Contemporáneo es quien percibe la oscuridad de su época (Giorgio Agamben)
¿Qué es ser contemporáneo? fue la pregunta que guió uno de los seminarios de filosofía que Giorgio Agamben (1) dictó en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. En su definición de lo contemporáneo, plantea que se trata de una particular relación personal con el propio tiempo en que se vive, y que contemporáneo es quien teniendo la mirada fija en ese tiempo, más que sus luces percibe sus sombras.
Junto a otros notables expertos en historia antigua, el alemán Christian Meier (1929) ha explicado que fue en la Atenas del siglo de Pericles (V a.C.) cuando tuvo lugar un cambio trascendental en el modo de definir la pertenencia social de los individuos. Si hasta entonces (ese momento histórico que coincide con el orígen de la Democracia en Atenas), los individuos se incluían en la ciudad/estado (la polis) mediante su status social y, por tanto, con una gran diversidad de condiciones al interior de la misma clase dominante, constituida por “hombres libres”: grandes propietarios, comerciantes, campesinos, militares, sacerdotes, artistas, filósofos…. Con este nuevo modo de participación social (la democracia) surge el concepto de “ciudadanía” para definir genéricamente esta especial relación social que denominamos “política”. Pero siempre conviene recordar que ya en sus orígenes esta “política” de la Democracia excluía de participar a las mujeres, a los extranjeros, a los sirvientes y a los esclavos, que constituían la mayoría de la población. Esta restringida participación “popular” tenía efecto en instituciones como la Ecclesia (la asamblea “popular”), la Bulé (o “consejo de los 500”) y la Heliaia (tribunal de justicia). En estas instituciones los cargos públicos eran temporales y. en su mayor parte, elegidos por sorteo.
Comparto con Giorgio Agamben que la vida humana no es política por sí, sino más bien pre-política, o mejor todavía, impolítica. Que lo político (de “polis”, ciudad) corresponde al orden de lo excepcional, eso que etimológicamente significa “excluir algo e incluirlo mediante su exclusión misma”. Por eso que la vida, impolítica por sí, sea excluida de la ciudad y mediante esta exclusión va a ser incluida y politizada...así, “debe ser politizada” para convertirla en fundamento del sistema político (el estado-nación-moderno).
Agamben ha definido muy bien el nivel estructural del “estado de excepción”, como la operación subterránea del poder, que produce y articula la vida humana como “nuda vida”, esa cosa extraña que no hay que confundir con la vida natural, porque solo es la vida escindida de sí misma e incluida orgánicamente -ésto es la biopolítica- en el sistema de dominación.
Siguiendo la estela del filósofo romano, sostengo que en el mundo contemporáneo ”el estado de excepción”, que siempre fue una suspensión temporal, ahora está integrado como norma, se ha vuelto permanente, perfectamente integrado en el funcionamiento ordinario del poder político. El estado de excepción es, en palabras de Agamben, “la matriz oculta del orden político contemporáneo”, en el que la vida misma se convierte en objeto del poder. Oculta es, por ejemplo, la verdadera propiedad estatal de las tierras y demás “propiedades” incluidas al interior de las fronteras de todo Estado. Porque, sea cual sea la titularidad “legal” de las mismas, el Estado tiene reservado para sí un excepcional poder de expropiación -igualmente “legal”- sobre cualquier propiedad, justificado en un supuesto “interés público” que solo puede ser determinado por el propio Estado, lo que da pie a erigirse en “propietario absoluto”, al tiempo que defensor supremo de un interés “público”, que de este modo queda perfectamente identificado con el del Estado.
Estos poderes absolutos, de excepción y expropiación, que definen al Estado-Nación-Moderno constituyen ese oscuro espacio de indeterminación entre la democracia y el absolutismo, tal como lo viene proponiendo Agamben (aunque éste lo refiere solo al estado de excepción): “Occidente ha construido un estado de excepción que “no es una dictadura, sino un espacio vacío de derecho, un vacío jurídico, es decir, una zona de anomia en la cual todas las determinaciones jurídicas son desactivadas”, algo que viene a ser como una perversa e íntima solidaridad entre democracia y totalitarismo.
Pues bien, además del estado de excepción, yo añado también al “poder de expropiación”, vengo haciéndolo desde que estuve convencido de que el exclusivo derecho de propiedad, ejercido sobre la Tierra y el Conocimiento humano (lo que en su conjunto yo considero comunales universales), es la cuestión previa y nuclear del orden político dominante, que así hace extensivo su derecho de propiedad sobre todas las formas de vida, incluyendo la vida humana, eso que Foucault denominara “biopolítica”.
Nunca mejor que con ocasión de la última pandemia, hemos podido ser testigos directos, a escala de especie, del “excepcional poder absoluto” del Estado-Nación-Moderno. Pienso que todavía nuestras sociedades no son conscientes de la real trascendencia histórica, de alcance universal, que tuvo la gestión del “estado de excepción” durante la pandemia de la Covid19, por la generalidad de los Estados. Ni tampoco es percibida todavía la conexión, que a mi entender se da, entre aquel estado de excepción generalizado y el brutal auge actual del totalitarismo de extrema derecha. Estoy seguro de que en los próximos años, se tendrá la perspectiva histórica suficiente, que pondrá en claro que esta coincidencia no es casual, por mucho que se quiera ignorar por quienes en su día se plegaron sumisamente a la burda aplicación del estado de excepción: a grosso modo o “manu militari”, pasando por encima de todo debate político y científico, en flagrante contradicción con los propios principios del Estado-nación-liberal-moderno, con burla tanto del “método científico”, como del “método democrátrico”.
Al respecto de esta pandemia, pienso que Agambén acertó en calificar al estado de excepción aplicado de modo general como puro y ciego totalitarismo estatal, al tiempo que se equivocó, a mi entender, cuando calificó a la covid-19 como una “gripe normal”. En aquellos momentos de confinamiento, con la distancia social como norma, que acabó marcando mi propia vida en modo que nunca pude imaginar, me interesó mucho la “filosofía del contacto” que iniciara Agamben con una conferencia publicada a principios de 2020 en el sitio web de la editorial “Quodlibet”, que comenzaba así:
“Dos cuerpos están en contacto cuando se tocan. ¿Pero qué significa tocarse? ¿Qué es un contacto? Giorgio Colli ha dado una aguda definición afirmando que dos puntos están en contacto cuando están separados sólo por un vacío de representación. El contacto no es un punto de contacto, que en sí mismo no puede existir, porque cualquier cantidad continua puede ser dividida. Se dice que dos entes están en contacto cuando no se puede insertar ningún medio entre ellos, es decir, cuando son inmediatos. Si entre dos cosas se establece una relación de representación (por ejemplo: sujeto-objeto; marido-mujer; amo-siervo; distancia-cercanía), no se dirá que están en contacto; pero si se pierde toda representación, si no hay nada entre ellas, entonces y sólo entonces se podrá decir que están en contacto”. Es una explicación con alto riesgo de abstracción, contra el que el propio Agamben propusiera volver al punto de partida para interrogar a “ese sentido más humilde y terrenal que es el tacto”.
Así, continuaba esa conferencia diciendo que “mientras que con la vista no podemos ver nuestros ojos y con el oído no podemos percibir nuestra facultad de oír, con el tacto tocamos nuestra propia sensibilidad, al tocar y ser tocados. El contacto con otro cuerpo es, por lo tanto, a la vez y en primer lugar también contacto con nosotros mismos”.
Es así como mediante el tacto se genera algo parecido a un sujeto, que en los demás sentidos solo está supuesto en modo abstracto. Esto me pareció muy importante: “nos experimentamos a nosotros mismos por primera vez cuando al tocar otro cuerpo, tocamos a la vez nuestra propia carne”. Por eso que en caso de abolir todo contacto, si se impusiera entre nosotros la norma de distancia social, no solo perderíamos la experiencia de otros cuerpos, sino, sobre todo, perderíamos toda experiencia de nosotros mismos: nuestra carne, nuestro propio cuerpo. Sí, porque en esta visión humanista del contacto humano, el sujeto es creado por la afección que recibe por su relación con otro cuerpo-sujeto. Se trata, pues, de una ontología radicalmente diferente: “si hubiera un sujeto de lo político sería aquel que es afectado por la relación entre los cuerpos”.
Del pensamiento de Agamben me interesan mucho sus reflexiones acerca de la revolución como “poder destituyente”, que él define no como una forma de abolición o de acción, sino como “la-construcción-de-una-forma-de-vida”. Se trata de la destitución de las obras del poder, no simplemente de su abolición. “Si fuéramos capaces de pensar un poder como potencia puramente destituyente, llegaríamos tal vez a romper la dialéctica entre poder constituyente y poder constituido que ha sido, como ustedes saben, la tragedia de la Revolución”. De todas las revoluciones, hasta ahora, añado por mi cuenta.
Argumenta Agamben que “el poder denominado democrático se funda de hecho en la ausencia del pueblo. Podríamos llamarlo "ademia" o ausencia del demos o pueblo. La democracia que tenemos enfrente es algo que se tiene a través del mecanismo ridículo de la representación, que ha capturado la ademia, la ausencia del pueblo, en su centro”. Y continúa: “la verdadera anarquía no es nada más que la destitución de la anarquía del poder. Y es por ésto que nos sea tan difícil pensar la anarquía como autogobierno, porque al pensarla vemos lo que el poder hizo de ella: una guerra de todos contra todos, un puro desorden…”
A propósito de la construcción de una forma-de-vida destituyente, dijo Agamben que Tiqqun había desarrollado esta definición de manera muy interesante en tres tesis: 1) La unidad humana no es el cuerpo o el individuo, sino la forma-de-vida. 2) Cada cuerpo es afectado por su forma de vida como por un "clinamen", una atracción, un gusto. 3) Mi forma de vida no se relaciona con lo que yo soy, sino con cómo soy lo que soy. Y añadía Agamben, como esclarecimiento y a mayores de la definición de Spinoza de los seres singulares como “modos” del ser, que esta “sustancia del ser” no es más que sus modificaciones, su Cómo.
El “arjé” (del griego) refiere a ese principio fundamental o sustancia primordial de la cual se creía que todo lo que existe se origina y de la cual depende para su existencia. Según pienso, los filósofos presocráticos buscaban inútilmente este arjé para explicar el origen y la naturaleza del Universo, entendiendo que es el elemento que permanece a pesar de los cambios y que sirve de fundamento de toda la realidad. Así, tomando por ejemplo a filósofos presocráticos, Tales de Mileto creía que el arjé, como principio de todo, era el agua; Heráclitó pensó que era el fuego y Pitágoras pensó que el número es el fundamento de todo lo que existe.
A propósito del orígen o arjé, es digno de mención, el pensamiento de Orígenes de Alejandría (2) y su doctrina denominada “origenismo”, que afirmaba la preexistencia de las almas, anterior a la creación del Universo, y su evolución mediante la encarnación (tomando un “cuerpo”), teoría que fue rechazada por la Iglesia en el Concilio de Constantinopla, tachada como herejía. Según Orígenes, la “vida”, como proceso de encarnación, fue el modo de castigo divino por el pecado original de desobediencia, una especie de proceso disciplinario necesario para restaurar su original estado angélico o espiritual. Es este concepto de la vida como encarnación y castigo disciplinario lo que hace de Orígenes un filósofo contemporáneo del tiempo que le tocó vivir, a caballo de los siglos II-III, en plena decadencia del imperio romano. Orígenes no pensó en un infierno eterno como castigo, más bien argumentaba que al final de los tiempos, todos se salvarían, incluso el mismo Satanás, considerando al infierno una fantasía humana contradictoria con el Evangelio.
Y antes que Orígenes, en el siglo previo a nuestra era, Tito Lucrecio Caro (99-55 a. C.) rechazaba las posiciones platónicas y pitagóricas acerca de la reencarnación y la inmortalidad del alma en su poema “de rerum natura” (de la naturaleza de las cosas), entendiendo la muerte como “el fin de la capacidad de percepción”.
La idea religiosa de un Apocalipsis con Juicio Final se ha hecho contemporánea en modo de Colapso y Crisis Sistémica. Pero no hay que olvidar su constancia a lo largo de la historia humana. El mismo Agamben pone como ejemplo la carta del arquitecto del Renacimiento florentino, Filippo Brunelleschi, quien vivió de 1377 a 1446, en la que escribiera: «vivimos en una época en que todo se derrumba. En ninguna parte hay un talento a la vista».
Así que la idea de vivir en un “permanente fin de los tiempos” parece ser una constante idea religiosa, concretamente cristiana, consistente en distribuir -tras el juicio final- a la gente según su nivel de sumisión a la ley divina: unos al cielo y otros al infierno. Para ilustrarlo, Agamben ponía el ejemplo de un Santo Tomás para el que una de las grandes alegrías del paraíso consiste en disfrutar del castigo de los pecadores, poniendo este “entretenimiento celestial” en relación con el éxito actual del cine “gore” y, añado yo, con todo espectáculo especializado en catástrofes, apocalipsis y distopías de todo tipo.
Parece que toda esta cultura del Colapso sirviera de preparación a un futuro próximo en el que, como los portentosos indicios que ya contemplamos, hay que acostumbrarse a la banalidad del mal, sin poder salir del estado permanente de expropiación y excepción, un estado en crisis o colapso permanente, apocalíptico y perfectamente secularizado.
Notas:
(1) Giorgio Agamben (Roma, 1942) es un filósofo contemporáneo, que acaba de cumplir 82 y que,como nosotros, está siendo testigo de la decadencia del último gran imperio, a caballo de los convulsos siglos XX-XXI: el imperio del occidente euroamericano, que con toda seguridad será mucho más efímero que el romano y que pasará a la Historia etiquetado como cristiano (como el imperio romano), además de liberal-burgués, colonial y capitalista.
(2) Orígenes Adamantius (Alejandría, c. 184-c. 253) fue un filósofo, cristiano y hereje, que vivió a caballo de los siglos II-III de nuestra era, siendo testigo directo del comienzo de la decadencia del imperio romano que fundara Augusto César en el 27 a.C. y que colapsaría en pleno siglo V, cumpliendo así cerca de 500 años de existencia.
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