lunes, 19 de septiembre de 2022

EL ESPÍRITU DE LA COLMENA Y EL LATIDO DEL TIEMPO


 

De eso que llamamos tiempo, lo que se me aparece siempre con una mayor claridad es su latido; es decir, esa huella que se inscribe como una herida en la materia viva, en el rostro de las gentes y en la piel de las cosas.

Sin embargo, hoy en día vivimos tan pendientes del reloj y el calendario que acostumbramos a confundir los distintos significados del tiempo con su medida objetiva, utópicamente homogeneizada por la idea del Progreso, que ha sido capaz de transformarlo en mercancía abstracta. De ahí que el hombre contemporáneo, habitante de los grandes núcleos de población, incluso en sus ratos de ocio sea radicalmente pobre de tiempo; y que además, cuando los otros dejan de administrárselo, no sepa qué hacer con su inmensidad.

Para paliar esta suerte de desazón, hemos construido un tiempo cronológico que se ha convertido en nuestra única morada. No es el nuestro un tiempo cualitativo sino cuantitativo, abstracto, expropiado. O lo que es igual: el de la idea encarnada, el de la ciencia y la técnica, imperturbable, lineal, externo. La consecuencia de todo ello es nuestra incapacidad actual para redescubrir el tiempo. Sólo una convergencia entre ciencia, arte y vida podría acaso devolvernos a nuestros orígenes perdidos. Porque ¿dónde el tiempo se inscribe de verdad? Ni en el calendario ni en el reloj, sino en todo aquello que respira en la tierra.

Los artistas en general, y los pintores en particular -tal como se han manifestado desde Altamira y Lascaux hasta hoy-, intentan captar y hacer oír ese latido primordial. Es más, empujados par la necesidad que siempre han experimentado de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma, no sólo tratan de capturarlo, sino también de fijarlo para siempre. Fijarlo con aquella nitidez y frescura que James Joyce atribuía al don epifánico: ese instante irrepetible donde lo inadvertido de las cosas se nos aparece par vez primera, capaz de condensar el tiempo entero y hacer sólida la noción de absoluto. Sólo entonces nos sería dado quizás contemplar las cuatro alas que la imagen de Cronos mostraba en algunas de sus representaciones: dos alas extendidas, como si fuese a volar; y dos alas plegadas, como si permaneciera quieto. Transcurso y éxtasis, dualismo del tiempo que solamente logramos trascender cuando de la mano del artista remontamos su curso hasta llegar al origen, descubriendo así que todo sucedía alrededor de un sueño, el de nuestra «vida anterior».

De "El latido  del tiempo", de Víctor Erice. Texto completo:

https://www.victorerice.com/2021/06/11/el-latido-del-tiempo/

 


miércoles, 14 de septiembre de 2022

EL "SISTEMA" ES EL ESTADO, NO EL CAPITALISMO, QUE SOLO ES SU MODERNA FORMA ECONÓMICA

 


      Todo propietario de un trozo de tierra, sea liberal, fascista, socialista o anarquista, debería saber que el verdadero propietario   es quien tiene el poder de expropiación, o sea , el Estado.

 

Con la economía y la naturaleza se tiende a pensar que ésta es solo parte  de aquella, un subsistema, la parte proveedora de las materias primas necesarias al proceso de producción capitalista. Pero la realidad se encarga de desvelar esta contumaz confusión en su trágica dimensión actual, cuando vemos cómo sus efectos se hacen dramáticamente visibles al chocar el desarrollo económico con los límites y leyes físicas de la Naturaleza. Tal es el predominio de la mentalidad economicista, que durante la historia de los últimos tres siglos, los del capitalismo, ha llegado a imponer globalmente la idea de que la economía es el auténtico Sistema, del que el Estado sería solo su herramienta política, el aparato responsable del control social a través del ejercicio funcional de la “política”, oportunamente renombrada como “democracia”. 

 

Igualmente se tiende a olvidar que el Estado es anterior al Capitalismo, con casi siete mil años más de historia, y que desde su origen arcaico nunca ninguna sociedad humana pudo librarse de vivir sometida a alguna forma de Estado. Se pasa por alto que cuando las comunidades humanas gozaron de cierta autonomía ésta fue siempre relativa, siempre  de algún modo “consentida” o "pactada" y siempre dentro de un  territorio propiedad de un poder superior, siempre bajo alguna forma de Estado. Y esta relativa autonomía pudo darse sólo en épocas de transición y debilidad de los Estados, tras la caída de un reino o de un imperio, como sucediera, por ejemplo, en la península ibérica tras el derrumbe del imperio romano y su relevo por el Estado visigodo a partir del siglo V.

 

Se olvida que la matriz ideológica constitutiva de todo Estado es el principio de voluntad dominante, de jerarquía, del que se beneficiaron siempre las élites propietarias y titulares del Estado, convertido este principio en religioso derecho de dominio sobre los territorios  y  las vidas de sus habitantes. Se olvida que tal derecho  no hubiera sido posible sin disponer de un modo efectivo de coerción, con el que las élites se autoconceden y otorgan un “legítimo” derecho  de propiedad, para cuya defensa reservaban para sí el monopolio de la violencia. 

 

Sabemos que desde su origen, el Estado surge como fruto de una alianza entre élites dominantes, que en el caso del primer Estado, el sumerio,  la integraban sacerdotes, grandes propietarios de tierras y guerreros mercenarios al servicio de los anteriores. Si repasamos la historia, veremos que la configuración de esta primera alianza estatal ha permanecido básicamente inalterada hasta nuestros días y que solo a partir de la época de la Ilustración –mediados del siglo XVII y la  Revolución Burguesa que vino a continuación- hubo un relevo progresivo de sacerdotes por "científicos". Los propietarios ampliaron su base social a comerciantes, banqueros, industriales y artesanos a medida que la sociedad se hacía más compleja, mientras que el estamento militar fue siempre el más conservador, en su papel de cancerbero o guardián del Estado, que esa fue siempre su “razón” de ser, como última instancia del poder propietario, el de las élites inventoras del Estado. 

 

Aquella primitiva alianza estatal inauguró una nueva época “histórica”, abriendo paso a una nueva forma de  vida social, en sociedades estatalizadas, una forma “política”, con denominación que refiere a la “polis” o ciudad, que por entonces ya se había convertido en la nueva forma de habitar los territorios, tras la revolución agraria, la sedentarización y la concentración urbana que le siguieron en consecuencia a medida que transcurría aquel tiempo, al que mucho después llamaríamos "neolítico". 

 

Pienso que no puede ser fruto de la casualidad la  irrupción simultánea del Estado junto a la agricultura y la ciudad; al igual que merece la pena detenerse a considerar la coincidencia del Estado con otras innovaciones neolíticas no menos trascendentales: es también el tiempo de la invención concatenada de la escritura, del libro y de la Historia. Así, no parece exagerado asignar a la institución del Estado una antigüedad neolítica, en desacuerdo con la creencia burguesa de su origen “moderno”, ya como Estado-Nación-Capitalista. 

 

Antes de la invención de la agricultura resultaba impensable el concepto de propiedad aplicado a la tierra; si acaso, al vestido, a los útiles, armas y herramientas que se podían portar en los largos desplazamientos en persecución de los grandes rebaños de animales salvajes, cazando al tiempo que recolectando las plantas comestibles encontradas en el camino...¿para qué pensar en la propiedad de la tierra en un mundo tan inmensamente vacío, extendido sin límites, en paralelo a los cielos y tan infinitamente  grande como éstos? Pienso que se equivocan quienes  imaginan una vida de escasez en un mundo como aquel, inacabable y repleto de abundancia.  

 

El concepto de propiedad fue, sin duda, una invención neolítica, un abstracto concepto “legal”, es decir, por efecto de una ley dictada previamente por alguien que tuviera el poder para hacerlo. La propiedad, como todo “derecho legal” es una invención estatal, en realidad  una concesión o gracia, otorgada en virtud de una ley dictada por un poder superior. Esa y no otra es “la razón” que explica la invención del Estado,  para “legitimar” la exclusividad en la posesión de la Tierra, para eso crearon el Estado los propietarios, junto a sacerdotes y mercenarios. En un principio, a aquel primitivo Estado  le bastaba contar solo con el beneplácito de los dioses y con la fuerza militar suficiente para imponer el respeto a su ley de la Propiedad...¿para qué más Estado, teniendo de su parte a los dioses y, en última instancia, un ejército?

 

Puedo llegar a entender la “naturalidad” con la que pudo ser percibido y asumido el orden jerárquico del Estado por aquellas primitivas comunidades campesinas, temerosas de los dioses y de la fuerza de la Naturaleza. Muchos pudieron pensar en ser ellos mismos propietarios, colonizando nuevas tierras lejanas y deshabitadas...lo malo es que quienes se lanzaron a tales viajes llevaban consigo, junto a sus enseres, la idea de Propiedad metida en sus cabezas, o sea, la idea misma del Estado.

 

Hasta puedo comprender la “naturalidad” con la que fueron asumidas en aquella antigüedad las sumisas relaciones de esclavitud -y luego de feudalismo- al servicio de la producción de la Propiedad. Puedo entender tal sumisión partiendo de aquella mentalidad campesina, religiosamente jerárquica, estatal y propietarista. Sí, porque aquellos campesinos primitivos no podían saber lo que hoy sabemos nosotros. Por ejemplo: que nada que haya sucedido vuelve a suceder; o que la Tierra es redonda y se nos ha quedado pequeña, que dispone de bienes  limitados, más teniendo en cuenta la población humana actual (al comienzo de nuestra era se calcula que vivían unos 150 millones de personas y a día de hoy, en 2022, ya son más de 7.900 millones los habitantes que pueblan la Tierra).

 

Por eso que no puedo comprender que sigamos viviendo bajo los mismos principios de jerarquía y propiedad, con el mismo pensamiento neolítico, como si el tiempo se hubiera detenido en aquel momento histórico en que fuera inventada la agricultura y con ella la Propiedad y el Estado.

 

Y, como poco, me resulta sorprendente la naturalidad con la que las ideologías de la Modernidad llegan a confundir entre derecho natural de uso y derecho legal de apropiación, en referencia a la propiedad de la Tierra y, por extensión, del Conocimiento humano. Esto solo es posible a partir de una mentalidad muy arcaica, básicamente imitadora de la ley natural-animal que rige en la selva: propiedad excluyente, basada en la fuerza y que en el caso de nuestra especie  incluye otro primitivo derecho añadido, el de herencia, que  sirvió y sigue sirviendo para justificar como “natural” la estructura patriarcal de las sociedades humanas, inseparablemente asociada a la idea de Estado.

 

No me cabe duda de que este derecho a la posesión  de la Tierra y del Conocimiento en regimen de exclusividad, corresponde a una  mentalidad primitiva, muy próxima a la del resto de especies animales, carentes de instinto ético e igualmente desconocedoras de los límites de la Tierra. Más bien, se corresponde con la misma imagen terraplanista que pudiera tener en la memoria de su limitado cerebro reactivo cualquier  otro animal depredador, carente del conocimiento histórico y científico que hoy tenemos los humanos. Ningún animal que no sea humano puede saber de la existencia de la Biosfera como parte "viva" de la Tierra, nada pueden saber sobre ese pequeño planeta esférico que deambula por el espacio sideral cargado de organismos, de una materia “viva” que (al menos hasta donde sabemos) es una excepción en el Universo. 

 

Y no deja de sorprenderme la pirueta intelectual, la facilidad “teórica” con la que las ideologías resultantes de la Modernidad  burguesa otorgan un “teórico” derecho humano-universal de Propiedad, para  en la práctica  restringirlo y protegerlo a favor de la clase social dominante, que siempre será la titular del Estado. Siempre la Propiedad como derecho administrado por un aparato estatal, que lo manejará a conveniencia de su "Clase", su "Pueblo" o su "Nación", según sea la facción que logre hacerse con el poder del Estado. Por eso que el moderno Estado económico reinventado por la clase social de esa época, la burguesía, sea necesariamente capitalista en todas sus variantes ideológicas. 

 

Efectivamente, la burguesía fue en su momento una clase nueva, revolucionaria, producto emergente de la revolución cultural (Ilustración) y tecnológica (revolución industrial), necesitada de “innovar” su propia forma de Estado burgués, el todavía actual, hegemónico y moderno estado-nación-capitalista. Pero a poco que indaguemos en sus principios ideológicos y en su ordenamiento estructural, apreciaremos que su matriz sigue siendo en esencia la misma del Estado neolitico original: jerarquía social y propiedad, de la Tierra y del Conocimiento. La complejidad del mundo actual no puede ocultar este hecho, la globalización capitalista no puede prescindir de su intrínseca naturaleza estatista, propietarista, depredadora y competitiva. La rivalidad entre Estados es tan consustancial al Sistema como lo es entre las empresas -por ejemplo, entre Apple y Microsoft- que siendo enemigas pertenecen al mismo Sistema. 

 

Hay quien piensa que aquel “nuevo” orden estatal, sea en su modo neolítico original o en su moderno modo burgués, no resultaba tan nuevo; lo interpretan como continuidad del orden jerárquico preexistente en las arcaicas sociedades preestatales, con las que su diferencia no sería sustancial y residiría solo en su mayor complejidad. Quienes así piensan, en consecuencia creen que ésto siempre fue así, con fundamento en los primitivos instintos de propiedad y jerarquía que los humanos compartimos con buena parte de las especies animales. Según ellos, no habría solución alternativa al Estado, lo que queda expresado como sentencia popularmente así acuñada: siempre hubo y siempre habrá ricos y pobres (división en clases sociales), lo que vendría a justificar la existencia natural de esta división social, o lo que es lo mismo, la natural necesidad del Estado. 

 

Sin embargo, hay quienes han indagado “en vivo” las relaciones de poder en las sociedades primitivas y han llegado, como Pierre Clastres (“La sociedad contra el Estado”, 1974) , a conclusiones bien distintas, proponiéndose demostrar la falsedad de la idea de que todas las sociedades necesariamente evolucionaron desde un sistema tribal, básicamente igualitario o comunista, a sistemas jerárquicos y en definitiva estatales. Frente a la cosmovisión economicista-marxista de la historia, P. Clastres observó y argumentó que en las sociedades primitivas existe un predominio de la esfera política por encima de la económica, lo que expresó certeramente en el concepto de “deuda”, por el que las sociedades primitivas imponen al líder o jefe tribal una deuda permanente, que impide a éste convertir su prestigio en poder separado de la sociedad. Pero al surgir el Estado neolítico se produce una inversión de esa deuda, y a partir de esa inversión la comunidad pasa a estar en deuda permanentemente con su soberano. P. Clastres demostró que las sociedades no jerárquicas poseen mecanismos culturales que, de hecho, impiden la aparición de figuras de poder, bien aislando a los posibles candidatos a jefe o monarca, o neutralizando completamente su poder, creando otro poder limitado al Consejo, con autoridad reducida a actividades rituales o a hablar en nombre de una ley ancestral, inalterable,  que impide toda evolución hacia el Estado, sino, más bien, hacia la reproducción de formas igualitarias de socialización, contrarias a la centralización y jerarquización del poder, en una guerra permanente contra la estatización de las sociedades. 

 

Frente a las “leyes de la Historia” promulgadas por Marx, Clastres decía algo así: “si la historia de los pueblos que tienen una Historia es la de la lucha de clases, la historia de los pueblos sin Historia es, con empleo de la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado”.

 

Hasta la revolución burguesa no hubo ninguna duda acerca de quién era “el Soberano”. Fue el renovado aparato estatal resultante de la revolución burguesa el que realizó un mágico acto de prestidigitación intelectual, por el que el Estado-Nación-Moderno acometió una innovación trascendental, que convertía al “Pueblo” o "Nación" en "Soberano", una soberanía asumida por el Estado, que éste representaba y detentaba en su nombre, siendo su materialización corpórea, para intentar así identificar lo imposible: Sociedad y Estado. 

 

Pudo parecer que este nuevo orden no era tan nuevo, sino continuidad del mismo orden “natural” en el que durante milenios vivieron las sociedades preestatales. Pero llegó un momento en que se hizo necesaria la justificación de legitimidad del Estado, de su dominio o propiedad sobre la Naturaleza y sobre las sociedades humanas. Sin duda, porque su “naturalidad” no explicaba, ni podía justificar suficientemente la arbitrariedad y violencia con que eran ejercidos estos “derechos naturales", de propiedad y jerarquía, a través del Estado. Hubo que inventar una argumentación suficiente: la de un "pacto social" ficticio, por el que los humanos admitíamos el poder del Estado a cambio de que éste impusiera un orden “moral” que impidiera la violencia entre nosotros, "para que no nos matáramos los unos a los otros", dejando que a cambio fuera el Estado el único depositario del derecho al monopolio en el empleo de la violencia. La propia historia del Estado pone en evidencia la falsedad y el error de dicho “pacto social”: toda forma de apropiación de la Tierra y toda forma de jerarquía social genera violencia necesariamente. La milenaria historia del Estado no es sino la historia de una continua  violencia, “legal" y/o "armada”, casi siempre resuelta en un sistémico "estado" de guerra perpetua. 

 

En medio de una crisis crónica y acelerada del Sistema, hoy estamos  asistiendo a la  confluencia de las ideologías resultantes de la  revolución burguesa original, que inaugurara la época denominada del “Estado Moderno”. Vemos producirse esa confluencia en el campo tecnológico, anunciante de un mismo proyecto tecnológico-posthumano,   en modo mecánico, una forma de vida instintiva, básicamente animal, solo reactiva, carente de consciencia de sí y más aún de conciencia:  es un proyecto incapaz de concebir un futuro propiamente humano. 

 

En la disipación de ese proyecto posthumano pienso que consiste la próxima y necesaria revolución integral, que solo será posible si tiene por sujeto a la “persona”, al individuo social que piensa, ese que además de consciencia tiene conciencia, un superior instinto ético. Me produce vergüenza ajena tener que recordar que solo ese sujeto-persona es el que puede “pensar” y acometer la revolución integral necesaria. Porque solo este sujeto puede hacerlo, nadie más, ningún individuo que carezca de un cerebro evolucionado, es decir, con instinto ético, a la vez social y ecológico; como tampoco puede hacerlo ningún sujeto-colectivo, por  carecer de  órgano cerebral propio. La expresión "pensamiento colectivo"  es ilusoria, acientífica, solo es una figura literaria. 

 

Pues bien, no es en el cambio climático, sino en  la crisis energética donde se dirime hoy la contradicción letal del Sistema estatal-capitalista, es ahí donde ninguna solución es posible dentro del mismo Sistema que nos ha conducido hasta la encrucijada existencial en la que estamos atrapados, de la que nuestra especie apenas ha comenzado a ser consciente. El Estado es la forma social de las comunidades humanas precientíficas o arcaicas, que en el devenir evolutivo de nuestra especie corresponde a su primera fase, sedentaria y tecnológica en modo ascendente, agrícola-artesanal-industrial. Considero, pues, al Estado como error evolutivo de nuestra especie, que  podrá seguir pareciéndonos un  error "natural” a condición de seguir viviendo como si la Tierra fuera un planeta plano e infinito habitado por apenas seis millones de humanos, los mismos que hace diez mil años. 

 

Incluso el pensamiento anarquista incurre, como el resto de las ideologías surgidas de la modernidad burguesa, en la misma ignorancia de sus propias contradicciones, cuando califica como “robo” a la propiedad de la tierra, al mismo tiempo que la reclama   "para quien  la trabaje". Yo reclamo un derecho  de uso, nunca de propiedad,  de la Tierra y del Conocimiento humano. Reclamo su declaración conjunta y unilateral, como Procomún Universal democráticamente autogestionado por cada comunidad humana en su espacio geográfico-convivencial, con responsabilidad social y ecológica universal. Lo que solo será posible  a partir de un Pacto o acuerdo  a escala de especie. Pero no soy tan ingenuo como para esperar que este Pacto del Común Humano se produzca expontáneamente, ante un previsible colapso del Sistema, o por un repentino momento de iluminación y arrebato "ético" de la Asamblea de la ONU. No,  pienso que  este Pacto puede hacerse ya, entre personas de una misma comunidad convivencial, por pocas que seamos al principio. 

 

 

 

 


G
M
T
La función de sonido está limitada a 200 caracteres

miércoles, 31 de agosto de 2022

EL MANIFIESTO CONSPIRACIONISTA


 

Se organiza alrededor de cada uno toda una “presión social” implacable, que va desde la comedura de tarro de los telediarios hasta el cacareo de los colegas, pasando por el bombardeo de las redes sociales. Luego, se les eructa, se les recrimina, se les amenaza de excomunión a los recalcitrantes y a los renegados. Y para terminar, se disemina la vida de esos irreductibles con miles de pequeños impedimentos mezquinos, miles de fatigosos inconvenientes, miles de diminutas prohibiciones sin llegar, sin embargo, a acabar con ellos. Se les sustrae imperceptiblemente de la vida social. En resumen: se les hace desaparecer”

La izquierda se ha vuelto irracional por medio del racionalismo, oscurantista debido a su cientificismo, insensible a causa de su sensiblería, mórbida debido a su higienismo, detestable por su filantropía, contrarrevolucionaria a causa de su progresismo, estúpida por haberse creído cultivada y malvada a fuerza de querer pertenecer al lado del Bien”

(Del Manifeste Conspirationniste)

 

Un libro recién publicado en Francia está conmocionando a (lo que sea) la izquierda francesa. Es el Manifeste Conspirationniste, de autoría anónima-colectiva, según es costumbre de Tiqqun o El comité Invisible. A primeros de octubre estará a la venta en España, traducido y editado por Pepitas de Calabaza. Este libro contiene todos los ingredientes para producir estupor en la opinión pública y especialmente en las izquierdas, como veremos también aquí a partir del próximo octubre. El libro se dirige a desmontar, pieza por pieza, la “versión oficial” de la pandemia, ese tema respecto del cual no se admiten preguntas. Como dice Enric Luján en su Interferencia Digital: “el mérito de sus autores probablemente resida en haber configurado el más peligroso artefacto político contra el relato oficial de lo vivido en 2020 (y más acá, digo yo), de ahí la inquietud generada por un simple libro”.

Volveré sobre el texto cuando pueda leerlo con detenimiento y en castellano. De momento, he ido a la versión francesa original y he traducido la introducción:

 

“Somos teóricos de la conspiración, como todas las personas sensatas ahora. Durante dos años que nos han paseado e investigado, tenemos toda la perspectiva necesaria para decidir entre 'verdadero y falso'. Las ridículas autocertificaciones que se suponía que debíamos completar tenían la intención de hacernos consentir en nuestro propio confinamiento y convertirnos en nuestros propios carceleros. Sus diseñadores ahora están felices por eso. La puesta en escena de una pandemia mundial mortal, 'peor que la gripe española de 1918', fue en efecto una puesta en escena. Desde entonces, se han filtrado documentos que atestiguan esto; lo veremos luego. Todos los modelos terroríficos estaban equivocados. El chantaje en el hospital resquebrajado también fue solo chantaje. El espectáculo concomitante de clínicas privadas casi ociosas, y sobre todo alejadas de cualquier requerimiento, bastaba para dar fe de ello. Pero la persistencia desde entonces en hacer pedazos los hospitales y su personal es prueba definitiva de ello. La furiosa determinación de barrer con cualquier tratamiento que no implicara experimentar con biotecnologías sobre poblaciones enteras, reducidas al estado de conejillos de indias, tenía algo de sospechoso. Una campaña de vacunación organizada por el gabinete McKinsey y un 'pase sanitario' más allá, la brutalización del debate público cobra todo su sentido.Podría decirse que esta es la primera epidemia mortal de la que la gente necesita estar convencida de que existe. El monstruo que lleva dos años avanzando sobre nosotros no es, de momento, un virus coronado por una proteína, sino una aceleración tecnológica dotada de un calculado poder desgarrador. Todos los días somos testigos del intento de realizar el demente proyecto transhumanista de convergencia de tecnologías NBIC (Nano-Bio-Info-Cognitive). Esta utopía de la revisión completa del mundo, este sueño de una gestión óptima de los procesos sociales, físicos y mentales ya ni siquiera se molesta en ocultar.

No hubiéramos tenido reparos en imponer como remedio a un virus resultado de experimentos de ganancia de función en el marco de un programa de 'biodefensa', otro experimento biotecnológico llevado a cabo por un laboratorio cuyo director médico se precia de 'hackear el software'. de vida. “Siempre más de lo mismo” parece el último principio ciego de un mundo que ya no tiene principios. Recientemente, uno de estos periodistas en la atención que pueblan las redacciones parisinas cuestionó a un científico un tanto honesto sobre el origen del SARS-CoV-2. Éste tuvo que admitir que la grotesca fábula del pangolín marcaba cada vez más tiempo frente a la hipótesis de la manipulación de cierto laboratorio P4. Y el periodista para preguntarle si 'esto no corre el riesgo de llevar agua al molino de los teóricos de la conspiración'. El problema con la verdad ahora es que prueba a los teóricos de la conspiración. Estamos ahí. Ya era hora de lanzar una comisión de expertos para poner fin a esta herejía. Y restablecer la censura.

Cuando toda razón abandona el espacio público, cuando aumenta la sordera, cuando la propaganda endurece su regla de hierro para forzar la comunión general, debemos salir al campo. Eso es lo que hace el teórico de la conspiración. Partir de sus intuiciones y embarcarse en la investigación. Tratando de entender cómo llegamos aquí y cómo salir de este pequeño bache del tamaño de una civilización. Encuentra cómplices y enfréntate. No te resignes a la tautología de lo existente. No temas ni esperes, sino busca serenamente nuevas armas. La fulminación de todos los poderes contra los teóricos de la conspiración prueba bastante cuánto se les resiste la realidad. La invención de la propaganda por parte de la Santa Sede (la Congregatio de propaganda fide o Congregación para la Propagación de la Fe) en 1622 no convenía a largo plazo a la Contrarreforma. El desprestigio de los aullidos acaba absorbiendo sus aullidos. La concepción de la vida que tienen los ingenieros de esta sociedad es evidentemente tan plana, tan lacunaria, tan errónea que sólo pueden fracasar. Solo lograrán devastar el mundo un poco más. Por eso es de nuestro interés vital cazarlos sin esperar a que fallen.

Así que hicimos como cualquier otro teórico de la conspiración: hicimos la investigación. Esto es lo que informamos. Si nos atrevemos a publicarlo es porque creemos haber llegado a varias conclusiones capaces de iluminar la época con una luz cruda y veraz. Nos sumergimos en el pasado para dilucidar lo nuevo, cuando todas las noticias tendían a encerrarnos en el laberinto de su eterno presente. Era necesario contar la otra cara de la historia contemporánea. Al principio se trataba de no dejarnos imponer por la potencia de fuego y el pánico de la propaganda reinante. Acostumbrarse al nuevo sistema de cosas constituye entonces el principal peligro, que incluye el de convertirse en su loro. Temer el epíteto “conspiración” es uno de ellos.

El debate no es entre conspiración y anticonspiración, sino dentro de la conspiración. Nuestro desacuerdo con los defensores del orden existente no se trata de la interpretación del mundo, sino del mundo mismo. No queremos el mundo en el que están andamios; por cierto, pueden quedarse con sus andamios para ellos. Esto no es una cuestión de opinión; es una cuestión de incompatibilidad. No escribimos para persuadir. Es demasiado tarde para eso. Escribimos para armar nuestro campo en una guerra que se libra en los cuerpos mismos con las almas como foco, una guerra que ciertamente no se opone a un virus y a la 'humanidad' como la dramaturgia espectacular quiere que sea. Así que tratamos de hacer que la verdad fuera “útil como un arma”, como aconsejó Brecht. Nos ahorramos el estilo demostrativo, las notas a pie de página, la lenta progresión de la hipótesis a la conclusión. Nos limitamos a las piezas y municiones. La conjura consecuente, que no sirve de adorno a la impotencia, concluye con la necesidad de conspirar, porque lo que nos enfrenta parece decidido a aplastarnos. En ningún momento nos permitiremos comentar el uso que cada uno puede, en tales momentos, hacer de su libertad. Nos ceñiremos a plastificar los obstáculos mentales más engorrosos. No pretendemos que un libro sea suficiente para arrancarnos de la impotencia, pero también recordamos que algunos buenos libros encontrados en nuestro camino nos han ahorrado muchas servidumbres. Los últimos dos años lo han estado intentando. Han sido para todas las personas sensibles, y sensibles a la lógica. Todo parecía hecho para volvernos locos. Se aferró a algunas amistades sólidas para que pudiéramos compartir lo que sentíamos y lo que pensábamos, nuestro asombro y nuestra revuelta. Hemos soportado los últimos años juntos, semana tras semana. La búsqueda siguió lógicamente. Este libro es anónimo porque no pertenece a nadie; pertenece al movimiento de disociación social en curso. Acompaña lo que sucederá – en seis meses, en un año o en diez. Habría sido sospechoso, además de imprudente, que se autorizara con un nombre o con varios. O que sirva a alguna gloria. “La diferencia entre un pensamiento verdadero y una mentira es que la mentira requiere lógicamente un pensador y no el pensamiento verdadero. No se necesita a nadie para concebir el verdadero pensamiento. […] Los únicos pensamientos para los que un pensador es absolutamente necesario son las mentiras. (Wilfred R. Bion, Atención e Interpretación, 1970)”

 


 




miércoles, 24 de agosto de 2022

MARÍA ZAMBRANO: PERSONA Y DEMOCRACIA

 

 


 


Hace 64 años de la publicación del libro de María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga,1904 – Madrid, 1991) titulado “Persona y democracia”, publicado en Puerto Rico en 1958. La autora vivía en Roma desde 1953. Se hizo una segunda edición en 1988 (Barcelona, Anthropos) y otra en 1996 (Madrid, Siruela). En estas dos nuevas ediciones se añadía al título el subtítulo “La historia sacrificial”, además de un prólogo fechado en Madrid, en julio de 1987.

Reconozco que no había leído nada de M.Z. desde mis tiempos del COU y que entonces lo hice por obligación académica. Ha sido todo un descubrimiento este libro dedicado a pensar la relación entre persona y democracia, que viene a ser sintetizado en su tercer capítulo, en el que describe la democracia como “humanización de la sociedad”.

La autora llegó a decir de este libro que es un testimonio de lo que pudo ser la historia y no ha sido: un triunfo glorioso de la vida”. Viene a afirmar que la realidad vivida por el individuo humano a lo largo de la historia ha consistido en lo que alguien ha decidido por él lo que había que hacer, para sentenciar a continuación que a partir de ahora este individuo «debe extender la conciencia histórica al resto de los que integran esta sociedad, abriendo un cauce a una sociedad digna de esta conciencia y de esta persona de donde brota». Se trataría, pues, de lograr una sociedad más humanizada y que su historia actuase sin tener que hacer sacrificios a los dioses, sin que aparezca una deidad que exija nuevos sacrificios...quiere ser consciente de las decisiones que le afectan y protagonista de los aconteceres en los que su vida está involucrada. Cada hombre forma parte de la sociedad y quiere participar en las decisiones; ha pasado ya el tiempo de que otro u otros actúen o decidan por él.

El proceso de humanización de la sociedad: Zambrano tituló la tercera parte de su libro «La humanización de la sociedad: la democracia», en la que quería decir que el hombre habría entrado en una etapa nueva de la historia de la humanidad desde el momento en el que percibió que, como hombre, estaba viviendo necesariamente en una sociedad, dentro de ella, y que solo en ella cobraba su sentido. En una etapa histórica anterior se afirmaba que el hombre se relacionaba con la naturaleza, pero esa relación era aislada, cuando el hombre se había perdido en ella o se había enfrentado con ella para conocerla. Antes de esa relación existió otra con los dioses, pues aquel hombre antiguo en su grupo, tribu o pueblo demandaba protección de aquellos seres divinos mientras le fueron propicios, hasta que esa protección dejó de funcionar. El hombre debió sentir entonces una soledad como individuo que produjo la aparición de la envidia y, con ella, la tragedia de una sociedad fundada en el sacrificio no aceptado: una primera forma de desigualdad entre los hombres (hombres que saben algo, hombres que creen saber y hombres que no saben).

La soledad del hombre le daría una dimensión nueva: la intimidad, en la que está cuando se da cuenta de la nueva situación, tiene que vencer el espanto inicial de estar solo y de no saber quién o quiénes pueden estar cerca. Y llega un momento en que se habitúa a esa soledad y vive de nuevo: es como un terror inicial que triunfa sobre la muerte; un pánico inicial que se suele superar con una relación con lo otro, con el otro, con los otros.

En el segundo apartado del capítulo tercero la reflexión de Zambrano gira en torno al pensamiento de Ortega y Gasset cuando habló de la diferencia entre creencias e ideas: en las creencias se está, las ideas se tienen. Explica Zambrano el sentido preciso de algunas expresiones como la de «individuo» e «individualismo» o la de «liberalismo político» en la democracia. Y rectifica la tendencia general del hombre a identificar el futuro con el origen [de algo nuevo], cuando de manera revolucionaria, creyendo que lo que pretende es algo absolutamente nuevo, lo proyecta en un pasado a modo de Paraíso o de Edad de Oro. Y concluye que no es posible asentar el futuro sobre el pasado. Prosigue matizando la propuesta de Ortega de que «si la historia es [un] sistema», no puede ser como los sistemas lógicos, porque el sistema de la historia no depende de la lógica, sino que se fundamenta en el tiempo futuro, algo que aún no es sino un proyecto, y esta interpretación replantea el conflicto de individuo y sociedad con una solución posible en la idea de Estado (Hegel), que termina siendo una nueva deidad, y en la idea de Rousseau, cuando proponía lo contrario: que fuese desde el individuo como se lograse un pacto interindividual. Si, como decía Ortega, la historia es sistema y se expresa en forma de razón narrativa (no con premisas y consecuencias), la conclusión a la que Zambrano llega es una visión o descubrimiento: el de la persona, es decir, del individuo dotado de conciencia, que se sabe a sí mismo y que se entiende a sí mismo como valor supremo: es un futuro por descubrir, mas no una realidad presente ya explícita.

Sigue un epígrafe dedicado a la primera aparición del individuo —sería mejor decir ciudadano—, que acaeció en la polis griega a partir del siglo VII a.C., cuando esta sociedad abandonó los sistemas tribales, el régimen de fratrías y reinos, así como en otros ámbitos geográficos los sistemas de monarquías absolutas orientales y egipcias. Ser individuo era un privilegio divino —incluso, entre los hebreos, se consideraba que ellos eran no el individuo, sino el pueblo elegido por Dios—. La polis griega significaba la integración en ella de la familia, de la tribu y de la fratría: el individuo griego, es decir, el ciudadano, es uno más entre los restantes ciudadanos, al que por elección se le encomienda la función de gobernar; por tanto, aparece el político elegido en asamblea de ciudadanos, no un heredero o un conquistador del poder por las armas. De esta forma, el hombre griego se presenta como individuo libre de los lazos familiares, tribales, «fraternos», de clase o de sangre. 

Es importante señalar que hubo esclavos y que existía una diferencia entre el trato que recibían los esclavos públicos —del Estado, de la polis— y el de los esclavos privados, que solía ser mejor, por propio interés del amo.

Zambrano distingue lo que se entiende por clase y por individuo. La clase social de los hombres libres no tiene un ancestro que los denomine y caracterice, a diferencia de la familia, tribu y fratría; ha perdido su cualidad sagrada y, por tanto, es solo una agrupación humana; y constituye una clase social: la de los ciudadanos libres. Es así como en Grecia surge a la vez el hombre (libre), el ciudadano, el hombre sin ninguna máscara, y, al mismo tiempo, perdura el grupo de los esclavos, de quienes no alcanzaban el nivel de ciudadanía. La nueva condición del hombre valdrá más que antes al ser, primero, hombre libre y, en segundo lugar, tener un valor distintivo respecto al esclavo. Ya no influye su origen de sangre ni tampoco que haya estado revestido de poder. Lo que cuenta desde que el hombre es considerado ciudadano y libre es el hecho de que se convierte, se «revela» como medida, como una unidad constitutiva de una sociedad nueva: la polis.

Y posteriormente vuelve al tema de las ideas y creencias de Ortega y Gasset, para recordar los puntos que distinguen las unas de las otras:

-Las ideas son hijas de la duda, pensamientos que surgen de la soledad del hombre y, por tanto, son individuales; quien piensa en ideas está pensando orientado hacia el futuro y lo prepara.

-Las creencias pertenecen al pasado y las usamos y aplicamos sin darnos cuenta en muchas ocasiones, dado que vivimos de ellas; las creencias no solemos pensarlas, sino que las sentimos llegar de un pasado más o menos lejano y nos dan seguridad cuando el porvenir se oscurece y se cierra. En las sociedades primarias solo hay creencias, entre las cuales destacan religiones, cuyos dioses se enmascaran y, a veces, aterrorizan a los hombres, lo que impide que en dichas sociedades haya libertad. Por otro lado, las culturas en las que el hombre no se ha revelado en su valor propio, como ser racional, no pueden tener filosofía, sino tal vez una sabiduría o una poesía religiosa o narrativa, pero sin capacidad de razonar humanamente, porque se carece de libertad para pensar y actuar.

Zambrano recordará que Teognis de Mégara (localidad cercana a Atenas), quien vivió en el siglo vi a.C.  cantaba en sus versos que «los hombres eran propiedad de los dioses». Si Sócrates dijo lo que dijo a finales del siglo V a.C.(«Solo sé que no sé nada...») y fue condenado a muerte y ejecutado en el 399, la frase de Teognis no habría tenido sentido si se hubiese pronunciado en el siglo IV a.C. La actitud del hombre griego y su forma de pensar respecto a los dioses había cambiado radicalmente a lo largo del siglo V a.C. Sócrates será condenado a muerte por ser fiel a sus ideas y creencias y, sobre todo, por decir que era consciente de no saber nada y, por ello, ser el más sabio. Sócrates supo hacer gala de su condición de hombre libre cuando apelaba a su conciencia y a su pensamiento, dijera la polis lo que dijera; pero estaba dispuesto a acatar la sentencia que se dictase por respeto y coherencia de hombre libre que ha de aceptar el juego democrático. Y lo aceptó, a pesar de que le ofrecieron poder escapar de la cárcel; quiso que se cumpliera la sentencia del tribunal para hacer patente el error de la justicia ateniense, por muy democrática que fuese considerada.

Hasta esos siglos de aparición del hombre como individuo, el hombre había aparecido siempre enmascarado como perteneciente a una clase social, en una función (pública) o como alguien extraordinario por encima o por debajo de lo humano. Al irse desarrollando este nuevo hombre en la vida ciudadana, se fue despojando de las máscaras para quedarse solo con la imagen simple de hombre. 

Y decía María Zambrano que la democracia tiene una dimensión temporal, que lleva tiempo, mucho tiempo. El tiempo necesario para el contraste de pareceres, el uso público de la razón, el debate libre, la formación de consensos, la revisión de las decisiones, la exigencia de responsabilidades: la calidad de estos procesos es incompatible con la prisa. De tal modo que al respecto acababa sentenciando:

“las sociedades donde la gente “no tiene tiempo” no pueden permitirse la democracia. Dicho sea de paso: ésa es una de las razones del antagonismo profundo entre capitalismo –con su impulso hacia la constante aceleración—y democracia. Sin olvidar nunca que sin democracia en las fábricas y oficinas y campos, sin democracia en los centros de trabajo, no hay democracia. Y que sin democracia para decidir sobre la investigación científica y el desarrollo tecnológico, en este nuestro mundo de potencia tecnocientífica creciente, no hay democracia.” 

 Nota: es muy recomendable esta comunicación de Enric Luján (https://interferencia.digital), grabada en video: “El pensamiento político de María Zambrano”, accesible con este enlace: 

 https://youtu.be/5n5hKH6tjl8

jueves, 21 de julio de 2022

LAS IZQUIERDAS, ATRAPADAS EN EL BUCLE DE MOEBIUS

 

M. C. Escher - Mobius Strip II, 1963

 

Hasta 1789 no hubo izquierdas ni derechas. En esa fecha la burguesía y el campesinado del estado francés, junto a los primeros proletarios, renegaron de la estructura tradicional de un Estado "antíguo" que se mantenía a costa de los tributos aportados por ellos, mientras que eclesiásticos y aristócratas disfrutaban del privilegio de un “histórico” derecho de exención. La revolución francesa venÍa a reformar la estructura social tradicional, basada en una economía feudal, y a eliminar privilegios; pero en realidad no cambió el “sistema”: los que antes se repartían los asientos del poder en tres “estamentos”, pasaron a repartírselo en uno solo, con asientos situados  a ambos lados del hemiciclo,  a  izquierda y derecha. 

Lo que cambió la revolución francesa no fue la estructura estatal,  fue la situación de los asientos de aquellos que se disputaban el timón del Estado. Y sucedió lo que tenía que suceder, que aquella revolución solo fue un salto histórico, por el que la sociedad francesa pasó de estar gobernada por el regimen absolutista de un monarca, Luis XVI, a estarlo bajo el regimen absolutista de Napoleón Bonaparte, un general republicano. 

Por mucha imaginación que se le ponga, sea en modo monárquico o republicano, el Estado es lo que es y no puede ser otra cosa, conclusión a la que puede llegar cualquiera que repase los últimos siete mil años de historia. Que no por casualidad esa es la edad del Estado. Lo que en realidad vino a decir la revolución francesa fue: “el Estado sí, pero no así”, dicho que a algunas personas nos suena muy actual.

Sumadas, la mentalidad ilustrada (revolución epistemológica), la industrial (revolución tecnoeconómica) y la republicana (revolución política), fueron los ingredientes constructores del mito del Progreso, fundante del imaginario  ideológico del "moderno" Estado-Nación-Capitalista.

Durante los siglos previos, la lucha de clases fue mucho más sencilla. Cada persona sabía cual era su sitio en la sociedad: se pertenecía al Estado o al Pueblo, no había más clases, solo estaban esas dos: la de quienes tenían acceso al poder o a sus beneficios y la de quienes no tenían acceso ni beneficios. La Modernidad no cambió nada sustancial, nada que modificara la estructura estatal basada en la desigualdad y en la división social en clases, pero sí  introdujo una creciente complejidad en las relaciones sociales, que "parecía" cambiarlo todo. 

Para los liberales, el Progreso pasaba a ser el motor de la Historia, al igual que la lucha de clases lo era para los proletaristas, de ideología mayoritariamente marxista. Ambas mentalidades eran igualmente “modernas”,  enfocadas  igualmente en una misma idea del Progreso,  reducida exclusivamente a lo económico. La lucha de clases no era una novedad, era lo natural, la que siempre se dio en todas las épocas y en todas las sociedades, y siempre resuelta a favor de las élites que tuvieran el control y la fuerza militar del Estado. La novedad era la propia idea de Progreso, en la que burgueses y proletaristas coincidían, al igual que todas las facciones ideológicas -socialistas, comunistas y fascistas- que fueron surgiendo con esa misma matriz “progresista-estatalista”, de titularidad -no se olvide- burguesa-liberal-republicana. 

La única excepción fue la facción proletaria de ideología anarquista, que imaginaba el Progreso sin clases sociales, al igual que el comunismo, pero sin necesidad del Estado. Esta última ideología moderna, la anarquista, fue, sin duda, la más cercana  a la ancestral visión popular, opuesta al  Poder por sistema. Pero fracasó en su intento, como le sucediera durante siglos a todos los Pueblos. Tampoco el anarquismo acertó con la fórmula, sabía su finalidad, libertaria y emancipadora del sistema estatal de clases, pero no sabía cómo recorrer ese camino; la primaria aversión anarquista a toda organización y programa lo hicieron imposible. Y así, a pesar de sus históricos momentos de brillo popular y de conquistas parciales, el movimiento anarquista se fue disolviendo por sí mismo, en su propio caldo nihilista, hasta quedar hoy como marginal “estilo de vida”, disidente dentro del Estado, pero tan integrado como irrelevante.

Es su religiosa creencia, en el imaginario moderno del Progreso, lo que ata a las izquierdas al Sistema Estado, es su visceral desconfianza en la capacidad de autogobierno de las comunidades humanas, de la gente del Común. Eso las emparenta con las derechas, es lo que impide a las izquierdas comprender qué es el Estado y que éste no es sino “el Sistema” al que dicen enfrentarse, entrando así en un bucle de Moebius en el que no encuentran salida, sencillamente porque en este bucle no la hay. Creen circular "al otro lado", en un lugar donde solo existe un único lado.

Así, su anticapitalismo o su antifascismo no pueden ser “antisistema”, cuando el capitalismo es la forma económica del Estado y el fascismo su recurso de última instancia. Las izquierdas modernas son prosistema, tanto como las derechas, con la desventaja de que éstas, jugando en campo propio tienen ganada la partida de antemano. Las izquierdas no son antisistema, ni pueden serlo mientras sigan esperando el despertar de una ilusoria conciencia de clase, o el advenimiento, no menos ilusorio, de un Estado "Mejor".

Díganme un momento de la Historia en que las personas y las comunidades humanas hayan podido vivir sin el peso del Estado. Y díganme cuándo, como ahora, el Estado se ha entrometido tanto en la intimidad de nuestras vidas, sin dejar un mínimo hueco sin controlar o legislar. No lo hay, habría que remontarse a la prehistoria, porque la Historia también es propiedad del Estado.

Sin abandonar el imaginario “progresista” de la Modernidad, no hay salida a la trágica situación a la que aceleradamente nos aproximamos, al colapso económico, ecológico y social, inevitable a medida que se vaya agotando la energía fósil que ha mantenido en movimiento al Sistema durante los últimos cien años, el siglo del petróleo y su ilusorio Estado de Bienestar. No serán las epidemias globales, ni el cambio climático, será el agotamiento del petróleo lo que destruirá la ilusión burguesa de Progreso. Las derechas, históricas titulares de la propiedad y gobierno del mundo, lo saben; y por eso nos educan para lo Peor y ya inminente. ¿Por qué, si no, las prisas por acelerar la transición energética o la inteligencia artificial?, ¿por qué la masiva propaganda de guerra global, por todos los medios y en todas las latitudes,  por qué poner de moda el ecofascismo nuclear?, ¿cómo explicar el regreso a la guerra económico-militar entre bloques de estados capitalistas y comunistas, cuando éstos últimos ya no existen?... ¿es que nadie ve en la guerra de Ucrania una perfecta cinta de Moebius?


Lo diré una vez más: las izquierdas, atrapadas en el ideario burgués de la Modernidad, son el tapón que impide la revolución comunal hoy necesaria, solo viable  a condición de concebir la vida humana sin la necesidad del Estado. Lo hagan o no, de todas formas el colapso de la civilización burguesa está cantado, sucederá porque ya es demasiado tarde para evitarlo. Sin embargo, a pesar de todo, tengo una irreductible confianza en la superioridad de nuestro instinto ético y ecológico sobre nuestros más primarios instintos animales, los de propiedad y jerarquía, responsables últimos del atasco evolutivo en el que ahora se siente bloqueada nuestra especie, por primera vez en su conjunto. 

Por eso sé que, no tardando, comenzaremos a autoorganizarnos en comunidades de cooperación y ayuda mutua, al menos para resistir y sobrevivir al colapso que se avecina, con esa inteligencia mínima. Si bien, siempre pesará en la memoria de la conciencia humana el próximo sacrificio  de millones de personas inocentes, en el altar del Progreso.