Introducción:
sobre las naturales
pandemias causadas por virus y las inoculadas por nacionalismo (de
alcance tan global y no menos letal).
Entre
la acción combinada de la pandemia de la viruela y la invasión
colonial de los conquistadores europeos, la población americana,
estimada en doscientos millones de indígenas, se vió reducida en un
95%. Pues bien, aún contando que fuera exagerada la matanza de
indígenas atribuida a la Colonización, lo cierto es que aquella
pandemia, como luego se ha comprobado en todas, fue aprovechada por
los conquistadores (estados e imperios) para debilitar aún más la
resistencia propia, natural, del sistema de inmunidad, mediante la
expulsión de la población indígena de sus casas y tierras, con la
imposición de trabajos forzados y con un radical empeoramiento de
las condiciones de vida. Ellos los conquistadores, no padecían esas
situaciones y aunque fueran portadores de la enfermedad, siempre
serían afectados en una ínfima proporción, confinados como estaban
en su posición privilegiada y dominante, por lo que podían saber
que en la pandemia tenían un cómplice, un perfecto aliado de la
conquista. Preguntémonos por las posibles similitudes de
circunstancias en la pandemia que ahora sufrimos, no nos será muy
difícil preveer la distribución de efectos en esta pandemia de
ahora, a quiénes les tocará el papel de víctimas y a quiénes el
de beneficiarios y supervivientes. ¿Quiénes son los indígenas y
quiénes los conquistadores en esta pandemia? Lo cierto es que las
enfermedades son mucho más letales cuando las víctimas ya se
encuentran en situaciones mortíferas.
Las
pandemias son una constante de nuestra humana historia, una fuerza
de la naturaleza imposible de erradicar, sólo su relativa contención
y tratamiento paliativo nos parecen posibles, no su curación ni su
eliminación definitivas. Pero no está justificado que pensemos lo
mismo de la bestia colonizadora, del leviatán estatal, no que lo
situemos en el mismo pedestal, a la altura de las pandemias naturales
imposibles de erradicar, no que lo aceptemos como bíblico castigo,
necesariamente a soportar, como enmienda a nuestro presunto e
imaginario abandono del Edén, ya se produjera éste por huída o
por expulsión. Por eso que aquí no se hable de apresuradas
necesidades tácticas (que si izquierdas o derechas, feminismos y
ecologismos, independentismos soberanistas, que si cambios
climáticos, planetas reciclables, emigración sostenible, rentas
universales, que si estilos de consumo y entretenimiento a la carta),
no sin antes hablar de principios y estrategia, no sin antes hacer
una coherente evaluación de la historia contada, esa carente de
sujeto, un ciego autorrelato de sí misma o, lo que es lo mismo, sin
hablar de quién domina las malas artes de la historia-escritura.
Hacerlo será necesario en su momento, hacerlo ahora, con prisa,
sería un error fatal, una vuelta más en la jaula circular en la
que ya venimos pedaleando desde hace demasiados siglos, las
generaciones de humanos, como si fuéramos un sólo hamster, temeroso
de que la máquina se pare. Mejor es ir al grano, averiguar cuanto
antes la identidad de esa semilla de la que igual nacen pájaros
que jaulas-máquinas destinadas a encerrarlos.
Lo
que estoy proponiendo es abordar un orden lógico de prioridades,
primero un acuerdo de principios y estrategia, saber quiénes hacemos
qué y luego cómo y cuando lo hacemos.
EN
SU FORMA ÍNTEGRA, LA DEMOCRACIA NO PRECISA DE UNA IDEOLOGÍA
PREDETERMINADA, y aunque nunca pudo darse completamente en esta
forma, ello no justifica que tengamos que aceptar con eterna
resignación unas democracias sucedáneas como mal menor. Todo
individuo consciente sabe en qué consiste la democracia hoy
inexistente y, sin embargo, la sociedad en su conjunto ha sido
convencida en la creencia de su imposibilidad. “Porque así lo
demuestra la historia de la humanidad”, se dice. La historia se
impone como relato fijo e inamovible que nos ata, irremisiblemente, a
un destino necesariamente determinado como perpetua lucha de clases,
en teoría resuelta a favor de la clase que en cada época logre ser
dominante y que, en la práctica, siempre acaba siendo la misma. Lo
que realmente viene sucediendo, como la misma historia pone en
evidencia, es que a pesar de esa ley de la alternancia, ésta es sólo
interna, se produce sólo en el seno de una única clase dominante,
la integrada por propietarios y/o gobernantes, auxiliados por una
amplia base de subordinados que lo son por sentirse beneficiados.
Con
escasas variantes, su composición es sustancialmente la misma desde
el orígen de los estados de la Modernidad y su primera revolución
burguesa (siglo XV, el de la primera globalización, tras la
conquista del continente americano), la que luego sería “ilustrada”,
segunda revolución burguesa, la del llamado “siglo de las luces”
o de la Ilustración, conformada en el espacio histórico que media
entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Esta segunda
revolución burguesa vino a profundizar en su propia justificación
existencial, ampliando su misión “evangelizadora” aplicada
primero a los pueblos indígenas, en los territorios conquistados, y
extendida ahora al resto de la humanidad “atrasada”; ésta fue y
sigue siendo su declarada finalidad: “disipar las tinieblas de
la ignorancia de la humanidad mediante las luces del conocimiento y
la razón”. Tanto los indígenas como el resto de la humanidad
gobernada, tuvieron que creérselo por fuerza, por necesidad, o por
ambas causas a la vez, en medio de un dilema todavía no resuelto a
día de hoy.
A
poco que se analice el devenir histórico, la Ilustración se desvela
como fase de perfeccionamiento y globalizadora de aquella “genuina
misión evangelizadora” que asumió para sí la burguesía
ilustrada dominante, misión que en el siglo XV le obligaba a
imponer la fe en un sólo Dios verdadero, bajo pena de muerte, para
luego matarlo, doscientos años después, imponiendo otra religión
todavía más ilustrada, definitivamente fundada en la razón y en la
ciencia, o sea, en su versión moderna y racional, en su idea de
Progreso.
Y
aún así, tendría que llegar una tercera revolución burguesa, la
de las Constituciones liberales y “democráticas”, la
constituyente de los modernos Estados nacionales y consagradora de
las actuales democracias. Por eso que hoy se hable de aquellas
primeras constituciones liberales como inicio de la Democracia
Definitiva, definitiva forma de gobierno y definitiva forma de vida.
Esta es la ilustrativa lista de aquellas primeras constituciones:
EEUU (1787), Venezuela (1.811), España (1.812), Francia (1.848),
Argentina (1.853) y la constitución no escrita de Inglaterra,
fraguada entre 1.832 (ley de la Reforma) y 1.911 (ley de los whigs,
apodo despectivo con el que popularmente fue conocido el Kirk Party
o Partido de la Iglesia, facción presbiteriana radical). Es decir,
que su actual edad es de poco más de doscientos años, apenas un
tercio de los casi seis siglos que durara el imperio romano. Incluso
disponemos de datos comparativos que nos permiten afirmar que su
composición y estructura clasista nunca fue sustancialmente
diferente a la división social por estamentos que fuera propia del
orden feudal, previo a la primera revolución burguesa.
No olvidemos que todos los estados surgen con vocación imperial,
abocados a su propia expansión, a la conquista de nuevos territorios
y poblaciones. Si para hallar el origen de los estados tendríamos
que remontarnos a la fundación de las primeras ciudades agrarias del
neolítico, probablemente sumerias, sin embargo, no es hasta su
conformación moderna, a finales del siglo XV, cuando queda
establecido lo básico y sustancial de su actual forma, primero
moderna, luego ilustrada y definitivamente desarrollista o como le
gusta llamarse, “progresista”.
Consustancial a esta democracia definitiva es la institución del
Parlamento como representación de la Nación, que es así un
concepto netamente estatal, que le sirve al Estado para nombrar su
producto más acabado: la representación figurada de una “comunidad
nacional”. Así es porque, siguiendo su genuina vocación
evangelizadora e ilustradora, el “nuevo” Estado Liberal quiso
tener la adhesión voluntaria del Pueblo (al que ahora llama Nación),
porque ha pensado que eso es más racional y que le conviene más
que tener su adhesión por imposición, mediante el uso de la fuerza.
A partir de tal hipótesis, la voluntad de la Nación sólo puede
conformarse como correspondiente a una parte mayoritaria del
Parlamento que representa a la Nación, que a su vez representa al
Pueblo. Un Pueblo que nunca fue UNO, sino pural, que cuando la realidad podía
“no ser estatal”, fue una múltiple pluralidad de pueblos o
comunidades, que nunca crearon Estado alguno, ni sintieron nunca esa
necesidad.
Desde los tiempos neolíticos, las comunidades humanas a sí mismas
se llamaron “pueblo” con el sentido colectivo de habitantes o
pobladores de un lugar (aún seguimos haciéndolo), si bien, mucho
antes, los individuos de las tribus paleolíticas se llamaban
“humanos” a sí mismos, por distinguirse del resto de las
especies. No hubo que esperar mucho tiempo hasta que la palabra
“pueblo” fuera usada con significado bien distinto, para
distinguirse no de individuos de otras especies, sino de los “otros
humanos”, aquellos que tienen que trabajar para vivir, porque no
poseen tierras ni esclavos, los que no son sacerdotes, ni soldados,
ni gobernantes. Esa es la otra acepción de Pueblo: “los que no
son como nosotros”, a los que por su bien y el de toda la Nación,
nosotros estamos obligados a educar y gobernar.
El trabajo forzado se ha justificado por la condición de ser
extranjero, de ser cautivo de guerra, de ser deudor, de no tener
sangre noble, de nacer en el continente equivocado, de ser
delincuente, de ser proletariado e, incluso, de ser enemigo del
proletariado. Pero al final el resultado ha sido el mismo desde que
surgiera el Estado, la bestia o leviatán que dijera el señor
Hobbes con su bíblica imaginación. Los “zeks”, en ruso, era el
nombre que en los gulags se daba a los condenados a trabajo forzado
en tiempo de Stalin; desde mucho antes, la misión del Estado ya fue
esa misma: convertir en zeks a esos otros, a los del Pueblo,
condenados a trabajo forzado.
He ahí su consecuencia, ésta civilización de la que hoy formamos
parte, constituida para ser definitiva, bien resumida en la infame
metáfora bíblica del odioso filósofo Thomas Hobbes, en su apología
del poder estatal, cuando decía que “lo único que les corresponde
a los súbditos es obedecer”.
NO ES LA PRIMERA NI ÚLTIMA VEZ QUE DIGA LO QUE SIGUE. Que la
revolución es un concepto ambíguo, que sólo expresa un deseo de
alternancia en el gobierno, es decir, en el interior de un mismo
sistema. Valga como ejemplo el cristianismo, su revolución contra
Roma y seña de identidad de la llamada civilización occidental, que
al igual que propició un sentimiento de fraternidad entre las gentes
del común y que diera ocasión a formas de vida comunitaria, también
fue instrumento en manos de las élites para instaurar la creencia en
la necesidad del gobierno de éstas, por designio de un mismo y único
Dios, como sucediera con todas las religiones monoteístas en el
resto de civilizaciones.
Sin dejar de reconocer el valor referente de la revolución
altomedieval, en la que las comunidades populares, sea por el ejemplo
de las rebeliones bagaudas o del monacato cristiano, lograron un alto
grado de autonomía y autogobierno, eso no me impide ver sus enormes
limitaciones, ni los errores que les llevaron a aceptar los fueros,
su pacto con los reyes, que significara su aceptación del estado de
sumisión, del Estado que así pudo perfeccionarse y tener
continuación hasta nuestros días. Y, por tanto, no considero ideal
ni válido para hoy aquel modelo, que necesitamos superar en mucho si
queremos acercarnos a una democracia verdadera, integral y directa,
como autogobierno comunitario, en verdadera asamblea soberana
pactada entre iguales.
Por mi parte, tienen parecida consideración todas las revoluciones
proletaristas surgidas de la Modernidad, que en su resolución
fáctica, todas concluyeron en repúblicas tan absolutistas o más
que las derrocadas monarquías de antaño. No tenemos, pues, un
modelo histórico de democracia al que agarrarnos, hay que crearlo a
la luz de los errores históricos, como enmienda a la totalidad y a
partir de principios que hoy no podemos seguir suponiendo, que sólo
pueden ser resultado de un pacto entre iguales. No es ésta la
primera vez que expreso mi propuesta de principios para tal pacto:
1. Respeto y exigencia absoluta por la libertad y
responsabilidad del individuo social que somos. Este individuo libre
y responsable sólo puede ser autoconstruido y sólo él es
constructor de la comunidad en la que poder convivir con otros
individuos igualmente libres y responsables.
2. Compartir el uso de los bienes naturales que produce la
Tierra y de los que producimos socialmente, tanto los materiales como
los intangibles y procedentes del Conocimiento humano; lo que implica
la abolición de toda forma de propiedad o apropiación de estos
bienes de naturaleza comunal, porque sólo su uso comunal ha de ser
considerado legítimo y sólo a la comunidad productora y pobladora
del territorio en el que dichos bienes existen o son transformados,
le corresponde la gestión ecológica y social de su producción,
transformación y distribución para el consumo autosuficiente, para
la donación de excedentes o para su intercambio con otras
comunidades de iguales.
3. Constituir Ayuntamientos del Común a escala global, como
forma de autoorganización social de los individuos y comunidades que
conviven en un mismo “país” o territorio, delimitado éste tanto
por la autosuficiencia de bienes naturales y sociales como por su
espacio físico de relaciones comunitarias. Y en todo caso, por
voluntad soberana de la asamblea comunitaria y en subsidiario grado
de proximidad y relación comunal, que va desde la comunidad
doméstica (casa) a la de vecindad (localidad) y de ésta a la de
paisanía (territorio, comarca o país). Más allá podrán darse
relaciones de cooperación y ayuda mutua entre individuos y entre
comunidades, de intercambio y hasta de fraternidad, pero no el
autogobierno, no la soberanía popular, que sólo es real en modo de
democracia integral, necesariamente directa y convivencial, es decir,
cuando lo que se decide es sobre lo común y compartido, donde la
soberanía individual como la comunitaria han de ser plenas, no pueden
ser relativas, ni simuladas o representadas. Este principio supone la
abolición de toda forma de Estado, como de cualquier otra forma de
institución impuesta sobre la voluntad soberana de la asamblea de
cada comunidad.
4. Desarrollar globalmente, en todas las escalas
territoriales, redes confederales de cooperación y ayuda mutua, al
modo de mancomunidades de bienes y servicios, con respeto de la plena
soberanía de las comunidades integrantes. Este principio supone la
abolición de todo el entramado institucional de organizaciones
“internacionales” actualmente existentes, que sólo responden a
las necesidades y voluntad totalitaria de los Estados, en proporción
a su correlación de fuerzas.
Estos cuatro principios a mí me parecen suficientes para armar ese pacto global del común al que vengo refiriéndome como condición de partida, a fin de provocar una integral y verdadera revolución democrática y, por tanto, antisistema. Con un mínimo realismo, hemos de pensar que no será viable sino como un largo proceso de resistencia y autoorganización popular, no como alternativa a ningún gobierno, sino al orden totalitario que hoy sigue siendo hegemónico, el de los estados nacionalcapitalistas. Nadie podrá soñar, ni a nadie podremos engañar, pensando y prometiendo una revolución acabada y de efecto inmediato. Por eso que tengamos una prisa razonable, conscientes de que tenemos todo por hacer, mientras prosigue y se acelera la acción corrosiva del adorado leviatán del señor Hobbes y sus seguidores, liberales, proletaristas y fascistas.Contra esa bestia y su colosal poder hemos decidido rebelarnos y proponer la insurrección a quien quiera formar parte de este Pacto Global del Común.
LIBERTAD
Y COMUNIDAD EN CONDICIONES DE IGUALDAD: UNA COMUNIDAD DE LIBERTADES.
Nosotras y nosotros, individuos del Común, no renunciamos a la
libertad que nos constituye, ni a la responsabilidad que ésta
conlleva. Ni aunque esta renuncia fuera voluntaria y aceptada
masivamente, ni aunque fuera el precio a pagar por la continuidad y
reproducción de nuestra especie, porque, como demuestra nuestra
propia experiencia vital y también la histórica, esa renuncia es
el camino más directo a la extinción.
Por
ello, desde la conformación burguesa de la sociedad
estatal/capitalista, somos conscientes de permanecer atrapados en
una deriva regresiva, más desde su extensión a todo el orbe,
dotada de poderosas instituciones coercitivas a disposición de las
élites dominantes, propietarias y gobernantes, en grado no conocido
por ningún estado o imperio precedente. Nunca como ahora las élites
pudieron contar con tanto poder, nunca tuvieron tantos resortes
favorables a su proyecto totalitario, de absoluto dominio sobre los
individuos, las comunidades y, por extensión, sobre el conjunto de
los bienes que la Tierra produce como los producidos mediante el
trabajo y el conocimiento humano.
La
igualdad de acceso a los bienes de la Tierra y del Conocimiento es
condición de libertad y comunidad, tan necesaria a la libertad del
individuo como a su convivencia en comunidad. Las desigualdades
debidas a las naturales diferencias de cualidades físicas e
intelectuales, sabemos que generan envidia. Y aquellas que son
artificiales o estructurales, sabemos que siempre generan
concentración y acumulación de poder, dominio por violencia, por
robo o por engaño (o por todo junto), de lo personal y lo común,
sumisión y esclavitud al cabo. Las desigualdades naturales no
tienen solución que no provenga de las cualidades humanas
desempeñadas en las relaciones privadas, personales, pero sí la
tienen aquellas derivadas de la organización social, en el espacio
relacional que entendemos como vida pública o política, de las
comunidades. En todos los casos, sabemos que las desigualdades, tanto
personales como políticas, siempre serán origen de conflictos,
correspondiéndole a cada individuo y a cada comunidad dotarse de
normas propias para su mejor gestión, siempre a favor de la libertad
y la convivencia. Cierto que la democracia directa no puede
garantizar la total ausencia de conflictos, pero igualmente cierto es
que en ella nadie podrá esconder, justificar o excusar sus propias
decisiones y responsabilidades aprovechando el anonimato de la masa.
VALORAMOS
LA REBELDÍA DE QUIENES NOS PRECEDIERON, la de todos los individuos y
organizaciones sociales que a lo largo de la historia humana han
resistido e intentado corregir la deriva totalitaria y destructiva
de imperios y estados, especialmente a partir de su sofisticado
perfeccionamiento en la modernidad burguesa. Pero ello no nos impide
ser conscientes de los errores que condujeron a la derrota continuada
de aquellas rebeldías, que sea por claudicación o connivencia, han
acabado reforzando el orden al que se oponían. Nos referimos a las
ideologías de la modernidad , liberales, proletaristas (marxistas y
anarquistas) y fascistas. Tenemos identificado su común y original
error, no es otro que la idea de “nación”, esa ilusoria idea de
comunidad que todas las burguesías, grandes y pequeñas, imaginaron
como ampliación “natural” de las comunidades humanas, obviando
que es un artificio de su propia invención. Es el Estado quien crea
la nación para legitimarse y justificarse a sí mismo, para ocupar
el sitio de las comunidades reales, que así son neutralizadas y
anuladas.
Naciones
opresoras (con Estado) y naciones oprimidas (con o sin Estado) son
igualmente nacionalistas y capitalistas, es decir, propiamente
burguesas, todas responden al mismo propósito estatal de
dominación. La prueba definitiva es que todas las revoluciones
acaecidas en la Modernidad, hasta las más independentistas,
proletaristas y anticapitalistas, concluyeron en Estados
nacionalcapitalistas. Y ninguno de ellos resultó menos totalitario
que su precedente, véanse todos los casos, de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas, de la República Popular de
China, de las repúblicas del Vietnam, de Korea, Argelia, Cuba,
Venezuela...junto a un larguísimo etcétera de estados, unos
“exitosos” y otros fallidos, como es el caso del monárquico
estado español. Sus diferencias ideológicas no ocultan su común
consecuencia: la producción de sociedades-masa, sólo posibles a
partir de una sistemático proceso de desindividualización, del
aislamiento de cada individuo, del arrasamiento de su libertad de
conciencia y de toda posibilidad de convivencia en comunidad. Sin
libertad ni comunidad, el individuo resultante es un irresponsable
nato, incapaz de convivir en comunidad, su anulada individualidad
sólo encuentra acomodo en el anonimato que le ofrece la sociedad de
masas, tomada ésta como “representación” de comunidad, en una
ficticia comunidad nacional.
Sólo
sobre esta ausencia de individuos y comunidades realmente libres y
autónomas, logran los Estados crear sus “naciones” sucedáneas.
Todo Estado busca ser él mismo sociedad, nutrirse de las
multitudes, sea cual sea la facción ideológica predominante en cada
circunstancia histórica. ¿Cómo extrañarse hoy de que en mitad de
la más grave y global de sus cíclicas crisis, muchos Estados
reculen a su versión nacionalista más genuina y exacerbada, la más
nacionalista, la fascista?, ¿cómo, si el fascismo nunca se fue, si
representa la consustancial necesidad de culto al Estado
(nacionalismo) que comparten todas las izquierdas y derechas
herederas de la revolución burguesa?, ¿cómo, si fueron necesarias
dos guerras mundiales, una guerra fría, una revolución cultural, la
caída de más de un gobierno ultraliberal y la del muro de
Berlín...sólo para hacerlo momentáneamente “presentable”, un
“estado de bienestar”, entre socialdemócrata y neoliberal?
MEJOR
QUE A UNA ILUSORIA ESPERANZA, NOS AGARRAMOS A LA REAL NECESIDAD DE
RESISTENCIA. Asumimos la tarea de promover y construir un nuevo
paradigma revolucionario-integral como enmienda a la totalidad del
sistema al que nos enfrentamos, cierto que con escasas
probabilidades de éxito dada la diferencia de fuerzas. Conscientes
de ello, no nos aferramos a ninguna esperanza ilusoria, sólo a la
necesidad de hacerlo, una balsa en la que resistir, una balsa para
la supervivencia y el combate. De la historia hemos aprendido a no
ser ingenuos, por ella sabemos que no basta la virtud para vencer,
que además nos será necesaria la fuerza que hoy no tenemos. Paso a
paso, la estrategia primera es no desfallecer y saber que ahora puede
ser más útil a la revolución integral un buen manual de
resistencia y ayuda mutua -que incluya enseñanza práctica sobre
horticultura y pastoreo-, mucho más que una biblioteca entera de
filosofía o de ética.
¿QUIÉN
DIJO QUE EL MAÑANA ESTÁ ESCRITO? No les falta parte de razón a
quienes nos increpan, diciendo que nuestras vidas están igualmente
atrapadas en las mismas contradicciones que la sociedad a la que
denunciamos. Pero también es verdad que, a diferencia, estamos
entrenando nuestra libertad de conciencia y que ésta es un buen
primer paso, no suficiente, pero sí condición necesaria para la
resistencia y la revolución. Ahora toca hacer lo dicho, ensayar la
libertad a pecho descubierto, formar comunidad en muchas balsas, no
vemos otra manera de combate, ni otro modo de coherencia. Llegada
esta hora, ya no podemos entretenernos en la crítica sólo
intelectual y dialéctica, referida sólo a aquellas parcelas de
conocimiento derivadas de nuestras personales simpatías, que
siempre encontrarán argumento para ésto y lo contrario y que en su
metódica duda siempre acaban por beneficiar al estatus de sumisión,
a la aceptación de lo impuesto, bajo la misma sentencia que tenemos
tan oída: “mejor quedarnos como estamos, porque será imposible
ponernos de acuerdo”, así se dice que cada cual tire por sus
propias afinidades ideológicas, sigamos votando y que nos gobierne
quien más pueda, quien más sume, aunque la suma sea cero, que “no
siendo ésta la mejor democracia, sí es la única posible”.
Esta docilidad es nuestro mayor enemigo, de envergadura similar a la
del propio aparato del Estado, contra ella habremos de librar la
primera y principal batalla.
Quienes
se sientan involucrados tendrán que desconectar de la Nación o
sociedad de masas, librar en paralelo una batalla interior contra su
propia querencia del rebaño y la granja, asumir la orfandad y la
intemperie en la que nos deja la libertad de conciencia, fundar con
ella una democracia o comunidad real, por pequeña que sea, de
individuos igualmente libres. Claro que cabe la probabilidad de que
no seamos capaces...o sí, ¿quién dijo que el mañana está
escrito?
DE
TÁCTICA Y ESTRATEGIA: LA REVOLUCIÓN NECESARIA SERÁ DE INICIATIVA
PERSONAL, LOCAL, GLOBAL Y DIFUSA, O NO SERÁ INTEGRAL NI REVOLUCIÓN.
La iniciativa revolucionaria personal es ineludible,
porque sólo individuos libres puede fundar comunidades de
individuos “igualmente” libres. Las libertades colectivas son una
falacia, podremos llamarlo autonomía/soberanía colectiva, pero no
libertad, que es potencia exclusivamente singular, individual.
Tiene
que ser iniciativa local, porque es en las relaciones de
proximidad donde se producen la práctica totalidad de las relaciones
de convivencia, en donde la comunidad es esencialmente corpórea y no
virtual, donde no puede ser imaginaria como la del Estado/Nación, ni
tampoco te puede ser impuesta por quienes no sean tus iguales, porque
sólo es posible a partir de un pacto o acuerdo entre iguales. No
son entelequias abstractas, sino individuos concretos, conviviendo en
concretas comunidades por grado de proximidad: comunidades
domésticas, vecinales y geográficas o territoriales, a las que
llamaremos de “paisanía”, porque entre sí las personas se
reconocen allí como paisanas, por compartir un mismo país o
paisaje, unos comunes bienes naturales y unos comunes bienes
sociales, originados en el ámbito material y relacional de la
convivencia. Más allá de ese ámbito paisano será posible la
solidaridad, el intercambio de bienes, incluso la fraternidad
universal, pero no la democracia, que para ser real sólo puede ser
directa, convivencial y comunitaria, fundada en relaciones de
participación vital e igualitaria, pero no en su representación,
que siempre será irreal, abstracta y arbitraria.
La
revolución ha de ser, pues, local y comunitaria, necesariamente tan
antinacionalista como anticapitalista y tan integralmente ecológica
como integralmente femenina. Porque sólo localmente puede ser
desmoronado el edificio del Estado/Nación, por su base personal y
social más concreta y real, allí donde la gente convive y se
relaciona directamente.
La
identificación y conocimiento de los mecanismos de poder con que
cuenta el Estado, es por sí una primera herramienta de combate:
conocer su aparato burocrático y coercitivo, el despliegue
institucional y propagandístico que le sirve al Estado para lograr
la “integración nacional” y, con ésta, la sostenibilidad y
reproducción del orden dominante. Con este conocimiento sabremos que
su sistema de producción/reprodución tiene su talón de Aquiles en
la vida local y cotidiana, que sólo desde ese suelo cabe alguna
posibilidad de derribo, segándole los pies, minando sus cimientos
locales, en los lugares donde están las materias primas y las
personas que con su conocimiento y creatividad, con sus habilidades y
cooperación, las transforman mediante trabajo personal y
comunitario, no en el caótico y abstracto maremagnum de las
multinacionales, de los mercados y las finanzas globales. Sólo local
y comunitariamente se puede hacer una gestión real y directa de los
ecosistemas en modo realmente sostenible y soberano, radicalmente
democrático y contrario al ecologismo oficial, de sostenibilidad
meramente estética y propagandística, pura cáscara publicitaria
dirigida a reciclar y renovar el modo de producción capitalista.
Y
sólo con las mujeres en pie, como iguales, la revolución integral
es posible. Porque sólo en el ámbito vital y cotidiano puede ser
neutralizado el patriarcado, tan viejo y tan renovado como el propio
Estado, para derribarlo con actos reales y efectivos, no a base de
leyes y policías, no a base de instituciones propias del machismo
social auspiciado y fomentado por las instituciones
estatal-capitalistas, cuyo paternalismo “protector” de las
mujeres, sólo las debilita, sólo tiene intención clientelista,
electoral, cautiva. Ese camuflaje no es posible en democracia
directa, en comunidad, cuerpo a cuerpo, entre individuos naturalmente
diferentes y socialmente iguales, hombres y mujeres.
Y
tiene que ser global, necesariamente fundada en un
pacto/compromiso de básica fraternidad universal, que haga posible
la cooperación y convivencia entre comunidades e innecesarias las
guerras y los Estados que las promueven en su disputa por la
conquista de más territorios o dominios, de más población y
producción, de más ganancia exclusiva de sus titulares, que así se
convierten en los más fuertes y astutos, los más brutos. Siendo
pactada la comunidad universal de los bienes de naturaleza común y
global, como son los bienes naturales que en abundancia posee y
produce la Tierra por sí y en su conjunto; y como son también los
bienes intangibles o culturales, no menos abundantes, producidos
socialmente y derivados del conocimiento humano, que a su vez es
producido, acumulado y transmitido entre generaciones, entre
comunidades o pueblos, por todo el planeta.
Y la
revolución ha de ser necesariamente difusa, como una guerra
de guerrillas que asesta golpes de mano no previsibles por ningún
Estado Mayor, por ningún ejército. Sin centro dirigente ni
operativo, pero reconocible en sus efectos. Empleo táctico de
legalidad e ilegalidad, con los principios por delante de los fines
y sin olvidar nunca la debida amabilidad con los iguales, incluso
aquellos que piensan y se comportan como si no lo fueran.
LO
LLAMAMOS AYUNTAMIENTO DEL COMÚN porque eso es: un
ajuntamiento voluntario de quienes previamente se reconocen como
iguales, que también han pactado compartir en comunidad la Tierra y
el Conocimiento, declarados éstos Procomún Universal, en contra de
las leyes de la apropiación (privada o pública) pactadas por la
alianza de los Estados, sus gobiernos y corporaciones.
Deber
de uso, de propiedad universal y compartida, con los iguales y con
todas las especies, no derecho de robo institucionalizado, no
consentimiento legal de la depredación, no a costa del conjunto de
la vida, de la que nosotros, los humanos, somos parte. Lo llamamos
así, ayuntamiento del común, en denuncia de la evidente falsedad
de los “ajuntamientos” estatales, donde la gente somos ajuntados
y clasificados por voluntad superior y ajena, donde no cabe la
voluntad propia. Esa comparación, entre las dos formas de
ajuntamiento es fundamental y es estratégica.
Lo
pensamos y lo hacemos, por corpórea y concreta necesidad vital, al
margen de toda razón abstracta, moderna o ilustrada. Todo por
sobrevivir y experimentar la alegría de vivir juntos, de convivir,
por acceder a la posibilidad de ser uno por nosotros mismos, cada
cual; no por agregación ganadera, no por agradecimiento ni
compasión, no por ser salvados y educados y, menos aún, por
concesión o derecho de rebaño, ni por ninguna “buena intención”
caritativa o burguesa. No por imperativo de ninguna autoridad
“competente”, ya provenga directamente de las esferas celestes o
por intercesión de sus representantes estatales, aquí en la Tierra.
LA
DEMOCRACIA Y EL ESTADO SON SISTEMAS INCOMPATIBLES Y LOS IZQUIERDISMOS
NO SE HAN ENTERADO. Desde sus orígenes antíguos, todos los
Estados fueron coloniales, con vocación de imperio, todos estuvieron
dirigidos a la conquista de nuevas tierras y pueblos y todos fueron y
siguen siendo nacionalistas, todos necesitaron y siguen necesitando
crear una “nación”. Siempre fueron las élites sus propietarias
titulares, necesitadas de concentrar la fuerza coercitiva
-legislativa, militar, económica y política-, que les permitiera
la concentración y acumulación de propiedad y capital, el dominio
en definitiva sobre los individuos, la sociedad y la naturaleza.
Incluso los más pequeños Estados son nacionalistas y todas las
llamadas “naciones sin Estado”, como a sí mismos se denominan
los movimientos indigenistas e independentistas, como los de
Cataluña, País Vasco, Chiapas, Irlanda, Kurdistán o Palestina,
etc, todos son nacionalistas o estatalistas en esencia, condenados a
repetir el mismo error y fracaso histórico de todas las revoluciones
nacionalistas: su deseo de ser Estados, nacionalismos “mordedores”
(con Estado) o nacionalismos “ladradores” (sin Estado)(*).
No
podemos interpretar de forma muy distinta a todos los movimientos
identitaristas y ecologistas que no cuestionan el Estado, ni siquiera
a los feminismos que se acogen al cobijo de las constituciones
estatales, a su falsa legitimidad, con resultado necesariamente
distractivo y, en definitiva, funcional al sistema nuclear
(nacionalista) de la dominación. Como no podemos ignorar la
complicidad del izquierdismo proletarista en ninguna de sus
versiones, ni las marxistas (socialistas o comunistas), todas
proclives al Estado en flagrante contradicción de sus propios
principios; ni los proletarismos en sus múltiples versiones
anarquistas, que siendo todas ellas críticas y contrarias al Estado,
históricamente han sido incapaces de proponer un programa que no
fuera abstracto, sino concreto y revolucionario, radical e
integralmente democrático, es decir, tan libertario como
antiestatal y anticapitalista.
Tras
la violenta recomposición resultante de la Segunda Guerra Mundial,
asistimos a la “globalización” como nuevo escenario de la
tradicional guerra comercial/militar entre estados nacionalistas y
coloniales, en la que compiten jugándose formar parte, o quedar
excluidos, de la nueva geometría de bloques en ciernes, que no es
sino la forma postmoderna o contemporánea en la que están
conformándose los nuevos imperios en disputa: China-Rusia, USA-UE,
principalmente.
EL
TRANSFUGUISMO PRACTICADO A IZQUIERDA Y DERECHA DE LOS PARLAMENTOS NO
ES UN FALLO DE LA DEMOCRACIA BURGUESA, NI UNA SIMPLE Y ANECDÓTICA
EXCEPCIÓN DEMOCRÁTICA. El
transfuguismo expresa
diáfanamente la contradicción
consustancial
de
las
democracias
parlamentarias,
la que nos refiere a
la corrupción
constituyente del sistema
democrático propio de los
modernos Estados.
Las democracias de esos estados son incompatibles con la
libertad de conciencia, ésta es negada tanto a electores como a
elegidos y el transfuguismo es su solución o escapatoria sólo
aparente, contradictoria y falsa en esencia.
El
tránsfuga no ha sido elegido personalmente, lo es como representante
de un partido, pero el acta que le acredita es de su propiedad
personal. Si, por su libertad de conciencia, cambiara de tendencia,
será traidor a su partido y a sus electores; y si no lo hace, será
traidor a su conciencia. Su libertad es así imposible y el voto de
los electores carece de todo contenido y significación democrática.
En ningún caso el elector puede hacer nada, ni premiar ni castigar,
ni por mérito ni por traición, para hacerlo tendrá que esperar
unos años, a que haya otra ocasión. Así, el transfuguismo no es
fallo, anécdota ni excepción, sino expresión de la falsedad
constituyente de la democracia representativa y parlamentaria, de su
naturaleza partidista y totalitaria original.
Sólo
en democracia asamblearia o directa, sin intermediación partidista,
podría ser respetada la libre voluntad de electores y elegidos, que
en todo momento conservan su libertad de conciencia y su poder
político, que a unos les permite cambiar libremente de tendencia y a
otros revocar a los electos en todo momento, cuya acción política
en democracia directa es por delegación de la soberana voluntad de
cada elector, que así no puede ser representada, ni sustituida, ni
traicionada.
EPÍLOGO
AMISTOSO, A NUESTROS PARIENTES, AMIGOS Y VECINOS. Y A TODOS LOS
TRAIDORES, DE DERECHAS Y DE IZQUIERDAS. Tienen toda la razón quienes
desde los izquierdismos socialdemócratas, marxistas o anarquistas,
nos acusan de desertores, la tienen porque lo somos y a conciencia.
Somos proletarios traidores a la sagrada tradición de nuestra clase,
tan bien educada por las vanguardias sindicales, políticas e
intelectuales, en la adoración del productivismo y el desarrollo
tecnológico, llaves de paso al Estado proletario que precede al
cielo comunista. Confesamos ser exsocialistas, excomunistas y
exanarquistas, desmatriculados y ahora expuestos a la intemperie de
la academia y el gueto, sin partido ni sindicato, sin doctrina, sin
cadena de televisión, sin ni siquiera una miserable ONG que
llevarnos a la boca, maleducados campesinos y artesanos, irreverentes
paganos y auténticos “paletos”, mucho más tradicionales y
conservadores que vosotros, más antiprogresistas, antidesarrollistas
y anticiudadanistas.
Que
nosotros, traidores, lo somos por voluntad propia, irredentos y
presuntuosos de nuestro propio conocimiento de causa, sin duda
culpables de desafección al materialismo científico y dialéctico,
traidores a la Modernidad y a la Ilustración burguesa que, como a
vosotros, tanto llegó a fascinarnos en pasados tiempos; traidores a
la moderna utopía proletaria y a su revolución sobreviviente, la
burguesa. Traidores a la evolución discursiva y dialéctica que
elevó la sociedad a la categoría de Estado/nación, que junto a
vosotros anhelábamos por conveniencia estratégica de la
revolución, “razonablemente” identificada ésta con nuestras
comunes vanguardias. Y no siendo antimarxistas, ni antianarquistas,
resulta que también dejamos de ser facciosos como vosotros, los
modernos de izquierdas y derechas. Y hasta resulta que hoy nos
sentimos, más que cerca, entre la gente. Incluso podríamos
exagerar diciendo que nos sentimos más próximos a Karlos Marx o a
Bakunin que antes, mucho más que quienes, por arrepentimiento, por
ignorancia o por simple vergüenza postmoderna, se hacen llamar
Neos. Todo para no parecerse a nadie reconocible, ni a los de antes
ni a los de ahora, ni a los otros ni a sí mismos: neomarxistas,
neoanarquistas, neoliberales y neofascistas...menuda tropa de
nacionalistas.
En
fin, que no nos importe ser confundidos entre quienes nos insultan,
que ya hemos aprendido a distinguir, sin por eso dejar de ser
combativos y a la vez amables con los iguales. Sabemos muy bien
quiénes sois, porque de ahí venimos todos los traidores. Sed
bienvenidos, ánimo, os esperamos.
Nota:
(*)
En la acertada terminología que utiliza E. Alvarez Carrillo en su
investigación histórica sobre los nacionalismos, recogida en su
libro “Nacionalismo y revolución”, recientemente publicado por
la editorial Potlach.
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