Votar es siempre un acto de aplazamiento basado en suposiciones; escogemos a otra persona, a alguien que en el supuesto de que resulte elegida, suponemos que representará nuestros supuestos intereses. Si nuestros supuestos representantes no resultan elegidos, toda la energía que hemos gastado en apoyarles es desperdiciada, tirada al cubo de la insignificancia. El supuesto poder que creíamos tener al ejercer el voto siempre es dirigido hacia otra persona, sea nuestro candidato o el contrario, hacia alguien que siempre lo usará en nuestro nombre, aunque luego lo ejerza en contra de nuestros intereses. Siempre.
Las
élites económicas y políticas no tienen miedo a la gente
organizada en partidos, saben que éstos siempre encauzarán a la
gente hacia el interior del sistema, hacia objetivos parciales y
secundarios, nunca hacia los sustanciales. Saben que los partidos les
son muy útiles, que aunque tuvieran que ceder a algunas de sus
demandas, los partidos siempre colaborarán al mantenimiento del
sistema que les une y del que depende su subsistencia; saben que los
partidos siempre impedirán que la gente pueda, incluso cuestionarse
los asuntos principales que determinan sus vidas, como la
expropiación de la tierra y el conocimiento que nos son comunes,
como el trabajo asalariado o la falsa democracia representativa. De
la mano de los partidos, la gente nunca pondrá en riesgo el tinglado
ideológico-legal-militar que fundamenta y sostiene a la compleja
sociedad de mercado, a sus instituciones estatales y mercantiles.