M. C. Escher - Mobius Strip II, 1963 |
Hasta 1789 no hubo izquierdas ni derechas. En esa fecha la burguesía y el campesinado del estado francés, junto a los primeros proletarios, renegaron de la estructura tradicional de un Estado "antíguo" que se mantenía a costa de los tributos aportados por ellos, mientras que eclesiásticos y aristócratas disfrutaban del privilegio de un “histórico” derecho de exención. La revolución francesa venÍa a reformar la estructura social tradicional, basada en una economía feudal, y a eliminar privilegios; pero en realidad no cambió el “sistema”: los que antes se repartían los asientos del poder en tres “estamentos”, pasaron a repartírselo en uno solo, con asientos situados a ambos lados del hemiciclo, a izquierda y derecha.
Lo que cambió la revolución francesa no fue la estructura estatal, fue la situación de los asientos de aquellos que se disputaban el timón del Estado. Y sucedió lo que tenía que suceder, que aquella revolución solo fue un salto histórico, por el que la sociedad francesa pasó de estar gobernada por el regimen absolutista de un monarca, Luis XVI, a estarlo bajo el regimen absolutista de Napoleón Bonaparte, un general republicano.
Por mucha imaginación que se le ponga, sea en modo monárquico o republicano, el Estado es lo que es y no puede ser otra cosa, conclusión a la que puede llegar cualquiera que repase los últimos siete mil años de historia. Que no por casualidad esa es la edad del Estado. Lo que en realidad vino a decir la revolución francesa fue: “el Estado sí, pero no así”, dicho que a algunas personas nos suena muy actual.
Sumadas,
la mentalidad ilustrada (revolución epistemológica), la industrial
(revolución tecnoeconómica) y la republicana (revolución
política), fueron los ingredientes constructores del mito del
Progreso, fundante del imaginario ideológico del "moderno" Estado-Nación-Capitalista.
Durante los siglos previos, la lucha de clases fue mucho más sencilla. Cada persona sabía cual era su sitio en la sociedad: se pertenecía al Estado o al Pueblo, no había más clases, solo estaban esas dos: la de quienes tenían acceso al poder o a sus beneficios y la de quienes no tenían acceso ni beneficios. La Modernidad no cambió nada sustancial, nada que modificara la estructura estatal basada en la desigualdad y en la división social en clases, pero sí introdujo una creciente complejidad en las relaciones sociales, que "parecía" cambiarlo todo.
Para los liberales, el Progreso pasaba a ser el motor de la Historia, al igual que la lucha de clases lo era para los proletaristas, de ideología mayoritariamente marxista. Ambas mentalidades eran igualmente “modernas”, enfocadas igualmente en una misma idea del Progreso, reducida exclusivamente a lo económico. La lucha de clases no era una novedad, era lo natural, la que siempre se dio en todas las épocas y en todas las sociedades, y siempre resuelta a favor de las élites que tuvieran el control y la fuerza militar del Estado. La novedad era la propia idea de Progreso, en la que burgueses y proletaristas coincidían, al igual que todas las facciones ideológicas -socialistas, comunistas y fascistas- que fueron surgiendo con esa misma matriz “progresista-estatalista”, de titularidad -no se olvide- burguesa-liberal-republicana.
La única excepción fue la facción proletaria de ideología anarquista, que imaginaba el Progreso sin clases sociales, al igual que el comunismo, pero sin necesidad del Estado. Esta última ideología moderna, la anarquista, fue, sin duda, la más cercana a la ancestral visión popular, opuesta al Poder por sistema. Pero fracasó en su intento, como le sucediera durante siglos a todos los Pueblos. Tampoco el anarquismo acertó con la fórmula, sabía su finalidad, libertaria y emancipadora del sistema estatal de clases, pero no sabía cómo recorrer ese camino; la primaria aversión anarquista a toda organización y programa lo hicieron imposible. Y así, a pesar de sus históricos momentos de brillo popular y de conquistas parciales, el movimiento anarquista se fue disolviendo por sí mismo, en su propio caldo nihilista, hasta quedar hoy como marginal “estilo de vida”, disidente dentro del Estado, pero tan integrado como irrelevante.
Es su religiosa creencia, en el imaginario moderno del Progreso, lo que ata a las izquierdas al Sistema Estado, es su visceral desconfianza en la capacidad de autogobierno de las comunidades humanas, de la gente del Común. Eso las emparenta con las derechas, es lo que impide a las izquierdas comprender qué es el Estado y que éste no es sino “el Sistema” al que dicen enfrentarse, entrando así en un bucle de Moebius en el que no encuentran salida, sencillamente porque en este bucle no la hay. Creen circular "al otro lado", en un lugar donde solo existe un único lado.
Así, su anticapitalismo o su antifascismo no pueden ser “antisistema”, cuando el capitalismo es la forma económica del Estado y el fascismo su recurso de última instancia. Las izquierdas modernas son prosistema, tanto como las derechas, con la desventaja de que éstas, jugando en campo propio tienen ganada la partida de antemano. Las izquierdas no son antisistema, ni pueden serlo mientras sigan esperando el despertar de una ilusoria conciencia de clase, o el advenimiento, no menos ilusorio, de un Estado "Mejor".
Díganme un momento de la Historia en que las personas y las comunidades humanas hayan podido vivir sin el peso del Estado. Y díganme cuándo, como ahora, el Estado se ha entrometido tanto en la intimidad de nuestras vidas, sin dejar un mínimo hueco sin controlar o legislar. No lo hay, habría que remontarse a la prehistoria, porque la Historia también es propiedad del Estado.
Sin abandonar el imaginario “progresista” de la Modernidad, no hay salida a la trágica situación a la que aceleradamente nos aproximamos, al colapso económico, ecológico y social, inevitable a medida que se vaya agotando la energía fósil que ha mantenido en movimiento al Sistema durante los últimos cien años, el siglo del petróleo y su ilusorio Estado de Bienestar. No serán las epidemias globales, ni el cambio climático, será el agotamiento del petróleo lo que destruirá la ilusión burguesa de Progreso. Las derechas, históricas titulares de la propiedad y gobierno del mundo, lo saben; y por eso nos educan para lo Peor y ya inminente. ¿Por qué, si no, las prisas por acelerar la transición energética o la inteligencia artificial?, ¿por qué la masiva propaganda de guerra global, por todos los medios y en todas las latitudes, por qué poner de moda el ecofascismo nuclear?, ¿cómo explicar el regreso a la guerra económico-militar entre bloques de estados capitalistas y comunistas, cuando éstos últimos ya no existen?... ¿es que nadie ve en la guerra de Ucrania una perfecta cinta de Moebius?
Lo diré una vez más: las izquierdas, atrapadas en el ideario burgués de la Modernidad, son el tapón que impide la revolución comunal hoy necesaria, solo viable a condición de concebir la vida humana sin la necesidad del Estado. Lo hagan o no, de todas formas el colapso de la civilización burguesa está cantado, sucederá porque ya es demasiado tarde para evitarlo. Sin embargo, a pesar de todo, tengo una irreductible confianza en la superioridad de nuestro instinto ético y ecológico sobre nuestros más primarios instintos animales, los de propiedad y jerarquía, responsables últimos del atasco evolutivo en el que ahora se siente bloqueada nuestra especie, por primera vez en su conjunto.
Por eso sé que, no tardando, comenzaremos a autoorganizarnos en comunidades de cooperación y ayuda mutua, al menos para resistir y sobrevivir al colapso que se avecina, con esa inteligencia mínima. Si bien, siempre pesará en la memoria de la conciencia humana el próximo sacrificio de millones de personas inocentes, en el altar del Progreso.
2 comentarios:
C por B, amigo Fernando. Para lo que quieras, ahí estamos.
Está bastante teorizado, tú no puedes cambiar una organización o sistema del que formas parte porque al final la misma acaba impregnándote de su cultura y política. El sistema político-económico actual es irreformable. La opción ya sabemos cuál es, y no la veo tan cerca como dicen.
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