De vez en cuando me gusta visitar "Contratiempo", la revista argentina que desde hace dos décadas dirige Zenda Liendivit, la prolífica arquitecta y escritora uruguaya. Me gusta, porque encuentro de vez en cuando verdaderas perlas literarias; y me gusta porque hay en sus contenidos como un deje de nostalgia cultural, de una Europa que ya no existe y que probablemente nunca existió, de no ser en el imaginario bohemio de esos escritores de la América que habla castellano pero a la que Madrid le gusta menos que París o Berlín.
En esta ocasión he descubierto a Rodolfo Walsh, uno de esos escritores de oficio vital, amarrado a la máquina de escribir tanto como a las contradicciones de su propia experiencia vital. De esos que no encuentran separación entre escribir y vivir, esos que saben que ficción y vida van necesariamente unidas. Gracias a Contratiempo me asomo a su escritura a través de un libro especial, “Ese hombre”, editado tras la muerte del escritor, que recoge apuntes de su diario, anotaciones de esas que los escritores hacen como bocetos, pero que traslucen a veces, como en el caso de Rodolfo Walsh, sus miserias, como la grandeza de un oficio, el de escribir, tomado en serio y con todas sus consecuencias. "Este libro, que reúne sus papeles personales, seguirá ocupando un lugar central para todos aquellos interesados en los derroteros de la conciencia de un escritor cuya complejísima obra todavía hoy nos llama y nos conmueve", así lo presentan. Dejo aquí algunos breves extractos de ese libro, precedidos de una reseña sobre este escritor de raza, de la que es autor César G. Calero, “Rodolfo Walsh, la pluma y la pistola”:
"Hay un fusilado que vive", escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez. El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían. Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonces en una minuciosa investigación sobre los fusilamientos perpetrados durante la sublevación del general Valle en junio de 1956. El resultado fue Operación Masacre, obra de culto del periodismo de denuncia. Veinte años después de su publicación, Walsh se convertiría en objetivo prioritario del régimen cívico-militar que tomó el poder a la brava en 1976. Oficial primero de la organización armada Montoneros, bajo los alias de Esteban y Neurus, el escritor había evolucionado políticamente con los años y estaba decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias su compromiso con la lucha revolucionaria. Cuando cayó en una emboscada de un «grupo de tareas» de la dictadura, en marzo de 1977, llevaba un maletín donde horas antes había guardado para su distribución varias copias de su testamento literario, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Llevaba también, ajustado a la ingle, un revólver que usaría antes de ser acribillado en una esquina de Buenos Aires.
“Ese hombre y otros papeles personales”, Ediciones La Flor. Daniel Link Buenos Aires, 2007
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con un muchacha que escribía incomparablemente mejor que yo me redujo a silencio durante cinco años. En la hipópesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
Me llamo Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podría pronunciarse como dos yambos aliterados (unidad métrica compuesta por una sílaba breve, sin acento, y una larga acentuada), y eso me gustó. Nací en Choele-Choel, que quiere decir “corazón de palo”. Me ha sido reprochado por varias mujeres. Así, habría que leer Rodól Fowólsh.
De vuelta en la ciudad terrible, Montevideo, gatos y goteras. Mi última noche en la Habana fue misteriosa. Me sobraban cincuenta pesos y me puse a pensar en Ziomara con su cintura tan fina y su rostro oscuro hierático. Su cuerpo era espléndido, largas piernas africanas y caderas hechas para moverse incansablemente. Solamente sus pechos eran algo blandos, las ( ), los pechos blandos. No hay putas como las de Habana, el último esplendor de un mundo que se cae. Casi todas son suaves y calladas y parecen comprender, son tristes pero saben sonreirse desde dentro. Por lo menos Ziomara sabía. Usan falsos nombres espléndidos, Ziomara, Estrella.../...(Pupé se ha sentado frente a mí, a través de la redonda mesa de vidrio, y cose, casi impidiéndome escribir con su presencia; pero tengo que hacerlo, el mundo en cierto modo es duro, yo lo sé)
Marimon transportaba muertos de Buenos Aires a las provincias para no pagar impuesto.
En Europa está de moda reunirse a jugar al póker en el aeropuerto. El que pierde se toma el primer avión que se anuncia.
Y simula estar vivo.
Un edificio sombrío, de piedra gris, con almenas, como una cárcel. Jardín, ventanas verdes, reja. Al lado una capilla nueva, de tejado rojo. Arriba un avión traza una R de humo en el cielo azul. Adentro ladra un perro. Mi hermana ha vivido aquí diez años. La calle es ancha, en la vereda de enfrente hay un cine. Muchos negocios.
Una salita de espera, cuadrada, piso de baldosas. Tres sillas y un sofá de madera. Una niñita de seis o siete años, horriblemente gorda, se para y se sienta, curiosa, se aburre; me mira a través del aro de su cartera, inflando los carrillos. En el sofá conversan dos mujeres feas, de anteojos, de edad indefinible. Una es gorda y blanca; la otra morena, con eczema. Ropas grises, beige, negras.
Si en otros mundos hay algas,
Hay jarras; si hay jarras,
Hay casas de remates; si hay
Casas de remates nada
Impide que yo esté en
Alguna de ellas.
Esa estupidez apenas persistente, con que las mujeres esperan algo, un tren, una lancha, un teléfono, hostilizan a los chicos con preguntas de insondable autoevidencia: preguntas sin respuesta porque son la pregunta y la respuesta de algo que de todos modos no interesa a ellas ni a nadie.
Un hombre con bombacha negra, bota de media caña, rastra de monedas, camisa blanca y chaleco y sombrero negro, como un gaucho de vodevil: pero cara de paisano verdadero, que subió en el Parque Urriza. Subió a una lancha, y eso debía ser lo que parecía incongruente, como un almanaque de Alpargatas Company del año 2000. Un juego repetido: que consistía en preguntarse qué serie de circunstancias podían conducirlo a estar sentado, llorando, a orillas de un muelle, con hambre y sin un peso.
Claroscuro del subibaja. El habla diaria está llena de trampas y agujeros. A un hombre riguroso le resulta cada año más difícil decir cualquier cosa sin abrigar la sospecha de que miente o se equivoca. Para designar a los componentes de un mundo esencialmente ambiguo, ¿no habría que usar un idioma tan ambiguo como el mundo, palabras que aplicadas a cualquier realidad afirmaran de ella cosas opuestas? Estas palabras asumirían, por ejemplo, las formas lindofeo, malobueno, odioamor, dichas así, de un golpe, sin respirar y aguantando las consecuencias. Un somero examen de los idiomas más antiguos, y aún de vestigios que quedan en los modernos, parece sugerir que al principio se hablaba así. La expresión china Yüanchin, que significa lejoscerca, fue, durante mucho tiempo, la única manera de establecer el paradero de cualquier cosa, si se exceptúa la posibilidad, nada desdeñable, de afirmar que estaba en el Tung-Hsi, como se nombraba conjuntamente al Este y al Oeste.
La identidad de los opuestos resplandecía en aquellos tiempos inocentes. Cualquiera conocía el inagotable sentido de la palabra Ch’angtuan, que significaba largocorto; del precioso adjetivo Kuei-chien, quería decir carobarato, y de ese verbo o sustantivo, delicado como un jade, Wang-chi, que declaraba el recuerdo del olvido y el olvido del recuerdo.
Más tarde, intervinieron los letrados. Observaron que esa manera de hablar y de pensar, aunque acorde con la íntima esencia de las cosas, conducía al estancamiento y quizá a la aniquilación de la vida, que para conseguir sus fines necesitaba de afirmaciones y negaciones cerradas, o sea, la mitad de cualquier verdad. ¿Cómo se iba a luchar, por ejemplo, contra un enemigo que era malobueno y que, bien mirado, también era un amigo? ¿Cómo separar lo propio de lo ajeno?, ¿cómo discutir el precio?, ¿cómo medir un privilegio? Así que, armados de grandes tijeras, empezaron a cortar en dos las viejas palabras y a llenar el mundo de mentiras útiles.
Cuba escribe. -¿Y qué? - le digo. -Aquí – me dice- . Gozando de la historia.
El poeta no ha perdido su doble filo de ironía ni la sospecha algo melancólica de la vanidad de su oficio. Pero es difícil hoy en Cuba no burlarse de las viejas dudas, no poner entre las manos nobles y útiles de tu gente esas manos que sólo sabían escribir "me muero”.
Cuando nos vimos por última vez, siete años atrás, Playa Girón maduraba, la contraguerrilla florecía en las montañas de Escambray, el bloqueo más cruel que se haya impuesto a un país americano dislocaba la economía de la isla. Parecía improbable que semejantes presiones no acabaran por deformar ciertos aspectos de la revolución. En ese caso, ¿ qué iba a ser de su literatura?
Diciembre 31, 68. Situación. Terminar el año con el zapato izquierdo visiblemente roto, mil quinientos pesos en el bolsillo, incapacitado para hacer regalos y desganado para recibirlos; con mil cosas pendientes, postergadas o mal hechas; en un estado casi permanente de mal humor o de abulia. Es posible que haya “mejorado” algo. Que esa mejoría es lo que me pone de tan pésimo humor. La política se ha reimplantado violentamente en mi vida. Pero eso destruye en gran parte mi proyecto anterior, el ascético gozo de la creación literaria aislada; el status; la situación económica; la mayoría de los compromisos; muchas amistades, etc.
Es posible que, al fin, me convierta en un revolucionario. Pero eso tiene un comienzo muy poco noble, casi grosero. Es fácil trazar el proyecto de un arte agitativo, virulento, sin concesiones. Pero es duro llevarlo a cabo. Exige una capacidad de trabajo que todavía no poseo. Me refiero principalmente a métodos de trabajo. Hace años que vengo trabajando por eliminar cosas que formaban una “infraestructura” errónea, la bebida, el cigarrillo, los malos horarios, la pereza y las postergaciones consiguientes, la autolástima, el desorden, la falta de disciplina, la consiguiente falta de alegría y de confianza; todo eso ensamblado en una estructura mental que seguía siendo burguesa.
Este año sólo he progresado en dos cosas. No bebo, lo que ha mejorado mi salud o, por lo menos, compensado el “deterioro”. Empiezo a asimilar lo básico del marxismo, y mi “nivel de conciencia” es hoy bastante mayor. Estoy mucho más jugado. No aceptaría hoy incluir una cita de un bufón como Manucho en la contratapa de un libro (se refiere Rodolfo Walsh a la contratapa de la primera edición de su libro “Un kilo de oro”, editado en Buenos Aires, 1967), ni vacilaría en rechazar una beca en USA, etc. Me he pasado “casi” enteramente al campo del pueblo que, además -y de eso sí estoy convencido – me brinda las mejores posibilidades literarias. Quiero decir que prefiero toda la vida ser un Eduardo Gutiérrez y no un Groussac; un Arlt y no un Cortázar.
Pero decir estas cosas, escribirlas, me desalienta, me da sueño; eso significa que hay un duro núcleo de resistencia que rechaza todo ésto como una banalidad; que preferiría mantener la fachada inescrutable sobre mis verdaderas contradicciones; suspender el análisis y seguir proponiéndome al mundo como un figurón, ligeramente martirizado por las circunstancias.
Me está faltando coraje.
Lo que sucede es que me paso al campo del pueblo, pero no creo que vamos a ganar: en vida mía por lo menos. ¡En vida mía! Porque esa es la clave: lo que pase después no me importa mucho, y entonces sigo siendo un burgués, más recalcitrante aún.
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