Sólo en estos estados extremos, que son a un tiempo de máximo peligro y de máxima exaltación de la vida, le es posible al hombre establecer con sus semejantes y con el resto de los seres una relación que no sea de utilidad económica ni de dependencia política, sino de compasión, es decir, de participación o comunicación existencial. Pero aquello que los seres anhelan comunicar o compartir es la irreductible diferencia que les singulariza, la desgarradura que les separa a unos de otros, la impotencia que les impide trascender su propia finitud. Así, lo que se da a comunicar es la imposiblidad de la comunicación. Lo que se pone en común es la ausencia de comunidad. He aquí la tragedia. He aquí, no obstante, lo único que puede reunir a los hombres; lo único que puede incitarles a vivir soberanamente, "sin padre, sin patria y sin patrón"; lo único, en fin, que puede hacerles arder en común hasta el límite de la muerte.
(Antonio Campillo, “Georges Bataille: la comunidad infinita”)
En ese mismo texto, acerca de la figura de Georges Bataille decía Antonio Campillo que “no es extraño que ahora, treinta años después de su muerte, cuando el cielo de la historia vuelve a cubrirse de negros nubarrones, los escritos de Bataille adquieran una actualidad inesperada”.
La utilidad de leer a Georges Bataille
Siento que convivo en una época de aceleradas transformaciones, que suceden en todos los campos de la actividad humana, pero que experimentamos principalmente en: 1.el paso hacia una sociedad de la información (que ya es un capitalismo de datos) sustentada en internet y su promesa de inteligencia artificial; 2. en la masiva migración de masas humanas empobrecidas hacia las ricas sociedades que alcanzaron su bienestar al coste de la pobreza de esas masas hoy forzadas a emigrar; y 3. el agotamiento de un modelo económico insostenible, basado en el falso supuesto de un crecimiento ilimitado logrado a partir de la disponibilidad de energías fósiles “baratas” e “inacabables”, obtenidas -no se olvide- con violencia.
Si algo más caracteriza a esta época, si hay algo más que la haga completamente singular, es su más trágica herencia del siglo XX, es el exterminio metódico. Por costumbre, nos viene a la memoria el holocausto judío, pero este tenebroso paradigma lo expresó mejor que nadie, con meridiana claridad, aquel oficial norteamericano que al mando de un pelotón asesinó a toda una población (My Lai) en la guerra de Vietnam y que ante un tribunal declaró después que “no había ido a la guerra para usar el sentido común, sino para cumplir órdenes”...y que, además, éstas estaban justificadas, porque él no fue allí para matar a vietnamitas, sino a su ideología, y que no los mató personalmente, no, “porque yo estaba allí representando a los Estados Unidos de América, mi país”. No se puede expresar mejor la banalidad del mal que caracteriza a esta época.
Podríamos resumir todo ello en un inédito paradigma ético, propiamente “moderno”, caracterizado por un sistema de valores propio de las sociedades desarrolladas entre la desaparición de los bloques capitalista/comunista y los años finales del siglo XX, un sistema de valores con fundamento en las ideologías (liberalismo, socialismo, comunismo, fascismo y anarquismo) surgidas de la Ilustración y asentadas en la burguesa revolución industrial. En el tránsito a una sociedad posindustrial, el peso de esa herencia ideológica ahonda en el desconcierto por las novedades de esta nueva época que no acaba de llegar,en la que asistimos a profundas transformaciones, de las que vemos emerger un nuevo sistema social carente de valores estables y de ideologías propias, como anestesiado y excitado por momentos, abocado a una deriva que unos ven como anuncio de colapso y otros como oportunidad de revolución.
Por ahora, esta crisis sistémica no permite vislumbrar otra forma de vida alternativa que no consista en ganarle tiempo al tiempo, en una huida hacia adelante guiada por una ética materialista que haga posible una ilusoria prórroga de un “estado de bienestar” que en el tránsito, a no sabemos dónde, vemos agotarse a la par que el petróleo de cuyas rentas vivió.Y como en todo periodo de grandes cambios, cuando las sociedades entran en crisis el miedo aflora por todas partes: miedo a lo porvenir y desconocido, a la inseguridad que ello conlleva, miedo a la pérdida y, en definitiva, miedo a la muerte; una muerte que hasta ahora teníamos relegada al olvido y que una pandemia de obligada inmunidad (aislamiento) nos ha actualizado, sobrevenida, como anuncio de ese incierto futuro al que histriónicamente hubo quien denominó “nueva normalidad”, o sea: más aislamiento por sistema, más carencia de comunidad...que a unos debilita y a otros excita.
El miedo ejerce sus particulares modos de expresión identitaria, como autodefensa del sujeto frente a la pérdida de identidad que supone el aislamiento y desarraigo normalizados en la modernidad y ahora decretados por la "nueva" normalidad. De ahí la efervescencia de múltiples identidades por todas partes, cuyo culmen son, sin duda, las nuevas formas de fascismo, añorantes de comunidad, dispuestas a reeditar la “nación”, el mayor invento del Estado moderno, esa “comunidad” artificial creada a su medida y que emparenta para siempre al Estado con el fascismo.Decía Georges Bataille que “la vida exige hombres reunidos y los hombres sólo se reúnen por un caudillo o por una tragedia” (1). Tal es la confusión que cabe pensar si, por la reunión de ambas causas, no acabarán siendo sacrificados la mayor parte de los hombres.
Sabemos, por experiencia histórica, que en el movimiento de masas estos miedos se expresan en forma de intolerancia y xenofobia, de insensibilidad, insolidaridad y aislamiento radical, buscando un refugio identitario que compense la carencia de comunidad, pero también la impunidad que concede el anonimato en medio de las multitudes. La ausencia de valores y de memoria histórica están favoreciendo este rebrote de nuevos fascismos asociados a espacios identitarios de todo signo, ganando terreno en las democracias liberales que hasta ahora venían siendo capitalizadas exclusivamente por las clases medias.Y el miedo es el mecanismo común al que recurren ambos frentes, en la creencia de avanzar en direcciones contrarias, lo que sólo sucede en su apariencia y para el marketing. Hay miedo para todos: a los efectos del cambio climático, a los grandes desastres naturales, a una próxima guerra mundial en ciernes, al fin del petróleo y a la ausencia de energías realmente alternativas, al desempleo y al exceso de trabajo, a la sobrepoblación urbana y a la despoblación rural, al machismo y al feminismo, al internet del Gran Hermano y al apagón tecnológico...
No es del todo cierta la novedad de esta época, que tanto se parece a la del auge del fascismo y el estalinismo en la Europa del siglo XX, por eso he rescatado el pensamiento de alguien que dedicó su vida a actuar y reflexionar comprometidamente en medio de una sociedad convulsa, no menos que la nuestra, sumida en la deriva hacia estados totalitarios. Me refiero a Georges Bataille (2), quien durante el auge del fascismo y el estalinismo en Europa supo, como nadie, plantear un lúcido análisis de aquella situación de inevitable deriva hacia estados totalitarios, junto a una respuesta personal comprometida. Acabo de leer “Lo que entiendo por soberanía”, de cuya introducción es autor Antonio Campillo, profesor de filosofía de la Universidad de Murcia. Este libro es descargable mediante este enlace:
Y para quien todavía no se haya acercado al pensamiento de G.Bataille traigo aquí un texto que me parece una magnífica introducción, de la que es autor el mismo Antonio Campillo:
GeorgesBataille: la comunidad infinita
Notas:
(1) De “La representación de Numancia”, Georges Bataille, en "Crónica nietzscheana")
(2) Georges Bataille (1897-1962) ejerció de bibliotecario en la Biblioteca Nacional de París y en la municipal de Orleans. Mantuvo tormentosas relaciones con los movimientos políticos, literarios y filosóficos de su tiempo: el comunismo, el surrealismo y el existencialismo. Heidegger dijo de él que era la mejor cabeza pensante de Francia. En G. Bataille confluyen ideas de Hegel, Marx, Niestzsche, Weber, Durkhein, Mauss y Freud. Su obra ha ejercido una gran influencia en autores como Foucault, Derrida y Baudrillard.
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