viernes, 14 de mayo de 2021

¿SALIR DE LA ECONOMÍA?

 


Frente al irracional paradigma economicista en el que todo es cálculo de interés y cuyo resultado, suficientemente comprobado, no puede ser sino destructivo de la naturaleza y degradante del sentido convivencial de la vida humana, y sin dejar de reconocer la gravedad del colapso global en el que nuestra generación ya está inmersa, ponernos ahora a dudar de si estamos o no a tiempo de superarlo, no sólo es absolutamente estéril, sino que contribuye a fortalecer las causas del colapso. Hay que inventar y poner en práctica, desde ya, otro modelo de sociedad con una nueva economía subordinada a la socialidad, frente a la actual economía del negocio. Hay que hacerlo urgentemente, como condición contemporánea de respeto a la dignidad humana, de paz con la naturaleza y de perfección de la democracia.

La necesidad económica ejerce una opresión total sobre la existencia social y concreta de los individuos y será imposible de superar sin reducir el peso de la creencia económica sobre las mentalidades contemporáneas. Las dos grandes ideologías de la era moderna, liberalismo y marxismo, comparten un mismo presupuesto, una misma certidumbre: “el primer hecho de la historia humana es el de la escasez de bienes materiales, cuyo resultado es la necesidad universal de trabajar para sobrevivir”. Y bajo esta creencia se hace un interesado y trágico relato histórico, de pueblos primitivos sumidos en la pobreza, que se irá solventando lentamente en el transcurso de los siglos gracias al progreso de la ciencia y de la industria.

Pero la propia investigación científica ha destapado esta falsedad, que viene sirviendo como fábula de la representación que la modernidad se hace de sí misma. Ninguna de las sociedades de cazadores-recolectores que aún subsisten dedican más de cuatro o cinco horas diarias a la supervivencia material y ese tiempo no es de trabajo propiamente dicho. La ciencia antropológica coincide en que éste comportamiento es general y es deliberado, impide dedicar más tiempo a la acumulación y, además, es frecuente que la parte más significativa de la producción sea destinada al derroche festivo más que al consumo de subsistencia. No solo fueron y son antiutilitaristas, negados a perder la vida ganándosela”, sino que además lo hicieron y siguen haciéndolo de forma ostentosa (eso sí, me refiero a los pocos pueblos primitivos que han logrado sobrevivir al sistemático genocidio colonial de las modernos Estados). Y en nombre del progreso, e incluso de la democracia, siguen cometiéndose múltiples genocidios mediante sofisticadas formas de guerra -territoriales, étnicas y religiosas- que no pueden ocultar su finalidad económica.

La repulsa por la necesidad económica y por el trabajo no solo la encontramos patente en las sociedades antiguas, en las que se tenía la condición de ciudadano en la medida en la que se tenían propiedades y no había necesidad de trabajar porque para eso estaban los no ciudadanos, sirvientes y esclavos. Y esa mentalidad nunca fue superada. En las sociedades premodernas, la pertenencia a la clase dominante estaba asociada a la tenencia de propiedades y sus privilegios se manifiestan precisamente por librarse de la obligación de trabajar. En la sociedad capitalista contemporánea subyace esta mentalidad del trabajo como actividad servil, si bien en modo camuflado, bajo la denominación de “trabajo asalariado” y centrado en el desprecio por el trabajo físico respecto del intelectual.

Es obligado recordar que a finales de la Edad Media, la iglesia aún imponía de ciento treinta a ciento cuarenta días festivos o de descanso al año. Todo eso fue desapareciendo, deslegitimado y dirigido a estigmatizar como vagos a pobres y vagabundos, aunque también a rentistas y aristócratas, como a curas, políticos, funcionarios y, en definitiva, a todos los individuos considerados improductivos o parásitos. En la nueva clase social asalariada, surgida de la revolución burguesa-industrial, la falta de trabajo, “estar en el paro”, fue y sigue siendo considerada como una de las mayores desgracias. Por otra parte, a pesar de los prodigiosos avances técnicos, el crecimiento de la producción económica no ha significado menos trabajo ni menos necesidades económicas, sino más. No deberíamos olvidar las lecciones de la historia.

Junto a la escasez, la otra gran ficción en la que se apoya el concepto moderno de la necesidad económica es la eternidad asignada al intercambio en modo mercantil. Primero fue el trueque, un bien por otro bien y un servicio por otro servicio, luego se inventó la moneda, que permitía aplazar la contrapartida y universalizar el intercambio. El capitalismo no sería más que el resultado sofisticado de esta lógica universal del intercambio, pero con una diferencia fundamental: los intercambios primitivos no se hacían como contratos, ni siquiera de forma larvada, sino como regalos, como don, todo lo que circula en la sociedad arcaica lo hace respondiendo a la triple obligación de dar, recibir y devolver. La forma primiva de la relación entre los humanos no es el intercambio mercantil, sino el don. Sin embargo, es fundamental comprender ésto no en su acepción contemporánea, producto de dos mil años de cristianismo que nos ha llevado a una visión idealizada, que entiende el don de forma unilateral, sin nada a cambio; el don arcaico hace alarde de generosidad, pero no ignora el interés y está sometido al ritual de la obligación. La diferencia con el intercambio mercantil es trascendental: el intercambio de dones funciona a la espera de correspondencia equivalente, inmediata o con fecha determinada, por regla general prescribe que el pago sea más importante que el don inicial; incluso en las formas más parecidas al trueque, éste es condenado y despreciado de forma explícita. El contra-don deja un margen de incertidumbre y desigualdad entre el don y su vuelta, que hace que todos los protagonistas tengan una deuda inextinguible, de todos hacia todos, una deuda que la lógica del don arcaico hace cada vez más amplia y compleja.

Así, mientras el intercambio mercantil se apoya en el ideal regulador de la equivalencia y de la abolición de la deuda, la triple obligación de dar, recibir y devolver apunta en cambio hacia la creación de cierta dosis de no-equivalencia y endeudamiento. En la circulación de la deuda y la desigualdad alternada, es donde se crea y se prolonga la relación social. No obstante, es muy importante añadir que el don arcaico no consiste en bienes utilitarios, alimentarios o similares, ya que éstos son compartidos y no intercambiados. Lo que circula en definitiva es la vida y sus símbolos; en resumen, la sociedad arcaica primitiva lo ignora casi todo del comercio, no lo necesita porque es económicamente autosuficiente.

No defiendo el mito del buen salvaje, la cuestión es saber si hay que definir la modernidad a partir del concepto que se crea de sí misma o si hay que interpretarla en relación con un universo antropológico. No trato de disimular desprecio por la modernidad, sino de comprender su razón de ser. Interpretar la acción humana solo con el lenguaje de los intereses económicos es suponer que sólo se organiza conforme a la lógica del mercado. Imaginarla con el lenguaje del poder limita la vida social a la única dimensión de lo político o de lo estatal, donde los intereses compiten para conseguir el monopolio de la legitimidad (del poder).

Estado, mercado y ciencia son las instituciones claves del orden social moderno, pero no encarnan a toda la sociedad, más bien constituyen el espacio de lo que podríamos llamar una socialidad secundaria, donde las relaciones entre humanos son entre funciones, antes que entre personas, funciones que están subordinadas a una exigencia de impersonalidad, ya tome ésta forma de igualdad ante la ley dentro del Estado, de equivalencia en el mercado o de objetividad científica. Pero tras esta socialidad secundaria, por encima y por debajo de ella, sobrevive en la sociedad moderna una socialidad primaria, la de las relaciones directas entre persona y persona. Y es en este espacio donde se desarrollan la amistad y el parentesco, la familia, la vecindad y la mayor parte de la vida asociativa.

¿Cuándo se puso en marcha la visión economicista que reduce todo a los intereses calculados de sus sujetos?, ¿es cuando nace la economia política, a finales del siglo XVIII, o es mucho antes, desde la Antigúedad? Lo importante es anotar el actual dominio de la economía sobre la realidad social, identificado con el utilitarismo y organizado como “paradigma”, modelo sintético que quiere ser, a la vez, explicativo y normativo. Pretende, al mismo tiempo, decir cómo es el mundo y cómo debería ser.

La distinción entre socialidad primaria y socialidad secundaria sugiere en qué medida es suficiente el paradigma economicista que todo lo juzga desde el punto de vista de la socialidad secundaria, expulsando el punto de vista de la socialidad primaria, poniéndonos en la tesitura de imaginar los pasos necesarios para disponer de otro paradigma, complementario y a la vez antitético del anterior.

Formulemos esta hipótesis: la triple obligación de dar, recibir y devolver constituye la ley y matriz de la socialidad primaria; se percibe así que la exigencia primitiva del don sobrevive hoy día mucho más de lo que reconocieron  destacados antropólogos, como Marcel Mauss y luego Claude Lévi-Strauss. En gran medida, la generosidad obligada está en todas partes y no sólo dentro de la socialidad primaria. No funcionarían las empresas si no consiguieran movilizar la adhesión de sus asalariados; sin ética del servicio público, el Estado no es más que una cáscara vacía, y la ciencia no puede progresar si los investigadores carecen de un cierto sentimiento de participación en una empresa común.

 

Hasta aquí, mi razonamiento coincide con el del sociólogo Alain Callé (*), quien llega a afirmar que la lucha de intereses es tan real en la socialidad primaria como en la determinada por el Estado, por el Mercado o por la Ciencia (socialidad secundaria). Lo que explica la fuerza de estas instituciones es que mientras que la socialidad primaria constituye un orden “entre sí”, la secundaria pone en relación a lo que el mismo A. Caillé denomina “extranjeros radicales”: individuos obligados a convivir por una ley de forzada alianza y artificial comunidad, aunque no haya ninguna posibilidad de superar su diferencia y rivalidad.

La fuerza del mercado se explica por el contrato social, que al menos teóricamente impide la arbitrariedad de las relaciones interpersonales al someterlas al orden impuesto por las instituciones propias de la socialidad secundaria, sin dejar de reconocer que se asienta sobre la existencia previa de una socialidad primaria. Cayeron en el totalitarismo las sociedades que pretendieron disolver el Mercado o el Estado en el cuerpo de una socialidad primaria evanescente, intentando crear “pueblos” o “naciones” a partir de relaciones identitarias artificiales e impuestas.

Pensemos hasta qué punto podrían volverse inhumanas unas sociedades que sólo se desarrollasen en el registro de la impersonalidad mercantil o administrativa. He aquí una primera aproximación al nuevo paradigma en gestación, que, como dice el propio Alain Caillé: no niega la legitimidad del mercado y de la economía, ni pretende abolirIos, simplemente quiere ponerlos en su sitio exacto”.

Las morales que dominan nuestra época son utilitaristas, postulan que es justo y moral lo que ayuda a la felicidad del mayor número de personas, pero dejan para el mercado la tarea de determinar lo que hace la máxima felicidad. Creen que si se hacen correctamente los contratos, nada podría prohibir, por ejemplo, la venta de un riñón o de un niño, ya que de esta transacción se beneficia tanto el comprador como el vendedor. Pero, tanto la exigencia de generosidad, como de racionalidad, permiten imaginar que se pueda poner coto al crecimiento económico, como a la comercialización del cuerpo humano.

La generosidad que rige en las relaciones interpersonales nada tiene que ver con la caridad que incita a dar algo a los extraños y, en ambos casos, la ambigüedad puede estar presente. Nos vale el ejemplo de la ley francesa (Caillavet, 1976) que impone, salvo voluntad contraria expresa, que todos los difuntos puedan ser considerados donantes voluntarios de sus órganos, lo que convierte al Estado en propietario, de facto, de esos cuerpos.

Concluyamos que si el criterio ético del economicismo fuera el de alcanzar la mayor felicidad para la mayor parte de la sociedad, su buen funcionamiento solo podría darse con respeto al pluralismo como básica condición democrática. La sociedad capitalista se asienta sobre relaciones entre sujetos a priori indiferentes y extraños, es un tipo de sociedad sólo tolerable en la medida en que los individuos se toleren unos a otros sin llegar a ignorarse del todo. Si fuera cierto que el comercio incita a la tolerancia, también lo es que supone una vanalización del sentimiento de pertenencia a una comunidad y la disolución del pluralismo en la indiferencia o en la competencia, cuando no en la hostilidad generalizada.

Dice Alain Caillé que la cuestión que se tiene que plantear no es tanto la de “la salida de la economía cuanto la de su limitación como única modalidad concebible de intercambio entre extraños mutuamente indiferentes”, acabando por concluir que la economía de Mercado es plenamente legitima, pero sólo si se subordina a la exigencia de la generosidad entre personas y, por otra parte, a la del respeto hacia el pluralismo entre ciudadanos. Menos mal que reconoce que estamos muy lejos de ello y hasta “sueña” con la dirección que podrían tomar las sociedades modernas si llegaran a desear de verdad substraerse a la necesidad económica o limitar su influencia en la demás esferas de la existencia. Llega a decir que “si lo razonamos repetidamente no vemos por qué el Estado tendría que abstenerse de financiar tal o cual actividad socialmente importante aunqueno resulte rentable”; y pone como ejemplo el armamento, la cultura o la agricultura. También reconoce el riesgo que supone escoger la vía de las tasaciones y subvenciones, que pueden acabar sustituyendo la arbitrariedad del mercado por una arbitrariedad administrativa o política. Argumenta, acertadamente a mi entender, “que si se desea aflojar la opresión de la economía hay que hacerIo en nombre de principios generales, abstractos y universalistas, que si se quiere reencajar la economía en la sociedad y subordinarla a fines sociales, éticos y políticos, entonces hay que enunciar los fines incondicionales a los que se estima que estos medios económicos se tienen que subordinar”. En el colmo de su ensoñación dice que “el primer fin incondicional es tratar a los seres humanos como fines y no como medios, o en otras palabras reconocer en ellos, a priori e incondicionalmente, humanidad y ciudadanía", traduciendo ésto en la creación de una renta de ciudadanía, que otorgaría a todos los que no disponen para vivir, de una renta equivalente a la mitad del salario mínimo, lo que confirmaría el fracaso del Mercado y metería a los beneficiarios de esta renta básica en una lógica de precariedad y supervivencia cotidiana, imposibilitando cualquier plan de futuro. Todos esos “fallos” los soluciona Alain Callé haciendo que esta renta sea incondicional y compatible con otras rentas, proporcional a la riqueza de cada país y generalizada a escala planetaria, todo ello “para empezar a ilustrar el respeto al hombre por el hombre”.

El segundo fin incondicional sería la preservación de la democracia, es decir, de las condiciones políticas de expresión de la pluralidad de los conceptos del mundo. La traducción económica de esta segunda exigencia es mucho menos evidente que la primera; si aquella implica que nadie pueda caer por debajo de cierto nivel mínimo de recursos, “la segunda consiste en que nadie pase de cierta cantidad máxima de recursos, por lo que el nivel máximo de renta se podría fijar muy alto, ya que la promulgación de un tope no implica ninguna ideología igualitaria y lo importante es afirmar que deben existir límites a la acumulación de riqueza”, con lo que acaba por legitimar la acumulación que es el germen del economicismo propiamente capitalista, aunque pretenda suavizarlo denunciando que el exceso y la desmesura son en sí mismos tan asociales como la carencia o la miseria.

En conclusión, me parece portentosa la fuerza de la inercia intelectual que impide a personas tan informadas e inteligentes como Alain Caillé, imaginar otra “socialidad secundaria” que la históricamente montada sobre el triciclo institucional Estado/Mercado/Ciencia. No pueden imaginar siquiera la posibilidad de pensar en otras formas de institucionalidad, una que sea pactada por las comunidades humanas sin imposición ni mediación de poderes superiores. No pueden, ni siquiera soñar con una sociedad sin Estado, ni siquiera un mercado o una ciencia que no sean dependientes de un Estado. El mismo Alain Caillé sueña la construcción de una República Europea como meta-nación, que podrá asumir el desafío del cambio climático, la lucha contra las desigualdades y el reto democrático. Incluso cuando imaginan la globalización no pueden pensarla sino en forma de Estado global. 

No pueden siquiera imaginarlo, mientras sigan ignorando que el germen del orden patriarcal-estatal es la propiedad (apropiación) de la Tierra, en cualquiera de sus formas (privadas, colectivas o públicas). Pueden seguir mareando la perdiz hasta el aburrimiento y sin que yo les niegue sus buenas intenciones, pero a mí no me quitarán de la cabeza que ni la crisis sistémica en general, ni el inminente colapso social y ecológico, puedan ser abordados con la carga de esa básica ignorancia.

Porque, ¿de qué ética y de qué moral hablamos cuando asistimos impávidos al espectáculo cotidiano de la degradación de la condición humana?, ¿de qué ciencia ecológica estamos hablando mientras la Tierra sigue siendo exprimida y devastada, secuestrada y alambrada en parcelas y fronteras?, ¿qué broma apocalíptica es esa del calentamiento global, del agotamiento de los recursos naturales y de la aniquilación de la biodiversidad, cuando se fia todo a una milagrosa solución tecnológica, a base de coches eléctricos,  industrias verdes y multinacionales ecológicas?, ¿de qué ciencia política podemos hablar mientras no se entienda la más básica de las hipótesis, ya suficientemente demostrada, que Democracia y Estado son sistemas incompatibles que se excluyen mutuamente?, ¿y de qué paz mundial hablar, mientras sigan existiendo las máquinas de guerra que son los ejércitos, razón fundacional y última de todos los Estados habidos y por haber?...¿de qué Ciencia hablamos, si de nada valen las pruebas que el conocimiento humano, nuestra colectiva experiencia histórica y nuestra propia experiencia vital, nos ponen continuamente delante de nuestras narices?


Nota:

(*) Allain Caillé. Nacido en 1944, en París, es un sociólogo y economista francés, profesor emérito de sociología en la Universidad Paris-Ouest-Nanterre y director de la Revue du Mauss (movimiento antiutilitarista en las ciencias sociales), además de ser uno de los principales defensores del movimiento convivialista y de la idea de una República Europea.



1 comentario:

CARAMEL JOHNSON dijo...

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