miércoles, 26 de noviembre de 2025

LA NACIONALIDAD DE LOS ANIMALES QUE HABLAN

 

 

Composición propia, con un fragmento de la portada del libro "La España que tanto quisimos. Cuándo y por qué se quebró el sentimiento de arraigo de los españoles", de Victor Gómez Pin.

 

Nuestra singularidad como especie humana consiste en que somos “el animal que habla”. Y la lengua que aprendemos desde el nacimiento es la transmitida por nuestros padres, sobre todo por nuestras madres, porque son ellas las que llevan el peso mayor de la crianza en los años en que el habla se aprende y se convierte en nuestro principal vínculo social. 

Pensemos lo mal que soportan los Estados modernos la existencia de lenguas  diferentes a la "oficial” o nacional del Estado -caso del catalán, del euskera y del gallego- que son vistos como potencial amenaza nacionalista, generadora de otros "estados".

Por tanto, a la altura del conocimiento y experiencia histórica que acumulan nuestras sociedades, entiendo que la nacionalidad es en esencia una relación pre-política y cultural, que depende de la lengua materna y no del "territorio estatal” de nacimiento. Al interior de cualquier Estado, la comunidad real, convivencial, es la de los hablantes de la misma lengua materna, siendo artificial e impuesta la "comunidad" política que los Estados denominan “nacional”. La primera es fija y para toda la vida, además de ampliable y compartida con quienes hablen la misma lengua materna en cualquier parte del mundo donde hayan nacido o residan. La otra, la estatal, es una comunidad artificial y coyuntural, variable, que puede perderse o ganarse en cualquiera de los avatares históricos en los que se meten los Estados: por las guerras en las que se pierden o conquistan territorios, como también por pactos de conveniencia o por matrimonios entre familias reales.

Por ejemplo, pensemos en la confusión a tal respecto, que tendrá la gente nacida en las regiones de habla rusa (Dombáss y Crimea) al interior del Estado de Ucrania, que son el  30% de la población total del estado, pero que muy probablemente en los próximos meses pasarán a ser ciudadanos de nacionalidad rusa, en virtud de los "acuerdos de paz" negociados por los presidentes Trump de EEUU y Putin de la Federación Rusa.

En todo caso, tengo muy claro que el uso predominante del concepto “nación”, como de sus derivados “nacionalismo” y “patriotismo”, es un uso forzado que hace el Estado Moderno, por su necesidad de legitimación, que para eso recurre a la idea abstracta de una “comunidad nacional”, a partir de un supuesto “pacto social” entre el individuo y el Estado, por el que queda establecida una relación de comunidad y pertenencia al Estado, que es denominada indistintamente como “nacionalidad” o “ciudadanía”. Este “pacto” es en esencia la teoría política que justifica el origen y finalidad de todo Estado, dirigida a explicar la supuesta legitimidad del poder político propiamente estatal, que necesariamente es vertical o de clase y que explica, por tanto, la formación de las sociedades estatales.

Como dijera Thomas Hobbes, en la versión más difundida del “pacto social”, éste es un acuerdo (?) o contrato (?) imaginario, para permitir la existencia de una autoridad política (del Aparato estatal) encargada de regular la convivencia y así sortear el “estado de naturaleza” que, según Hobbes, "es una guerra de todos contra todos, donde la inseguridad y el miedo a la muerte es el motor que impulsa a las personas a ceder su poder para evitar la caída en el reino de la violencia y el caos". El primer propósito de este pacto o contrato es el de crear un poder artificial  que imponga normas y garantice la paz y protección de la “nación” o “ciudadanía" perteneciente al Estado.

Téngase en cuenta que en los siglos anteriores al XVIII y remontándonos hasta el orígen milenario de los primeros Estados -hace unos 10.000 años- el concepto político de “nación” fue inexistente, porque hasta llegar a esa revolución burguesa del XVIII, el Estado no buscaba legitimidad, ni la necesitaba, porque le bastaba su Fuerza Bruta como básica "razón" de ser, integrada por los cuerpos mercenarios de policía y ejército. En esencia sigue siendo así, solo que ahora lo es disimuladamente (más o menos "democráticamente"): las denominadas “Fuerzas de Orden Público” y los Ejércitos en última instancia, como siempre, son la columna vertebral que sostiene el Aparato estatal de dominio (propiedad) sobre la población y el territorio "nacional" de cada Estado.

La idea política de “nación” y “nacionalidad” es, pues, una creación de los estados modernos que dieron en nombrar como “ciudadanía” a la categoría política de esa relación de pertenencia y sumisión de los individuos nacidos y en todo caso "contenidos" en un “territorio nacional” que, NO SE OLVIDE, es una porción de la Tierra que pertenece en calidad de "propiedad absoluta" al Estado, por encima de todas las posibles propiedades, porque todos los Estados reservan para sí el poder de expropiar cualquier propiedad, sea individual o colectiva. 

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Por otra parte, asistimos a una novedad histórica trascendental, que ya está cambiando nuestra percepción del mundo, a escala individual como de especie. Consiste en el avance acelerado y arrollador de la denominada "inteligencia artificial", con las siglas IA, que cuestiona esta singularidad del ser humano como "el animal que habla". Hay teóricos que auguran un pronto reemplazo de esta singularidad a cargo de máquinas hablantes. Yo me niego a aceptar este reemplazo como inevitable y coincido en ello con el filósofo Víctor Gómez Pin cuando refuta esa tesis en su ensayo “El ser que cuenta”, en el que reivindica la singularidad humana “basada en un atributo excepcional en la escala evolutiva: el lenguaje, que le permite descifrar símbolos y hacer razonamientos abstractos”. Como explica el filósofo en ese libro, gracias a la palabra, la humana es "la especie que cuenta", que da cuenta de las cosas y, además, es consciente, se da cuenta de ello.

 

 Composición propia a partir de la ilustración que figura en la portada del libro de Víctor Gómez Pin titulado "Reducción y combate del animal que habla".

 

A pesar de que algunas entidades artificiales hayan alcanzado un sorprendente nivel de sofisticación, caso de ejemplos como AlphaFold2, un sistema que predice la estructura de las proteínas con una precisión que supera en mucho a la humana; o del artefacto denominado “Lamda” que “posee sentimientos y conciencia” según dicen algunos ingenieros, por lo que según éstos cabe plantearse si podemos considerarlo como una “persona”. Víctor Gómez Pin relativiza este fenómeno y considera que lo que hace el artefacto Lamda es en realidad “una simulación lingüística y no  una verdadera conversación racional”.

En la parte del libro que titula “La vida se hizo verbo”, el filósofo argumenta que ninguna otra criatura, animal o maquina, posee un lenguaje como el humano, capaz de articular una visión simbólica o representativa del mundo. Así dice, poéticamente a mi entender, que “cada niño que aprende a hablar repite el proceso que dio lugar a la humanidad misma”. Y que en ese trámite, “se despierta no solo la facultad de nombrar, sino también el asombro, la estética, la matemática y la conciencia de uno mismo y del universo”. Y en el capítulo “Verbo sin vida”, se pregunta si una máquina que tuviera el equivalente digital a nuestros sentidos de la vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto, pudiera llegar a tener también un equivalente digital del “sentido común”, que es rasgo específico del corpóreo y orgánico individuo humano. 

Según este filósofo podría considerarse como “verdadera inteligencia” la de una máquina que llegara a superar el test de Kant: siendo capaz de explicar los fenómenos que ha previsto, demostrando sensibilidad estética y distinguiendo lo digno de lo indigno. Termina el libro dedicado a las capacidades cognitivas de las especies animales no-humanas, atendiendo a que también por ahí es cuestionada la singularidad humana, dada la cercanía evolutiva que tenemos los humanos respecto de otros animales y  reconociendo la existencia de animales y plantas que sienten y hasta piensen y se comunican, pero negando que piensen en términos abstractos. Porque, una cosa es la conciencia primaria que compartimos con los mamíferos y otra es la secundaria y exclusivamente humana, que implica capacidad reflexiva y simbólica, que no posee ningún otro mamífero, ningún  animal, ni máquina alguna.

Una idea que  también comparto, es que la ética marca otro límite que nos separa de animales y máquinas. Frente al utilitarismo y nihilismo que defiende los derechos animales a un nivel semejante al de la especie humana, Gómez Pin reivindica el imperativo kantiano que nos diferencia de los entes irracionales: “tratar a todo ser dotado de razón como un fin en sí mismo y no un medio para conseguir algo”. Esto significa que el ser humano es el único animal que puede actuar éticamente y por convicción racional. Y por si todo ésto fuera poco, nos parece imposible que la creatividad humana pueda ser replicada por otros animales o por máquinas (que, NO SE OLVIDE: no son sino obra y producto de la creatividad humana).

Llama poderosamente mi atención que el autor, aún reconociendo la capacidad de narración que pueda desarrollar la tecnología de la IA, se pregunte si ésta será capaz de narrar “una historia realmente nueva, una jamás contada”. 

En la segunda parte del libro, titulada significativamente "La vida se hizo verbo", Gómez Pin subraya la singularidad que sobre el resto de los seres vivientes otorga al hombre el lenguaje y la capacidad de descifrar símbolos. Parte de Descartes para sostener que ninguna otra entidad animal o maquinal posee algo análogo a nuestro lenguaje y no es susceptible de mediar a través de palabras su relación con el mundo como nosotros. Todo niño que comienza a hablar, indica el autor, "rehace en sí mismo el proceso que condujo a la aparición y el devenir de la humanidad y está demandando todo aquello que las palabras han posibilitado: el mundo de los símbolos; el asombro por las cosas narradas; la música, que es inherente al lenguaje, parece separarse de él y adquirir entidad propia; la fascinación por los entes matemáticos y, por supuesto, las preguntas sobre el origen, tanto del universo como de sí mismo. En este sentido, la aparición del hombre en un momento determinado de la historia evolutiva no fue un momento más, un momento entre otros momentos. Siendo un ser natural, el hombre es, sin embargo, radicalmente singular respecto de su entorno, lo cual plantea la hipótesis de que el hombre sea la unidad focal de significación del propio orden natural".

En la tercera parte del ensayo, titulada "Verbo sin vida", Gómez Pin se pregunta si nuestra especie dará  lugar a «un ser artificial dotado de la inteligencia, a la vez perceptiva y conceptual, y que además tenga esa trágica certeza de la propia finitud que acompaña a todo individuo humano.   Y es que, además de ser "el animal que habla", también somos el único animal que sabe que va a morir.

Hay teóricos de la IA que respecto del sentido común y  la intuición especulan si estamos ante un atributo exclusivamente humano. Incluso los hay que se preguntan si una máquina que llegue a tener algo equivalente-digital a la vista, al oído, al tacto, al olfato y al gusto, tendría también un equivalente digital de la intuición y del sentido común. Incluso hay quien llega a creer que tanto  la intuición como el sentido común se pueden alcanzar mediante gigantescas redes neuronales artificiales. 

Todo ésto parece demostrar que hay una frontera, de momento inexpugnable, entre el hombre, las máquinas y los animales, que es ese deseo de explicar el sentido de la existencia propia y la del mundo, un "deseo intrínseco de hacer el mundo más inteligible", como sabemos desde Aristóteles hasta el físico Max Born. Si bien, como reconoce Gómez Pin, la frontera de la ética se nos presenta más porosa cuando vemos que expertos en comportamiento animal han estudiado ejemplos de altruismo en otras especies. Sin embargo, en ese mismo libro el filósofo apunta la gran diferencia entre el animal humano y las otras especies de animales, recordando que el comportamiento propiamente humano  consiste en no instrumentalizar la razón, teniendo a ésta como causa final, lo cual se trasluce en el célebre imperativo kantiano: "jamás tratar como un medio a ser alguno en quien la razón se encarne", o sea: lo que calificamos como Ética.

Concluyo pensando que, sin duda, la IA puede imitar la creatividad humana, dada la ingente cantidad de historias, de las que una inteligencia artificial dispone y dada su pericia algorítmica para reconocer patrones y combinarlos, siendo verosímil que pueda contarnos una historia, pero tengo la misma duda que el autor del libro que me sirve de referencia, no solo acerca de la frontera de la ética, de la intuición o del sentido común, también acerca de la posible originalidad y de la "chispa estética" de la IA. Porque, cualquiera que sea la historia que pueda contar una IA, ¿podrá ser una historia jamás contada?, ¿de qué memoria puede echar mano el algoritmo, que no sea  una extraída de la experiencia humana y ya contada por "el único animal que habla"?...porque solo si la respuesta fuera positiva, una IA podría ser homologada a la humana.

 

PD: 

Y además, ¿qué decir  de esa otra singularidad humana, que es la poética o religiosa...porque, díganme, si aparte del  animal humano hay otro animal o máquina que hable  con el vacío o con las esferas celestes, o que mantenga conversaciones con estatuas de dioses, santos y vírgenes?...y también, siendo cierto que  la especie humana todavía sigue el principio animal de organización jerárquica (clasista o estatal en el caso humano), sí que es otra y extraordinaria singularidad humana ese sueño/proyecto, permanente y siempre pendiente, de querer vivir en sociedades no jerárquicas, realmente igualitarias y democráticas...¿se sabe, acaso, de algún animal o máquina que sueñe con vivir en modo de autogobierno, en comunitarias asambleas de iguales?

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