lunes, 13 de enero de 2025

RÍOS, VECINDADES, PAISANÍA...TOPOFILIA

 

“Los paraísos tienden a ser más semejantes entre sí que sus correspondencias terrenales.../...para el comanche, la tierra donde el sol se pone es un valle diez mil veces más largo y más ancho que el valle de Arkansas. En ese mundo feliz no hay oscuridad, ni viento, ni lluvia y abundan los bisontes y los alces. Para el esquimal de Groenlandia, el paraíso de los elegidos está en una región subterránea y es un dulce lugar de sol y verano perpetuos, provisto de agua, peces y aves en abundancia, en donde las focas y los renos se cazan con facilidad o se los encuentra cociéndose vivos en una gran caldera”
(Yi Fu Tuan, de “Topofilia, amor al territorio”)
 

“Todo lo que no es amor, es mercancía”
(Pablo Ardisana)

 



El país donde nacen las aguas que van a todos los mares de Iberia. Tres son todos los mares de Ibería (Cantábrico, Mediterráneo y Atlántico), pero si contamos a este último océano como uno más entre los mares del mundo, entonces, por razón de básica justicia geográfica, tendremos que decir que todos ellos, con todas sus aguas y con las de todos los ríos y arroyos que pasan cerca o lejos de nuestras casas, todas, pertenecen a un mismo Océano Global...por mucho que dividamos las aguas de la Tierra en parcelas marinas u oceánicas. Todas juntas, las aguas del mundo ocupan nada menos que las tres cuartas partes de la superficie del planeta en que vivimos, al que, sin embargo, le hemos puesto el nombre de Tierra y no el de Agua. Claro, que también llamamos “Europa” a un continente inexistente, a lo que solo es un conjunto de Estados, los 27 que de momento forman la UE y que entre todos ocupan algo menos de la quinta parte de Eurasia, que es el nombre correcto del continente en el que vivimos. Tales errores se deben, sin duda, a la azarosa historia de este continente y también a ese moderno modo de pensar científico/analítico, que fragmenta la realidad “para explicarla mejor”, lo que acaba en un exceso de especialización que nos hace percibir la realidad distorsionadamente, casi siempre. En esta líquida modernidad contemporánea asistimos a un acelerado proceso mental que comprime, juntos, espacio y tiempo. Y puede que sea por eso que sintamos cierto desasosiego y confusión generalizada, algo así como que la vida nos sobrepasa y que la Historia funciona a su bola, sin contar con nosotros para nada.


El caso es que en el confín del sur occidental de Eurasia existe un territorio singular, con lugares muy especiales donde nacen aguas que van a parar al océano común que baña todas las costas de la península ibérica. Son encrucijadas geográficas e históricas, que conforman un compendio de cuencas hidrográficas y culturales, de ecosistemas aldeanos entre valles, brañas y altas montañas, todo ello en torno a vértices geodésicos que marcan divisorias que son solo topográficas y administrativas, pero no culturales, ni convivenciales. Son, según miramos hacia el oriente: la cumbre de Tres Provincias (Cantabria, León y Palencia), la del pico Tres Mares (Cantábrico, Mediterráneo y Atlántico), y también es una línea imprecisa que cruza el loriego valle del río Lucio, ese modesto río que se abre paso entre las grandes Loras de Valdivia, de la Pata del Cid y de Valdelucio. 

 

Arriba, fuentes del Rudrón (Ebro) en San Mamés de Abar, Burgos. Abajo, fuentes del río Lucio
(Camesa/Pisuerga) en Barriolucio, Burgos (fotos: Montacedo, tierrasdeburgos.blogspot.com)


Las Loras son esos inmensos sinclinales colgados que parecen acantilados y castillos naturales, que los vemos aparecer cuando subimos de Polientes y Reinosa hacia Burgos y Palencia, como fantasmales trasatlánticos varados. Ah, no se me olvide que lo de la “Pata del Cid” debe ser otro error de toponimia, porque refiere al lugar donde la leyenda sitúa el enorme agujero en la roca que hizo con su pata, no el Cid, sino más bien su caballo Babieca, abriendo un arco monumental que se conoce como “el Puente del Diablo”. En realidad ese monumento natural es obra de un río nacido muy cerca del Lucio, el Rudrón, afluente del Ebro que, cómo éste, también se abre camino, encañonado entre Las Loras, antes de apuntar al Oriente mediterráneo.

El pico Tres Mares tiene una vertiente que mira por el norte a Cantabria y otra, por el sur, a Castilla. Son altas y muy pindias laderas en las que nacen aguas con destino al Mediterráneo a través del río Ebro; hacia el Atlántico mediante las aguas del Pisuerga, el gran afluente del Duero; y con destino al Cantábrico siguiendo el cauce del río Nansa. Y en la contigua sierra de Fuentes Carrionas, el pico denominado “Tres Provincias” tiene laderas que se reparten por tres comarcas naturales pertenecientes a otras tantas regiones: la cántabra de Vega de Liébana, la leonesa de la Montaña de Riaño y la castellana de la Montaña Palentina. Así pues, ese no es un territorio cualquiera. Ese territorio existe realmente, es el sitio por donde se plegó la cordillera cantábrica hace no menos de ochenta millones de años, mucho después de que chocaran las placas tectónicas de Iberia (una isla por entonces) y del continente Eurasia, produciendo elevaciones y hundimientos que por entonces aprovechaban los ríos para ir naciendo, cada cual por donde podía.

Por entonces, nadie vivía por aquellas altas brañas, al menos nadie que pudiera contarlo. Pues bien, yo le digo “país” al conjunto de valles y aldeas que riegan esas aguas nada más nacer, por eso y porque quienes vivimos por esos “paisajes” tenemos la costumbre de tratarnos como “paisanos”, en virtud de una relación de proximidad convivencial (la paisanía) respecto de un país/territorio que habitamos en común. Paisanía es palabra que viene, pues, de “país” o “paisaje”, próximo y común; es palabra todavía en uso a uno y otro lado de los puertos, entre las gentes que pertenecemos a ese mismo y singular territorio, que perfectamente podría ser “simbioético” (1), con ese sentido al que me refiero, de paisaje vital donde acontece la inmensa mayor parte de nuestras vidas.

Ese vínculo de paisanía es físico, emocional y cultural al mismo tiempo y sucede en grado de intensidad variable, según sea la proximidad, si doméstica, vecinal o territorial. Son esas relaciones que otorgan consistencia vital a las comunidades reales, las convivenciales que son previas a las administrativas y oficiales “comunidades” que nos son impuestas, abstractas y burocráticas... téngase en cuenta que -al menos hasta ahora- siempre fueron las élites, nunca los pueblos, quienes fijaron Fronteras, fundaron Estados y escribieron la Historia. Yo pienso que los vínculos de vecindad y paisanía se completan entre sí y son perfectamente congruentes con los generales vínculos “de humanidad”, los que tenemos a escala de especie. Y veo en ello la misma ley de la gravedad que lleva el agua de los arroyos al océano común. Pues bien, a mi entender, ese vínculo de paisanía y humanidad, aldeano y global, comporta una responsabilidad que tenemos contraída con el resto de especies, por ser la nuestra la que va por delante en la evolución de la vida, y la única que puede llegar a ser consciente de su responsabilidad en el cuidado de la Vida Toda. Porque, que sepamos, aparte de nosotros, no hay nadie más, ningún otro animal que pueda cargar con esa responsabilidad universal.

Así pues, el “país” real es -hablo por mí- un territorio tan físico como emocional, con lógica comunitaria y convivencial de escala necesariamente humana, integral y glocal, geo-bio-ética, sí, todo al tiempo. Tal como lo entiendo, un país es autoconstituido y por tanto es voluntario, por lo que no es necesario que tenga límites precisos e invariables. Ésto de los límites no debiera ser problema si se sabe distinguir entre la realidad (que es el país habitado) y el mapa (que es su representación). Si no, véase lo imprecisa que es la raya entre Liébana, Polaciones y Pernía, o entre la gente campurriana de Reinosa y de Aguilar de Campoo; o qué decir de la gente cántabro/palentina/burgalesa, la de Valderredible (el valle del comunal “río de los iberos”) y de los páramos loriegos de por arriba del valle. Y todo gracias a los ríos, todo un mapa/territorio 1:1, orgánico e impreciso, como acostumbra a ser todo lo que refiere a la vida: promiscuo, comunitario y carente de fronteras.

No se me va de la cabeza lo que decía el poeta asturiano Pablo Ardisana (2), eso de que “todo lo que no es amor, es mercancía”. Pero hay que decir, en nuestro descargo, que es muy fácil la confusión cuando se vive todo junto, amor y mercancía, en la calle y en el campo, en el trabajo y en la plaza del mercado, los lunes en Reinosa y los martes en Aguilar de Campoo, en ese paisaje común donde nos encontramos y tratamos personas y poblaciones del mismo “país” singular, éste donde nacen los ríos que van a parar a los Tres Mares de Iberia, que son -no se nos olvide- un mismo mar común, oceánico y global.

Sueños y pasos que me unían
a la voz del río,
seres en movimiento,
golpes de luz en la historia,
tercetos encendidos como lámparas.
El pan y la sangre cantaban
con la voz nocturna del agua
.
(Neruda, 1954)

 

Aún así, lo que más echo en falta son los comunales perdidos, unos robados y otros malvendidos...sus respectivos corros vecinales, de concejo abierto, esos corros de libertad y dignidad elementales...¡ay! ese viejo sueño de fraternidad y autonomía, ese proyecto de siempre pendiente -creo yo que desde el Neolítico-, tan lejano que ya nos parece imposible, y más en estos tiempos que corren, que amenazan con sustituir la natural inteligencia humana por otra artificial que promete ser “mejor”, cosa de algoritmos y de máquinas mucho más precisas que nosotros...inteligencia artificial, sí, pero manejada por humanos, que no se nos olvide, y a saber con qué intenciones.


El caminar como reinvención del horizonte: hubo quien pensó el territorio como un “país románico”. “La década de los ochenta terminó mal para los agricultores o empresarios agrarios. Hubo crisis y se les quedó esa mirada triste, como cuando «a la vaca le llora el ojo».../...Ya nadie pone unos puñados de paja debajo del cuello de la vaca para que no le rocen los hierros de la caja del camión en el que la llevan al matadero. Nadie encierra a los inspectores de Hacienda en el pajar con las ovejas por ver de meterles en la cabeza otros valores que no sean los del dinero”. (Emilio Barco, “Donde viven los caracoles. De campesinos, paisajes y pueblos”, Editorial Pepitas de calabaza).

“Cuando el más apartado rincón del globo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera (...) cuando el tiempo sólo sea rapidez, instantaneidad y simultaneidad mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico, desaparezca de la existencia de los pueblos...entonces, justo entonces, volverán como fantasmas las preguntas: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué?” (3) Ésto que decía Heidegger como un presentimiento, por el vértigo propio de su época, está sucediendo, vuelve a suceder una y otra vez, ahora ante el espectáculo omnipresente del hiperdesarrollo tecnológico. De nuevo los mismos fantasmas y las mismas preguntas.

Así, “la historia, como dispositivo metanarrativo de legitimidad, permanece suspendida entre los vaivenes de época”. Con el autor (4) de esta reflexión, convengo que este dispositivo (la historia) es la matriz del imaginario moderno, ese que puede reinventarse sobre sí mismo, repetidamente, sin temor a extinguirse. Lo expresa muy bien su autor con esta analogía: “la construcción de la historia es como la acción del caminante que quiere alcanzar la línea del horizonte. Al llegar al sitio imaginario donde se encontraba, se abre de nuevo ante sus ojos el espacio infinito bordado a lo lejos por la línea imaginaria de un nuevo horizonte” (5)

Puede que hayamos perdido la memoria histórica, o tal vez sea que nos hemos reconciliado con la historia y la protegemos como una obra maestra en peligro. O, quizá, puede que sea porque tememos que no podremos librarnos de lo peor, que no tenga fin y que todos sus restos -como la Iglesia, el comunismo, la democracia, la esclavitud, el racismo, los nacionalismos, con todos sus conflictos e ideologías- sean indefinidamente reciclables. Así lo pensaba Jean Baudrillard y lo fantástico es que todo lo que creíamos superado siga ahí, dispuesto a resurgir, porque nada de ello ha desaparecido realmente: “todas las formas arcaicas, anacrónicas, intactas e intemporales, como los virus en lo más hondo de un cuerpo.” (6) A lo que yo añadiría la guerra permanente en la que estamos involucrados, ahora mismo a punto de hacerse atómica y expandirse desde Ucrania y Palestina por medio mundo.

 

 Esa es la sensación que tengo después de vivir en primera persona tres décadas de “crecimiento y desarrollo rural” subvencionado: un horizonte huidizo y una traicionada promesa de futuro. Y también un gran desengaño personal, que supongo también colectivo. Al comienzo, primeros años noventa, se nos dijo que respondía al fracaso de las administraciones públicas, que no sabían cómo frenar el abandono y deterioro imparable de los territorios rurales de Europa tras la crisis de los años ochenta, que por eso el intento LEADER significaba una apuesta por la iniciativa de la sociedad civil local, en modo participativo, de abajo hacia arriba.
Por entonces no éramos conscientes de que eso era un imposible, un objetivo incompatible con la política “realmente existente”, la estatal y corporativa de los estados miembros de la UE, cuyo ADN es necesaria y ontológicamente jerárquico en origen, desde hace no menos de seis mil años (pero, bueno, podemos seguir intentándolo durante otros seis milenios). 

Solo en la primera edición del programa LEADER (1991-1993) pudo darse una relativa autonomía de los grupos de acción local que por entonces gestionaban ese programa europeo. Después de su relativo “éxito” inicial, debido principalmente al impulso que supuso la puesta en marcha del turismo rural, se acabó su autonomía.
Las administraciones políticas, municipales, provinciales y autonómicas, todas estatales, no podían soportar ese relativo “éxito” de la iniciativa cívica y local.
Necesitaban controlarla y poco a poco fuimos comprendiendo que aquella iniciativa europea de desarrollo rural, siendo solo un 5% del presupuesto total de la Política Agraria Común (la PAC), tenía nulas posibilidades de cumplir su promesa. La PAC tenía por finalidad la plena industrialización de las actividades agroganaderas y forestales, lo que venía a suponer la necesidad de incrementar el tamaño de las explotaciones mediante la concentración de la propiedad, para reducir a solo un 3 o 4% el porcentaje de población dedicada al trabajo campesino. Así, la despoblación definitiva de la mayor parte de los territorios rurales europeos era el inevitable peaje a pagar por su competitividad y “desarrollo”

Solo un breve apunte para una nueva teoría/práctica del país como bioterritorio. En un texto de Ricardo Rozzi (Ética biocultural: hacia un cohabitar biosférico) se dice: “Los ríos son mucho más que meros canales de agua. Son comunidades bioculturales donde se ensamblan elementos biofísicos y culturales. Los ríos representan relaciones ancestrales con los pueblos de distintos  continentes y la mayoría de las civilizaciones han surgido asociadas a ellos. Hoy, la sociedad global mantiene con los ríos relaciones complejas, especialmente asociadas a actividades productivas como la ganadería, la agricultura, la minería, la energía, el transporte y la urbanización (United Nations [UN], 2014). Si examinamos los ríos con una perspectiva biocultural, la observación de estos socio-ecosistemas puede incitarnos a revalorizar su importancia para la vida biosférica y a repensar críticamente la concepción unidimensional que los ha considerado como simples cursos de agua que han sido canalizados física y mentalmente durante la modernidad”. 

Como Elías Canetti, pienso que lo incierto es el verdadero dominio del pensamiento; pero incierto no es vago, ni complaciente, más bien es por donde abrimos nuevos caminos, que no están plenamente asegurados por planes previos, ni por atajos, pero que de seguro nos llevarán a otra parte y a otro tiempo.

La noción de país como bioterritorio, sea su tamaño comarcal o regional, emerge en plena crisis global y sistémica como categoría que puede ayudarnos a salir del callejón sin salida en que estamos atollados por obra y gracia del moderno y suicida proyecto capitalista de “crecimiento y progreso ilimitado”, a su modo, claro, mercantil y financiero...¡y necesariamente militar, no se olvide!, mucho menos en estos días, cuando se libra, aunque disimulada, la Tercera Guerra Mundial entre imperios comerciales y estatales que solo ponen armas y dinero, mientras a otros les toca poner los muertos.

La organización paisana/bioterritorial posee la potencialidad de ayudar a delinear respuestas congruentes, en clave ética, ecológica y social, para hacer frente a la deriva autodestructiva en la que estamos inmersos en esta fase posfeudal de la época moderna/capitalista/global, que sus propios apóstoles han llegado a calificar como “el fin de la historia” (7): un tiempo detenido en un presente perpetuo, donde ya no habrá nada nuevo por pensar ni por hacer. 

No puede ser que la creatividad y el conocimiento humano, junto a sus grandes avances científico-tecnológicos, sirvan solo a los negocios y a los ejércitos. Y tan poco, casi nada, a mejorar las condiciones y calidad de la existencia humana, lo que incluye necesariamente el cuidado de la biosfera, de la que dependemos y somos parte. Me gusta definir el bioterritorio como la unidad de complejidad mínima que es necesaria para abordar la reterritorialización de la economía, la cultura, la ecología, la política y, en definitiva, para estar a la altura de la transición ecoética que hoy es extremadamente urgente, por imperativo existencial. El bioterritorio es un “país” de límites pactados entre iguales, con límites reconocibles, como son los de las cuencas hidrográficas. La noción bioterritorial es una llamada a la reorganización de las relaciones sociedad/territorio y cultura/naturaleza, que compromete a imaginar, diseñar y materializar nuevas y mejores formas de cohabitar la Tierra Común. 


Notas:

 
(1) Simbioética es el título de uno de los libros más leídos de Jorge Riechmann. Según su propia definición, es el desarrollo de posiciones morales de amor compasivo, congruentes con lo que de hecho (ontológicamente) somos: holobiontes en un planeta simbiótico. 

(2) El escritor y poeta Pablo Ardisana (Llanes, 1940-2017), fue uno de los autores más relevantes de la literatura en asturiano durante el último tercio del siglo XX. 

(3) M.Heidegger citado por N.J. Minaya; “Prolegómenos a un discurso sobre la Magna Patria: una lectura desde la posmodernidad”. 

(4) “El fin de la Historia y otros relatos de dominación”, Gazir Sued, 2016, Editorial La Grieta.

(5) Serrano Caldera, El fin de la historia: reaparición del mito; op.cit., p.22. 

(6) Jean Baudrillard, La ilusión del fin: la huelga de los acontecimientos; op.cit., p.42-47.

(7) Francis Fukuyama, en su libro “El fin de la Historia y el último hombre”, publicado en 1992, argumentaba que el sentimiento global de haber llegado al final de la Historia se debía al fracaso de los grandes regímenes autoritarios del siglo XX -fascismo y comunismo-, lo que supondría el triunfo definitivo de la democracia burguesa, representativa o liberal, que así se habría quedado sin alternativa.

 

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