Ningún
ejército puede detener la fuerza de una idea cuando llega a tiempo
(V. Hugo)
Gracias
a un liberal/progresista tan preclaro como Manuel Arias Maldonado (1)
me entero de que el Neolítico está de moda. Su último libro,
“Desde las ruinas del futuro”, está dedicado a la crisis de la
pandemia en curso, cuya tesis central es la idea de que la crisis
sistémica en la que estamos no es debida a los excesos de la
modernidad -como suelen decir sus críticos- sino a sus carencias e
incompletud, es decir, a que la modernidad (por supuesto liberal)
todavía está por hacer.
Según
Arias Maldonado deberíamos de darle algo más de cuartelillo a esta
modernidad, otra oportunidad, porque en sus tres siglos de vida no ha
tenido tiempo de mostrar todas sus virtudes. Así, sus supuestos
fallos no serían debidos a un déficit original, ontológico y/o
estructural, del liberalismo, ni tampoco a su negativa evolución en
modo neoliberal/mercantil/estatal/capitalista, sino a problemas en
los cambios de nuestra percepción, provocados y agravados en las
últimas décadas por “el ascenso de tendencias iliberales (2)
de todo tipo”: al éxito
electoral de los populismos de izquierda y derecha, al
auge de los nacionalismos, al
apoyo a líderes autoritarios
de inclinaciones decisionistas, a
la degradación digital del
debate público, etc, de modo
que podemos poner nombre
propio a estas ideas: Brexit,
Trump, Cataluña, Hungría, Turquía, Filipinas, posverdad...a
los que yo añadiría orientalismos, mediambientalismos y
feminismos.. Ya antes
de la pandemia, en 2017, en un artículo titulado “Nostalgia
del soberano”, publicado en
El País, Arias Maldonado definía este extravío de nuestra
percepción de la modernidad como añoranza “de
un sujeto colectivo que simplifique las cosas al suministrarnos una
identidad política llamada a acabar con la fragmentación social y a
resolver todos los problemas que nos afligen, ya sea el terrorismo o
la decadencia industrial”.
Arias Maldonado decía por entonces que la recesión (por la crisis
financiera de 2008) se ha sumado a la tensión producida por la
globalización y la digitalización. Supongo que hoy a esa suma le
habrá añadido los efectos debidos a la pandemia. Sin embargo, yo
pienso que todavía es pronto para hacer ese cálculo y hasta auguro
que podemos llevarnos una gran sorpresa si tales efectos lo que
causaran fuera orden y disciplinamiento social. Cierto que la
recesión que siguió a la crisis de 2008 vino a tensar unas
relaciones sociales que ya estaban sometidas a la doble presión de
la globalización y la digitalización y que no es ninguna novedad la
extrema atomización social que para la teoría política representa
un mayúsculo desafío, en su improductiva búsqueda de una ética
universalista que pudiera ser aplicada en sociedades cada vez más
fragmentadas en partidos, movimientos y corporaciones identitarias.
Es ilustrativa la descripción de la digitalización que proporciona
a cada ciudadano contemporáneo una herramienta expresiva y
contradictoria de doble filo: la posibilidad de emitir opiniones
individuales en las redes sociales, al tiempo que habitamos burbujas
cognitivas que complican extremadamente la posibilidad de un mundo
público y común. Y ahí acierta, a mi entender, Arias
Maldonado, cuando afirma que ese es el escenario óptimo para la
aparición de la nostalgia de un sujeto colectivo, fundamentado
en identidades particulares, emocionalmente satisfactorias, como
“sujeto
soberano llamado a resolver todos los problemas que nos afligen”,
entidades abstractas frecuentemente personificadas en un líder
carismático. Y pone el ejemplo del Hugo Chávez que dijera: “no
soy un individuo, soy el pueblo”,
para pasar a concluir que milenios de vida tribal resuenan en esa
proclamación de identidad que hacía el ínclito personaje.
Me tendría por un liberal-progresista, tan
radical como el politologo al que vengo refiriéndome, si solo me
alineara con su teoría de la democracia como sistema perfectible,
cuyo sujeto es el individuo y no la colectividad, de no ser porque
eso se contradice con la experiencia práctica, personal y colectiva,
de esta modernidad liberal y progresista realmente existente. Estando
de acuerdo en el carácter retroprogresivo que significa hoy la
nostalgia por el Neolítico, no puedo estar más en desacuerdo con la
calificación de falsedad que le asigna a la revolución neolítica,
precisamente porque es la que con sus innovadores principios vino a
anticipar y determinar la futura revolución burguesa,
esencialmente moderna, liberal y progresista que defiende Arias
Maldonado, cuyos efectos sufre, si no él, sí la mayoría de la
humanidad.
Sostengo
que la revolución neolítica fue la gran y última revolución que
marca el cambio de civilización -no digo que a peor- tras el
Paleolítico, y cuyos efectos perduran en un tiempo presente
básicamente estructurado sobre los mismos principios que alumbrara
dicha revolución neolítica: sedentarismo, cambio alimentario,
propiedad privada, poblamiento concentrado en urbanizaciones, cambio
radical en la relación con la naturaleza, con afectación de los
ecosistemas (antropoceno), cambio no menos radical en la división
social del trabajo (con la profundización del patriarcado a partir
de los nuevos derechos de propiedad y herencia), aparición del
trabajo dependiente y esclavo, formalización del comercio y el
mercado, organización jerárquica de la sociedad (primero religiosa
y luego dinástica-militar) que dará paso a la fundación y
legitimación de ciudades-Estado... todos esos principios como más
determinantes.
Inferir
de ésto que yo considere al Paleolítico previo como una Arcadia
feliz es una presunción tan aventurada como falsa, porque ni yo ni
nadie tiene hoy información suficiente para negarlo ni para
afirmarlo. Además, pretender hoy una comparación entre épocas
es un ejercicio de imaginación bastante inútil, cuando tenemos por
medio miles de años de distancia evolutiva, que marcan enormes
diferencias, impidiendo toda comparación realista entre las
sociedades de entonces y las de ahora, aunque solo fuera comparativa
en lo concerniente a disponibilidad de conocimientos, de tecnología y de experiencia
histórica. De ahí que insista en afirmar que estamos todavía en
el Neolítico, ahora global y neoliberal, pero neolítico al cabo.
Por
tanto, mi visión crítica de la modernidad no va por la línea que
le sirve a Arias Maldonado para descalificar a quienes hacen esta
crítica por comparación con una supuesta era de la abundancia, un
bíblico Edén, aquel tiempo humano previo a la revolución
neolítica. Yo tampoco me fio de las categóricas afirmaciones al
respecto, de historiadores medioambientalistas, como Jared Diamond,
ni de eminentes paleontólogos, como Juan Luis Arsuaga, o arqueólogos
como William Ruddiman. El antropólogo y anarquista David Graeber, junto al
arqueólogo David Wengrow (3) han llamado la atención sobre la
representación inadecuada del pasado de la especie y remarcan la
importancia de la narrativa histórica, porque ésta también define
nuestro sentido de las posibilidades políticas, ya que la mayoría
ve la civilización como ve la desigualdad: como una trágica
necesidad.
Hay quien sueña con retornar a una utopia del
pasado o en encontrar un equivalente industrial al “comunismo
primitivo” o, incluso en casos extremos, sueña con destruir todo
para volver a ser recolectores, otra vez, como en aquel Paleolítico
que imaginan como una Arcadia feliz. Pero, como dicen Graeber y
Wengrow, “nadie cambia la estructura básica de la
historia”. Si la civilización trajo un montón de cosas malas
(guerras, impuestos, burocracia, patriarcado, esclavitud, el propio
Estado…), hay que reconocer que también hizo posible escribir
literatura y filosofía, avances científicos, en medicina por
ejemplo, además de muchos otros grandes logros humanos.
Es abrumadora la evidencia, tanto en arqueología
como en antropología y disciplinas afines, que nos hacen darnos
cuenta, cada vez de forma más clara, de a qué se han parecido los
últimos cuarenta milenios de la historia humana que, en casi ningún
caso se parecen a la narrativa convencional. Empezamos a asimilar la
posibilidad de que nuestra especie no pasara la mayor parte de su
historia en pequeñas bandas tribales, que la agricultura no marcara
un paso irreversible en la evolución social, que las primeras
ciudades pudieran ser igualitarias. Y aún así, a pesar de cierto
consenso en estas cuestiones recién reveladas, los investigadores
son extrañamente reacios a anunciar sus descubrimientos al público
-o incluso a académicos de otras disciplinas- y mucho menos a
reflexionar sobre las implicaciones políticas más amplias. Como
resultado, la pregunta de Rousseau ¿cuál es el origen de la
desigualdad social? sigue siendo punto de partida para quien se
pone a reflexionar sobre ésto, asumiendo que la historia más
trascendental está por comenzar, a condición de abandonar la
inocencia primordial.
Dicen ambos -antropólogo y arqueólogo- que plantear la pregunta
de esta manera significa suponer: 1. que hay algo llamado
“desigualdad”, 2. que es un problema y 3. que hubo un tiempo en
que no existía. Cierto es que desde la crisis financiera del 2008 el
“problema de la desigualdad social” ha estado en el centro del
debate político. Hay un cierto reconocimiento por parte de
intelectuales y clases políticas de que los niveles de desigualdad
social están fuera de control y de que la mayoría de los problemas
del mundo contemporáneo provienen de ahí, lo que supondría un
desafío a las estructuras de poder global. Al contrario que los
términos “capital” o “poder de clase”, la palabra
“desigualdad” aparece en el debate intelectual y político
diseñada para quedarse a medias tintas y llegar a medios compromisos, de tal
manera que podríamos imaginar derrocar al capitalismo o romper el
poder del Estado, pero imposible imaginar la eliminación de la
“desigualdad”. Ni siquiera es obvio en qué podría consistir
dicha eliminación, porque ni los individuos somos iguales ni nadie
quiere que lo sean.
“Desigualdad” es la manera ideal y
perfectamente apropiada que tienen los reformadores tecnócratas para
estructurar los problemas sociales, ese tipo de personas que saben
muy bien que toda visión real de la transformación social hace
mucho tiempo que no forma parte de la agenda política como
“alternativa”. El concepto de desigualdad les permite enredar
con números, coeficientes, vectores de disfunción, reajuste de
regímenes tributarios, iniciativas de bienestar social... por lo que
estamos predispuestos a creer en el efecto inevitable de la
desigualdad, y que ésta es el resultado inevitable de vivir en sociedades
grandes y complejas, en sociedades urbanas tecnológicamente
sofisticadas. Este es el mensaje político transmitido: si queremos
deshacernos de los problemas de la desigualdad, tendríamos que
deshacernos de la mayoría de la población y volver a vivir en
pequeñas bandas de recolectores-cazadores, renunciando a los
progresos de la modernidad. Y de no quererlo así, lo mejor que
podemos esperar es adaptarnos a la forma y tamaño del sistema de
dominación que tenemos, incluso cabría pensar en disputar algo más
de margen de maniobra dentro del sistema.
Esta sensación de trágica realidad acerca de la
desigualdad social, por su orientación a la desesperanza, a un
excepticismo y nihilismo ontológicos, le resulta perfectamente
funcional a la ciencia social convencional, que nos incita
insistentemente a buscar “sociedades igualitarias” que solo
podrían existir en pequeñas bandas de neorrurales o neocampesinos
emuladores de los antiguos recolectores-cazadores, luego hortelanos y
pastores sin solución de continuidad. De ahí que sea tan
fundamental un cambio de narrativa, a sabiendas de que, dada la
trascendencia colosal de estos temas, necesitaremos años de
investigación y debate para entender todas las implicaciones. Como
estos dos autores citados, pienso que abandonar la historia de
la “inocencia primordial” no significa dejar a un lado el sueño
de la emancipación humana. Muy al contrario, con ello la historia
humana se transforma en algo mucho más interesante, si es que alguna vez aprendemos a
deshacernos de los moldes conceptuales heredados.
Hemos asumido que fue el Paleolítico la única
época en que los humanos lograron vivir en genuinas sociedades de
iguales, sin clases, castas, líderes hereditarios, o gobierno
centralizado; y que ese “feliz” estado de cosas tuvo que acabar
en un momento, localizado hace alrededor de diez milenios, más o menos cuando
finalizaba la última Edad del Hielo. La propiedad de la tierra y los
nuevos vínculos territoriales adquirieron gran trascendencia en el
orden social cotidiano, dando lugar a formas de vida y organización
social desconocidas, como los dominios feudales y la guerra
organizada, mientras que la agricultura permitía la existencia de
excedentes que propiciaban la acumulación de riqueza, junto a la
influencia más allá del propio grupo de parentesco. El trabajo
agrícola y el pastoreo favorecen también el desarrollo de nuevos
conocimientos y habilidades, la invención de herramientas y armas
sofisticadas, de vehículos para el transporte de productos y
enseres, de fortificaciones y estrategias militares, así como surge
la necesidad de organizar la política y la religión. Los nuevos
agricultores y pastores están preparados para eliminar o integrar a
sus vecinos cazadores-recolectores, en una nueva y superior forma de
vida, pero menos equitativa.
La desigualdad se consolida en las concentraciones
urbanas cada vez más grandes, y nuestros inconscientes ancestros
dan otro paso irreversible hacia la desigualdad: hace unos 6.000
años aparecen las primeras ciudades y con ellas la necesidad de
gobiernos centralizados y la aparición de nuevas e inéditas clases
de sacerdotes, burócratas y políticos-guerreros que generan sus
propios cargos, para mantener el orden y asegurar los suministros y
un mínimo de servicios públicos. Con los derechos de propiedad y
herencia, las mujeres son secuestradas y tomadas en propiedad, al
tiempo que los prisioneros de guerra son reducidos a criados y
esclavos. Ya no parece que sea posible librarse de las nuevas
desigualdades, implantadas mediante prácticas que se convierten en
ley. Al coste de la inocencia primordial, pasamos a ser individuos
modernos, que ahora miran con lástima y envidia a aquellas
sociedades “tradicionales” o “primitivas” que fueron
perdiendo un relato del Progreso ahora entendido como Modernidad y
como Historia.
Los cazadores-recolectores habitaban un radio
territorial en el que, con toda seguridad, o no tenían competencia o
lo protegían peleando ocasionalmente, en forma similar a las bandas
de chimpancés. Aún así, nos parece razonable que no tuvieran
necesidad de marcar un pedazo de tierra concreto y decir “esto es
mío”. La escasez demográfica, junto a la abundancia de territorios
permitían, sin duda, desplazarse en caso de invasión por otras
bandas o depredadores. Parece sencillo imaginar que estas bandas
fueran bastante igualitarias, aunque el liderazgo recayera en
aquellos individuos más habilidosos, más inteligentes o más
fuertes, aquellos que fueran más confiables, con liderazgos que
podrían cambiar con la edad o con la merma de esas habilidades y
ventajas individuales.
De
la banda a la tribu y de ésta a la primera urbe, mientras los
líderes se declaraban a sí mismos como reyes y a poco emperadores.
A partir de la vida organizada en grandes concentraciones, la
complejidad tuvo que ser creciente y a todos tuvo que parecerles algo
inevitable. Pero ya no parecía posible ninguna vuelta atrás, aunque
el poder fuera ejercido en forma arbitraria o despótica. Y aunque
los jefes promovieran a sus parientes hacia los círculos de poder,
haciendo permanente y hereditario su estatus. Diamond afirmaba que
las “Poblaciones grandes no podían funcionar sin líderes que
tomaran las decisiones, sin ejecutivos que las llevaran a cabo y sin
burócratas que administraran las decisiones y las leyes”. Así se
burlaba David Graeber de estas conclusiones de Diamond: “por
desgracia para todos ustedes, lectores anarquistas que
sueñan con vivir sin ningún gobierno estatal, esas son las razones
de por qué su sueño no es realista: tendrán que
buscar alguna pequeña banda o tribu dispuesta a aceptarte, donde
nadie es un extraño y donde los reyes, presidentes y burócratas son
innecesarios.” Una triste
conclusión para cualquiera (no solo para los anarquistas), que se
pregunte
por la
posible existencia de una alternativa al sistema dominante.
Pero,
como afirman Graeber y Wengrow: “lo notable es que esos
pronunciamientos en realidad no están basados en ninguna clase de
evidencia científica. No hay ninguna razón para creer que los
grupos de pequeña escala son especialmente propensos a ser
igualitarios, o que los grandes necesariamente tengan que tener
reyes, presidentes y burócratas. Estos son solo prejuicios mostrados
como hechos”.
En
el tiempo presente tenemos argumentos para dar por terminado el
Holoceno y hemos empezado a hablar del Antropoceno como nueva era
geológica o como nueva época histórica de las relaciones entre
sociedad y naturaleza, en la que el Neolítico significó el tránsito
de la vida nómada a la sedentaria. El arqueólogo William Ruddiman
ha sugerido que la revolución agrícola debería ser considerada el
comienzo del Antropoceno, lo que eliminaría el Holoceno, ya que la
deforestación causada por la agricultura habría determinado el
incremento de la temperatura del planeta, con lo que la especie
humana habría creado las condiciones de su propia existencia.
Las
nuevas posibilidades de cultivo permitieron la explotación creciente
de los cereales –trigo, arroz, maíz– que aún hoy son esenciales
para la dieta humana. Y fueron los cereales, dice el antropólogo J.
C. Scott los que permitieron el crecimiento de la población, el nacimiento
de las ciudades, el surgimiento de los Estados y la emergencia de las
sociedades complejas. Por la investigación arqueológica más
reciente sabemos que la transición entre la vida sedentaria y la
adopción de la agricultura es más que posible que fuera mucho más larga
de lo que hasta ahora creíamos. La idea de que la agricultura
provocó el sedentarismo es cierta, aunque se produjera durante un
largo periodo, entre tres mil y cuatro mil años, hasta la
conformación de las primeras economías agrarias basadas en la
domesticación de plantas y animales.
Dice Arias Maldonado que hoy estamos en condiciones de
afirmar dos cosas al respecto: la primera es que durante miles de
años la revolución agrícola fue catastrófica para la mayoría de
los protagonistas, los registros fósiles muestran que su vida era
mucho más dura que la de los cazadores-recolectores; eran de menor
estatura, enfermaban a menudo y morían con mayor frecuencia. La
segunda conclusión es más política, consiste en identificar un
vínculo entre el cultivo del grano y el nacimiento de los primeros
Estados, porque el grano es fácilmente tributable, bien visible,
divisible, tasable, almacenable, transportable y racionable; de paso,
la necesidad de mano de obra condujo al trabajo forzado y al
esclavismo, además de incentivar la guerra como medio para la
obtención de criados y esclavos.
El
antropólogo y anarquista David Graeber, como el arqueólogo David
Wengrow, llaman la atención sobre la representación inadecuada del
pasado de la especie, para ellos, el relato que nos hemos contado
tradicionalmente acerca del origen de la desigualdad, de sello
inequívocamente rousseauniano, ha restringido indebidamente nuestro
sentido de la posibilidad política. Tendemos a concebir la
desigualdad como una trágica necesidad, derivada naturalmente de la
complejidad social. Es una falsa narración de la historia que sirve
a legitimar un concepto de desigualdad “que conduce a un
tratamiento gradual y tecnocrático del problema, lejos de cualquier
transformación de calado”. Rousseau presentó una hipótesis
o experimento mental sobre el estado de naturaleza, una parábola, no
una investigación; ni es cierto que los grupos pequeños hayan de
ser igualitarios, ni que los grandes sean necesariamente autoritarios.
Se han encontrado restos de arquitectura monumental y enterramientos
de hace más de veinte mil años han aparecido con cuerpos de
sujetos engalanados, lo que no son precisamente muestras de
sociedades igualitarias. Graeber y Wengrow indican que estas muestras
son demasiado esporádicas, para otros indican que nunca hubo
sociedades igualitarias. Como Arias Maldonado, yo pienso que «desde
el principio mismo, los seres humanos
experimentaban de manera consciente con distintas posibilidades
sociales», por lo que la pregunta relevante no se refiere hoy a los
orígenes del sistema de desigualdad social, sino, a ¿por qué nos
hemos atascado en el actual?
Al
mismo tiempo, como dicen Graeber y Wengrow, hablar de las ciudades
como entidades desigualitarias o autoritarias tampoco sería del todo
justo: hay ciudades muy viejas, que preceden con mucho al surgimiento
de gobiernos autoritarios o de la administración burocratizada, que se
organizaron sobre bases igualitaria; y no existen pruebas
concluyentes de que las estructuras jerárquicas de gobierno sean
consecuencia inevitable de la organización social a gran escala. Por
eso, dicen ambos autores que tendemos a pensar que la democracia o la
igualdad social son incompatibles con la moderna y compleja sociedad
de masas. Su conclusión es que para crear nuevas posibilidades
políticas en el siglo XXI, tendríamos que empezar por cambiar la
narrativa histórica que nos hemos contado para explicar la
evolución de nuestra especie.
Lo
cierto y más novedoso hoy, lo que no podíamos imaginar antes, es
que la denostada globalización pudiera tener algún efecto positivo,
como es el surgimiento de una conciencia global en nuestra especie,
de vulnerabilidad e interdependencia a escala global, entre
individuos y entre sociedades, así como del conjunto de la especie
respecto de la Naturaleza de la que formamos parte. Y es precisamente
en este contexto real, de conciencia comunitaria global, es ahí donde
considero que se abre una valiosa e inmensa posibilidad de un pacto
comunal, global y local, que nos permita acometer la revolución
integral necesaria para la superación de la civilización neolítica
que hoy, once o doce milenios después, y en su actual forma
estatal-capitalista, sigue lastrando la evolución de la especie
humana.
Sin
menospreciar la complejidad del mundo actual, ni de la tarea colosal
que representa el proyecto de revolución integral, mi hipótesis parte de considerar a los derechos de
propiedad y de herencia como el nudo gordiano a desatar. Lo diré
concisamente: de no abolir estos derechos referidos a la Tierra toda
y a todo el Conocimiento humano, no habrá forma de salir de este
tobogán civilizatorio por el que nos deslizamos aceleradamente hacia
nuestra propia extinción. La apropiación transmisible de la tierra
y del conocimiento, sea individual o colectiva, privada o pública,
siempre dará lugar a la acumulación capitalista, a la concentración
de poder, al exceso de consumo energético y a la depredación
mercantil de los bienes naturales que sirven al sustento de la vida,
a la biodiversidad y al equilibrio ecológico de los ecosistemas
terrestres. Solo con su erradicación será posible aproximarnos a
formas de autogobierno o democracia real, solo si sustituimos el
derecho de apropiación por un derecho universal de uso,
administrado democráticamente por las comunidades convivenciales en
regimen de responsabilidad moral y ecológica universal; solo
restringiendo la apropiación privada a los bienes mobiliarios y a
los producidos mediante trabajo individual o doméstico, solo así
podremos impedir la concentración de poderes -militares, legales,
culturales, económicos y políticos- generadores de Ordenes o
Estados dominantes sobre la Naturaleza de la que somos parte.
Defender
la propiedad individual de la tierra y del conocimiento, o esperar a
que se vacíen las grandes urbes en las que hoy vive la mayoría de
la población mundial, y seguir pensando que el autogobierno en
democracia directa solo es posible en pequeñas comunidades aldeanas,
al modo campesino-altomedieval, conduce a reforzar el estado de
modernidad liberal que tiene sustento en el principìo neolítico de
propiedad. Y que solo conduce a nuevos fracasos, al nihilismo y a la
cronificación del estado de melancolía.
Notas:
(1)
Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974) es un
politólogo y escritor especializado en ciencia política,
biopolítica y sistemas de gobierno. Su tesis doctoral (2001) estuvo
dedicada a “Naturaleza, sociedad, democracia. Una crítica reconstructiva
del ecologismo político”. En su ensayo sobre “La Democracia
Sentimental: Política y emociones en el siglo XXI” se pregunta:
¿somos individuos políticamente racionales o más bien ciudadanos
sentimentales? ¿Pueden explicarse los problemas de la democracia
contemporánea como un efecto del peso de las emociones en el proceso
político y la vida social? ¿O hay que rescatar a los afectos de su
descrédito tradicional e integrarlos en una concepción más
realista del ser humano?
(2)
Según
la wikipedia, una
democracia
iliberal
es un sistema de gobierno en el que, aunque se celebren
elecciones, los ciudadanos no tienen conocimiento de las actividades
de quienes ejercen el poder real.Los gobernantes de una democracia
iliberal pueden ignorar o eludir los límites constitucionales de
su poder y también tienden a ignorar la voluntad de la minoría. Las
elecciones en una democracia iliberal son a menudo manipuladas o
amañadas y se utilizan para legitimar y consolidar en el poder al
titular del gobierno.
(3) Se hace referencia aquí al texto
“¿Cómo cambiar el curso de la historia humana? (al menos, la
parte que ya ocurrió)”, del que son autores el antropólogo
David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. Dicho
texto fue publicado originalmente en
https://www.eurozine.com/change-course-human-history/
y ha sido publicado en castellano por El Salto:
https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/como-cambiar-el-curso-de-la-historia-humana-o-al-menos-lo-que-ya-paso.
En nota previa se informa del
fallecimiento del
antropólogo y activista David Graeber el
pasado 3 de septiembre. El
artículo, publicado en 2018, incluye los aspectos fundamentales que
ambos autores tenían previsto tratar en su próximo libro conjunto.