De
dar
visibilidad y
prioridad a
la política se encarga el complejo sistema de información y
comunicación, responsable de crear las corrientes de opinión que
sean
funcionales al orden del poder hegemónico instalado hoy a escala
global, asentado
en un
confuso orden jerárquico para el reparto del poder:
unas élites propietarias que
“visiblemente”
se reservan
el poder económico
y otras
élites subalternas que se reservan el poder político y que, sólo
aparentemente, representan la gobernanza, según una ya obsoleta
concepción de la
política
como orden superior a la economía. Esta
inversión radical en
la estructura jerárquica del
poder sólo ha
sido
posible mediante una colosal y exitosa operación de
camuflaje,
de vital importancia estratégica
para el mantenimiento y reproducción del sistema de
acumulación que
llamamos capitalismo.
De esa operación de camuflaje se
encargan los medios publicitarios
y
académicos,
a su vez
subalternos de segundo nivel
en el orden funcional
del poder
global, economía/política/ciencia/publicidad.
Inmersos en la invasiva y masiva vorágine publicitaria
(infoxicación)
no es
fácil percibir
el conjunto
de este nuevo orden que conocemos como “globalización”, ni su
trascendencia
en
el curso de nuestra evolución histórica;
muy difícil
desvelar la
naturaleza subversiva, revolucionaria del orden heredado de la
Modernidad,
de aquella
época histórica a cuya agonía asistimos y que hasta ahora entendíamos -porque
así nos lo habían enseñado en la escuela (otro
invento
propio de la Modernidad)-
como positiva
y definitiva superación
del viejo orden
feudal.
Una revolución sobre otra y después la revolución proletaria, inconformista heredera de ambas. Cada una de estas revoluciones generó su propio contrapoder, lo que no sucede en la revolución neoliberal que ahora nos involucra globalmente.
Una revolución sobre otra y después la revolución proletaria, inconformista heredera de ambas. Cada una de estas revoluciones generó su propio contrapoder, lo que no sucede en la revolución neoliberal que ahora nos involucra globalmente.
Las
comunidades
campesinas fueron
el
contrapoder
propio de
la época feudal, en la que el poder económico/político no disponía
de suficiente autonomía respecto del “pueblo”, del que en última
instancia dependía su resolutivo poder, el militar.
Así esa
época funcionó sobre
un pacto sobreentendido, por el que el pueblo campesino
soportaba
al poder monárquico
al tiempo
que nutría
los ejércitos reales, contribuyendo a frenar
la voracidad propietaria
de los
“señoríos”
feudales; a cambio, las monarquías deberían respetar las tierras
comunales que representaban el básico
sistema de
seguridad social de aquellas sociedades campesinas.
La comunidad fue la vacuna a medias ensayada, como contrapoder de la sociedad campesina de entonces.
La
Modernidad fue inaugurada por los coloniales caminos oceánicos, con
la rapiña extractiva de recursos naturales que enseguida incluyeron
la esclavitud. Empezaba a emerger un poder político novedoso, los
nuevos estados “modernos”, aspirantes a la categoría de imperio, evolución de las anquilosadas monarquías locales de la época
feudal. Su acrecentado poder se nutría de compartir el botín con
una nueva clase de aventureros oceánicos y el nacionalismo resultó natural
impulso
independentista, básicamente reaccionario, ante la
agresión exterior, imperialista.
Los nuevos estados coloniales se
nutrieron
de esa masiva rapiña, de oro, especias y esclavos, compartida en
mutua
alianza
con esa nueva clase emergente de
aventureros mercantiles.
El independentismo nacionalista fue su vacuna de entonces, con pésimo resultado para sociedades que seguían siendo premodernas, básicamente campesinas y rudimentariamente industriales. Con mal resultado, porque de rebote propició la emergencia y auge de nuevas estructuras de poder local en los territorios colonizados, una réplica del poder agresor proveniente del “exterior”, un poder "nacional" ahora dirigido hacia su emulación en el “interior”, a modo de recolonización.
El independentismo nacionalista fue su vacuna de entonces, con pésimo resultado para sociedades que seguían siendo premodernas, básicamente campesinas y rudimentariamente industriales. Con mal resultado, porque de rebote propició la emergencia y auge de nuevas estructuras de poder local en los territorios colonizados, una réplica del poder agresor proveniente del “exterior”, un poder "nacional" ahora dirigido hacia su emulación en el “interior”, a modo de recolonización.
En
su fase industrial, la Modernidad fue asunto plenamente comandado por
esa alianza de las élites parasitarias, experimentadas en la colonización
imperialista
y la recolonización nacionalista.
La extensión de la producción industrial, realizada concentradamente
en fábricas, significó el deterioro acelerado
de las formas de resistencia comunitaria propias de la sociedad
campesina, que entró en un periodo irreversible de decadencia y
pérdida del
impulso y
la autonomía vital que proporcionaba el trabajo de la tierra, ahora
desvalorizado por el avance imparable de la mecanización
del trabajo productivo y el consiguiente nuevo orden social
resultante.
La
reacción de la nueva clase asalariada, con su supervivencia
totalmente dependiente de un sibilino contrato por el que vendían su
fuerza de trabajo a la
burguesía propietaria
y más
adelante al
Estado, corporación
igualmente burguesa y también aspirante a la propiedad de las
fábricas como de las
vidas de esa
nueva clase social, el proletariado, recién
creada por la revolución burguesa a partir de la vieja clase
campesina.
Una rebelión, contrarrevolución proletaria, se propuso a sí misma como antídoto, en forma de lucha de clases, como vacuna contra su devastadora explotación por el poder capitalista de las élites propietarias de las fábricas y de un aparato estatal que se estaba transformando en un sofisticado aparato de dominación, de naturaleza inequívocamente totalitaria en todas sus dimensiones y estructuras.
Una rebelión, contrarrevolución proletaria, se propuso a sí misma como antídoto, en forma de lucha de clases, como vacuna contra su devastadora explotación por el poder capitalista de las élites propietarias de las fábricas y de un aparato estatal que se estaba transformando en un sofisticado aparato de dominación, de naturaleza inequívocamente totalitaria en todas sus dimensiones y estructuras.
La
revolución proletaria tuvo en sus inicios una doble orientación
ideológica, libertaria y marxista, resuelta a favor del materialismo
histórico liderado por las élites burguesas, si
no marxistas, sí
de inspiración marxista. Con
ello, la Modernidad derivó en un sistema de lucha de clases
institucionalizada, por medio de la integración progresiva de la
revolución proletaria en el nuevo orden
productivo implantado
por la burguesía mercantil y política.
Contra
el contradictorio pensamiento de Karl Marx, a veces anticapitalista
y a veces antiestatalista, las nuevas
élites de
la vanguardia obrerista
se inclinaron por su versión estatalista, al
igual que hicieran otras corrientes “socialistas” contemporáneas,
como el fascismo y el nacionalsocialismo, fortaleciendo la
función del Estado como
institución orientada
al máximo
desarrollo
de la producción capitalista.
La
vacuna proletaria
agravó la
enfermedad, como hemos podido comprobar posteriormente, sin que el
proletarismo
de signo
anarquista-antiestatalista
fuera capaz de reponerse a su derrota. Otra vez una mala vacuna, otra
vez un
contrapoder sin eficacia contra el virus de la modernidad
burguesa. Una vacuna
que, muy al contrario, venía a propagar el virus y agravar la
enfermedad de origen.
En
el tiempo presente
estamos situados,
porque nos ha tocado en
herencia, en
la fase terminal de la modernidad
burguesa;
en un tiempo de barullo
mental y confusión
generalizada, producto esperado,
lógico, de la complejidad estructural y
tecnológica que
protege
al moderno
sistema de
dominación, en
su actual forma
de globalización neoliberal.
Me
pregunto, ¿con qué vacuna cuenta la humanidad asalariada
del
presente, mayoritariamente
precarizada, absolutamente vulnerable y debilitada por su dependencia
vital de un salario esclavo, ya convertido en un bien escaso?
Estamos en un escenario histórico inédito, que ahora se nos presenta en su trágica desnudez. Un sistema totalitario que ha alcanzado sus límites reproductivos, letalmente tocado por sus propias dinámicas reproductivas, que le impiden seguir acumulando capital, que extrangulan su razón de ser, porque se ha cargado su propia fuente de poder, la sobreexplotación del trabajo humano y de la naturaleza, que nos involucra “globalmente” en una deriva autodestructiva. En este tiempo de tintes preapocalípticos, ¿cuál es la vacuna contra el virus de la globalización?...no hay respuesta, no tenemos ese antídoto, el contrapoder ahora más necesario y urgente que nunca.
Estamos en un escenario histórico inédito, que ahora se nos presenta en su trágica desnudez. Un sistema totalitario que ha alcanzado sus límites reproductivos, letalmente tocado por sus propias dinámicas reproductivas, que le impiden seguir acumulando capital, que extrangulan su razón de ser, porque se ha cargado su propia fuente de poder, la sobreexplotación del trabajo humano y de la naturaleza, que nos involucra “globalmente” en una deriva autodestructiva. En este tiempo de tintes preapocalípticos, ¿cuál es la vacuna contra el virus de la globalización?...no hay respuesta, no tenemos ese antídoto, el contrapoder ahora más necesario y urgente que nunca.
Resulta
cuasiprofética la calificación de nuestro tiempo, el
de la
globalización
neliberal,
como fase
tardía de la modernidad burguesa,
que hacía
Ulrich Beck (*),
el sociólogo alemán, en
su primer libro,
“La
sociedad del riesgo: hacia
una nueva modernidad”,
escrito en la década de los años ochenta del pasado siglo,
que luego
profundizaría en
los
siguientes libros,
especialmente en
“¿Qué
es la globalización ? Falacias del globalismo, respuestas a la
globalización” (**),
publicado a
finales del siglo XX, a
pocos años
de su fallecimiento
en 2015.
Efectivamente,
su
caracterización de la sociedad contemporánea como “sociedad del
riesgo” me parece atinada y sumamente oportuna, aún
más
en este preciso
momento en
el que estamos inmersos en una crisis global de salud pública,
porque
despeja el
camino para entender
las sucesivas crisis que se solapan y amontonan en
un tiempo que se comprime, que
son percibidas
y asumidas
por la
sociedad global como una
permanente
situación de riesgo. Crisis
ecológica
por
devastación
de la
biodiversidad
y agotamiento
de los
recursos extractivos, cíclicas
crisis
financieras, crisis
general del
trabajo, derivada
en crisis
terminal
del sistema productivo, crisis
climática, crisis cultural y civilizatoria, crisis
migratoria, crisis de género, crisis
comercial, crisis
política, de
las
organizaciones partidistas y sindicales,
de los estados nacionales y
de sus partitocracias,
monárquicas o republicanas, crisis de la representación, del
parlamentarismo, crisis
de los bloques geopolíticos
y de las
instituciones globales,
crisis de
la globalización en
definitiva. Una crisis que burdamente
intenta presentarse a sí misma de forma simplista y resumida, como
guerra
comercial a
escala
global. Una
simple guerra, la guerra
como forma ancestral de nombrar la necesidad
de matar a un presunto enemigo, la
guerra como
madre
de todas las crisis,
la guerra en
su sentido fratricida
más
primitivo, la
cainita
justificación de la guerra. En caso de no tener misiles, bien sirve la
quijada de un asno.
Sin
vacuna contra la globalización estatal-capitalista,
carentes de
un
contrapoder capaz de pararle los pies a
la guerra global
y detener
el caos planetario
en ciernes,
el recurso
a la
globalización
de la guerra
se perfila como último recurso de
supervivencia para
los
titulares de la
modernidad
burguesa. El
último recurso
al que
agarrarse,
porque
todavía creen
que su posición
les pone a salvo
de todo riesgo. La guerra como sistema único,
un sistema
al que la sociedad ya está acostumbrada, porque ya ha sido ensayado
como guerra de clases y como guerra global, de todos contra todos. Un
genocidio globalizado como solución al
“problema demográfico” que la
modernidad burguesa considera
el primero en su
orden de
prioridades, muerto el perro se acabó la rabia, sea a base de virus, de
hambre o de
balas. Como
sea, pero el
perro bien
muerto, el
método no
importa,
siempre se
justificó
y siempre se podrá
justificar esa
guerra,
incluso por la
razón de
Estado,
groseramente
identificada
con el Bien
Común.
Beck
completó la
identidad de la globalización neoliberal
como
“sociedad del riesgo” asociándola
al logro previo de la individualización. Se trataba de separar y
aislar al individuo de su comunidad vital y concreta, reducir su
relación social a la abstracta
condición
de ciudadano. Primero, como miembro de una comunidad nacional no
menos abstracta,
y luego como “ciudadano cosmopolita”, miembro de una falsa
comunidad global fundada por la
religión del consumo compulsivo, mediante el
“libre”
mercado
global de
capitales, mercancías, y personas.
Transformado en súbdito
del orden
global,
huérfano de toda
comunidad
real, sin
comunidad convivencial a
la que vincularse,
ni familiar, ni campesina, ni
siquiera la
comunidad proletaria
que otrora surgiera de la convivencia en el trabajo y de las condiciones de
clase. Hoy
es un
solitario ciudadano del mundo, vulnerable
y fácilmente
manejable cuando sus
vínculos
vitales son
inexistentes
o azarosos cuando menos y, en todo caso,
totalmente
dependientes
de ajenas y
poderosas
decisiones que
emanan de
poderes
difusos, de
entes abstractos
como
el Mercado, de
instituciones subalternas como los estados
nacionales y
sus
corporaciones internacionales,
encargados del control social y de la sucia
“geopolítica”, ese eufemismo
referido a la guerra
global.
Había que
destruir al individuo libre y comunitario, hacerlo asocial y sumiso,
prepararlo
para aceptar el suicidio como solución a su fracaso, incluso su
eliminación
cuando deje de ser
“útil”. Guerra
contra todo lo que signifique libertad y comunidad real, guerra
y sólo guerra puede esperarse de esta
distopía global.
Aún
no estamos hechos a esta
idea. Hace
tan sólo unos días tampoco estábamos hechos
a la idea de que hoy sábado,
21
de marzo de 2020, estaríamos recluidos en nuestras casas obedeciendo
una orden superior, acostumbrándonos
a
asumir que nuestras individuales
vidas son
frágiles en exceso, que están
en situación
de permanente
riesgo. Ahora
por causa de un virus y mañana ya veremos por qué otra causa.
Y me
acuerdo en este momento de algo que leí ayer, dicho por Jorge
Riechmann, en una entrevista relativamente
reciente:
“hay
una probabilidad muy alta de un genocidio en la Tierra a consecuencia
del
colapso ecosocial y la tragedia climática. Si las cosas van como se
esperan, a mediados del siglo habrá unos 10.000 millones de humanos.
Pero lo más probable es que la mayor parte de esa enorme humanidad
sea exterminada a medida que se agraven la crisis climática, la
devastación de la biosfera, el colapso ecosocial”.
En
esos términos tan pesimistas,
Reichmann
venía
a sentenciar que hoy lo
ecológicamente necesario es políticamente imposible.
Quien le entrevistaba le refería una cita del autor de “La tierra baldía”, T.S.Elliot: “los seres humanos no somos capaces de soportar demasiada realidad”, para decirle a Reichmann que lo que acababa de decir es insoportable para la mayoría de la población. A lo que éste respondía con una conclusión radical: "O reaccionamos o desaparecemos. Los humanos habremos sido una anécdota en la vida de la Tierra. O nos hacemos cargo de lo que está pasando y cuáles son las perspectivas reales, o adiós. Uno de los movimientos ecologistas más conocidos hoy en día se llama Extinción o Rebelión. No es un nombre elegido al azar".
Quien le entrevistaba le refería una cita del autor de “La tierra baldía”, T.S.Elliot: “los seres humanos no somos capaces de soportar demasiada realidad”, para decirle a Reichmann que lo que acababa de decir es insoportable para la mayoría de la población. A lo que éste respondía con una conclusión radical: "O reaccionamos o desaparecemos. Los humanos habremos sido una anécdota en la vida de la Tierra. O nos hacemos cargo de lo que está pasando y cuáles son las perspectivas reales, o adiós. Uno de los movimientos ecologistas más conocidos hoy en día se llama Extinción o Rebelión. No es un nombre elegido al azar".
Salgo
de casa un momento, paseo por el jardín, asomado al resto de las
casas de mi
pueblo, a la carretera que lo parte en dos y a las montañas que lo
circundan. La hierba está muy verde y los árboles están
floreciendo en esta primavera precoz. Se oyen lejanos los ladridos de algún perro, hay
pájaros en los cables, en los árboles y
en los tejados,
los mismos pájaros
que estaban
ayer. Pero
reina un silencio mortal, el cielo tiene un color grisáceo que
anuncia un cambio inminente, no pasan coches, no hay nadie por la calle y tengo que
imaginar que todas las casas están ocupadas por gente, personas que
imagino están vivas, como hace
unos pocos días, pero tengo que imaginarlo, porque no lo veo. Es
un paisaje similar al de un relato apocalíptico, al
escenario después de una guerra total, que se diferencia de las
guerras conocidas, las convencionales, porque no ha dejado edificios
en ruinas ni cadáveres tirados por las calles, todavía...como
vemos todos los días por la tele global, en Siria, Iraq o Libia. Como ya veíamos mucho antes de que un virus venido del Oriente se cebara en nuestros cuerpos.
Anotaciones:
(*) El libro póstumo del sociólogo alemán Ulrich Beck, “La metamorfosis del mundo”, es un
intento de explicar, a partir del fracaso de las políticas de los
estados nacionales, cómo el cambio climático nos obliga a
comprender el mundo con una visión cosmopolita para entender cómo
se está transformando en algo completamente distinto. Entender esta
metamorfosis climática es lo que garantizará el éxito de cualquier
acción para el futuro. Es
en las ciudades donde mejor se perciben los desafíos globales,
porque es donde antes afectan a la vida cotidiana y a la política.
Serán las ciudades y los municipios quienes mejor los resuelvan por
su mayor proximidad a los problemas y no el abstracto espacio en el
que los arrinconan las políticas nacionales.
(**)
Estoy en desacuerdo con la tesis de su último y póstumo libro, “La
matemorfosis del mundo”, en el que Beck sitúa
en las grandes
metrópolis
su apuesta de cambio
y futuro.Tiene base real
su
afirmación de que es en las grandes
ciudades
donde mejor se perciben los desafíos globales (que
U. Beck
concreta en el desastre climático),
pero a pesar de su diagnóstico sobre el fracaso de los estados
nacionales,
se queda
sin
abordar
en profundidad la responsabilidad en origen del sistema de dominación
estatal-capitalista...como
si la solución pudiera ser “otro” Estado, no nacional, ahora
cosmopolita.
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