jueves, 13 de agosto de 2020

COMUNALIDAD Y GLOBALIDAD


Ilustración de Igor Morsky
 

Las tres ideologías originales de la modernidad -liberalismo, proletarismo y fascismo-, entre la convulsión global que supuso la segunda guerra mundial y las últimas crisis globales (la financiera internacional de 2008 y la pandemia de 2020), han venido evolucionando hasta concentrarse en dos únicas ideologías, progresismo y fascismo, tras la desvirtuación e integración del izquierdismo proletarista (socialdemócrata/marxista/anarquista). Y aún así, ambas facciones comparten una misma veneración por el fundamento estructural del sistema-mundo contemporáneo: su aparato estatal-capitalista. El progresismo liberal no comparte con el fascismo la preocupación por algunas de las principales amenazas existenciales, como son la guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrrupción tecnológica, que sí comparte con la emergente corriente de libre pensamiento que promueve el nuevo paradigma de transformación integral, pero lo hace en modo confuso y esquivo, no tanto en la teoría como en la práctica (en su resultado histórico), ignorando una amenaza principal y previa que en gran medida es desencadenante de esas otras amenazas; me refiero a la reproducción del aparato estatal-capitalista que complace por igual a progresistas y fascistas, atando irremediablemente ambas facciones, como haz y envés de una misma ideología pseudodemocrática, jerárquica y totalitaria al cabo, dominante a escala global.

En su “21 lecciones para el siglo XXI”, que completa una exitosa trilogía, junto a “Homo Sapiens” y “Homo Deus”, su autor -Yuval Noha Harari- reflexiona en torno a la identificación de las amenazas existenciales que acechan al inmediato futuro de nuestro mundo a estas alturas del siglo XXI; lo hace desde una perspectiva netamente liberal/progresista, en la que no descarta a futuro el rol del nacionalismo y menos aún, el del sistema productivo mercantil/capitalista, al que eufemística y obstinadamente sigue denominando “liberalismo”. Intencionadamente o no, su mensaje es ahistórico. En todo caso, soslaya que los grandes e innegables adelantos científicos que con gran ligereza atribuye exclusivamente al orden liberal/progresista (sustanciado como “estado de bienestar”), de ningún modo pueden justificar sus fatales antecedentes y realizaciones, su nefasto historial, su biografía colonial, violenta, depredadora y definitivamente necrófila, llevada al límite en esta modernidad hiperurbana e hipertecnológica que vivimos desde la constitución de los modernos estados y su economía desarrollista y financiera a escala global. Una modernidad presuntuosa de su ciego cientifismo, un sistema científico subordinado y seguidista de los intereses comerciales y geoestratégicos de las corporaciones financieras/estatales, hasta devenir en el más complejo, sofisticado y totalitario sistema de dominación que haya conocido la historia humana, configurado a partir de esa fusión histórica, la de los aparatos de poder estatales y financieros.

Además, el autor de esos libros de éxito global se muestra tajantemente negacionista de la individualidad, coincidiendo en ello con el objetivo estratégico de los mismos sistemas totalitarios a los que previamente denigra; unos estados que, precisamente, tienen como prioridad la anulación de la libertad de conciencia, de toda individualidad consciente, su desarraigo de toda forma de comunidad que no sea la ficticia “comunidad nacional” creada por el Estado mediante el gregario encuadramiento de los individuos en masas de productores, consumidores, contribuyentes, electores...impidiendo con ello toda forma de comunidad real, hasta lograr la máxima dependencia del individuo bajo las instituciones estatales/financieras, con resultado de un individuo “nada” (*), perfectamente intercambiable y prescindible.

Quienes participemos del  paradigma de transformación integral tenemos, entre otros muchos e inevitables retos, el de conjugar la organización práctica de la vida humana, en comunidades plenamente democráticas y convivenciales, con la realidad global marcada hoy por esas acuciantes y extremas amenazas existenciales de dimensión universal: 1.La aún latente amenaza de guerra nuclear (todavía más peligrosa con el auge actual de los nacionalismos). 2. El evidente colapso ecológico que se deriva del cambio climático, con la desaparición masiva de especies y en el compulsivo sistema productivista/consumista que agota nuestra reserva de bienes naturales, aniquilando el equilibrio ecológico que sirve al sostenimiento de la biodiversidad, de todas las formas de vida, incluida la humana. 3. La disrrupción tecnológica, que ya percibimos a partir de la acelerada combinación de los avances tecnológicos en los campos de la inteligencia artificial y la bioingeniería. 4. El auge global de fundamentalismos, de naturaleza ultranacionalista y asociados a servidumbres religiosas y a otros fanatismos de carácter identitarista y/o xenófobo, radicalmente estatalistas y capitalistas, aún más que sus precedentes.

Si por razón de prioridad tuviera que elegir la primera de estas amenazas, optaría por priorizar esta cuarta amenaza (la ignorada por Yuval Noha Harari), por su naturaleza estructural y estratégica. De igual modo que el estatalismo/capitalismo ha sido obvio desencadenante de las otras amenazas, hasta llegar a su máximo con la globalización, es altamente probable que de su disolución dependa la desaparición, o al menos la neutralización de las otras amenazas.

Sólo la sublime ingenuidad de cierto izquierdismo puede concebir que sea el aparato estatal quien pueda acabar con esas amenazas existenciales, cuando por su propia genética no puede sino nutrirlas, valga la evidencia experiencial de todos sus años de historia. Mientras gran parte de la sociedad humana albergue esa falsa esperanza, el abismo existencial será un horizonte cada vez más próximo y certero. Mientras no se comprenda la integración e identificación de la sociedad humana con el orden dominante, éste tiene su reproducción asegurada. Es la propia sociedad dominada la que nutre y sostiene al sistema dominante y, por tanto, sólo de su propia mutación radical, revolucionaria, depende la posibilidad de sortear el abismo que se nos abre por delante.

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Un ayuntamiento comunal, local y global

Construir comunidades convivenciales, además de un ideal en sí mismo, es el mejor ataque a la hegemonía estructural de las instituciones estatal/capitalistas, precisamente allí donde éstas son más vulnerables, en el ámbito de las relaciones de proximidad, locales y territoriales, en las que la comunidad real tiene sus mejores oportunidades de existencia y defensa. Eso sí, a condición de evitar el aislacionismo localista, participando de una dimensión global que hoy es tan necesaria como imprescindible, dada la irreversibilidad del conocimiento global del que hoy disponemos y de las relaciones y compromisos contraídos con la totalidad de los pueblos que habitan el mundo. Vivir hoy al margen de la realidad global sería tan absurdo como imposible, eso pudo ser en tiempos pasados, pero ya no. Hoy necesitamos un relato de la realidad, no un relato de ficción, un relato que fundamente el proyecto revolucionario y su puesta en práctica integral, en todas sus dimensiones, como comunalidad convivencial y territorial, local y global.

Habrá quien me diga que ésto que propongo es un sueño utópico, en todo caso sólo realizable a muy largo plazo. Y puede que así sea. Pero es infinitamente más utópico el sueño que consiste en seguir a la deriva, en fiar nuestro futuro a fuerzas ajenas, a las fuerzas autodestructivas que nos han traído hasta el borde del abismo.

Cualquier forma de comunidad convivencial se fundamenta en aquello que es asumido en común como “bien o bienes compartidos”, lo que otorga significado y sentido a la comunidad. Mi propuesta al respecto no es nueva, pero sí novedosa: es el ideal que siempre estuvo ahí, latente, pienso que agazapado en la conciencia de los individuos humanos, ocupados en adaptarse y sobrevivir a las condiciones de violencia desencadenadas por el principio de “propiedad”, a partir de la revolución agraria del neolítico y de la aparición de los primeros Estados. Pienso que la idea de comunidad humana universal siempre se dió, que siempre nos tentó el pensamiento de que nuestro mundo no tiene arreglo si no lo compartimos en comunidades de individuos libres e iguales. Ningún humano antíguo que mirara al cielo, como ningún humano contemporáneo que hoy observe la imagen de la Tierra vista desde el cosmos, puede evitar la visión de nuestro planeta como ese lugar común, al que pertenecemos y que nos pertenece, como al conjunto de la vida; y otro tanto nos sucede con el conocimiento humano, producido y transmitido entre individuos, pueblos y generaciones: a nuestra conciencia y sentido común le llega a parecer inconcebible, y hasta absurdo, que la Tierra y el Conocimiento humano se hayan convertido en mercancía, algo a comprar y consumir, algo por lo que hay que competir, pelear -y hasta morir- para conseguir un trozo, una parcela de propiedad.

Se entenderá que mi propuesta (sin Mercado ni Estado) no sea liberal/progresista ni, aún menos, fascista. Como tampoco es socialista: no se trata de nacionalizar, ni siquiera de municipalizar la tierra o el conocimiento, para su “justa distribución" entre una comunidad de patriotas, aunque éstos fueran comuneros. Tampoco es anarquista: no se trata de un reparto de tierras y conocimientos entre quienes los trabajan, creando así una nueva clase de propietarios a partir de antíguos proletarios, reinventando un mundo ya ensayado y fracasado, como pez que se muerde la cola.

Y no siendo mi propuesta ni liberal ni fascista, ni socialista ni anarquista, ¿a qué viene cualquier necesidad y prisa por etiquetarla? No tiene etiqueta, ni la necesita. No es un “ismo” más, al gusto del encasillamiento académico, político o mediático. Es un llamado a la conciencia comunitaria y universal de cualquiera de los individuos humanos a los que yo me parezco, con los que yo tengo tanto en común. Esta propuesta no necesita etiqueta ideológica porque renuncia a competir en el mercado de las ideologías, su nombre no es para una organización, lo que nombra es un contenido y una estrategia para su consecución, es una propuesta para un acuerdo básico de principios universales, esbozo de un programa revolucionario a escala global y local. Es un proyecto inclusivo y abierto, compatible con otros proyectos diferentes, como los que ya vislumbramos a partir de las múltiples experiencias de Comunalidad que hoy se están ensayando en muchas partes del mundo. De ahí que su nombre no sea de partido, ni de organización alguna, sino el de un acuerdo: “Pacto del Común, global y local”. Y de ahí que para la comunicación entre los pueblos se proponga el uso principal de las lenguas maternas, junto con su traducción al esperanto, por ser ésta la lengua auxiliar e instrumental de uso más universal, neutral y anacional: “Pakto de la Komuno, tutmonda kaj landa”.

Tan sólo uno de los principios de este pacto, el de compartir la Tierra y el Conocimiento en comunidad global de iguales, ya es por sí mismo un potencial y poderoso disolvente de las estructuras que condicionan nuestras individuales vidas como el curso de la humanidad al completo. Convertido en proyecto, este pensamiento es en sí una bomba nuclear retardada, de efecto letal contra el orden gobernante que se ha apropiado de nuestras vidas y de todo nuestro mundo.

Comunalidad  es el nombre que dan a la vida cotidiana de las mujeres, hombres y niños, en las comunidades de la Sierra Norte y de otras regiones de Oaxaca, México. A su “arte de enraizarse respetuosamente en una tierra y autoorganizarse para decidir entre todos lo justo y lo prohibido, de aprender haciendo en colectivo” (**). Ese es su nombre propio y universal, que compartimos.

Cada comunidad se justifica por sus propios comunales, por el conjunto de bienes igualitariamente compartidos por todos sus miembros. La comunidad humana global queda plenamente justificada a partir de este acuerdo de principios que denomino Pacto del Común, por el que libremente acordamos unos principios básicos y universales, de convivencia y autogobierno, en auténtica democracia: asamblea de iguales o ayuntamiento comunal.

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Pacto del Común

A suscribir, libre e individualmente, por cualquier persona, de cualquier lugar y condición, que sea mayor de catorce años. A partir de su acuerdo y compromiso con estos principios básicos:

1. La plena libertad y consecuente responsabilidad de cada individuo humano, sin excepción.

2. La tierra y el conocimiento humano como bienes comunes universales, bienes de uso de cuya autogestión es responsable universal cada comunidad en su ámbito territorial.

3. La democracia directa (o autogobierno comunitario) en autónoma y soberana asamblea de iguales, como forma propia de organización convivencial, política y económica, de las poblaciones humanas, en redes de cooperación y ayuda mutua a desplegar en todas las escalas territoriales.

Notas:

(*) El individuo producido por la modernidad estatal/capitalista considerado ser “nada”, sujeto convertido en objeto, como bien acierta a definir Félix Rodrigo Mora a lo largo de su ingente obra.

(**) Artículo de Arturo Guerrero Osorio, en el libro "Decrecimiento: un vocabulario para una nueva era", editado en México.


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