Con la implacabilidad de una
catástrofe natural, para bien o para mal, reina la inseparabilidad
del bien y del mal. Y, por consiguiente, la imposibilidad
de promover al uno sin el otro.
Ésto es exactamente el teorema de la
parte maldita del sistema que seguimos, la tiranía de los modos de vida -que diría Mark Hunday (1)-, a
la altura del proceso que hemos desencadenado por activa o por pasiva y que
ahora se desarrolla sin nosotros. De ahí que hoy se pueda destrozar, simultáneamente, la naturaleza y la sociedad, "ecológica y democráticamente".
Moraleja previa: todo
lo que expurga su parte maldita firma su propia muerte, así reza “el
teorema de la parte maldita” de
Jean Baudrillard (2), al que me referiré aquí con oportunidad de un encuentro
popular a celebrar hoy, a modo festivo de manifestación y protesta. Será en un
pueblo (Matamorisca) de la comarca en la que vivo (Montaña
Palentina) desde hace más de treinta años. Son un pueblo y un
territorio hoy asediados por varios macroproyectos de polígonos industriales, eólicos y fotovoltaicos, que muy bien encarnan el estado de estancamiento -o estasis (3)- que aqueja a
nuestro pequeño moderno mundo, esta civilización del simulacro, instalada en una perpetua
performance que no admite separación del bien y del mal, porque lo
amontona todo en uno, o sea: lo que es un
cacao maravillao-ecológico-neoliberal-feminista-pseudofascista-progresista,
cuyas contradicciones son constituyentes, más que aparentes, con indisimulada estrategia hacia un bien público que el Estado proveerá con la ayuda inestimable de las fuerzas armadas del Mercado: todo por "el bien común", ¿entiendes?, todo en uno, todo en uno. Y al cabo, te acabará diciendo que a ti qué más da, si lo más probable es que ya no estés en ese futuro y lo más seguro es que para entonces nadie habrá, ni a favor ni en contra, que
pueda atestiguarlo.
Hago
mía la reflexión de Baudrillard acerca de la parte maldita del sistema, en torno a la transparencia del mal, lo que bien pudiera valer para ayudarnos a entender lo que está pasando, el asunto éste de las ecologías industriales y los capitalismos progresistas, de las identidades renovables y a medida. Y también, podría sernos útil a gran parte de
quienes nos sentimos maltratados en la reciente Pandemia global, durante esos casi dos años de Estasis paracientífica, tan bien avalada por la Guardia Civil y los biólogos del CSIC, en esa escénica pausa de la Historia que tan bien ha servido para nutrir a la bestia neofascista que hoy campa exultante por el mundo, a diestra y siniestra de sí misma, como ya dije: inseparablemente, bien y mal todo-en-uno. Pues bien, decía Baudrillard "que la producción ininterrumpida de positividad tiene una consecuencia
terrorífica. Si la negatividad engendra la crisis y la crítica, la
positividad hiperbólica engendra, a su vez, la catástrofe, por
incapacidad de destilar la crisis y la crítica en dosis
homeopáticas. Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcize
sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por
reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico
que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus
enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer,
es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el
peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin
empleo".
Con toda seguridad, lo que vaya a suceder en consecuencia de lo que ahora está pasando, necesariamente será por causa principal del agotamiento del petróleo. Y todo lo que no sea ésto, sucederá a mayores, incluidas las catástrofes derivadas del cambio climático. Sí, porque cambios del clima siempre hubo y la Tierra, como la mayor parte de las especies, en eso ya tienen experiencia; pero lo que nunca existió fue una civilización, como la capitalista, absolutamente dependiente de una energía tan eficiente y barata como el petróleo, imposible de sustituir sin cambiar de sistema.
En reconocimiento al raro de Baudrillard, me parece oportuno publicar aquí al menos
un capítulo dedicado al destino de la energía, extraído del libro de Jean
Baudrillard “La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos”.
EL
DESTINO DE LA ENERGÍA
(capítulo 13 del libro "La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos", de Jean Baudrillard).
Todos
los acontecimientos aquí descritos dependen de un doble diagnóstico:
físico y metafísico. Físicamente, nos enfrentaríamos a una
especie de transición de fase gigantesca en un sistema humano en
desequilibrio. Esta transición de fase, al igual que los sistemas
físicos, sigue resultándonos ampliamente misteriosa, pero de por
sí, esta evolución catastrófica no es benéfica ni maléfica, es
simplemente catastrófica, en el sentido literal de la palabra.
El
prototipo de esta declinación teórica, de esta hipersensibilidad a
los datos iniciales, es el destino de la energía.
Nuestra
cultura ha visto desarrollarse un proceso irreversible de liberación
de la energía. Todas las demás dependían de un pacto reversible
con el mundo, de una ordenanza estable en la que también intervenían
unos factores energéticos, pero jamás un principio de liberación
de la energía. La energía es lo primero que se «libera», y este
modelo será reproducido por todas las liberaciones posteriores. El
propio hombre es liberado en tanto que fuente de energía, y se
convierte así en el motor de una historia y de una aceleración de
la historia.
La
energía es un especie de proyección fantástica que alimenta todos
los sueños industriales y técnicos de la modernidad, así como
también modifica la concepción del hombre en el sentido de una
dinámica de la voluntad. Sabemos, sin embargo, por el análisis de
los fenómenos de turbulencia, de caos y de catástrofe en la física
más reciente, que cualquier flujo, cualquier proceso lineal adopta,
cuando se le acelera, una curva extraña: la de la catástrofe.
La
catástrofe que nos acecha no es la de un agotamiento de los
recursos. Cada vez habrá más energía, bajo todas sus formas, por
lo menos en el marco de un plazo temporal más allá del cual ya no
nos sentimos humanamente implicados. La energía nuclear es
inagotable, la energía solar, la de las mareas, la de los grandes
flujos naturales, e incluso la de las catástrofes naturales, de los
seísmos o de los volcanes es inagotable (podemos confiar en la
imaginación técnica). Por el contrario, Jo dramático es la
dinámica del desequilibrio, la aceleración del propio sistema
energético que puede producir un desarreglo homicida en un plazo muy
breve. Ya poseemos algunos ejemplos espectaculares de las
consecuencias de la liberación de la energía nuclear (Hiroshima y
Chernobil), pero cualquier reacción en cadena, viral o radioactiva,
es potencialmente catastrófica. Nada nos protege de una epidemia
total, ni siquiera los glacis que rodean las centrales atómicas.
Pudiera ocurrir que el sistema entero de transformación del mundo
por la energía hubiera entrado en una fase viral y epidémica,
correspondiendo a lo que es la energía en su esencia: un gasto, una
caída, un diferencial, un desequilibrio, una catástrofe en
miniatura que comienza por producir efectos positivos pero que,
superada por su propio movimiento, adopta las dimensiones de
catástrofe global.
Podemos
considerar la energía como una causa que produce unos efectos, pero
también como un efecto que se reproduce a sí mismo y deja, por
tanto, de obedecer a cualquier casualidad. La paradoja de la energía
consiste en que es a la vez una revolución de las causas y una
revolución de los efectos, casi independientes entre sí, y que se
convierte en el espacio no sólo de un encadenamiento de las causas
sino también de un desencadenamiento de los efectos.
La
energía entra en sobrefusión. El sistema entero de transformación
del mundo entra en sobrefusión. De variable material y productiva,
la energía pasa a ser un proceso vertiginoso que se alimenta de sí
mismo (razón por la cual no corremos el riesgo de carecer de ella).
La
ciudad de Nueva York, por ejemplo. Es un milagro que todo recomience
cada mañana, con la cantidad de energía gastada la víspera. Es
algo inexplicable, a no ser que consideremos que no existe un
principio racional de pérdida de la energía, que el funcionamiento
de una megalópolis como Nueva York contradice la segunda ley de la
termodinámica, que se alimenta de su propio ruido, de sus propios
desechos, de su propio gas carbónico, y la energía nace del gasto
de la energía por una especie de milagro de sustitución. Los
expertos que sólo calculan los datos cuantitativos de un sistema
energético subestiman esta fuente original de energía que es su
propio gasto. En Nueva York, este gasto está totalmente
espectacularizado, sobrepasado por su propia imagen. Esta sobrefusión
de la energía que Jarry describía en la actividad sexual (Le
Surmále) también vale en el caso de la energía mental o de la
energía mecánica: en la décuplette que recorre Siberia
persiguiendo el Transiberiano, algunos velocipedistas mueren, pero no
por ello dejan de pedalear.
La
rigidez cadavérica se vuelve movilidad cadavérica, el muerto
pedalea indefinidamente, acelera incluso, en función de la inercia.
La energía está supermultiplicada por la inercia del muerto. Esto
coincide con la fábula de las Abejas de Mandeville: la energía, la
riqueza, el resplandor de una sociedad proceden de sus vicios, sus
males, sus excesos y sus desfallecimientos. Contrasentido del
postulado económico: si algo ha sido gastado, es preciso que haya
sido producido. No es cierto. Cuando más se gasta más aumenta la
energía y la riqueza. Esto es la energía propia de la catástrofe,
que ningún cálculo económico sabría explicar. Una cierta forma de
exaltación que se encuentra en los procesos mentales reaparece hoy
en los procesos materiales. Todas estas cosas son ininteligibles en
términos de equivalencia, pero no lo son en términos de
reversibilidad y de inflación.
Así
pues, la energía de los neoyorquinos procede de su aire viciado, de
la aceleración, del pánico, de las condiciones irrespirables, de un
entorno humanamente impensable. Es incluso verosímil que la droga y
todas las actividades compulsivas que provoca entren en la tasa de
vitalidad y de metabolismo bruto de la ciudad. Todo entra allí,
tanto las actividades más nobles como las más innobles. La reacción
en cadena es total. Ha desaparecido cualquier idea de funcionamiento
normal. Todos los seres conspiran, como se habría dicho en el siglo
XVIII, en el mismo desbordamiento, en la misma superexcitación
dramática, que desborda en mucho la necesidad de vivir y se parece
más a la obsesión irreal de sobrevivir, a la pasión fría de
sobrevivir que se apodera de todos y se nutre de su propio furor.
Disuadir
a la gente de esta prodigalidad, de este despilfarro, de este ritmo
inhumano, sería un doble error, ya que de lo que agotaría a un ser
normal obtienen los recursos de una energía anormal; y, por otra
parte, se sentirían humillados si tuvieran que frenar y economizar
energía: significaría una degradación de su standing colectivo,
una desmedida y una movilidad urbana, única en el mundo, de la que
son los actores conscientes o inconscientes.
Así
pues, la especie humana incurre menos en peligros por defecto
(extinción de los recursos naturales, depredación del entorno,
etc.) que en peligros por exceso: aceleración de la energía,
reacción en cadena incontrolable, autonomización insensata. Esta
distinción es capital, pues si bien podemos responder a los peligros
por defecto mediante una Nueva Ecología Política, cuyo principio
está hoy asumido (forma parte de los Derechos Internacionales de la
Especie), no podemos contrarrestar de ninguna manera la otra lógica
interna, la aceleración que juega a doble o nada con la naturaleza.
Si por un lado existe un reequilibrio posible del nido, un balance
posible de las energías, por el otro nos tropezamos con un
movimiento definitivamente out of balance. Si, por un lado, podemos
hacer jugar unos principios éticos, es decir, una finalidad
trascendente al proceso material - aunque sea la de la simple
supervivencia-, por el otro, el proceso no tiene más finalidad que
una proliferación sin límites, absorbe cualquier trascendencia y
devora a sus actores. Así es como en plena esquizofrenia planetaria,
vemos desarrollarse todo tipo de medidas ecológicas —una
estrategia de fácil uso y de interacción ideal con el mundo— y
proliferar a la vez las empresas de devastación, de performance
desenfrenada. Son, además, muchas veces los mismos quienes
participan en las dos a un tiempo.
Por
otra parte, si el destino del primer movimiento puede parecer
relativamente claro (la conservación de la especie mediante la
hospitalidad ecológica), ¿qué sabemos del destino secreto del
otro? ¿No existirá al término de esta aceleración, de este
movimiento excéntrico, un destino de la especie humana, otra
relación simbólica con el mundo mucho más compleja y más ambigua
que la del equilibrio y la interacción? Un destino vital también,
pero que supondría un riesgo total.
Si
así hubiera de ser nuestro destino, es evidente que las divinidades
racionales de la ecología nada podrían contra esta precipitación
de las técnicas y las energías hacia un final imprevisible, en una
especie de Gran Juego cuyas reglas no conocemos. Ni siquiera estamos
al amparo denlos efectos perversos que suponen las medidas de
seguridad, control y prevención. Sabemos a qué peligrosos extremos
puede conducir la profilaxis en todos los campos (social, sanitario,
económico, político): en nombre de la más alta seguridad puede
instalarse un terror endémico, una obsesión de control que iguala
con mucha frecuencia los peligros epidémicos de la catástrofe. Hay
algo seguro: la complejidad de los datos iniciales y la
reversibilidad potencial de todos los efectos hacen que no podamos
ilusionarnos con ninguna forma de intervención racional.
Ante
un proceso que supera en mucho la voluntad individual y colectiva de
los actores, no podemos más que admitir que , cualquier distinción
entre el bien y el mal (y, por tanto, en este caso la posibilidad de
opinar de la justa medida del desarrollo tecnológico) sólo vale
estrictamente en el margen ínfimo de nuestro modelo racional —dentro
de estos límites son posibles una reflexión ética y una
determinación práctica—.
Más
allá de este margen, a la altura
del conjunto del proceso que hemos desencadenado y que ahora se
desarrolla sin nosotros con la implacabilidad de una catástrofe
natural, reina, para bien o para mal, la inseparabilidad del
bien y el mal, y por consiguiente la imposibilidad de promover al uno
sin el otro. Esto es exactamente el teorema de la parte maldita, y
no hay otro motivo para preguntarse si debe ser así; es así, y no
reconocerlo significa caer en la mayor ilusión. Esto no invalida lo
que pueda hacerse en la esfera ética, ecológica y económica de
nuestra vida, pero relativiza totalmente su alcance al nivel
simbólico del destino.
Notas:
(1) En "La tiranía de los modos de vida. Sobre la paradoja moral de nuestro tiempo" Mark Hunyadi señala que el orden dominante es quien determina nuestros modos de vida, no nosotros. No confundamos los modos con los estilos de vida que sí podemos escoger. Los modos de vida
son las circunstancias y condiciones de existencia previas a nuestra voluntad, las que van emergiendo y acumulándose en nuestras vidas y que se presentan como hechos consumados. Mark Hunyadi interpreta los modos de vida como la interfaz entre el sistema y la realidad de la vida. No se elige el modo de vida: se impone a cada uno de nosotros, piénsese en el reparto de la propiedad del mundo que nos encontramos como hecho consumado, o en ese aparato sobrepuesto a la sociedad, lo que sea el Estado, que gobierna nuestras vidas.
(2) El filósofo y sociólogo francés
Jean Baudrillard, feroz crítico de la sociedad de consumo y uno de
los teóricos de la posmodernidad, murió el 6 de marzo en París a
los 77 años. Su tesis más
conocida es que en
el mundo posmoderno no hay realidad,
solo
simulacro de la realidad, una suerte de realidad virtual creada por
los medios de comunicación. En cierto modo, Baudrillard se adelantó
a los creadores de Matrix. Así,
dijo con contundencia que "La
guerra del Golfo no ha existido",
basándose en que esa
guerra, para la gran mayoría
del planeta solo
había sido un espectáculo televisivo, no había sido real, y los
EEUU, con sus bombardeos
aéreos, había participado en ella tal
como hacen los jugadores de
videojuegos. La
primacía de los símbolos sobre las cosas, característica de la
sociedad de masas, no ha hecho más que acentuarse y la
representación de la realidad se sobrepone a la realidad misma; lo
real ya no es aquello que se puede reproducir, sino lo reproducido.
De algún modo, seguimos en Matrix. También en cierto modo puede
verse a Baudrillard como un filósofo que ha llevado la sospecha
hasta sus últimos límites: no es que haya veladuras sobre la
realidad como pensaron Marx, Nietzsche y Freud, es que no hay
propiamente realidad. planteando que sólo la muerte puede irrumpir
en este orden de simulacros. Su
diagnóstico es terrible: no
cabe resucitar antiguos valores, que son simulacros de por sí, ni
oponer a éstos nuevos valores, condenados a ser nuevos simulacros.
La única estrategia posible no es dialéctica, sino catastrófica; o
mejor, patafísica. Porque el sistema es un Todo que no admite
alternativas...sólo
la propia tautología del sistema, su
obscena obviedad, es el arma
autodestructiva que
puede acabar con él.
(3) Estasis, palabra llana (sin tilde por favor) a la que la RAE reconoce una doble acepción, biológica y médica, respectivamente: a)estabilidad en el proceso evolutivo de las especies y b)estancamiento de la sangre o de otro líquido en alguna parte del cuerpo. Y yo le añado un tercer sentido figurado, como "estado" de estancamiento de la civilización capitalista.