sábado, 21 de marzo de 2020

LA GLOBALIZACIÓN Y NOSOTROS, SIN VACUNA NI CONTRAPODER


De dar visibilidad y prioridad a la política se encarga el complejo sistema de información y comunicación, responsable de crear las corrientes de opinión que sean funcionales al orden del poder hegemónico instalado hoy a escala global, asentado en un confuso orden jerárquico para el reparto del poder: unas élites propietarias que “visiblemente” se reservan el poder económico y otras élites subalternas que se reservan el poder político y que, sólo aparentemente, representan la gobernanza, según una ya obsoleta concepción de la política como orden superior a la economía. Esta inversión radical en la estructura jerárquica del poder sólo ha sido posible mediante una colosal y exitosa operación de camuflaje, de vital importancia estratégica para el mantenimiento y reproducción del sistema de acumulación que llamamos capitalismo. De esa operación de camuflaje se encargan los medios publicitarios y académicos, a su vez subalternos de segundo nivel en el orden funcional del poder global, economía/política/ciencia/publicidad. Inmersos en la invasiva y masiva vorágine publicitaria (infoxicación) no es fácil percibir el conjunto de este nuevo orden que conocemos como “globalización”, ni su trascendencia en el curso de nuestra evolución histórica; muy difícil desvelar la naturaleza subversiva, revolucionaria del orden heredado de la Modernidad, de aquella época histórica a cuya agonía asistimos y que hasta ahora entendíamos -porque así nos lo habían enseñado en la escuela (otro invento propio de la Modernidad)- como positiva y definitiva superación del viejo orden feudal.  
Una revolución sobre otra y después la revolución proletaria, inconformista heredera de ambas. Cada una de estas revoluciones generó su propio contrapoder, lo que no sucede en la revolución neoliberal que ahora nos involucra globalmente.


Las comunidades campesinas fueron el contrapoder propio de la época feudal, en la que el poder económico/político no disponía de suficiente autonomía respecto del “pueblo”, del que en última instancia dependía su resolutivo poder, el militar. Así esa época funcionó sobre un pacto sobreentendido, por el que el pueblo campesino soportaba al poder monárquico al tiempo que nutría los ejércitos reales, contribuyendo a frenar la voracidad propietaria de los “señoríos” feudales; a cambio, las monarquías deberían respetar las tierras comunales que representaban el básico sistema de seguridad social de aquellas sociedades campesinas. La comunidad fue la vacuna a medias ensayada, como contrapoder de la sociedad campesina de entonces. 

La Modernidad fue inaugurada por los coloniales caminos oceánicos, con la rapiña extractiva de recursos naturales que enseguida incluyeron la esclavitud. Empezaba a emerger un poder político novedoso, los nuevos estados “modernos”, aspirantes a la categoría de imperio,  evolución de las anquilosadas monarquías locales de la época feudal. Su acrecentado poder se nutría de compartir el botín con una nueva clase de aventureros oceánicos y el nacionalismo resultó natural impulso independentista, básicamente reaccionario, ante la agresión exterior, imperialista. Los nuevos estados coloniales se nutrieron de esa masiva rapiña, de oro, especias y esclavos, compartida en mutua alianza con esa nueva clase emergente de aventureros mercantiles
El independentismo nacionalista fue su vacuna de entonces, con pésimo resultado para sociedades que seguían siendo premodernas, básicamente campesinas y rudimentariamente industriales. Con mal resultado, porque de rebote propició la emergencia y auge de nuevas estructuras de poder local en los territorios colonizados, una réplica del poder agresor proveniente del “exterior”, un poder "nacional" ahora dirigido hacia su emulación  en el “interior”, a modo de recolonización.

En su fase industrial, la Modernidad fue asunto plenamente comandado por esa alianza de las élites parasitarias, experimentadas en la colonización imperialista y la recolonización nacionalista. La extensión de la producción industrial, realizada concentradamente en fábricas, significó el deterioro acelerado de las formas de resistencia comunitaria propias de la sociedad campesina, que entró en un periodo irreversible de decadencia y pérdida del impulso y la autonomía vital que proporcionaba el trabajo de la tierra, ahora desvalorizado por el avance imparable de la mecanización del trabajo productivo y el consiguiente nuevo orden social resultante.
La reacción de la nueva clase asalariada, con su supervivencia totalmente dependiente de un sibilino contrato por el que vendían su fuerza de trabajo a la burguesía propietaria y más adelante al Estado, corporación igualmente burguesa y también aspirante a la propiedad de las fábricas como de las vidas de esa nueva clase social, el proletariado, recién creada por la revolución burguesa a partir de la vieja clase campesina
Una rebelión, contrarrevolución proletaria, se propuso a sí misma como antídoto, en forma de lucha de clases, como vacuna contra su devastadora explotación por el poder capitalista de las élites propietarias de las fábricas y de un aparato estatal que se estaba transformando en un sofisticado aparato de dominación, de naturaleza inequívocamente totalitaria en todas sus dimensiones y estructuras. 
 
La revolución proletaria tuvo en sus inicios una doble orientación ideológica, libertaria y marxista, resuelta a favor del materialismo histórico liderado por las élites burguesas, si no marxistas, sí de inspiración marxista. Con ello, la Modernidad derivó en un sistema de lucha de clases institucionalizada, por medio de la integración progresiva de la revolución proletaria en el nuevo orden productivo  implantado por la burguesía mercantil y política. 
Contra el contradictorio pensamiento de Karl Marx, a veces anticapitalista y a veces antiestatalista, las nuevas élites de la vanguardia obrerista se inclinaron por su versión estatalista, al igual que hicieran otras corrientes “socialistas” contemporáneas, como el fascismo y el nacionalsocialismo, fortaleciendo la función del Estado como institución orientada al máximo desarrollo de la producción capitalista. 
 
La vacuna proletaria agravó la enfermedad, como hemos podido comprobar posteriormente, sin que el proletarismo de signo anarquista-antiestatalista fuera capaz de reponerse a su derrota. Otra vez una mala vacuna, otra vez un contrapoder sin eficacia contra el virus de la modernidad burguesa. Una vacuna que, muy al contrario, venía a propagar el virus y agravar la enfermedad de origen.

En el tiempo presente estamos situados, porque nos ha tocado en herencia, en la fase terminal de la modernidad burguesa; en un tiempo de barullo mental y confusión generalizada, producto esperado, lógico, de la complejidad estructural y tecnológica que protege al moderno sistema de dominación, en su actual forma de globalización neoliberal. Me pregunto, ¿con qué vacuna cuenta la humanidad asalariada del presente, mayoritariamente precarizada, absolutamente vulnerable y debilitada por su dependencia vital de un salario esclavo, ya convertido en un bien escaso?  
Estamos en un escenario histórico inédito, que ahora se nos presenta en su trágica desnudez. Un sistema totalitario que ha alcanzado sus límites reproductivos, letalmente tocado por sus propias dinámicas reproductivas, que le impiden seguir acumulando capital, que extrangulan su razón de ser, porque se ha cargado su propia fuente de poder, la sobreexplotación del trabajo humano y de la naturaleza, que nos involucra “globalmente” en una deriva autodestructiva. En este tiempo de tintes preapocalípticos, ¿cuál es la vacuna contra el virus de la globalización?...no hay respuesta, no tenemos ese antídoto, el contrapoder ahora más necesario y urgente que nunca.

Resulta cuasiprofética la calificación de nuestro tiempo, el de la globalización neliberal, como fase tardía de la modernidad burguesa, que hacía Ulrich Beck (*), el sociólogo alemán, en su primer libro, “La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad”, escrito en la década de los años ochenta del pasado siglo, que luego profundizaría en los siguientes libros, especialmente en ¿Qué es la globalización ? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización” (**), publicado a finales del siglo XX, a pocos años de su fallecimiento en 2015
Efectivamente, su caracterización de la sociedad contemporánea como “sociedad del riesgo” me parece atinada y sumamente oportuna, aún más en este preciso momento en el que estamos inmersos en una crisis global de salud pública, porque despeja el camino para entender las sucesivas crisis que se solapan y amontonan en un tiempo que se comprime, que son percibidas y asumidas por la sociedad global como una permanente situación de riesgo. Crisis ecológica por devastación de la biodiversidad y agotamiento de los recursos extractivos, cíclicas crisis financieras, crisis general del trabajo, derivada en crisis terminal del sistema productivo, crisis climática, crisis cultural y civilizatoria, crisis migratoria, crisis de género, crisis comercial, crisis política, de las organizaciones partidistas y sindicales, de los estados nacionales y de sus partitocracias, monárquicas o republicanas, crisis de la representación, del parlamentarismo, crisis de los bloques geopolíticos y de las instituciones globales, crisis de la globalización en definitiva. Una crisis que burdamente intenta presentarse a sí misma de forma simplista y resumida, como guerra comercial a escala global. Una simple guerra, la guerra como forma ancestral de nombrar la necesidad de matar a un presunto enemigo, la guerra como madre de todas las crisis, la guerra en su sentido fratricida más primitivo, la cainita justificación de la guerra. En caso de no tener misiles, bien sirve la quijada de un asno. 
 
Sin vacuna contra la globalización estatal-capitalista, carentes de un contrapoder capaz de pararle los pies a la guerra global y detener el caos planetario en ciernes, el recurso a la globalización de la guerra se perfila como último recurso de supervivencia para los titulares de la modernidad burguesa. El último recurso al que agarrarse, porque todavía creen que su posición les pone a salvo de todo riesgo. La guerra como sistema único, un sistema al que la sociedad ya está acostumbrada, porque ya ha sido ensayado como guerra de clases y como guerra global, de todos contra todos. Un genocidio globalizado como solución al “problema demográfico” que la modernidad burguesa considera el primero en su orden de prioridades, muerto el perro se acabó la rabia, sea a base de virus, de hambre o de balas. Como sea, pero el perro bien muerto, el método no importa, siempre se justificó y siempre se podrá justificar esa guerra, incluso por la razón de Estado, groseramente identificada con el Bien Común.

Beck completó la identidad de la globalización neoliberal como “sociedad del riesgo” asociándola al logro previo de la individualización. Se trataba de separar y aislar al individuo de su comunidad vital y concreta, reducir su relación social a la abstracta condición de ciudadano. Primero, como miembro de una comunidad nacional no menos abstracta, y luego como “ciudadano cosmopolita”, miembro de una falsa comunidad global fundada por la religión del consumo compulsivo, mediante el “libre” mercado global de capitales, mercancías, y personas.
Transformado en súbdito del orden global, huérfano de toda comunidad real, sin comunidad convivencial a la que vincularse, ni familiar, ni campesina, ni siquiera la comunidad proletaria que otrora surgiera de la convivencia en el trabajo y de las condiciones de clase. Hoy es un solitario ciudadano del mundo, vulnerable y fácilmente manejable cuando sus vínculos vitales son inexistentes o azarosos cuando menos y, en todo caso, totalmente dependientes de ajenas y poderosas decisiones que emanan de poderes difusos, de entes abstractos como el Mercado,  de instituciones subalternas como los estados nacionales y sus corporaciones internacionales, encargados del control social y de la sucia “geopolítica”, ese eufemismo referido a la guerra global. Había que destruir al individuo libre y comunitario, hacerlo asocial y sumiso, prepararlo para aceptar el suicidio como solución a su fracaso, incluso su eliminación cuando deje de ser “útil”. Guerra contra todo lo que signifique libertad y comunidad real, guerra y sólo guerra puede esperarse de esta distopía global.

Aún no estamos hechos a esta idea. Hace tan sólo unos días tampoco estábamos hechos a la idea de que hoy sábado, 21 de marzo de 2020, estaríamos recluidos en nuestras casas obedeciendo una orden superior, acostumbrándonos a asumir que nuestras individuales vidas son frágiles en exceso, que están en situación de permanente riesgo. Ahora por causa de un virus y mañana ya veremos por qué otra causa. Y me acuerdo en este momento de algo que leí ayer, dicho por Jorge Riechmann, en una entrevista relativamente reciente: “hay una probabilidad muy alta de un genocidio en la Tierra a consecuencia del colapso ecosocial y la tragedia climática. Si las cosas van como se esperan, a mediados del siglo habrá unos 10.000 millones de humanos. Pero lo más probable es que la mayor parte de esa enorme humanidad sea exterminada a medida que se agraven la crisis climática, la devastación de la biosfera, el colapso ecosocial”.  
En esos términos tan pesimistas, Reichmann venía a sentenciar que hoy lo ecológicamente necesario es políticamente imposible
Quien le entrevistaba le refería una cita del autor de “La tierra baldía”, T.S.Elliot:  los seres humanos no somos capaces de soportar demasiada realidad”, para decirle a Reichmann que lo que acababa de decir es insoportable para la mayoría de la población. A lo que éste respondía con una conclusión radical: "O reaccionamos o desaparecemos. Los humanos habremos sido una anécdota en la vida de la Tierra. O nos hacemos cargo de lo que está pasando y cuáles son las perspectivas reales, o adiós. Uno de los movimientos ecologistas más conocidos hoy en día se llama Extinción o Rebelión. No es un nombre elegido al azar".



Salgo de casa un momento, paseo por el jardín, asomado al resto de las casas de mi pueblo, a la carretera que lo parte en dos y a las montañas que lo circundan. La hierba está muy verde y los árboles están floreciendo en esta primavera precoz. Se oyen lejanos los ladridos de algún perro, hay pájaros en los cables, en los árboles y en los tejados, los mismos pájaros que estaban ayer. Pero reina un silencio mortal, el cielo tiene un color grisáceo que anuncia un cambio inminente, no pasan coches, no hay nadie por la calle y tengo que imaginar que todas las casas están ocupadas por gente, personas que imagino están vivas, como hace unos pocos días, pero tengo que imaginarlo, porque no lo veo. Es un paisaje similar al de un relato apocalíptico, al escenario después de una guerra total, que se diferencia de las guerras conocidas, las convencionales, porque no ha dejado edificios en ruinas ni cadáveres tirados por las calles, todavía...como vemos todos los días por la tele global, en Siria, Iraq o Libia. Como ya veíamos mucho antes de que un virus venido del Oriente se cebara en nuestros cuerpos.
 

Anotaciones:

(*) El libro póstumo del sociólogo alemán Ulrich Beck, “La metamorfosis del mundo”, es un intento de explicar, a partir del fracaso de las políticas de los estados nacionales, cómo el cambio climático nos obliga a comprender el mundo con una visión cosmopolita para entender cómo se está transformando en algo completamente distinto. Entender esta metamorfosis climática es lo que garantizará el éxito de cualquier acción para el futuro. Es en las ciudades donde mejor se perciben los desafíos globales, porque es donde antes afectan a la vida cotidiana y a la política. Serán las ciudades y los municipios quienes mejor los resuelvan por su mayor proximidad a los problemas y no el abstracto espacio en el que los arrinconan las políticas nacionales.

(**) Estoy en desacuerdo con la tesis de su último y póstumo libro, “La matemorfosis del mundo”, en el que Beck sitúa en las grandes metrópolis su apuesta de cambio y futuro.Tiene base real su afirmación de que es en las grandes ciudades donde mejor se perciben los desafíos globales (que U. Beck concreta en el desastre climático), pero a pesar de su diagnóstico sobre el fracaso de los estados nacionales, se queda sin abordar en profundidad la responsabilidad en origen del sistema de dominación estatal-capitalista...como si la solución pudiera ser “otro” Estado, no nacional, ahora cosmopolita.

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