sábado, 9 de noviembre de 2019

CONTRA LA NATURALIDAD DEL HORMIGUERO


Contra la naturalidad del hormiguero

Masa es un hormiguero gigante que ha logrado colonizar un planeta entero. Es un organismo que se rige internamente por un sistema mecánico sin conciencia de sí, del que cada hormiga sólo conoce una mínima y exclusiva parte, la que a ella le afecta. Masa es un inmenso organismo, parásito del planeta en el que se aloja, al que ha superado en tamaño. A su costa, ha engordado tanto en estos últimos años que lo ha dejado seco. Masa no tiene memoria, ha gastado todo su futuro y sólo le queda un poco de presente, así que no tiene más remedio que estirarlo hasta el infinito. Si quiere sobrevivir, Masa tendrá que sacrificar a todas las hormigas que ahora le son innecesarias. De todas formas iban a morir por inanición si el mecanismo de Masa se detiene. Cada una de sus miles de millones de hormigas, aisladas en su propia tarea, tienen muy difícil conocer el mecanismo por el que funciona el hormiguero. Sólo unas pocas comparten ese secreto, por el que Masa ha crecido y prosperado sin parar durante casi tres siglos...hasta ahora. Así, es natural que el mecanismo no pueda parar, sería el fin, de cada hormiga y de todo el hormiguero. Cada una tiene que seguir a lo suyo, siguiendo la rutina aprendida, la que le ha tocado a cada una en suerte, esa rutina que le permite sobrevivir. Pero Masa sabe que ha llegado a un punto crítico, por su superior inteligencia mecánica y por su experiencia en situaciones parecidas, tiene la mejor solución. Si quiere salvarse tendrá que deshacerse de todas las hormigas sobrantes. No será muy difícil, la inmensa mayoría morirán de hambre o se matarán entre ellas, como ya pasó otras veces. Y mientras hace este cálculo, la mayoría de hormigas sobrantes piensan que las sobrantes serán otras, no ellas. Ninguna quiere sufrir más de la cuenta, prefieren seguir con su rutina diaria, como si nada, cada una a lo suyo.



Que sepamos, durante más de ciento cincuenta mil años nuestra visión del mundo fue la de un lugar sin límites. Durante ese tiempo fuimos una especie nómada, los bienes naturales que nos permitían vivir y reproducirnos estaban al alcance de la mano, sólo había que buscarlos en la ilimitada extensión del mundo, eso sí, en competencia con animales de otras especies igualmente depredadoras. Durante ese largo tiempo nos constituimos como humanos, con esa visión del mundo.
Y, sin embargo, hace tan sólo diez mil años que nos detuvimos en un lugar y empezamos a cultivar la Tierra. Adquirimos entonces el sentido de propiedad. Vimos la Tierra como objeto de dominio propio y exclusivo, en competencia que ahora se ampliaba a individuos de nuestra misma especie, también sedentarios. Nuestro proceso evolutivo fue así radicalmente alterado, aunque todavía no seamos plenamente conscientes de ello.

Ese cambio tan radical puede hoy parecernos perfectamente “natural”. Considerando el orden de las necesidades humanas, igualmente puede llegar a parecernos natural la primacía de lo económico sobre lo moral. Considerado así, sería perfectamente “natural” un orden social organizado a partir de la economía, una economía fundamentada en los principios de propiedad y competencia, para los que el valor moral no es sustantivo, siempre será secundario y supeditado a los principios “naturales” que ordenan la sociedad.

Aquel cambio desencadenado por la agricultura desencadenó una rápida fundación de ciudades y reinos, un orden social nuevo que fue adquiriendo una complejidad creciente y progresiva, hasta constituir ciudades/estado primero y nuestras actuales sociedades/estado unos pocos siglos más tarde. Con esa naturalidad del devenir histórico, se impuso una forma nueva de habitar la Tierra que empezó con la agricultura y la fundación de la ciudad, con base en la jerarquía social derivada de la propiedad de la Tierra. A partir de entonces, la Tierra se podía tomar directamente donde estuviera deshabitada, se podía comprar, vender o alquilar, como también se podía robar o conquistar mediante violencia allí donde estuviera ocupada.
Natural” que la propiedad incluyera todo lo existente sobre la Tierra, el agua, los minerales, vegetales, animales y, entre éstos, ¿porqué no?, los pertenecientes a la especie humana, individuos humanos que evitaran al propietario el esfuerzo de trabajar la Tierra.
De ahí la complejidad “natural” del orden social inaugurado por la agricultura en época neolítica, cuyo predominio absoluto ha sido alcanzado en los dos últimos siglos. Con esa lógica, tan perfectamente histórica y natural, ¿quién podría negar la “naturalidad” del colapso en ciernes de la sociedad humana?

Y, sin embargo, siendo todo tan natural, nos resulta extraño observar que a lo largo de la historia humana y más aún, a diario, en la cotidianeidad de la vida, cada vez que estamos en ausencia de propiedad, de violencia y jerarquía, por mínima que sea esta ausencia, los individuos tendemos a seguir un instinto contrario al natural y optamos por vivir en comunidad, como si fuéramos iguales y no tuviéramos que disputarnos la propiedad de la Tierra, porque preferimos compartirla. Incluso pudiera parecer que conviviendo en comunidad nos sentimos más seguros, más vitales y alegres. Pero sólo es así hasta que la vida vuelve al Estado Natural y regresamos a la lucha diaria por la supervivencia, a nuestra “natural” condición de especie depredadora, jerárquicamente organizada en clases sociales, cada individuo especializado en los trabajos propios de su clase, cada cual en su escala y en función de sus propias circunstancias individuales.

Con esta educación hemos llegado a entender el poder como una potencia “natural” que desearíamos para nosotros. De ahí la fortaleza del deseo por la posesión y acumulación de poder...y su naturalidad. ¿Qué otra cosa esperábamos?, ¿acaso no es esa la ley de la depredación, la que rige el Orden Natural?, ¿por qué íbamos a ser nosotros, la especie humana, una excepción entre la inmensidad y biodiversidad del reino natural?

Pues bien, me temo que puedo contrariar a la mayor parte de mis congéneres con el siguiente anuncio: todo ésto que ahora nos parece tan natural, dejará de serlo no tardando, por necesidad de supervivencia, no por gusto. Me explico, sucede que acabamos de enterarnos de que no tenemos más mundo que éste, un pequeño planeta al que llamamos Tierra y que de considerar la posibilidad de emigrar a la Luna o a planetas cercanos, también empezamos a sospechar que sólo habrá plazas para unos pocos humanos. Además, también sospechamos que en esos nuevos planetas de promisión no encontraríamos más abundancia que la de unas inmensas canteras, de las que extraer unas cuantas toneladas de minerales, presuntamente no comestibles, sólo útiles para fabricar ordenadores, teléfonos móviles y otros muchos artefactos similares a los que colman los vertederos de basura, aquí, en la Tierra. Sólo muy recientemente hemos empezado a sospechar que estábamos autoengañándonos cuando decíamos “otro Mundo es posible”. Lo cierto es que empieza a parecernos que la Tierra es nuestro pequeño, verdadero y único Mundo posible.

La realidad material es lo más natural que tenemos a mano, es lo que hay. No nos sirve su representación virtual, no nos alimenta. Alimentados o no, los cuerpos se buscan para juntarse y reproducirse: su sola representación no les alimenta, no les junta, ni sirve a la reproducción de los cuerpos. No deberíamos dejarnos engañar por el buen acabado de lo aparente. Podemos seguir dándole vueltas a la teoría de la evolución hasta el infinito y seguiremos siendo la única especie que tiene conocimiento de sí, de su propia materialidad. Le damos valor a la vida porque tenemos un presentimiento de la Nada, de la muerte como cese de la existencia. Todo intento de representación de los cuerpos no supera la categoría de apariencia, una fotocopia es su máximo, no puede ser más; por buen acabado que tenga carece de existencia propia, no vive, no es por sí misma, no deja de ser objeto, sólo materia, naturaleza sin conocimiento de sí, sin conciencia.

¿Por qué digo, entonces, que nuestro humano mundo necesita un reseteo (revolución) contra natura? Lo intentaré explicar, aunque me resulte difícil y no espere convencer a nadie a la primera. Lo haré sin dar inútiles rodeos: porque creo que en la naturaleza la especie humana es una excepción. Todas las formas de vida, excepto la humana, ignoran la posibilidad del suicidio. El individuo humano es el único ser vivo capaz de pensarlo y acometerlo voluntariamente. Esto podríamos entenderlo ahora, cuando aún queda tiempo (no mucho), pero tengo por seguro que lo entenderemos inmediatamente que sintamos el vértigo ante el abismo de la extinción, cuando tengamos los pies en ese borde donde el suicidio aparece como solución deseada. Llegado a ese límite abismal, dejarte caer o tirarte viene a ser lo mismo, cualquier especie animal así lo haría, como es “natural”.

Por los antecedentes históricos, creo que incluso llegando a ese límite, la inmensa mayoría de individuos actuará como los de cualquier otra manada, se tirarán al abismo creyendo que no se suicidan, sino que allí encontrarán salvación y descanso, porque ese otro mundo no puede ser peor. Pero observo que siempre hubo individuos apartados de esa religiosa creencia, que optan por darse la vuelta, en dirección contraria al sentido que sigue la manada. Sin duda, ellos son el sujeto de la revolución integral y “antinatural” necesaria. Son los que se tienen a sí mismos como la clase de los “no sobrantes”, supervivientes a la extinción que ya está sucediendo, aunque el grueso de la manada no lo vea y persista en su “natural” destino, en dirección al suicidio.




¿Qué nueva clase de individuos es esa, ese nuevo sujeto de la revolución ahora necesaria?
Sin tener que pensarlo, muchos dirán que son los trabajadores, la clase obrera, “como siempre lo fue”. Es natural que se piense, ésto es lo que parece deducirse de la historia de los últimos siglos, XIX y XX. Y, además, cierto es que la clase obrera estuvo a punto de ser sujeto revolucionario unas cuantas veces, y que en esa creencia hemos sido educados la mayor parte de nosotros. Sucede que la revolución industrial reinauguró un nuevo orden, neofeudal, del trabajo por cuenta ajena, que organizaba la sociedad en dos nítidas clases sociales, propietarios/explotadores y desposeídos/explotados. Y sobre tales fundamentos, esa revolución sólo podía tener a la clase obrera como sujeto pasivo. A esta clase le cabía sólo una posición, la contrarrevolucionaria. No podía inaugurarse esta nueva etapa de la historia sobre más contradicciones ni sobre más confusión. Desde entonces la Modernidad recién estrenada tuvo que sustentar su universal idea de progreso sobre esta confusión de conceptos, a base de confundir realidad y deseo, de invertir el significado de las palabras, de llamar clase “revolucionaria” no a los ganadores y titulares de la revolución burguesa, sino a los obreros perdedores y contrarrevolucionarios. Esa contradicción de orígen se ha instalado “naturalmente” en cada uno de nuestros cerebros. En adelante, la revolución será sólo un pensamiento/idea, la expresión de un deseo, nada que ver con un acto radicalmente transformador del orden vigente.

Pero resulta que ese mundo neofeudal está en sus últimas bocanadas, resulta que ahora estamos entrando en otra dimensión, donde las circunstancias son radicalmente distintas: el trabajo humano se ha vuelto obsoleto. Para la revolución burguesa la clase obrera es una clase sobrante, ya no será necesario explotarla, en adelante su extinción es lo realmente necesario a la continuidad de la revolución burguesa, la única realmente existente. ¿Acaso no es esa la ley que rige la naturaleza, la supremacía de los emprendedores y competitivos, la extinción de los débiles y pasivos?

De momento, por nuestra experiencia personal y por el conocimiento de la historia, podemos deducir una enseñanza trascendente: la revolución se hace, sólo pensarla o sólo decirla ya es una renuncia, es la anticipación de su derrota. Hicieron la revolución los primeros colonos conquistadores de nuevas tierras y comerciantes de esclavos, los industriales que encerraron “voluntariamente” en sus fábricas y escuelas a millones de campesinos y a sus hijos, los que supieron convencerles con promesas de progreso, todo mediante contrato laboral y de ciudadanía que cambiaba el concepto esclavitud por el de salario. La única revolución la hicieron los liberales que refundaron el Estado como simulacro de comunidad nacional, el Trabajo como “libre” contrato entre amos y criados, el Mercado y su ley de la oferta y la demanda como natural justicia distributiva...así es, la revolución la hace el pescador que pone el anzuelo, no el pez que lo muerde pensando que es su alimento.

Si a la cárcel le ponemos el nombre de Estado y al reformatorio el de Escuela, natural y lógico es que acabemos llamando Progreso al manicomio y Democracia a cualquier sucedáneo de igualdad y de respeto por la dignidad humana, natural que llamemos izquierda y derecha a ambos lados de cualquier parlamento liberal. No es de extrañar esa confusión, más que geográfica, que ve territorio donde hay sólo un papel, un mapa. O valor donde sólo hay dinero, su representación. Esa es la apasionante naturalidad de la esquizofrenia, su capacidad de vivir realidades inexistentes e imaginar revoluciones.

Pero ¿quién, hoy en día, puede seguir pensando que el sujeto de la revolución necesaria pueda seguir siendo esa clase obrera hoy sobrante? El orden capitalista no necesita del trabajo humano, mirad lo que hace el mercado con los productos excedentes: los tira a la basura. Ni siquiera necesitará policías cuando logre que cada ciudadano sea policía de sí mismo. El trabajo capitalista no es lo que nos une, ni como individuos ni como clase, al contrario, nos disuelve y nos destruye. El vínculo que hoy nos convoca es nuestra condición de individuos sobrantes, condenados a la extinción.

En el tiempo presente la clase revolucionaria universal no puede ser otra que la del Común: el conjunto de individuos y generaciones, actuales y futuras, a las que les han sido robados todos los bienes comunales y universales, la Tierra toda y todo el Conocimiento.


Hacer la revolución y no sólo imaginarla.  
Lo primero a tener en cuenta es que estamos en un mundo en el que los que trabajan aborrecen su empleo porque no le encuentran sentido y, sin embargo, están dispuestos a aceptar cualquier trabajo, porque es su único medio de vida. Así, el trabajo es hoy un “mal” tan deseado como escaso. Gracias a Dios que es viernes” es un popular dicho inglés, que expresa muy bien nuestro desprecio por el trabajo en las condiciones que nos ofrece la sociedad capitalista. Siempre nos queda el fin de semana para tratar de olvidar la realidad (“para desconectar”, como solemos decir), con la esperanza de encontrar una tregua, algo que nos permita levantarnos el lunes para volver a la rutina. La mayoría lo encuentran en el alcohol, el fútbol, la televisión, los centros comerciales y otras drogas. Cuando a Margaret Thatcher le preguntaban por los retos del capitalismo en esta nueva fase, respondía siempre lo mismo: “no hay alternativa, sólo un loco puede cuestionar el capitalismo”. ¿Será por eso que tan poca gente lo cuestiona?, ¿para no volverse loca?

Lo segundo, ya nadie duda de que el orden capitalista consista en impedir la cordura y la convivencia entre las gentes, menos aún, que su finalidad sea la de propiciar la felicidad de la servidumbre. En todo caso, podría serlo el “bien común”, que por ser una media estadística y abstracta, nadie sabrá nunca qué parte concreta de ese bien común le toca.
Todo el mundo sabe, incluso los que no lo cuestionan, que la exclusiva finalidad del capitalismo consiste en acumular y concentrar el poder económico en una escala ordenada, primero privada, luego nacional y al fin global. Por experiencia, todo el mundo ya debiera saber a estas alturas que el poder económico es la madre de todos los poderes, incluso el de la fuerza bruta, que siempre cuenta con empleo fijo a su servicio.
Supongamos, por un momento, que cualquiera de nosotros fuera capitalista...¿dejaría que la sociedad funcionara sin control, o sea, sin Estado?, ¿permitiría que cualquier clase social, que no fuera la suya, pudiera hacerse con el poder del Estado? Seguro que no. Pero como ser capitalista es compatible con ser inteligente, procuraría no malgastar su poder dando porrazos o matando gente, no al menos mientras pueda educarla y convencerla de que ésto es lo que hay, porque es lo más lógico y natural, que por eso siempre hubo pobres y ricos, siervos y señores. O sea, que a fin de cuentas, acabaríamos diciendo lo mismo que Margaret Thatcher: “no hay alternativa”...y eso es totalmente cierto en los márgenes “naturales” del orden capitalista. Ahí dentro no hay alternativa, de haberla hay que buscarla afuera, a la intemperie y contra natura.
Hacer contrapoder.Hacer es infinitivo germinal, “contrapoder” es sustantivo inaugural, revolucionario. Podríamos comenzar por reconstruirnos cada cual, como individuos libres, soberanos y autónomos, individuos responsables de sí mismos y dotados de conciencia propia.
*Sólo eso ya sería construir contrapoder, un acto decisivo y plenamente revolucionario.
Fundar comunidades en medio de soledades. Tomar la Tierra para devolverla a su legítimo propietario universal, el Común de la vida. Declarar para siempre la gravedad del delito de apropiación de la Tierra en cualquiera de sus formas. Juntarnos en vecindades autogobernadas en concejo, las gentes que convivimos en un mismo territorio, que si no aman al prójimo, al menos se obligan a tratarle con igual respeto que a sí mismos. Inaugurar democracias verdaderas, cientos y miles de democracias reales, comprometidas en un Pacto universal, tan solidarias entre sí como los individuos de cada una de sus comunidades. A partir de dos personas sin parentesco, vecinos y vecinas mayores de catorce años, todas y todos son constituyentes de un Ajuntamiento comunal, en paralelo y frente a cada ayuntamiento estatal. Estrategia constructiva, táctica destructiva. Sin necesidad del recurso a la violencia, si no es en defensa propia.
*No malgastarán su energía en inútiles batallas contra fuerzas superiores, irán a lo esencial, a vencer por virtud, a disolver la ciudad estatal construyendo una ciudad nueva sobre las ruinas y cenizas de la urbanización capitalista.
Contra el delito de apropiación -privada o colectiva- de la Tierra: declarar sólo legítimo su uso por los individuos y comunidades que la habitan. Contrariando por igual al liberalismo capitalista, que sacraliza el robo individual de la Tierra, y al liberalismo anárquico que sacraliza el robo colectivo. No es legítima la justificación del robo de la Tierra porque se haga con trabajo propio, matar también puede suponer un gran trabajo y no por eso es legítimo. La Tierra no será propiedad de quien la roba ni de quien la trabaja, ambas formas son igualmente delictivas, ambas son un robo al Común humano y al universal de la vida. Todo territorio es parte de un todo imparcelable, toca desalambrar la Tierra. A cada comunidad humana que habita un mismo territorio, le corresponde administrar el uso de la parte de Tierra que ocupa, en representación y defensa del interés universal, por el mantenimiento y reproducción de la especie humana y de la vida en su conjunto.
*Escrito su nombre con mayúsculas o no, la Tierra ya no será mercancía que se pueda comprar, vender, alquilar o robar, sin cometer delito.
Nos corresponde ser guardianes de la vida y jardineros de la Tierra. Nos corresponde esa responsabilidad mientras seamos la única especie que tiene conciencia de sí misma, así como el conocimiento de cómo funciona el conjunto que forman la tierra y la vida. No ignoro la ley natural que hasta ahora siguen las especies, que unas se comen a otras, que muchas no sobreviven a los cataclismos geológicos o climáticos y que todas se extinguen por esas u otras razones. Por ese conocimiento, somos responsables de vigilar que se mantenga la diversidad y el equilibrio ecológico que sostienen la vida en general, con especial prioridad para la vida de nuestra propia especie, la humana.
*Por todo eso nos corresponde negar la “naturalidad” de la sumisión a la inexorable ley de la extinción, por esa responsabilidad que nos obliga a hacer todo lo posible para que la muerte, cuando llegue, no nos elija por nuestra condición de individuos sobrantes. Que nos llegue por enfermedad o por vejez, por lo que sea, pero a su tiempo...entonces sí, naturalmente.


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