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John Berger, en 2009. Foto de Ji Elle |
¡Estírate!, me lo dicen casi todos los días, siempre es alguien que se cree con la confianza suficiente: estírate, que te vas a quedar encorvado para siempre. El caso es que cada mañana me resulta doloroso un gesto tan sencillo como estirarme para salir de la cama y ponerme de pie...es como si los músculos de las piernas no dieran de sí, como si se hubieran encogido poco a poco con los años. A mayores, la espalda me funciona solo a medias, con la bisagra como oxidada a la altura de las vértebras lumbares. Me gusta pensar que es de tanto andar subiendo montañas, bien cargada con pesadas mochilas repletas de cuerdas y clavos, mazas, estribos, mosquetones y chatarrerías varias, de las de escalar montañas. Y también de dormir encogido muchos inviernos entre las sábanas árticas de chozos, refugios y casas de piedra, como esta mía, situada al socayo de la montaña palentina y a orillas de un Pisuerga recién nacido, mi primer río, el mismo que conocí al poco de nacer yo mismo en nuestra casa de la Goya, junto al Puente Colgante de Valladolid. Todo un cúmulo de años, trasiegos y reumas, ríopabajo y rioparriba.
Hoy, una vez más, pensando en ello he visualizado mi propia imagen, la de mi cuerpo encorvado, como el de una navaja a medio abrir. Y enseguida, a pesar de mi mala memoria, he recordado que tal imagen me viene a la cabeza por culpa de mi devoción por Jhon Berger y sus libros. Crítico de arte, pintor, fotógrafo, ensayista, marxista, guionista y escritor de escritores, que viviera sus últimos años rústicamente en una modesta casa de los Alpes, y que en un breve relato describiera a un hombre viejo, de anónimo nombre F, de cuerpo encorvado, aún más viejo y doblado que el mío, comparando la figura de su gastado cuerpo con el ángulo de una navaja a medio abrir. Es un relato muy corto, suficiente, para qué más, si de lo que habla es de la buena muerte, esa que resulta invisible hoy en día, en este no parar contemporáneo. Imposible de ver con esta prisa que llevamos encima y que nos tiene desolados, al común de nuestra especie, a esta humanidad que cargamos cada uno y cada día al levantarnos, que nos dobla la espalda y nos hace caminar definitivamente solitarios y encorvados.
Puede que sea por eso, que cuando muere gente como Jhon Berger -lo que sucedió en 2017- llegamos a pensar que hay personas a quien la muerte encorva pero no mata, porque no puede.
Ésto decía Jhon Berger en ese relato "sobre la buena muerte":
"F tenía 95 años y, si bien caminaba tan encorvado como una navaja a medio abrir, se preparaba las comidas, leía el periódico y seguía lo que sucedía en Medio Oriente. Desde la muerte de su esposa, ninguna mujer había vivido en la granja. Sus hijos, que sí lo hacían, habían aumentado el número de vacas lecheras de tres (cuando iban a la escuela) hasta las más de cien actuales. A medida que F envejecía, sus hijos, que creían en el trabajo, lo aceptaron tal como era y no trataron de cambiarlo. Era un hombre que pensaba, rezaba y no trabajaba mucho. Era anarquista por temperamento. Respetuoso y obstinado al mismo tiempo.
Hace poco los hijos reconstruyeron toda la casa, pero dejaron intacta su habitación, ubicada junto a la cocina, para que pudiera seguir dando exactamente los mismos pasos, seguir con su rutina de cortar verduras para la sopa, rezar, encender la pipa y tratar de contestar sus propias preguntas. F murió hace dos martes. Por la tarde, apenas antes de la hora del ordeño, los hijos lo hallaron en el suelo junto a su cama. Le costaba respirar. Telefonearon a todos los lugares posibles. Sólo los bomberos locales contestaron.
Alrededor de las diez de la noche los bomberos trasladaron a F al hospital de la ciudad más cercana, donde murió a las cinco de la mañana. Retirado con precipitación de su casa, pasó las últimas horas de su larga vida con escasa atención médica. En tales circunstancias, de las que ninguno de los involucrados tuvo la culpa, murió separado arbitrariamente de toda la experiencia humana, aprendida en el transcurso de siglos, relacionada con la tarea de estar con -y acompañar- a los moribundos.
En su juventud había pocos médicos en esta región alpina, y las personas estaban acostumbradas a manejar la enfermedad (y la muerte) entre ellas. Para el momento en que nacieron los hijos había un servicio médico nacional: los médicos recibían llamados en plena noche y acudían a las casas; los hospitales se ampliaron. Poco a poco la población empezó a depender de un consultorio médico profesional y a tomar pocas decisiones por sí misma. Hace diez años, con la privatización y la desrregulación, las cosas volvieron a cambiar. En la actualidad, la atención médica en un caso de emergencia quedó reducida a un servicio de transporte compulsivo. F no murió en lugar alguno". (Jhon Berger)
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