“Nada de lo que se presenta está, ni de lejos, a la altura de la situación. Incluso en su silencio, la propia poblacion parece infinitamente más adulta que todos los títeres que se pelean por gobernarla”. (De “La insurrección que viene”. Comite Invisible- La fabrique editions. Paris. Marzo 2007)
Cuando
hablamos con pasión de la tierra en la que vivimos, a veces nos ocurre que tenemos que soportar la
descalificación de tal sentimiento, tildado como nacionalismo de aldea, una especie de
burla hacia este vínculo de pertenencia e identidad que para algunos de
nosotros - muy pocos, es verdad-, tiene una entidad política, además de emocional. Pero la expresión “nacionalismo de aldea” es errónea
a todas luces, porque siendo la nación una invención del Estado, cuando decimos
“nacionalismo” estamos hablando de una ideología que hace referencia a una comunidad
ficticia, a la nación, mientras que la
aldea es, no, mejor, fue durante siglos una comunidad real, de vecinos reales
que convivían realmente, compartiendo cosas reales: un territorio, unos
recursos naturales, un conocimiento y unas costumbres, una cultura común
surgida de una experiencia histórica común, originada en la común relación con el
territorio y en la producción de bienes comunes, en convivencia y en proximidad.
No
dudo que quienes vivimos en la Montaña Palentina tengamos algunas cosas en común
con gente que vive en la Alpujarra granadina, por poner un ejemplo. Pero sólo unas
pocas más que las que podemos tener en común con otra gente que viva en
Manhattan, por poner otro ejemplo…quizá el uso de un mismo idioma para
comunicarnos, quizá algunos principios éticos y morales que, por otra parte, suelen
ser universales, pero poco más. Pero, sobre todo, lo que sí tenemos en común
con todos ellos, es que todos nosotros vivimos bajo la imposición de un Estado
que determina nuestras vidas, tanto en la Montaña Palentina como en la
Alpujarra granadina o en Manhattan.