitaban un radio territorial en el que, con toda seguridad, o no tenían competencia o lo protegían peleando ocasionalmente, en forma similar a las bandas de chimpancés. Aún así, nos parece razonable que no tuvieran necesidad de marcar un pedazo de tierra concreto y decir “esto es mío”. La escasez demográfica, junto a la abundancia de territorios permitían, sin duda, desplazarse en caso de invasión por otras bandas o depredadores. Parece sencillo imaginar que estas bandas fueran bastante igualitarias, aunque el liderazgo recayera en aquellos individuos más habilidosos, más inteligentes o más fuertes, aquellos que fueran más confiables, con liderazgos que podrían cambiar con la edad o con la merma de esas habilidades y ventajas individuales.

De la banda a la tribu y de ésta a la primera urbe, mientras los líderes se declaraban a sí mismos como reyes y a poco emperadores. A partir de la vida organizada en grandes concentraciones, la complejidad tuvo que ser creciente y a todos tuvo que parecerles algo inevitable. Pero ya no parecía posible ninguna vuelta atrás, aunque el poder fuera ejercido en forma arbitraria o despótica. Y aunque los jefes promovieran a sus parientes hacia los círculos de poder, haciendo permanente y hereditario su estatus. Diamond afirmaba que las “Poblaciones grandes no podían funcionar sin líderes que tomaran las decisiones, sin ejecutivos que las llevaran a cabo y sin burócratas que administraran las decisiones y las leyes”. Así se burlaba David Graeber de estas conclusiones de Diamond: “por desgracia para todos ustedes, lectores anarquistas que sueñan con vivir sin ningún gobierno estatal, esas son las razones de por qué su sueño no es realista: tendrán que buscar alguna pequeña banda o tribu dispuesta a aceptarte, donde nadie es un extraño y donde los reyes, presidentes y burócratas son innecesarios.” Una triste conclusión para cualquiera (no solo para los anarquistas), que se pregunte por la posible existencia de una alternativa al sistema dominante.

Pero, como afirman Graeber y Wengrow: lo notable es que esos pronunciamientos en realidad no están basados en ninguna clase de evidencia científica. No hay ninguna razón para creer que los grupos de pequeña escala son especialmente propensos a ser igualitarios, o que los grandes necesariamente tengan que tener reyes, presidentes y burócratas. Estos son solo prejuicios mostrados como hechos”.

En el tiempo presente tenemos argumentos para dar por terminado el Holoceno y hemos empezado a hablar del Antropoceno como nueva era geológica o como nueva época histórica de las relaciones entre sociedad y naturaleza, en la que el Neolítico significó el tránsito de la vida nómada a la sedentaria. El arqueólogo William Ruddiman ha sugerido que la revolución agrícola debería ser considerada el comienzo del Antropoceno, lo que eliminaría el Holoceno, ya que la deforestación causada por la agricultura habría determinado el incremento de la temperatura del planeta, con lo que la especie humana habría creado las condiciones de su propia existencia.

Las nuevas posibilidades de cultivo permitieron la explotación creciente de los cereales –trigo, arroz, maíz– que aún hoy son esenciales para la dieta humana. Y fueron los cereales, dice el antropólogo J. C. Scott los que permitieron el crecimiento de la población, el nacimiento de las ciudades, el surgimiento de los Estados y la emergencia de las sociedades complejas. Por la investigación arqueológica más reciente sabemos que la transición entre la vida sedentaria y la adopción de la agricultura es más que posible que fuera mucho más larga de lo que hasta ahora creíamos. La idea de que la agricultura provocó el sedentarismo es cierta, aunque se produjera durante un largo periodo, entre tres mil y cuatro mil años, hasta la conformación de las primeras economías agrarias basadas en la domesticación de plantas y animales.

Dice Arias Maldonado que hoy estamos en condiciones de afirmar dos cosas al respecto: la primera es que durante miles de años la revolución agrícola fue catastrófica para la mayoría de los protagonistas, los registros fósiles muestran que su vida era mucho más dura que la de los cazadores-recolectores; eran de menor estatura, enfermaban a menudo y morían con mayor frecuencia. La segunda conclusión es más política, consiste en identificar un vínculo entre el cultivo del grano y el nacimiento de los primeros Estados, porque el grano es fácilmente tributable, bien visible, divisible, tasable, almacenable, transportable y racionable; de paso, la necesidad de mano de obra condujo al trabajo forzado y al esclavismo, además de incentivar la guerra como medio para la obtención de criados y esclavos.

El antropólogo y anarquista David Graeber, como el arqueólogo David Wengrow, llaman la atención sobre la representación inadecuada del pasado de la especie, para ellos, el relato que nos hemos contado tradicionalmente acerca del origen de la desigualdad, de sello inequívocamente rousseauniano, ha restringido indebidamente nuestro sentido de la posibilidad política. Tendemos a concebir la desigualdad como una trágica necesidad, derivada naturalmente de la complejidad social. Es una falsa narración de la historia que sirve a legitimar un concepto de desigualdad “que conduce a un tratamiento gradual y tecnocrático del problema, lejos de cualquier transformación de calado”. Rousseau presentó una hipótesis o experimento mental sobre el estado de naturaleza, una parábola, no una investigación; ni es cierto que los grupos pequeños hayan de ser igualitarios, ni que los grandes sean necesariamente autoritarios. Se han encontrado restos de arquitectura monumental y enterramientos de hace más de veinte mil años han aparecido con cuerpos de sujetos engalanados, lo que no son precisamente muestras de sociedades igualitarias. Graeber y Wengrow indican que estas muestras son demasiado esporádicas, para otros indican que nunca hubo sociedades igualitarias. Como Arias Maldonado, yo pienso que «desde el principio mismo, los seres humanos experimentaban de manera consciente con distintas posibilidades sociales», por lo que la pregunta relevante no se refiere hoy a los orígenes del sistema de desigualdad social, sino, a ¿por qué nos hemos atascado en el actual?

Al mismo tiempo, como dicen Graeber y Wengrow, hablar de las ciudades como entidades desigualitarias o autoritarias tampoco sería del todo justo: hay ciudades muy viejas, que preceden con mucho al surgimiento de gobiernos autoritarios o de la administración burocratizada, que se organizaron sobre bases igualitaria; y no existen pruebas concluyentes de que las estructuras jerárquicas de gobierno sean consecuencia inevitable de la organización social a gran escala. Por eso, dicen ambos autores que tendemos a pensar que la democracia o la igualdad social son incompatibles con la moderna y compleja sociedad de masas. Su conclusión es que para crear nuevas posibilidades políticas en el siglo XXI, tendríamos que empezar por cambiar la narrativa histórica que nos hemos contado para explicar la evolución de nuestra especie.

Lo cierto y más novedoso hoy, lo que no podíamos imaginar antes, es que la denostada globalización pudiera tener algún efecto positivo, como es el surgimiento de una conciencia global en nuestra especie, de vulnerabilidad e interdependencia a escala global, entre individuos y entre sociedades, así como del conjunto de la especie respecto de la Naturaleza de la que formamos parte. Y es precisamente en este contexto real, de conciencia comunitaria global, es ahí donde considero que se abre una valiosa e inmensa posibilidad de un pacto comunal, global y local, que nos permita acometer la revolución integral necesaria para la superación de la civilización neolítica que hoy, once o doce milenios después, y en su actual forma estatal-capitalista, sigue lastrando la evolución de la especie humana.

Sin menospreciar la complejidad del mundo actual, ni de la tarea colosal que representa el proyecto de revolución integral, mi hipótesis parte de considerar a los derechos de propiedad y de herencia como el nudo gordiano a desatar. Lo diré concisamente: de no abolir estos derechos referidos a la Tierra toda y a todo el Conocimiento humano, no habrá forma de salir de este tobogán civilizatorio por el que nos deslizamos aceleradamente hacia nuestra propia extinción. La apropiación transmisible de la tierra y del conocimiento, sea individual o colectiva, privada o pública, siempre dará lugar a la acumulación capitalista, a la concentración de poder, al exceso de consumo energético y a la depredación mercantil de los bienes naturales que sirven al sustento de la vida, a la biodiversidad y al equilibrio ecológico de los ecosistemas terrestres. Solo con su erradicación será posible aproximarnos a formas de autogobierno o democracia real, solo si sustituimos el derecho de apropiación por un derecho universal de uso, administrado democráticamente por las comunidades convivenciales en regimen de responsabilidad moral y ecológica universal; solo restringiendo la apropiación privada a los bienes mobiliarios y a los producidos mediante trabajo individual o doméstico, solo así podremos impedir la concentración de poderes -militares, legales, culturales, económicos y políticos- generadores de Ordenes o Estados dominantes sobre la Naturaleza de la que somos parte.

Defender la propiedad individual de la tierra y del conocimiento, o esperar a que se vacíen las grandes urbes en las que hoy vive la mayoría de la población mundial, y seguir pensando que el autogobierno en democracia directa solo es posible en pequeñas comunidades aldeanas, al modo campesino-altomedieval, conduce a reforzar el estado de modernidad liberal que tiene sustento en el principìo neolítico de propiedad. Y que solo conduce a nuevos fracasos, al nihilismo y a la cronificación del estado de melancolía.


Notas:

(1) Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) es un politólogo y escritor especializado en ciencia política, biopolítica y sistemas de gobierno. Su tesis doctoral (2001) estuvo dedicada a “Naturaleza, sociedad, democracia. Una crítica reconstructiva del ecologismo político”. En su ensayo sobre “La Democracia Sentimental: Política y emociones en el siglo XXI” se pregunta: ¿somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos sentimentales? ¿Pueden explicarse los problemas de la democracia contemporánea como un efecto del peso de las emociones en el proceso político y la vida social? ¿O hay que rescatar a los afectos de su descrédito tradicional e integrarlos en una concepción más realista del ser humano?

(2) Según la wikipedia, una democracia iliberal es un sistema de gobierno en el que, aunque se celebren elecciones, los ciudadanos no tienen conocimiento de las actividades de quienes ejercen el poder real.Los gobernantes de una democracia iliberal pueden ignorar o eludir los límites constitucionales de su poder y también tienden a ignorar la voluntad de la minoría. Las elecciones en una democracia iliberal son a menudo manipuladas o amañadas y se utilizan para legitimar y consolidar en el poder al titular del gobierno.

(3) Se hace referencia aquí al texto “¿Cómo cambiar el curso de la historia humana? (al menos, la parte que ya ocurrió)”, del que son autores el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. Dicho texto fue publicado originalmente en https://www.eurozine.com/change-course-human-history/ y ha sido publicado en castellano por El Salto: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/como-cambiar-el-curso-de-la-historia-humana-o-al-menos-lo-que-ya-paso. En nota previa se informa del fallecimiento del antropólogo y activista David Graeber el pasado 3 de septiembre. El artículo, publicado en 2018, incluye los aspectos fundamentales que ambos autores tenían previsto tratar en su próximo libro conjunto.