jueves, 23 de septiembre de 2021

POR UN PACTO SOCIAL, NO CONTRATO, REALMENTE NUEVO

Decir que la guerra contra el imperio parte de la vida cotidiana, de lo ordinario, que emana del elemento ético, es proponer un nuevo concepto de guerra, despojado de todo contenido militar. Si la guerra es asimétrica no es en razón de las fuerzas que están presentes en ella, sino porque los insurgentes y los contrainsurgentes no están librando la misma guerra. Por eso la noción de guerra social no es adecuada. Da lugar a la ilusión fatal de simetría en el conflicto con esta sociedad, como si la batalla tuviera lugar en los mismos planos de representación de la realidad. Si realmente hay una guerra asimétrica entre las personas y los gobiernos es porque lo que nos diferencia es una asimetría en la definición misma de la guerra.

No habrá solución social a la presente situación. En principio porque el vago agregado de medios, de instituciones y de burbujas individuales al que se llama por antífrasis “sociedad” no tiene consistencia, y a continuación porque no existe lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten las riquezas si no se comparte un lenguaje. Hizo falta medio siglo de lucha en torno a las Luces para forjar la posibilidad de la Revolución francesa, y un siglo de lucha sobre el trabajo para parir el temible “Estado providencia”. Las luchas crean el lenguaje en el que se dice el nuevo orden. Nada parecido existe hoy en día. Europa es un continente arruinado que va a hacer a escondidas sus compras a Lidl y viaja en low cost para poder hacerlo todavía. Ninguno de los “problemas” que se formulan en el lenguaje social admite solución”.          (Texto del Comité Invisible).


Pensar es una acción propia y exclusiva de un único y concreto órgano corporal, es algo propio de un concreto individuo humano. El pensamiento sólo puede ser acto individual, porque no existe un cerebro que sea común a dos o más cuerpos y, por tanto, hablar de un “pensamiento colectivo o social” es referirse a algo irreal o imaginario. Este modo de “pensar el pensamiento” forma parte del amplio repertorio del Imaginario  Moderno, conformado a partir del pleno dominio cultural del aparato estatal-mercantil desde su “modernización ilustrada y liberal”, operada en el tránsito del siglo XVII al XVIII. En vez de pensamiento social o colectivo, es mucho más ajustado a la realidad hablar de “mentalidad”, en el sentido que explicara el historiador Jacques Le Goff, como sucedáneo de “weltanschauung”, que en lengua alemana significa la forma de concebir el mundo y la vida, que logra hacerse viral -ésto lo digo yo-, por costumbre, que podrá ser expontánea o inducida. Por eso mantengo que la mentalidad mayoritaria de la sociedad contemporánea se corresponde con el Imaginario ilustrado o moderno, desplegado a partir de la modernización del aparato institucional dominante, a su modo estatal/capitalista, que en la actualidad sigue intentando su global extensión e implantación.

Si convenimos que un “paradigma” es una explicación de la realidad mejor que la precedente (Thomas Khun), asistimos a la emergencia de un nuevo paradigma, que yo denomino, provisionalmente, del realismo ético (experiencial y científico), superador del decadente paradigma del realismo paraético, imaginario y pseudocientífico, constituido como “mentalidad moderna, liberal-progresista e identitarista”.

Tenemos un inmenso problema de comunicación cuando las palabras (significantes) que usamos significan conceptos (significados) diferentes y hasta contradictorios, que no se corresponden con la realidad. Son muchas las palabras que, como “democracia” o “revolución”, por ejemplo, han sido asimiladas por la moderna “ideología del progreso”, logrando producir e imponer significados que corresponden a la cosmovisión e intereses de las élites que controlan la producción cultural y su reproducción social. Se trata de significados ajustados a los intereses y cosmovisión propia de aquellas élites que cuenten con suficiente poder para hacerlo. La costumbre hace el resto, hasta lograr que los “modernos” significados acaben por imponerse como mentalidad o cosmovisión dominante.

Necesitamos definir un vocabulario  con fundamento en un método de conocimiento teórico-práctico basado en un realismo ético, asentado simultáneamente sobre el conocimiento científico, dialécticamente contrastado con el sentido común resultante de la experiencia vital, personal y social, del común humano. Valga como ejemplo la palabra “democracia”. Morfológimante formada por dos lexemas o raíces, cada una de ellas con un significado referencial (demo=pueblo y cracia=gobierno) que, juntas, modifican y completan su significación, componiendo un nuevo significante (palabra) con  nuevo significado (idea o concepto) comprensible por los hablantes y definido por una entidad que puede ser real (correspondiente a lo físico o material) o imaginaria (correspondiente a algo pensado o ideal). Veamos:

-El lexema “demo/pueblo” puede referirse al conjunto de la población habitante de un concreto territorio, sea urbano o más amplio (comarcal, regional, continental o global), luego no hay una única definición de “pueblo”, como tampoco la hay de “territorio” que, a su vez, puede referir a diferentes realidades físicas definidas por cada tipo de poblamiento. Pues bien, en la palabra “democracia” según la utiliza el imaginario moderno, demo o pueblo adopta el significado de pueblo “nacional”, referido al conjunto de habitantes incluidos por cada Estado en un artificial y variable contenedor territorial.                                                                                                                        -El lexema “cracia/gobierno” puede referirse indistintamente a “gobierno de un sujeto” colectivo (lo que sería gobierno de sí, autonomía o autocracia), como también puede referirse a “gobernación de un objeto” (lo que sería heteronomía o dictocracia). Por tanto, el “pueblo” puede ser sujeto soberano (gobernante) o puede ser objeto sometido (gobernado), según sea el tipo de democracia que consideremos, si real o imaginaria (representativa).

A partir de esta indefinición, el imaginario progresista-moderno ha logrado implantar un significado imaginario para la palabra democracia, a la medida de su propia cosmovisión: un ilusorio “pueblo o nación estatal” gobernado por representantes de su soberanía, haciendo equivaler una “realidad” imaginada - el Pueblo o Nación soberana - con su “representación” o Parlamento, constituido por facciones ideológicas (partidos); es decir, otorgando categoría de realidad a conceptos imaginarios, obrando ese colosal "despiste" que consiste en identificar territorio y mapa,  realidad e imagen.

 

En plena pandemia del covid-19 (twitter de 24 jun 2020), Ana Botín, presidenta del Banco Santander y miembro del consejo de administración de Coca-Cola, decía: “Necesitamos un nuevo contrato social para construir un mundo más sostenible. Luchar contra el cambio climático o dar una educación del siglo XXI son retos que tenemos que afrontar entre todos. La crisis del coronavirus, que ahora está golpeando a Latinoamérica, es un ejemplo más”.

Todo parece indicar que ya estamos en ese tránsito hacia un nuevo contrato social, acelerado por la pandemia en curso. Es más que una intuición y no es que lo veamos venir, es que ya lo tenemos encima tras el ensayo global que ha supuesto la gestión de la pandemia por la inmensa mayoría de los Estados: un nuevo orden social denominado “nueva normalidad”, cuyas directrices generales nos vienen predeterminadas por una lógica imparable, a priori incuestionable por su naturaleza científico-tecnológica: combatir el cambio climático mediante una radical transición energética y lograr un modo de crecimiento sostenible o ecológico de la economía capitalista, sustentada ésta en un desarrollo hipertecnológico. ¿Quién va a oponerse a esta lógica, quién se atreverá a ir contra lo que está diciendo la “comunidad científica”, ese misterioso sujeto colectivo, de expertos que son los que realmente “saben”?

Junto a la decidida apuesta de la mayor parte de las élites económico-políticas, expresada por Ana Botín, se manifiestan  voces más “conservadoras”, que afirman la condición de falacia de esta apuesta por un nuevo contrato social. Falacia es un argumento que pareciendo válido no lo es y, según esta opinión conservadora, la idea de un nuevo contrato social es una falacia en toda regla, se parte de que la realidad, por ser mejorable hay que cambiarla, se argumenta que nuestra realidad cambió cuando se abolió el antiguo régimen gracias al contrato social vigente, y se concluye que necesitamos un nuevo contrato social para mejorar la realidad del presente. Hablar de un “nuevo” contrato social suena atractivo, el calificativo “social” nos conecta con la idea de justicia, y si se acompaña de las palabras igualdad, dignidad o sostenibilidad parece que es más necesario todavía. Pero dicen estas voces conservadoras que en un ámbito nacional un nuevo contrato social no sería más que una nueva Constitución, en un ámbito Europeo estaríamos ante un nuevo Tratado de la UE y en un ámbito global, estaríamos hablando de una nueva Declaración de los Derechos Humanos...y se preguntan: ¿cambiaría nuestra realidad si reescribiéramos esas normas?, a lo que responden con un rotundo No, al tiempo que también se preguntan: ¿por qué no hacemos un esfuerzo mayor en cumplir las normas que ya tenemos para que las injusticias o las desigualdades que han aparecido en la última década y que aparecerán en las próximas sean contenidas? No necesitamos un nuevo contrato social, dicen, un nuevo contrato no solucionará el cambio climático, ni la pobreza, ni la desigualdad, no garantizará que cumplamos lo que venimos incumpliendo reiteradamente, todo lo cual parece tan razonable, al menos, como lo que dice Ana Botín. 

Por tanto, ante la encrucijada que se nos presenta, habría esas dos posiciones igualmente oficiales. Pero yo mantengo una posición propia que, como diría el ínclito y recientemente fallecido Alfonso Sastre, “por propia voluntad se sitúa al margen de los márgenes”, lo que explicaré a continuación, no sin antes recordar a quien ésto lea una obviedad que suele pasar desapercibida, como es que las personas “comunes” también podemos pensar, reflexionar, leer y estudiar, al menos tanto y con similar capacidad de acierto o error que cualquier “experto”.

El considerado como “vigente” contrato social es inexistente, solo es una idea, algo que nunca existió tras la descomposición del Antíguo Regimen, ni escrito ni firmado por las partes, es decir, entre la ciudadanía y el Estado liberal. Cuando se formuló la teoría del contrato social por el filósofo jacobino Jean Jacques Rousseau, el conocimiento científico apenas estaba dando sus primeros pasos allá por el siglo XVIII. Es, pues, una suposición, una idea que simboliza un supuesto acuerdo por el que las partes se comprometen a respetar una serie de derechos y deberes, compromiso y responsabilidad que, si buscamos una analogía ilustrativa, bien pudiera servirnos el contrato laboral, por el que un empresario y un trabajador se comprometen con unos determinados acuerdos, que rubrican, presumiblemente con libertad y en condiciones de igualdad. Pero no hace falta ser jurista para saber que ésto es radicalmente falso, que el contrato laboral no es una firma entre iguales y que, en realidad, una de las partes se ve obligada a aceptar las condiciones por razón de necesidad, tratándose, por tanto, de un contrato impuesto, que viene a expresar la esencial relación de sumisión y dependencia de una parte (el trabajador) respecto de la otra (el empresario). Pues en el caso del Contrato Social la situación es aún peor, porque se trata de un contrato igualmente simbólico y, además, no estando escrito ni firmado por nadie, su sistemático incumplimiento viene a ser la norma.

Las dos posiciones “oficiales” enfrentadas que antes señalé, solo aparentemente parecen “razonables”: los partidarios de un “nuevo pacto social” porque piensan que el actual nos ha traído a una situación insostenible, y los partidarios de una posición conservadora porque piensan que dicha situación es consecuencia del incumplimiento del pacto social vigente. Pero ambas posiciones ignoran los orígenes y antecedentes históricos de tales incumplimientos y consecuencias, solo se fijan en sus efectos y no en sus causas.

Las obligaciones y derechos que cualquier ciudadano adquiere al incorporarse a una sociedad es a lo que Rousseau denominó “contrato social”, un contrato simbólico e implícito que adquiere todo ciudadano por serlo. Antes que Rousseau, los filósofos ingleses Thomas Hobbes y John Locke trataron esta cuestión con la misma pretensión de responder a ¿cómo el hombre pasa de encontrarse en un estado de naturaleza, donde la libertad de la que disfruta es máxima; a formar una sociedad encabezada y dirigida por el Estado, donde la libertad es cercenada y en el que se encuentra al manejo y servicio del déspota de turno? ¿Acertaba Platón cuando afirmaba que “la justicia es un acuerdo entre egoístas racionales"?.

La desigualdad, la pobreza o la injusticia llevan preocupando al ser humano a lo largo de toda la historia de la humanidad. Un nuevo contrato social que ignore los avances científico-tecnológicos  y sus consecuencias no solucionará los mismos problemas que no fueron resueltos durante los siglos pasados. Si es necesario un nuevo contrato social ha de tener en cuenta que las personas pueden ser objeto de manipulación, hoy más que nunca, gracias a las nuevas ciencias y tecnologías, condicionando así el destino de la humanidad.

El “contrato social” es una especie de mito de la época moderna, como lo es la “nación”, ambos son producidos desde las instancias de ese poder absoluto que conocemos como “Estado” y que a sí mismo se presenta como “comunidad nacional”. Forma parte de este mito la creencia de que el contrato social surge tras la descomposición del Antíguo Regimen a cargo del Estado Moderno, el liberal que se conformara a partir de las revoluciones americana y francesa, junto a la revolución industrial inglesa. Pienso que el cambio real fue solo nominal, referido a la denominación, por la que la misma situación de sumisión y dependencia de los ciudadanos respecto del orden estatal dominante pasaba a denominarse “contrato social” de forma imaginaria,  dando por hecho que la democracia liberal disipaba por sí misma toda posibilidad de vuelta al totalitarismo del Antíguo Regimen feudal.

Esta relación de sometimiento y dominación es una constante, al menos desde que tenemos constancia de la existencia del Estado, es decir, desde hace al menos los diez mil años que nos separan del primer Estado surgido en la Mesopotamia o Creciente Fértil. Y es así porque esa es la naturaleza misma del Estado desde sus orígenes hasta hoy. La "nación" creada por cada Estado desde su orígen le sirve para darle contenido (social) a su continente territorial. Pero al mito de la nación, el Estado contemporáneo le ha añadido otro mito nuevo, el de la “comunidad científica”, otro sujeto abstracto cuya razón “científico-tecnológica” hoy contribuye decisivamente a sustentar la legitimación del aparato estatal. Pienso que en realidad la mayor parte del pensamiento contemporáneo se sustenta en similares mitos, propios de la Ilustración burguesa, como ideas o mentalidades inducidas por el Estado gracias a su dominio sobre la naturaleza y la sociedad, lo que solo es posible mediante un despliegue institucional que jamás pudieron siquiera soñar ninguno de los Estados o Imperios precedentes.

Por supuesto que me interesan los efectos de la dominación estatal, pero también me interesa averiguar sus causas. No puede ser que sigamos ignorando que todo el pensamiento moderno hoy dominante, es esencialmente propietarista y estatalista, perfeccionado durante milenios. No puede ser que, continúe camuflado bajo el barniz progresista de la Modernidad. No puede ser que se siga pensando en la apropiación o robo de la Tierra y del Conocimiento como un hecho “natural”, un Derecho Humano. De esa “naturalidad” deriva la naturalización del aparato del poder estatal, que la mayoría de la sociedad siga creyendo en la absoluta e incuestionable necesidad del Estado como institución garante de un Orden y una Justicia que nunca podrían darse en su ausencia, dado que tanto los individuos como sus comunidades “somos incapaces de gobernarnos por nosotros mismos”. Necesitamos, según esta creencia, aceptar un poder o autoridad superior (sea divina al estilo antiguo y medieval, o sea humana al estilo moderno), como única solución al caos en el que presumiblemente viviríamos de no aceptar ese “contrato social” por el que nos sometemos voluntaria e implícitamente al Estado por el  hecho de vivir en sociedad.

 

Pienso que hasta ahora no se dieron las circunstancias que pudieran hacernos dudar de esta creencia en la necesidad del Estado. La superpoblación y la masiva concentración urbana, la disolución de las individualidades en el anonimato de las masas políticas (nacionales) y económicas (mercados), junto a la disipación de las comunidades convivenciales naturales y  a la dramática dimensión global de la crisis ecológica, de la crisis epistémica relativa al conocimiento científico y su validación... a mayores de otras crisis añadidas y de no menor trascendencia, como las de los sistemas económicos (modelo de producción capitalista) y políticos (su corrupto modelo democrático-liberal). Adaptarse hoy al contrato social vigente supone fiar toda esperanza de futuro en un Estado parapetado tras una abstracta autoridad científico-tecnológica, más interesada en soluciones económicas o de mercado que en soluciones verdaderamente éticas, sociales y ecológicas. Pero las calamitosas evidencias de su intrínseca negatividad, está permitiendo que aflore una masiva percepción de incertidumbre, que empieza a cuestionar la totalidad del sistema, al tiempo que a vislumbrar otras posibles cosmovisiones, la posibilidad real de otras formas de concebir el mundo y nuestro modo de relacionarnos, entre nosotros y con ese mundo/naturaleza del que hasta ahora creíamos ser una especie aparte y por encima.

No puedo comprender la última era de la evolución humana si no es contando con este continuado Estado de Sumisión por parte de individuos y comunidades. No sin ignorar también la continuada tensión-confrontación de individuos y comunidades frente a todas las formas que el Estado ha venido adoptando a lo largo de su milenaria existencia. No sin averiguar las razones de esta continuada derrota. Hemos visto aflorar esta tensión en todos los intentos revolucionarios, guiados por el deseo de autonomía individual o colectiva frente a la autoridad del  Estado, a pesar de que estas revoluciones fueron casi siempre “internas” al orden estatal, es decir, una lucha de facciones estatales que entre sí se disputaban el poder y, en definitiva, el manejo de la sociedad por el Estado.

Nunca antes fue posible pensar un verdadero pacto social entre verdaderos iguales, es decir, sin participación de ninguna instancia de poder ajeno y superior . Ahora pienso que sí es posible, y es una gran paradoja que tengamos que agradecérselo al Estado de Desastre resultante de la globalización capitalista y a su intrínseca negatividad, que por primera vez en la historia humana hayamos adquirido una cierta conciencia de especie y hasta un mínimo sentido de responsabilidad universal ante la devastación de la naturaleza, como ante la vanalización de la vida en general y de la humana vida en especial.

Deberíamos no sólo aprender de los errores “revolucionarios”, también de las artes empleadas por el sistema de dominación, si queremos atinar con la estrategia revolucionaria y a escala global, que ahora sí es posible, pienso yo, en este convulso siglo XXI. Me refiero, por ejemplo, a las ciencias del comportamiento humano, desarrolladas por el sistema de dominación para su marketing comercial, como para su marketing cultural y político. Por estas ciencias el poder de las élites conoce muy bien el mecanismo mental por el que las clases bajas emulan el comportamiento de las clases medias y éstas, a su vez, el comportamiento de la clase alta. Así supieron el modo de desactivar la lucha de clases sin necesidad de combatir su teoría marxista o anarquista, solo con créditos y supermercados, vistiendo de justicia e igualdad el “natural” sentimiento de envidia que lleva a la emulación, primero del consumo  y luego de la ideología.

Los descubrimientos que han dado lugar a las ciencias del comportamiento guardan relación con los postulados básicos de la teoría del contrato social de las que partían Platón, Hobbes, Locke y Rousseau. Cuando se formuló la teoría del contrato social el conocimiento científico apenas estaba dando sus primeros pasos y todavía no se vislumbraban los posibles usos perversos de tal conocimiento científico a favor del control social. Daniel Kanheman y Richard Thaler son los autores de las teorías de la economía conductual y los sesgos cognitivos, que explican por qué a veces podemos ser tan “irracionalmente predecibles”. El sesgo del presente es quizás el más importante, porque es el culpable de que busquemos automáticamente la recompensa inmediata frente al largo plazo. El término “sesgo cognitivo” fue acuñado en 1972 por Daniel Khanemal y Amos Tversky, dos de los padres de la economía conductual y se refiere a la forma que tiene el cerebro de analizar en pocos segundos la información que recibe y tomar una decisión de forma casi automática e instintiva. No se basan, pues, en un pensamiento racional y lógico, dejan fuera el análisis en favor de la acción, impulsándonos a tomar decisiones que no siempre son las idóneas; son atajos que la mente usa cuando tiene que procesar rápidamente información para actuar en consecuencia. Los sesgos cognitivos también hacen que desechemos las opiniones que no coinciden con la nuestra; o nos empujan a dar más peso a acontecimientos recientes que a los pasados. Se trata de distorsiones en la percepción de la realidad que nublan el juicio. Al mecanismo de emulación que antes mencioné, la teoría de la economía conductual lo denomina “sesgo del arrastre”, por el que hacemos algo sólo porque las personas que nos rodean lo hacen; éste es uno de los sesgos más poderosos y uno de los principales impulsos del consumo y es el que nos inclina a llevar un estilo de vida concreto sólo porque el resto de nuestro entorno lo hace.

Las élites que ahora hablan de un nuevo contrato social lo hacen contando con el manejo de los conocimientos científicos y tecnológicos que el poder les permite. Así saben muy bien cómo los individuos tomamos nuestras decisiones y eso les sirve para perfeccionar su sistema de control sobre individuos y sociedades. A quienes coincidimos en la apuesta por un proceso  revolucionario integral, sobre la base ética de un pacto global y local entre iguales, nos interesa mucho no ignorar nada de todo ésto.

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