REVOLUCIÓN/TRANSFORMACIÓN
INTEGRAL
Y DE CÓDIGO ABIERTO
Quien
haya nacido en el siglo XX y esté libre de liberalismo,
anarquismo, marxismo y fascismo (en dosis variables),
que tire la primera piedra. Todas las ideologías de la
ilustración-modernidad burguesa comparten una misma y genérica
ignorancia por las mujeres. A estas alturas de la historia,
empezamos a comprender la gravedad y trascendencia de ese olvido, que
sólo ha cesado en periodos de guerra, con las mujeres utilizadas
como obreras de sustitución en la retaguardia y en los breves
periodos preelectorales, tras la presunción de que significaban una
atractiva masa clientelar, que por su frágil posición económica y
social se suponía una masa conservadora, dócil y, por tanto,
manejable. Y esa misma presunción es la que a última hora ha
llevado al Estado a producir su propio feminismo institucional, del
que espera un gran rendimiento.
En
su libro “Reencantar el mundo. El feminismo y la política”, dice
Silvia Federicci (*) que “la reorganización a gran
escala del proceso de acumulación―de la tierra, la casa y el
salario― lleva en marcha desde 1973. Se ha considerado la tierra en
su totalidad como un oikos a gestionar y no tanto como un terreno de
la lucha de clases. Ha surgido un feminismo neoliberal que acepta las
«racionalidades» del mercado y considera que el techo, no el hogar,
es el centro simbólico de su arquitectura y la escalera, no la mesa
redonda, su mobiliario”.
En
ese libro Federicci se preocupa de no separar a las mujeres de la
comunidad y los comunes, de tal modo que su visión política se
acerca a lo integral: no hay comunes sin comunidad y no
hay comunidad sin mujeres. Tampoco desvincula su visión feminista de
la crítica a la ideología de la propiedad y sus criaturas, Capital
y Estado.
La
propiedad es posterior y contraria a los comunes. Es concepto
cuyo violento origen ha sido bien ocultado, necesitado de hacerse
escrito, parapetada su justificación tras un elaborado cuerpo
jurídico conveniente a la razón de Estado. Los comunes, bien al
contrario, desde siempre fueron convivenciales y pacíficos, orales,
prejurídicos y preestatales. Todo eso lo sabe perfectamente
Federicci y hace muy bien en no dar respuestas simples. Sus
reflexiones vienen a proponer dos campos para una misma tarea
emancipatoria: “reapropiación de los comunes
y lucha colectiva contra las formas en que se nos ha
dividido”. Sin embargo, echo en falta completar el sujeto:
individual y colectivo.
No
es un detalle menor ese olvido de la dimensión individual de la
lucha, lo que no deja de ser una contradicción cuando al tiempo se
dice “contra las formas en que se nos ha dividido” (o
aislado, que es lo mismo); contradicción que se hace aún más
evidente en alguna de las obligaciones propuestas en el libro, como
la de que “los comunes implican obligaciones, además de
derechos”, lo que es una directísima apelación a la
responsabilidad personal como reverso inseparable de la libertad
individual, no colectiva.
Que
“hay que compartir la riqueza” lo dicen
hasta los neoliberales...por decir que no quede. Me gusta cuando
Federicci dice que “las comunidades de cuidado también son de
resistencia, opuestas a las jerarquías sociales” y que “los
comunes son el otro de la forma Estado”,
aunque yo disienta
cuando afirma que “el discurso de los comunes nace de la
crisis del Estado”. Yo pienso
que los comunes, si
lo son,
es como práctica y no como
“discurso”. No una
teoría, sino una práctica
histórica preexistente al Estado, cuya verdad y virtud, no
siendo
discursivas,
nunca necesitaron
esperar a que se produjera la actual crisis del Estado, ni
al
desmoronamiento de su
“Estadística” (sólo
cuantitativa, masificadora).
Bienvenidas/os,
pues, neomarxistas, neoanarquistas y
neofeministas (los neoliberales están a lo suyo), si
comienzan a ver en el estado/nación el vestigio de una era en
absoluta decadencia, cuya autodestrucción avanzará sin esperar a la
autoconstrucción de los comunes.
la
reconstrucción de los comunes, que va muy lenta, que lleva su
tiempo, sí, porque en los comunes se parte de casi nada: de
individualidades deshechas y aisladas, incapacitadas para la libertad
de conciencia, para la convivencia en comunidad y, en definitiva,
incapacitadas para el autogobierno...y también, no olvidemos,
lastradas con la carga de una memoria histórica que acumula
demasiadas derrotas.
Tal
es la diferencia de fuerzas, que resulta quimérico cualquier
proyecto de victoria directa sobre el Estado. Un combate frontal
concluiría en un nuevo y seguro fracaso para quienes tienen menos
capacidad de resistencia en las condiciones de la selva. Pero tampoco
se puede esperar a la autodestrucción de la Bestia, aunque ya la
estamos viendo suceder, su largo historial de violencia nos hace
dudar de una pronta y pacífica disolución, ni menos aún
sospechamos que su degradación vaya a provocar el resurgimiento de
los comunes. Éstos habrán de ser autoconstruidos en medio de un
mundo en ruinas y a partir del mínimo rescoldo que ha logrado
sobrevivir a nuestra maltrecha memoria colectiva. Tendríamos que
haber aprendido antes las lecciones de la historia, que los comunes
no pueden ser lo que no son, ni Estado, ni Capital, ni cuestión de
Género.
El
estado/nación, vestigio de una era en decadencia, que
quiso lo imposible, ser comunidad. De ahí su inexorable y
acelerada deriva, hacia su quiebra total.Su apariencia de comunidad
depende totalmente de su eficacia discursiva-representativa y de la
aplicación eficiente de su fuerza mediática e institucional, de su
fuerza legal y bruta al cabo, pero también depende de la debilidad
del individuo que produce el Estado, de su aislamiento social, del
abandono y pérdida de su libertad de conciencia, de su incapacidad
para la vida convivencial, da igual cualquier pretensión de fingir
alternancia, igual que se vista de neoliberalismo o de progresismo,
da igual, ni el
más perfecto Estado puede concluir en algo que no sea fascismo, en
acatamiento y veneración de las masas por la jerarquía y la
autoridad, por un orden social que exonera a los individuos de la
pesada carga de la libertad. Todo ello a cambio de una diversidad
uniformada, multiculturalismo lo llaman, un “cómodo” infierno de
igualdad, lo más contrario a la voluntad de con-vivir
responsablemente, en libertad y comunidad.
A
los activistas orientados
hacia los
partidos políticos y las contiendas
electorales, hacia
la burocracia, sus
leyes y normativas, les sentaría bien
empezar a involucrarse en
la vida política, en un grado más profundo y menos superficial,
en el mundo de la práctica social y la cultura comunitaria popular,
por ejemplo.
Las
formas convencionales de hacer política, mediante
las instituciones convencionales y sus
métodos establecidos, o al
albor de su todopoderoso aparato mediático, sencillamente
no pueden propiciar nada que mínimamente
pueda aproximarse
a la transformación integral hoy
necesaria. No es tarea fácil,
porque el aparato dominante ha inoculado sus premisas en lo más
profundo de nuestra conciencia y de nuestra cultura; pero, si
realmente queremos escapar de su lógica sofocante, no queda otra que
investigar a fondo sobre todo ésto; ¿de qué otra forma podemos
escapar a esa aberrante lógica, por la que primero agotamos el medio
natural -al tiempo que a nosotros mismos-, produciendo mercancías
sin límite ni sentido, y luego nos vemos obligados a una colosal
tarea de reparación y reciclaje
de todo lo producido/consumido, con nosotros incluidos en el mismo
lote? Y todo eso para que la rueda siga girando sin parar,
eternamente.
¿Y
cómo tomar iniciativas propias, cuando la totalidad de nuestras
vidas son dependientes de la evolución de los mercados financieros
y de la infinidad de leyes y normas estatales, a su vez dependientes
de la voluntad de esos mismos mercados, dopados y protegidos por los
estados?. ¿Y cómo emprender nuevos caminos, cuando las directrices
básicas del capitalismo son omnipresentes en nuestras vidas y
conciencias individuales y erosionan cuanto tenemos en común,
incluido el más básico equilibrio ecológico del que depende la
reproducción de la vida toda?, ¿cómo juntar fuerzas y hacer unidad
sindical sin fraternidad popular, metiendo la lucha de clases en la
agenda capitalista, convirtiendo la asamblea en oficina de comité de
empresa “liberado”, a nómina del Estado?
¿Cómo
abordar un cambio tan profundo sin desentrañar antes nuestra íntima
concepción del humano social que somos y
del mundo?, lo que para nosotros significa ser humanos, nuestro
concepto de la naturaleza de la que somos parte, todas nuestras
rutinarias ideas sobre la existencia y el conocimiento...
El
sentimiento de decadencia que inunda nuestra época es tan general
como borroso y abstracto, compartido por infinidad de experiencias
personales y colectivas muy diferentes, opuestas y contradictorias,
sin duda determinadas por los diferentes contextos físicos y
sociales, pero, sobre todo, por la ideología dominante,
convertida a lo largo de muchos años en filtro y costumbre,
determinante no sólo de la realidad cotidiana, sino también de
nuestro modo de comprenderla y explicarla, sin otra semántica
posible que la enseñada en aulas, oficinas y fábricas, conforme a
la ideología de las élites mandantes. Cultura dominante e
interiorizada, que individual y colectivamente es reproducida a
partir de las diferencias personales, con resultado de un mosaico
tan extenso como monótono, que parece abrumadoramente diverso y
complejo, que no puede ser más confuso e incomprensible, generando
impotencia y frustración en ese individuo devastado que somos,
rendido al pensamiento débil, al que se le presentan tres básicas
opciones: a) la más conservadora: “virgencita, virgencita, que
me quede como estoy”; b) la reformista, “los experimentos
con gaseosa”: mejoremos lo que tenemos, a ver si al menos
podemos volver a la casilla del estado de bienestar; c) la nihilista:
“yo a lo mío y que el mundo se vaya a la mierda si quiere”...
mejor empezar de cero, que todo reviente y se pudra, para que nazca
otro mundo, el que sea, pero “nuevo”.
La
necesidad de un pensamiento fuerte nunca fue tan vital ni tan
apremiante. El mediambientalismo de última hora, impuesto por
la agenda neoliberal en su decadente deriva, ha logrado desprestigiar
toda visión del mundo que ponga a nuestra especie en el centro, que
sea antropocéntrica. Ante las catástrofes naturales que vemos
sucederse, como la extinción de muchas especies, la contaminación a
escala global, el cambio climático, o las sucesivas pandemias,
abundan lamentos como que “la Tierra nos habla y no la
escuchamos”, extendiendo un sentimiento de culpa
indiscriminado, repartido universalmente, del que nadie se libra.
Visto así, nadie en concreto envenena la atmósfera y las aguas de
los océanos, nadie
en concreto quema los bosques de la Amazonía, nadie en concreto es
responsable de la agricultura industrial que agota la fertilidad de
la tierra, nadie la deforesta, nadie la erosiona y nadie provoca su
desertificación. Nadie es responsable de la medicina industrial que
vive de enfermar a la gente, nadie es responsable en concreto, ahora
todos somos culpables y todos estamos llamados a remediarlo, mediante
exhaustivas campañas mediáticas, que distribuyen una culpa
indiscriminada y universal, que apelan al despertar de una conciencia
ecológica, que ahora, ¡mangas verdes!, se ha convertido en agenda
global, cultural, comercial y política, de los mismos aparatos
estatales que hasta ayer fomentaran la sistemática devastación de
la Tierra y su biodiversidad.
Con tal
aval no debería quedar sitio para duda alguna: el ecologismo, como
los identitarismos de nuevo cuño, nacionalistas y de género, son
los nuevos nichos de negocio a escala global, al modo de repentina
pasión boy-scout de fin de semana, entre
“ecologista-nacionalista-feminista”, una pizca de cada, que le
sirve de flotador al sistema, pero que también destapa su falta de
vergüenza y sólo retrasa su definitivo hundimiento.
Digámoslo
cuanto antes: a la Tierra le importa un pepino que la
especie humana se extinga. Es más, ni le importa ni le puede
importar, ni eso ni nada, porque carece de conciencia propia. A ver
si nos enteramos: hasta donde sabemos, la Tierra es un pequeño
planeta entre otros miles de millones (¡quién sabe) que, como
ellos, carece de conciencia y voluntad propia, que ni habla ni
escucha, ni siente ni padece. Los únicos interesados en mantener la
vida en la Tierra somos nosotros, los humanos. Ni siquiera le
interesa al resto de seres vivos, que también
carecen de conciencia y que todo su interés se concentra en comer,
reproducirse y evitar ser comido. Sin despeinarse, la Tierra puede
volver a ser una bola de magma y gases deambulando por el cosmos,
perfectamente deshabitada, abandonada al azar y a la inercia de las
esferas, tan convulsa como tranquila, sin ni siquiera una mínima
bacteria encima y sin que por ello se le salten las lágrimas...¿cómo
no ser antropocéntricos sin haber perdido antes el sentido de la
realidad?...¿cómo, mientras sepamos lo que ya sabemos, que nuestro
conocimiento del cosmos es todavía muy limitado y que somos una
entre varias especies de simios…?, pero no una especie más, sino
aquella que ha logrado evolucionar hasta alcanzar conciencia de sí,
como de la naturaleza de la que procede y se nutre.
Pues
bien, resulta que ese “pequeño” detalle le hace especialmente
responsable a nuestra especie del mantenimiento del equilibrio
ecológico que sirve a la reprodución de la vida y le permite
evolucionar (y ésto es lo decisivo) en contra de la inexorable ley
de la descomposición o entropía, por la que se rige el Cosmos...al
menos hasta donde sabemos, insisto, que todavía es muy poco.
A
partir de tan limitado conocimiento y para lo que ahora nos importa,
supone una pérdida de tiempo y energía el enredarnos en
especulaciones sobre el exacto orígen del Cosmos, de nuestro pequeño
planeta y de la variante de simio que somos. Démonos tiempo, lo
iremos sabiendo. Lo ahora urgente y necesario no es descubrir si hay
agua o un mínimo rastro de vida, bacterias, en Marte, sino ocuparnos
del agua y la vida existentes aquí y ahora, en este pequeño planeta
del que somos parte, en cada aldea y en cada una de sus casas.
Somos
antropocéntricos y somos depredadores, sí, lo
somos porque no podemos ser otra cosa. Aunque quisiéramos
limitarlo al máximo y nos autoengañemos haciéndonos veganos. ¿Por
qué, si no, nos repugna menos comer una lechuga que una oveja, si
ambas son formas de la misma vida?, ¿es porque la lechuga no tiene
dos ojitos y esa mirada ovina que nos recuerda a la humana?, o ¿por
qué machacar unas hierbas para preparar una infusión es mejor que
machacar un ratón o una culebra, una araña o una mosca, para luego
tirarlas a la basura? Sin duda que aún tenemos mucho margen de
mejora, sin dejar de aceptar que somos simios, pero no necesariamente
ignorantes, ni cínicos...¿o es que acaso podemos vivir sin comer a
otras especies, alimentándonos sólo de minerales, aire y un poco de
agua?
A
partir de ese extravío de la inteligencia, resulta “normal”
encontrar simios veganos y feministas, perfectamente ecologistas
(feligreses de la Tierra), perfectamente capitalistas (feligreses de
la Propiedad), al tiempo que perfectamente comunistas (feligreses de
la Igualdad) y perfectamente fascistas (feligreses del Estado). A
fuerza de costumbre se acaba haciendo lo que se piensa por
costumbre. Y acabamos pensando lo que hacemos también por
costumbre. Por adoctrinamiento y costumbre acabamos siendo feligreses
de todo y de cualquier cosa. Pero resulta que, además de
antropocéntrica y depredadora, la nuestra es también una especie
“moral”, simios cuyo desarrollo evolutivo y capacidad de
supervivencia es deudora de esa moralidad, entendida como
inteligencia propia de la especie humana, social, convivencial y
cooperativa, que se transmite culturalmente y luego genéticamente. Y
aquí está el gran dilema, del que puede depender nuestra extinción
o nuestro futuro, en un momento de
nuestra historia en el que ya no caben medias tintas, verdades a
medias, a estas alturas de un tiempo que se agota. Eludirlo, seguir
la estrategia de la avestruz, nada soluciona. La gravedad de la
situación, que ya no puede ser escondida, ni siquiera disimulada,
nos obliga a levantar la cabeza, a observar la realidad y a elegir
radicalmente. Ya no se trata de una contienda electoral, entre
facciones o partidos, como si fuéramos equipos jugando una liga de
fútbol, no, ésto nunca fue un juego simbólico, sino muy real y
ahora más que nunca.
La
condición de mercancía incluye a quienes la
producen y consumen, en la medida en que todas las
actividades humanas han sido progresivamente mercantilizadas y en la
expansión global del capitalismo los modos de producción y consumo
han sido industrializados. No podía ser de otro modo en un sistema
necesariamente crecentista y desarrollista. La obtención de lucro se
ha impuesto como exclusiva finalidad de las actividades, como de las
relaciones humanas, desvaneciendo todos los espacios de altruismo y
reduciendo la cooperación a efímeras e interesadas alianzas
dirigidas a esa misma finalidad lucrativa, ampliada a una masa global
de productores/consumidores.
El
viejo modelo de la fábrica industrial, dedicada a la explotación de
la fuerza de trabajo, está desapareciendo, sustituido por un
generalizado sistema de autoexplotación, en el que cada individuo
está forzado a actuar como emprendedor y empresario de sí mismo. La
proletarización de la sociedad, lejos de desaparecer, se ha
universalizado como relación de absoluta dependencia del par
Mercado-Estado, que definitivamente ha alcanzado su más alto grado
de fusión, en un
reparto de ganancia a medias, plusvalía para la empresa y tributos
para el Estado.
Se
equivocan fatalmente quienes diagnostican que la agudización de las
crisis inherentes a este sistema devendrán, necesariamente, en una
insurrección revolucionaria, de unas masas que a base de
precarización despertarán de su letargo, se rebelarán y acabarán
recuperando, renovada, su antigua conciencia de clase. No puede darse
esperanza más vacua e ilusoria que ésta, la de seguir teorizando
sobre un sistema que ha dejado de ser una economía y es ya una
sociedad y un modo de vida. La única revolución que por ahora
podrían desempeñar estas masas estaría a la altura de la nula
estatura moral de los aislados y asociales individuos que las forman,
reclamantes pedigüeños de pequeños lucros y mucho orden, más
Mercado y más Estado, más totalitarismo, más todavía.
Tenemos
debilitado el sistema inmune que durante cientos de miles de años
fue desarrollado en comunidades populares previas o al margen de los
incipientes Estados. Debilitada en extremo esta inmunidad comunitaria
de la especie, sólo cabe esperar, como vacuna, un antídoto propio,
procedente de la misma cepa, la del Común, que nos sirva para
recuperar la inmunidad perdida, la comunidad convivencial.
Conozco
a liberales que son buenas personas, como
también reconozco que las hay en otras ideologías, gente que cuida
su relación con el otro, con la sociedad y con la naturaleza. No
albergan ninguna duda al hacer su diagnóstico sobre lo que está
sucediendo y atribuyen la responsabilidad de todo al “pensamiento
políticamente correcto” que han logrado imponer marxistas y
neomarxistas, como pensamiento y agenda culturalúnica,
tras el fracaso histórico de la vía al socialismo mediante la lucha
de clases, buscando su salvación por la vía de los identitarismos:
de género, nacionalismos y ecologismos, fundamentalmente. Dicen esos
liberales que el resultado es este caos que caracteriza al mundo
global contemporáneo, con sus excreciones propias, todas
totalitaristas, como los populismos que vemos emerger y proliferar a
derecha e izquierda. Ahí sitúan el fracaso de las democracias
liberales, en el éxito culpable del pensamiento políticamente
correcto y su consecuencia en ciernes, la barbarie
populista-totalitaria por toda herencia.
Yo
pienso que todo este razonamiento liberal, pareciendo describir el
presente y teniendo gran parte de base cierta en las evidencias que
vemos sucederse, posee una verdad sólo aparente y sólo a medias;
que no es sino un echar balones fuera, justificable sólo
retóricamente. Se pasa por alto que el liberalismo tuvo un mal
parto, que nació averiado, producto de una imagen burguesa del
mundo, según la cual existe una aristocracia natural destinada a ser
vanguardia y salvar al resto de la barbarie, a ese “pueblo” (al
que siempre llamaron vulgo, común o chusma), que sólo tendría que
emular a esa vanguardia aristocrática en sus buenas costumbres,
dedicando sus días al noble esfuerzo de acumular virtud,
conocimiento y, sobre todo, propiedades. Ese desprecio de partida,
además de profundamente ignorante, a la larga ha devenido en
fatalidad para el conjunto de nuestra especie en un mundo tan
limitado como es la Tierra, obligándonos a competir por la propiedad
como único medio de sobrevivir en un mundo cuyos nutrientes se
agotan aceleradamente en la misma medida que se diluyen los vínculos
sociales, en esencia altruistas y cooperativos, al tiempo que se
acelera la explotación y agotamiento de los bienes
naturales, propiciando su apropiación/acumulación presurosa y
creciente, a partir de un primario instinto de supervivencia
individual, en una endiablada y suicida dinámica
propietarista-depredadora. Por eso que yo vea en el liberalismo
burgués el orígen de todas estas tormentas y totalitarismos
actuales, en todas sus variantes, sean éstas populistas y/o
identitaristas, neoliberales y/o neomarxistas.
Individuo
y comunidad: los comunes contra la propiedad y
la democracia contra el estado. En las últimas décadas, por
todo el mundo han venido surgiendo movimientos sociales opuestos a la
apropiación generalizada de los recursos naturales, de los espacios
y servicios “públicos” (así mal llamados, cuando en realidad
han sido privatizados o apropiados por instituciones estatales de
igual interés privado), al igual que sucede con el conocimiento y
las redes de comunicación. De tal modo, que todos estos movimientos
coinciden en “lo común” como fundamento de todas sus luchas.
Pero, si bien se hacen cargo de la devastación de la comunidad,
cierto es que vienen olvidando la devastación previa de la
individualidad consciente, la responsable de construir la comunidad
perdida. No pueden comprenderse las consecuencias del cercamiento de
lo común, visto sólo como un proceso histórico-económico que
sirviera para diluir todo rastro de comunidad popular, si al tiempo
no se ve la disolución, a cargo de la modernidad burguesa, de aquel
individuo consciente. Si “lo común” ha a ser el centro de todas
las luchas del siglo en curso, convendrá saber que ello resulta
imposible en connivencia con el sistema dominante. Mejor prever que
lamentar, Democracia o Estado, hay que elegir.
El
derecho de propiedad implica un concreto concepto
del mundo. Es, además y sobre todo, institución y estructura
que determina
la forma y condiciones de vida de individuos y sociedades. Pero no
una más, es la institución originaria del poder político en su
forma de Estado, justificante de la dominación o gobierno de la
sociedad por una minoría de individuos cuyo poder social es
previamente militar, económico, político, en cualquiera de sus
combinaciones. Proviene de un expolio o apropiación “normalizada y
sistemática” de los bienes naturales y culturales (tierra y
conocimiento), que es contraria a la propia naturaleza común y
universal de esos bienes. Se trata de un expolio legalizado e
institucionalizado, un delito blanqueado, de hurto al Común, que
sólo se justifica y sostiene por violencia, adoctrinamiento y
costumbre, a cargo de esas dos instituciones/estructuras que actúan
en tandem, la Propiedad y el Estado. La Propiedad que crea el Estado
para que la proteja.
La
tierra y el conocimiento son inseparables de
la experiencia existencial propiamente humana. El metabolismo de
nuestras vidas es absolutamente dependiente de ambos vectores, se
produce a partir de una simultánea y necesaria interacción con
ellos y entre ellos, como materia prima esencial y nutriente de la
vida humana. Competir por su apropiación es contranatural,
antisocial y amoral; opera sólo a favor del instinto individual de
supervivencia y sólo a muy corto plazo, pero a la larga lo hace
contra la supervivencia del conjunto de la especie, porque esboza y
propicia su autoextinción, sea por agotamiento de las materias
primas o sea por la autodestrucción que provoca la permanente lucha
por su apropiación/acumulación. La propiedad o apropiación de
estos comunes universales, tanto privada como pública, opera contra
el futuro de nuestra especie; es increíble que todavía tengamos que
insistir en ello durante las próximas décadas.
Sabemos
que la institución de la propiedad de la tierra
surgió hace sólo diez mil años y que los
primeros esbozos de Estado aparecen como su consecuencia,
con la agricultura y el asentamiento humano en concentraciones
urbanas. Menospreciamos la inteligencia de nuestra especie si
pensamos que durante cientos de miles de años pudimos perdurar y
evolucionar sin propiedad ni estado, sólo porque entonces fuéramos
pocos y necesariamente ignorantes. Es precisamente en la situación
actual, cuando somos muchos y tenemos más conocimiento y perspectiva
histórica, cuando una mínima lógica de supervivencia debería
hacernos pensar en la conveniencia de prescindir de la amenaza letal
que supone hoy la pervivencia de la Propiedad y del Estado. No
hacerlo supone un seguro hacia la extinción, en una deriva paralela
a la del resto de las especies menos evolucionadas, cuya existencia
depende sólo de su capacidad depredadora y de los azares de la
suerte, algo similar a lo que ahora nos sucede a nosotros, aunque
nosotros llamemos capitalismo a nuestra propia ley “natural” de
la selva, que promulgan e imponen los estados.
El
miedo que hoy recorre el mundo, sabemos que no proviene
exclusivamente de la pandemia que sufrimos actualmente.
Sabemos que tiene un recorrido histórico, que con la pandemia se ha
acelerado, haciendo saltar todas las alertas, obligándonos a sentir
un vértigo existencial ante los indicios de un abismo inminente.
Este miedo es una gran oportunidad si no logra paralizarnos, si lo
sentimos como un aviso ¿a tiempo?...eso sólo lo sabremos mientras
caemos en él o mientras logramos sortearlo (si fuéramos capaces de
revertir la inercia histórica, esa fuerza gravitatoria que nos aboca
a la extinción).
Ni
siquiera cabe comparar este suicidio colectivo con el de los miles de
ñus que cada año, en busca de mejor pasto, se abandonan a la
inercia de la manada en masa, perdiendo la vida al cruzar un gran río
plagado de cocodrilos.
Lo
que llamamos “democracia” es quimera cuando no ardid, sirve
para construir “otra” realidad a partir de una
representación-teatralización de la original y es un juego que
comenzó mal, con cartas previamente marcadas, las de la propiedad y
la jerarquía. Pretendemos ignorar que la democracia real sólo es
posible en relaciones de convivencialidad y comunidad, sólo en la
proximidad social y geográfica que habitamos y conocemos como
“territorio”, comarca o “país”, paisaje común compartido,
por el que se reconoce entre sí la “paisanía”, la comunidad de
individuos que habitan el territorio.
Sólo
es posible la democracia si es la comunidad quien se ocupa de
respetar y cuidar la libertad y autonomía (soberanía) de cada
individuo concreto y real, no la de un
individuo-ciudadano-contribuyente tomado en abstracto. Sólo será
democracia real si cada individuo y su comunidad se hacen
responsables respectivos de su propio autogobierno. Y universalmente
responsables de la justa y ecológica autogestión de los bienes
compartidos en común. La democracia, si quiere ser real, ha de ser
autoconstruida, como soberana y autónoma república comunitaria y,
por tanto, incompatible con todo poder previo, ajeno o superior
(como, obviamente, son la Propiedad y el Estado).
Hasta
donde sabemos, todo cuanto existe o es algo
físico o es algo inmaterial, es materia o es relación que
vincula los elementos de la materia, formando un todo a partir de esa
inseparable dualidad materíal/relacional, que no es sumatorio, sino
realidad holística, integral. Todo lo que producimos lo hacemos a
partir de la Tierra y el Conocimiento. Y si algo se puede comprar o
vender, sea natural o producido, material o inmaterial, es por la
impuesta existencia de una institución previa, un derecho de
apropiación o propiedad, que lo convierte en mercancía. Pues bien,
ese “algo” que se puede comprar y vender hoy es potencialmente
“todo”: la materia prima, la herramienta, los saberes y
habilidades, el conocimiento, el producto, la fuerza de trabajo y el
propio productor/consumidor...hasta llegar al absurdo de producir,
comprar, vender y alquilar el propio dinero, convertido en el
producto-mercancía principal y más rentable, de modo que su
mercadeo ya es la etérea base de toda la economía mundial,
fundamentada en la compraventa y alquiler de “futuros”, que no
son sino consumo anticipado de un futuro inexistente, ya consumido.
A
partir de principios universales, de ética, ecología y democracia,
no cabe otra legitimidad que la del derecho de uso por sobre el de
propiedad, quedando ésta limitada únicamente a aquello
“producido” individual o colectivamente a partir del Procomún
universal, la Tierra y el Conocimiento. Así, un individuo o una
comunidad podrán ser usuarios, pero nunca propietarios del Procomún,
su derecho (individual o colectivo) de propiedad sólo alcanza a
aquello que cada individuo o colectivo producen con sus propias
manos, inteligencia y esfuerzo.
Gestionar
lo común, la convivencia y sus propios conflictos, es la misión de
la democracia a construir, lo que sólo es posible en asamblea
convivencial, soberana y autónoma, de individuos igualmente únicos
y diferentes e igualmente libres y responsables.
Para
hacer ésto posible será necesaria una transformación radical de la
forma en que convivimos y otra forma de habitar la Tierra, en
coherencia con dichos principios.
Habrá
que deshabitar las ciudades, sin renunciar a hacerlas habitables. Y
habrá que habitar los campos, renunciando a llenarlo todo y volver a
reproducir el mal ejemplo de las ciudades. Habrá que dejar de
construir casas sobre terrenos fértiles y, a ser posible, construir
las nuevas casas en los más improductivos. Y de no ser ésto
posible, habrá que restituir la naturaleza ocupada con un
huerto-invernadero en la terraza o bajo cubierta, por ejemplo.
La casa
tiene que dejar de ser sólo un techo, debe incluir espacios
productivos propios, que permitan la máxima autosuficiencia y
autonomía de la comunidad doméstica que la habita. Preferiblemente,
no serán casas aisladas, sino “en manzana”, aunque haya
distancia y privacidad entre ellas. Construir en manzana es mucho más
que una forma de diseño constructivo, es diseñar en común una
básica vecindad, de proximidad y comunal, dotada de autonomía y
comunales propios. Respetando la privacidad y autonomía de cada
casa, la manzana puede integrar espacios comunitarios para la
autoproducción de bienes y servicios que completen la
autosuficiencia alimentaria y energética de cada casa, puede
incorporar espacios y equipamientos comunes para la convivencia y la
ayuda mutua, para el cuidado de niños, ancianos y enfermos, por
ejemplo.
Manzanas
de casas conectadas al entramado urbano sin solución de continuidad,
regeneradoras de las asociales y feas urbes producto del progresismo
modernista, hortera e industrial; casas y manzanas generadoras de
nuevas urbes de tamaño relacional, humano, pensadas y construidas
para hacer posible la convivencia, urbes a las que podremos llamar “vecindades”,
sean pequeñas o grandes, acabando con la segregación entre
“pueblos” y “ciudades” (pueblos crecientemente desahabitados
y ciudades crecientemente masificadas e inhabitables). Y acabar con
la segregación entre pueblerinos y urbanitas, campesinos e
industriales, productores y consumidores. Casas que forman manzanas,
que a su vez forman barrios y distritos, urbes tan campesinas como
industriales, que no tapan la naturaleza sino que se integran en
ella, además de propiciar la convivencialidad y la democracia. Es el
nuevo y necesario urbanismo, cuyo diseño empieza con un cambio
radical en el concepto de vivienda: la casa como básica comunidad
doméstica, integrada en vecindades locales y paisanías
territoriales. Pero tal empeño será inviable sin un cambio radical
de perspectiva y sin una severa corrección de los llamados
“derechos humanos”.
¿Intercambio,
sin mercancía y sin dinero? Aunque
el derecho de propiedad se limitara a lo que produce un individuo o
un colectivo con sus propias
manos, herramientas e inteligencia, si este derecho sigue
implicando que el producto se convierta en objeto de mercadeo
(mercancía sin intrínseco valor de uso, sino exclusivamente
monetario, variable y especulativo, según su escasez o abundancia y
según el ánimo de lucro de su propietario), la acumulación de
capital (capitalismo) estará de nuevo servida y nada habrá
cambiado. Sólo el valor de uso, no monetario y al margen del
mercado, garantiza la producción limitada a lo necesario y, por
ende, la reproducción de la biodiversidad que nutre y sostiene la
vida, obligada esta producción a ser tan ética como ecológica y
democrática.
Más
allá del trueque, cierto que todavía no sabemos cómo nombrar a
este “mercado sin mercancía y sin dinero”...pero, como tantas
otras cosas, es cuestión de práctica y de tiempo.
Siendo
impredecible, el futuro de nuestra
especie depende a medio plazo del éxito de este
empeño por instituir el Procomún universal: sustituir el
derecho de propiedad por el derecho de uso, de la Tierra y el
Conocimiento. Porque, sin derecho de apropiación, ¿qué sentido
tiene el Estado que nació para protegerlo?, ¿y qué sentido tiene
un Mercado sin mercancía, si todo se puede intercambiar o donar,
pero nada se puede comprar, vender o alquilar, ni por tanto
acumular?...¿qué sentido, si no ha lugar al lucro, si no hay
negocio en ningún intercambio o transacción?, ¿qué sentido si la
economía y la política dejan de existir por cuenta propia, al
margen de la vida y sus necesidades?
La
organización de las sociedades humanas en democracia
real (autogobierno), a mi
entender tiene como misión la libertad
interdependiente y responsable del individuo social, asociado en
comunidades éticas, democráticas y ecológicas. Comunidades que
administren y garanticen a cada individuo el derecho de acceso y uso
de los bienes comunales, un individuo que a su vez asume su deber de
autonomía personal, con responsabilidad ecológica comunitaria y
universal. ¿Dónde encontrar la diferencia real entre el derecho de
propiedad y el de uso?, ¿cuál es, por ejemplo, la diferencia real
entre el derecho de propiedad sobre una vivienda y el derecho a su
uso de por vida?, ¿entre el derecho de apropiación de un terreno y
el derecho a usarlo y cultivarlo para obtener una cosecha con la que
poder satisfacer necesidades propias?...sólo cabe una respuesta: la
expectativa de lucro o negocio por parte de la propiedad, no hay otra
diferencia real. Habrá quien me diga ¿y qué pasa entonces con el
derecho de herencia? Yo creo que el derecho de uso, de una casa o de
una tierra, incluye a quienes forman
parte de la comunidad doméstica, sean éstos parientes o no. Y
concluye con la muerte, ¿o no?
Con
el porvenir suspendido, vivimos una época
extraña e inquietante, en el que nada que no sea capitalismo nos
parece posible; si acaso, alguna reforma y mejora puntual, que
aunque fuera en mínima parte, pudiera retrotraernos a su “mejor”
época, la del estado de bienestar, a aquella socialdemocracia o
socialismo neocapitalista surgido de la Segunda Guerra Mundial, que
alcanzara su auge en los años 80 y 90 del pasado siglo. Con su
terrible incapacidad para encontrar solución a sus propias crisis y
a los desastres que engendra, la globalización no le ha servido para
desembarazarse de su origen y esencia totalitaria, estatalista.
Parece seguir teniendo asegurada su continuidad y reproducción, su
dominio sobre la sociedad, a pesar de sus irresolubles
contradicciones, y todavía la mayoría de la sociedad no vislumbra
otra alternativa. El hundimiento del socialismo y la deriva
neoliberal de sus “progresistas” restos, han taponado todo ánimo
de disidencia y rebeldí, agravando la impotencia de la acción
política hasta creerla imposible.
Las
izquierdas opositoras vieron su tabla de salvación en los
identitarismos nacionalistas y de género y ahora en los populismos,
pero han acabado ahogadas en sus propias contradicciones y
consecuencias, ya perfectamente asumidas e integradas por la agenda
neoliberal. Como reacción consecuente, en el inmediato futuro
veremos surgir una nueva fuerza política de inspiración
conspiranoide, competidora de los populismos de izquierdas y
derechas, como éstos igualmente impulsada como novedad mediática,
que vendrá a rellenar ese nuevo segmento del entretenimiento
político, el mercado electoral,
que sólo servirá para alargar un poco la agonía del sistema
dominante, regalándole una mínima y efímera prórroga. Será así
porque nada, sólo más aturdimiento y confusión, podrá aportar el
próximo Partido Conspiranoico a la evitación del Desastre que se
avecina como autoextinción o como transhumanismo, que viene a ser lo
mismo.
Quienes
tanta prisa se dieron en sentenciar la tragedia de los
comunes, nos han conducido a la tragedia de lo no
común. La idea de un destino común de la humanidad todavía es
muy lejana, en todo el paisaje que vemos impera la competencia en
lucha fratricida, los caminos hacia la cooperación están obturados
y en realidad vivimos la tragedia de “lo no común”. El culo de
saco en que nos encontramos explica la nulidad del individuo junto al
desarme ético y político de la sociedad. Lo mismo que
experimentamos el precio a pagar al capitalismo por su falta de
límites, lo experimentamos como debilidad de la democracia,
secuestrada por Estados que ya no tienen otra función que la de
someter al conjunto de la sociedad a las exigencias del Mercado.
Si “lo
común” es hoy tan relevante es porque revoca radicalmente las
ilusorias esperanzas del progresismo desarrollista. La denuncia
neoliberal del intervencionismo estatal es pura pose y táctica
electoral; el neoliberalismo no quiere menos Estado, lo quiere más
barato. Y lo que ha demostrado la socialdemocracia es que la
propiedad pública (lo público) no es una protección de lo común,
sino una forma colectiva de propiedad privada reservada a la clase
dominante, de la que ésta puede disponer a su antojo, expoliando a
las poblaciones en beneficio de sus particulares intereses.
El
izquierdismo estatalista nunca comprendió la naturaleza integral
-ética, ecológica y
democrática-
de lo común, siempre tuvo en la cabeza y en sus programas de
gobierno “lo público-estatal” que opera a favor del derechismo
igualmente estatalista, acabando por parasitar y privatizar lo común
por élites, vanguardias y camarillas. Siempre hicieron causa común
con las derechas en su ridiculización y desprestigio de los comunes,
como del autogobierno en democracia directa.
Constatada
hoy la emergencia, al menos intelectual, de los comunes y el
autogobierno, no debería despistarnos esa puesta de moda si sólo
es intelectual y/o académica, si es ajena a principios y prácticas,
si sólo es táctica y no fundamentada en valores y principios. El
decadente progresismo estatalista permanece al acecho de cualquier
oportunidad y no dudará en buscar ventaja y beneficio. He leído con
interés lo que dice David Bollier (**), líder intelectual de
Guerrilla Translation, que en su introducción al libro “Pensar los
Comunes” (***), viene a decir lo que sigue, activando en mí todas
las prevenciones y alarmas:
“Por
lo tanto, nos negamos a dar por hecho que el Estado nación es el
único sistema de poder realista para hacer frente a nuestros temores
y ofrecer soluciones. Porque no lo es. El Estado nación es más bien
un vestigio de una era en decadencia. Lo que pasa es que los círculos
respetables rechazan considerar alternativas desde la periferia por
temor a ser tildados de ofuscados o locos. No obstante, hoy en día
las deficiencias estructurales del Estado nación y de su alianza con
los mercados impulsados por el capital son más que evidentes y es
algo que a duras penas puede negarse. No tenemos más remedio que
abandonar nuestros temores y empezar a considerar ideas frescas desde
los márgenes”.
(Hasta
ahí, perfecto, pero sigue)
“Pero,
tranquilidad: ir
más allá del Estado nación
no significa sin
el
Estado nación.
Significa que debemos alterar
significativamente
el poder del Estado introduciendo nuevas lógicas operativas y
actores institucionales. De hecho, gran parte de este libro está
enfocado en esa necesidad. Modestia aparte, consideramos la creación
de procomún como una forma de incubar nuevas prácticas sociales y
lógicas culturales que, aunque se encuentran firmemente arraigadas
en la experiencia cotidiana, pueden federarse para aunar fuerzas y
enriquecerse mutuamente y así germinar
una nueva cultura que pueda adentrarse en las camarillas del poder
estatal”.
Por
todo ello, ésto es lo que propongo como antídoto: revolución/transformación integral y de código abierto.
Huir de toda tentación de liderazgo, que por su propia dinámica
autoritaria
termina siendo faccioso. No creer
que tenemos todos los argumentos ni toda la razón. Pensar que
compartimos principios básicos
con personas y movimientos
sociales. Que sólo aunando
fuerzas será posible construir las mayorías sociales que pueden
cambiar la sociedad, además de quitar
gobiernos. Que el ámbito propio del combate revolucionario no es
teórico, sino práctico en esencia, a desenvolver en y desde el
interior de la sociedad, no en el circo
parlamentarista,
sea éste político o mediático, que en ambos casos viene a ser tan
hueco como nefasto. Ningún personalismo, ningún centralismo, una
red difusa y masiva
de personas, autoorganizadas
y
libremente adheridas
a un Pacto del
Común, local y global, que a
partir de un básico acuerdo en ”lo común” (como
un Linux de código abierto) funcione
cooperativamente, como
una
Wikipedia.
Un pacto
autoconstruido y
autoconstituyente de ajuntamiento
glocal, asambleas
autónomas, localmente autoconstituidas, confluyentes
hacia una estrategia global
a partir de sus propias circunstancias y estrategias, en redes
territoriales de cooperación
y apoyo mutuo.
Mi personal propuesta de
principios básicos es de
código abierto (quien tenga
otra propuesta que
lo diga): 1. Individuo
libre y responsable, autoconstruido y constructor de comunidades
convivenciales. 2. Tierra
y conocimiento como Procomún universal y 3. Autogobierno
en asambleas locales (ajuntamientos de vecindad) y territoriales
(ajuntamientos de paisanía), libremente
confederados en
mancomunidades y redes de cooperación y ayuda mutua, en todas las
escalas territoriales.
Notas:
(*)
Silvia Federicci es escritora, profesora y
activista feminista italo-estadounidense. En sus trabajos concluye
que el trabajo reproductivo y de cuidados que hacen gratis las
mujeres es la base sobre la que se sostiene el capitalismo. En los
años setenta fue una de las impulsoras de las campañas que
comenzaron a reivindicar un salario para el trabajo doméstico
realizado por las mujeres sin ninguna retribución ni reconocimiento
como demanda de la economía feminista. En la década de 1980 trabajó
durante varios años como profesora en Nigeria. Ambas trayectorias
convergen en dos de sus obras más conocidas: Calibán y la bruja:
mujeres, cuerpo y acumulación originaria
(2004) y Revolución en punto cero: trabajo doméstico,
reproducción y luchas feministas (2013). Se sitúa en el
movimiento autónomo, dentro de la tradición marxista, a la que
critica desde el feminismo por considerar que Marx solamente valoró
el trabajo asalariado y obvió el trabajo reproductivo -véase en
este sentido su libro de 2018 El patriarcado del salario. En
la actualidad es profesora emérita de la Universidad Hofstra, en
Nueva York.
(**)
David Bollier
es un activista estadounidense, escritor
y estratega político. Es becario senior en The
Norman Lear Center en el USAC
Annenberg School for Communication,
colabora con asiduidad con el productor/guionista televisivo Norman
Lear, y escribe informes sobre
tecnología para la Aspen Institute.
Es también director de On
the Commons, donde escribe con
frecuencia y
define su trabajo como "enfocado en promocionar los bienes
comunales, haciendo entender cómo
las tecnologías digitales están cambiando la cultura democrática,
luchando contra los excesos de las leyes de propiedad intelectual,
fortaleciendo los derechos del consumidor y promoviendo el activismo
social.” Es cofundador del grupo
de interés público Public Knowledge,
donde actúa como miembro numerario y
También preside
On the
Commons (OTC),
centro de estrategia del movimiento de los comunes fundado en 2001.
(***)
Pensar desde los comunes
es el último libro de David Bollier, de próxima publicación con
apoyo de la plataforma de crowdfunding Goteo, del laboratorio
ciudadano Medialab-Prado y de la editorial de software y cultura
libre Traficantes de Sueños.