lunes, 11 de diciembre de 2023

¡ALUD, ALUD!

 

 

Candanchú. ¡Dios mío, qué invierno! Eran las cinco de la madrugada y toda la compañía estaba alborotada. Era un día muy frío de Marzo. Las botas, el anorak, la comida, el colchón, las cuerdas, los esquís, el fusil...¡treinta y tantos kilos!

Era el invierno de 1970 o de 1971, no estoy seguro, téngase en cuenta que escribo ésto a partir de un texto escrito pocos meses después del suceso narrado y que fue publicado en una modestísima revista de montaña (“Cordada”), que de milagro se ha conservado en una de mis viejas carpetas. Estaba impresa a “ciclostil” con una impresora "vietnamita" hace, pues, no menos de cincuenta años. Demasiados para mi mala memoria. Pero sí que recuerdo muy bien que a mayores de mochila, esquís y fusil, llevábamos piolet y que a mí me tocó cargar además con el equipo de radio, que era un armatoste, como una maleta metálica bastante pesada. Eso sí que no se me olvida. Y también recuerdo la imagen peliculera al salir por la puerta del refugio, todavía en plena noche, con algo de niebla y sin luna, todos en fila y alumbrando el camino con nuestras linternas frontales. 

 


Ibamos a realizar la travesía Candanchú-Formigal junto con los alumnos del Curso de Oficiales de ese año en la Escuela Militar de Montaña. Un teniente de la Compañía nos había informado unos días antes y, como locos, nos apuntamos todos los que éramos montañeros, porque solo podían ir quince.

Por aquella época, para hacer el servicio militar voluntario en la Compañía de Esquiadores-Escaladores había que ir avalado por una Federación de Montañismo o de Esquí y presentar un historial de experiencia deportiva, lo que no resultaba fácil para quienes apenas teníamos dieciocho años y más todavía para quien, como en mi caso, veníamos de Valladolid que, como se sabe, es la única provincia sin montañas.

El curso de los oficiales va delante, casi sin peso y mucho mejor equipados. En alegre fila india atravesamos el paso fronterizo. No había guardias y solo un par de perros viejos habían madrugado para recibirnos en terreno francés. No nos calzamos los esquís, la nieve está helada y se anda mejor sin ellos. Hay que cargarlos en la mochila.

Sin duda, me refería al puerto de Somport. Por lo escrito he deducido que aquella travesía la iniciamos por el valle de Astún, hoy ocupado por una estación de esquí que enlaza sus pistas con las de Candanchú. Lo visité hace una década o así y estaba irreconocible para mí, horroroso, lleno de edificios e infraestructuras. Yo lo recordaba como un gran valle solitario y hermoso, con altos ibones en su cabecera, que por entonces recorrí en numerosas ocasiones, en dirección al Midi d’Osseau, el mítico pico de esa parte del Pirineo francés que durante las escapadas de fin de semana escalé por varias de sus vías, con diferentes compañeros, mayormente aragoneses, vascos y catalanes, que allí eran mayoría. Por los datos geográficos del escrito he reconstruido el itinerario que seguimos y por lo que he indagado en internet parece ser que cincuenta años después se ha convertido en una travesía invernal clásica y bastante frecuentada.

Hace mucho frío, pero un sol mentiroso nos engaña asomando por el Col de Bious o d'Anneou. Seguimos la huella de los oficiales. La nieve está blanquísima de madrugada y duele a los ojos cuando el sol la abrillanta. Pasamos por debajo del col de Moins, por el ibón de las Ranas, y vamos ganando altura lentamente. De vez en cuando tenemos que detenernos para no juntarnos con el grupo de oficiales. Ellos no han pasado tantos días en estas montañas y están menos preparados. El sol se ha ocultado detrás de unas nubes hace un rato y sopla un viento fortísimo. Hay un trecho muy duro por delante, son casi cien metros empinadísimos y helados. Hay que tallar cada paso y agarrarse con las manos y el piolet porque la mochila pesa demasiado y el viento amenaza con tirarnos al valle.

Estamos en la rama derecha de una “y” griega, ahora por debajo del col de Bious. Hay una espesa niebla y para colmo ha empezado a nevar. Pronto nos envuelve la ventisca y avanzamos a ciegas. Yo he pasado por aquí anteriormente, pero ahora no sé donde estamos. Hace muchísimo frío y preferimos no detenernos. Ya no hablamos. Procuramos ir todos juntos, porque no se ve más allá de cinco metros y el viento borra las huellas rápidamente. En lo alto del col hemos de tallar de nuevo durante un buen trecho.

Para “animarnos”, un comandante dice que tenemos treinta y dos grados bajo cero. El viento, en lo alto del col, vuelve a ser fortísimo y se cuela por el paño del pantalón. Los pies parecen ser ajenos. Entre la niebla, por un momento me ha parecido ver la silueta oscura e inconfundible del Pic du Midi dÓsseau. Al otro lado del col, a media ladera, lentamente, volvemos a perder altura.

La niebla ha hecho un hueco en este rincón de la montaña. Vemos enfrente, muy elevado, el próximo collado a superar. Habrá que pasar por debajo de un picacho que se ofrece amenazador. La montaña esta preñada de nieve y las laderas empinadísimas de este picacho pueden descargarse en cualquier momento, al menor ruido; todos lo sabemos y nos miramos unos a otros en silencio. Además, en la cima, hay una gigantesca cornisa colgada...hay que tomar todas las precauciones. La larga hilera se alarga más. Subimos pegados a la derecha, evitando la zona que parece más peligrosa en caso de que el alud se produjera. Los oficiales han llegado a la altura del collado, pero para alcanzarlo tendrán que realizar una travesía por debajo mismo de la gran cornisa.

Voy el último, con mucho miedo. Veo por arriba a un teniente que ha iniciado la travesía por debajo de la cornisa, voy mirando las huellas, a los pies del compañero que va delante, prefiero no mirar hacia arriba...no sé qué ha pasado...he escuchado un grito que esperaba, que temía...¡alud, alud!

Corremos, nos tropezamos y caemos, estamos por debajo de su trayectoria de caída. He mirado hacia arriba y he visto la gran lengua blanca y asesina, los tres primeros oficiales que intentaban la travesía han sido atrapados y arrastrados...durante unos segundos he podido ver esquís y  piernas emergiendo de la nieve.

Siempre había imaginado que los aludes se precipitaban rápidamente sobre el valle, y que en caso de verse uno sorprendido por uno de ellos, no daría tiempo de percatarse de nada. Pero aquellos segundos, cuando ya no podíamos correr más y era inevitable el ser alcanzados por el alud, fueron larguísimos, horribles. La avalancha crece, crece y se va ensanchando, todo pasa por la cabeza, pero nunca la idea de la muerte. Es curioso.

El alud caía y parecía no llegar nunca. Casi deseaba que cayera de una vez. Seguí corriendo, volví a tropezar, me ví envuelto de repente entre la nieve. Algunos compañeros que iban delante también eran arrastrados...de pronto...silencio, una gran paz. Vivir. El alud, inexplicablemente, se ha detenido, conservo la cabeza y un brazo fuera de la nieve, pero no me puedo mover, tengo el cuerpo como escayolado por esa gran masa de nieve pesada. El resto de compañeros y oficiales se han quedado paralizados. Reaccionaron rápidamente y enseguida nos desenterraron con las palas de nieve. Un teniente y un sargento no aparecen. A los diez minutos dan con ellos y salen pálidos de miedo. Aún quedan ganas de humor a pesar de todo lo ocurrido. Ahora la nieve ya ha caído y pasamos tranquilamente.

Me refería a la nieve procedente de la gran cornisa, cuyo desprendimiento fue la causa del alud.

Nos calzamos los esquís para realizar el descenso hasta Formigal. Por una larguísima canal, estrecha y oscura. Aún nos caerían dos aludes más a unos cientos de metros por delante de la columna. Gozamos del descenso. Pegados unos a otros bajamos rápidos, rompiendo la nieve virgen. Desde Candanchú han pasado doce horas, fatigosas, horribles y también alegres. Nos detenemos para tomar algunos alimentos en Portalet. Y ¡hasta cantamos! Ha sido un inolvidable día de montaña en estos Pirineos blanquísimos de Marzo.


 PD: Han pasado unos pocos días desde que publiqué este artículo y resulta que en el desván guardábamos una caja metálica, de esas que contenían membrillo y  no nos acordábamos de que estaba llena de viejas fotos, la mayoría en blanco y negro y familiares la mayor ṕarte. Pues entre ellas estaban éstas de Candanchú: 1. Construyendo igloos para pasar la noche durante unas maniobras. 2. Participando en una competición, descenso con el inconfundible Pico de la Zapatilla al fondo. 3. En otra de las muchas competiciones en las que participé. 4. Junto a mi amigo Luis FB  en el patio del cuartel de la EMM en Jaca (nunca antes habían visto por allí a unos escaladores de Valladolid). 5. Con "Cuena" a mi derecha (siento no recordar su nombre), el magnífico esquiador cántabro del que recientemente supe que ha ejercido como profesor de esquí  en Alto Campoo, muy cerca de donde vivo... y yo sin saberlo; y Ramón Otero a su lado, mi amigo y compañero de muchas escaladas, en Gredos, Pirineos, Picos de Europa, Montaña Palentina...y también en algunas de las magníficas paredes que descubrí en las  montañas de su tierra valenciana. Los tres fuimos miembros del equipo de Socorro y también instructores de esquí durante nuestro segundo invierno en Candanchú. Ramón, además, fue padrino de mi primer hijo.


Entre medias, un amigo que leyó esta entrada me ha hecho llegar una publicación sobre la Escuela Militar de Montaña, que me ayuda a recobrar imágenes en blanco y negro de aquella época, que ya tenía medio olvidadas, gracias Jose Luis MG. 


 

 

 


 

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