“He publicado infinidad de dibujos; pero estoy descontento de todo lo que he producido antes de cumplir los setenta años. Fue a la edad de los setenta y tres cuando comprendí más o menos la forma y verdadera naturaleza de los pájaros, de los peces, de las plantas, etc. En consecuencia, a la edad de ochenta años habré hecho muchos progresos, llegaré al fondo de las cosas; a los cien, un punto o una línea, todo estará vivo. Pido a los que vivan tanto como yo que vean si mantengo la promesa”.
Katsushika Hokusai, postfacio a Cien vistas del monte Fuji, 1834
Tres de las 102 viñetas del libro “Cien vistas del monte Fuji”, de Katsushika Hokusai
Eso
mismo me está pasando, y a la misma edad que le sucediera a Hokusai.
Y pienso que también le pasa a mucha gente, que a medida que nos
hacemos viejos empezamos a tener algunas certezas sobre lo que
pudiera ser èsto del vivir y el habitar un mundo, al tiempo que un
lugar, y hasta cierto entendimiento de lo que sucede a nuestro
alrededor...a buenas horas mangas verdes, decimos por costumbre cuando presentimos que
nos queda poco tiempo y la vida reclama una prórroga. Y es que
antes de llegar a la vejez, aunque lo intuyamos, no acabamos de entender
que nuestra principal diferencia respecto del resto de especies
consiste en que los humanos somos los únicos animales que viven sabiendo que
van a morir. Lo que no es una diferencia pequeña.
Por mucho que lea, escuche o vea, lo que más puede en mí es una intuición poderosa que proviene, seguro, de una especie de fondo o sedimento vital, producto de la experiencia acumulada en ese montón de años que cargo con creciente pesadumbre, lo reconozco, sí, porque los huesos me duelen cada día un poco más y tienden a respetarme solo si me humillo y camino algo encorvado, un poco más cada día.
No tengo una clara conciencia del día que entré en la vejez, pero tuvo que ser después de entrarme esta obsesión que tengo con la idea de un mundo nuevo y comunal, “del común y lo común”, construido a partir de un pacto de especie...es una poderosa obsesión como la que le supongo a Hokusai con el monte Fuji: una idea fija que te absorbe el pensamiento y toda tu creatividad hasta en sueños, que te tiene como sumido y preso de una fiebre constante en el tramo final de tu vida, una pasión compulsiva que sin parar te dice date prisa, date prisa, dilo, dilo y déjalo por escrito, que mañana igual se hace tarde, o ya no recuerdas, o ya no llegas ni puedes.
Composición, a partir de la Gran Ola de Kanagawa y el monte Fuji, de Hokusai, y la Noche estrellada de Van Gogh.
Obsérvese que al fondo de la Gran Ola amenazante se vislumbra la pacífica silueta nevada del monte Fuji, siempre omnipresente, estableciendo obsesivamente un contraste radical entre movimiento y serenidad, lo mismo en el cuadro que en todas las 102 escenas de su obra “Cien vistas del monte Fuji”.
La composición del cuadro de Hokusai nos coloca en posición de observadores detrás de la ola gigante, capturando el preciso instante que precede al desplome de esa inmensa masa de agua que tiene la envergadura de una gran montaña. Ese instante me parece a mí muy similar al que vivimos hoy en día, mirando atónitos cómo nuestro mundo está a punto de ser arrasado ante nuestra paralizada e impotente mirada.
Es curioso y muy sorprendente lo que sucede con el arte de Hokusai, el artista que habiendo roto con el convencionalismo de la tradición japonesa por influencia de la pintura paisajista europea -concretamente holandesa- rompió con esa tradición al integrar en su arte los paisajes y las actividades rurales, junto a una técnica de largas perspectivas y presencia constante de asuntos cotidianos, lo que en realidad era muy poco frecuente en el arte japonés practicado en su tiempo, a caballo de los siglos XVIII y XIX. Digo que es sorprendente, porque desde Europa se vió la “Gran Ola de Kanagawa”, la más conocida obra de Hokusai, como la quintaesencia del arte japonés y en un rizo de paradojas incluso hubo expertos en arte que llegaron a afirmar que Van Gogh se había inspirado en la Gran Ola de Hokusai al pintar en 1889 su obra "La noche estrellada", donde puso nubes que parecen grandes olas a punto de romper en un cielo oceánico montado sobre un mar de girasoles.
Este paradójico vaivén entre Occidente y Oriente me sirve de ejemplo que ilustra muy bien lo des-orientado que anda nuestro occidente europeo, que ve orientes y orientalismos por todas partes, como ausente y extranjero de sí mismo, una Europa que todavía se cree un continente contra lo que dicen sus propios mapas, que la sitúan en la pequeña parte atlántico-mediterránea del gran continente euroasiático, ignorante de su condición “oriental” respecto del actual imperio USA. Quizá, digo yo, sea por disimular sus viejas vergüenzas coloniales o su condición actual de provincia imperial.
Desde
que empecé a subir montañas a temprana edad, allá donde he vivido tuve siempre mi
propio monte Fuji como horizonte y referencia espacial y vital, sin que fuera algo premeditado. Fue el pico de Midi d`Ossau (2884m) mientras vivía en los Pirineos junto a la frontera del Somport, el pico Almanzor (2591m) durante
los muchos años que anduve habitando y escalando por las gargantas y circos de la Sierra de Gredos, y desde hace más de treinta años son los picos Espigüete (2450m) y Curavacas (2524m), por ahora y mientras viva aquí, en la Montaña Palentina.
Mi monte Fuji no es solo una montaña, es también una poderosa intuición que guía mi pensamiento en este tramo final. Por eso sé (sin saber cómo) que por primera vez en la historia de la humanidad, es ahora, en estos mismos días de máxima incertidumbre y confusión ideológica, cuando empezamos a vislumbrar una mínima conciencia universal y de especie, que nunca antes fue posible, ni lo será del todo mientras sigamos habitando la Tierra con mentalidad de consumidores o propietarios, repartidos y aislados en solares nacionales, cada cual vivíendo en su raza y nación particular, en sucedáneas comunidades estatales, burocráticas, comerciales y militares, indemocracias todas, naciones y personas abriéndose paso a codazos en este mundo-mercado, a la caza de Grandes Rebajas.
Y
ésta es la paradoja inversa de la globalización capitalista en que
vivimos, que aunque haya que esperar una década a que pase el tsunami
neofascista que hoy recorre el mundo, este Orden irracional no podrá evitar su propia
autodestrucción sistémica, que ya está sucediendo a
la sombra del falso progreso capitalista, que de tanto andarse por las ramas se ha quedado sin raíces ni sustancia.
Vivimos en un
instante congelado, un tiempo muerto que se parece mucho al fin de la Historia que vaticinara Francis Fukuyama, el filósofo liberal metido
a
vidente y profeta. Pero éste no es sino el momento previo al romper de la Gran Ola. Puedo intuir el
inmenso silencio del espacio vacío que le sigue a ese momento, al que hemos nombrado "colapso", a modo de profecía que espera ser autocumplida.
Si
se observa en sus detalles el cuadro de
la Gran Ola, se verá que aparece al fondo, diminuta,
la serena figura del Monte Fuji como alegoría de ese lugar o país al que en sueños siempre quisimos llegar y habitar. A día de hoy, la enseñanza que yo extraigo, en contra de la oscura lógica de los tiempos que corren, es
que a pesar de tanto ruido y oscuridad, nunca como ahora estuve tan cerca de compartir este sueño/proyecto que yo tengo, de una Tierra Común habitable y compartida que, como el Fuji de Hokusai, a mí me desvela y no me deja morir.


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