Contra
la naturalidad del hormiguero
Masa
es un hormiguero gigante que ha logrado colonizar un planeta entero.
Es un organismo que se rige internamente por un sistema mecánico sin
conciencia de sí, del que cada hormiga sólo conoce una mínima y
exclusiva parte, la que a ella le afecta. Masa es un inmenso
organismo, parásito del planeta en el que se aloja, al que ha
superado en tamaño. A su costa, ha engordado tanto en estos últimos
años que lo ha dejado seco. Masa no tiene memoria, ha gastado todo
su futuro y sólo le queda un poco de presente, así que no tiene más
remedio que estirarlo hasta el infinito. Si quiere sobrevivir, Masa
tendrá que sacrificar a todas las hormigas que ahora le son
innecesarias. De todas formas iban a morir por inanición si el
mecanismo de Masa se detiene. Cada una de sus miles de millones de
hormigas, aisladas en su propia tarea, tienen muy difícil conocer
el mecanismo por el que funciona el hormiguero. Sólo unas pocas
comparten ese secreto, por el que Masa ha crecido y prosperado sin
parar durante casi tres siglos...hasta ahora. Así, es natural que el
mecanismo no pueda parar, sería el fin, de cada hormiga y de todo el
hormiguero. Cada una tiene que seguir a lo suyo, siguiendo la rutina
aprendida, la que le ha tocado a cada una en suerte, esa rutina que
le permite sobrevivir. Pero Masa sabe que ha llegado a un punto
crítico, por su superior inteligencia mecánica y por su experiencia
en situaciones parecidas, tiene la mejor solución. Si quiere
salvarse tendrá que deshacerse de todas las hormigas sobrantes. No
será muy difícil, la inmensa mayoría morirán de hambre o se
matarán entre ellas, como ya pasó otras veces. Y mientras hace este
cálculo, la mayoría de hormigas sobrantes piensan que las sobrantes
serán otras, no ellas. Ninguna quiere sufrir más de la cuenta,
prefieren seguir con su rutina diaria, como si nada, cada una a lo
suyo.
Que
sepamos, durante más de ciento cincuenta mil años nuestra visión
del mundo fue la de un lugar sin límites. Durante ese tiempo fuimos
una especie nómada, los bienes naturales que nos permitían vivir y
reproducirnos estaban al alcance de la mano, sólo había que
buscarlos en la ilimitada extensión del mundo, eso sí, en
competencia con animales de otras especies igualmente depredadoras.
Durante ese largo tiempo nos constituimos como humanos, con esa
visión del mundo.
Y,
sin embargo, hace tan sólo diez mil años que nos detuvimos en un
lugar y empezamos a cultivar la Tierra. Adquirimos entonces el
sentido de propiedad. Vimos la Tierra como objeto de dominio propio
y exclusivo, en competencia que ahora se ampliaba a individuos de
nuestra misma especie, también sedentarios. Nuestro proceso
evolutivo fue así radicalmente alterado, aunque todavía no seamos
plenamente conscientes de ello.
Ese
cambio tan radical puede hoy parecernos perfectamente “natural”.
Considerando el orden de las
necesidades humanas,
igualmente puede llegar
a parecernos natural la
primacía de lo económico
sobre lo moral. Considerado así, sería perfectamente “natural”
un
orden
social organizado a partir de
la economía,
una economía fundamentada en
los principios de propiedad y
competencia, para los que el
valor moral no es sustantivo, siempre será
secundario y supeditado a los principios “naturales” que ordenan
la sociedad.
Aquel
cambio desencadenado por la
agricultura desencadenó una
rápida fundación de ciudades y reinos, un orden social nuevo que
fue adquiriendo
una complejidad creciente y progresiva, hasta constituir
ciudades/estado primero y
nuestras actuales sociedades/estado unos pocos
siglos más tarde. Con
esa naturalidad del devenir
histórico, se impuso una forma nueva de habitar la Tierra que
empezó
con la agricultura y la fundación
de la ciudad, con
base en la jerarquía social
derivada de la propiedad
de la
Tierra. A partir de entonces, la Tierra se podía tomar directamente
donde estuviera deshabitada,
se podía comprar, vender o
alquilar, como
también se podía robar o
conquistar mediante violencia allí
donde estuviera ocupada.
“Natural”
que la propiedad incluyera todo lo existente sobre la Tierra, el
agua, los
minerales, vegetales,
animales y, entre éstos, ¿porqué no?, los pertenecientes
a la especie humana,
individuos humanos
que evitaran
al propietario el
esfuerzo de trabajar
la Tierra.
De
ahí la complejidad
“natural” del
orden social inaugurado
por la agricultura en época neolítica, cuyo predominio absoluto ha
sido alcanzado en los dos últimos siglos. Con
esa lógica, tan
perfectamente histórica
y natural, ¿quién
podría negar la
“naturalidad” del colapso
en ciernes de la sociedad
humana?
Y,
sin embargo, siendo todo
tan natural, nos resulta extraño observar
que a lo largo de la historia humana y más aún, a diario, en la
cotidianeidad de la vida, cada
vez que estamos en ausencia
de propiedad, de violencia y
jerarquía, por mínima que
sea esta
ausencia,
los individuos tendemos a
seguir un instinto contrario al natural y
optamos por
vivir en comunidad, como si
fuéramos iguales y
no tuviéramos que disputarnos la propiedad de la Tierra, porque
preferimos
compartirla.
Incluso pudiera
parecer que conviviendo en
comunidad nos sentimos más seguros, más
vitales y alegres. Pero
sólo es así hasta que la vida vuelve al
Estado Natural
y
regresamos
a la lucha diaria por la supervivencia,
a nuestra “natural”
condición de
especie depredadora,
jerárquicamente organizada
en clases sociales, cada
individuo especializado
en los trabajos propios de su clase, cada cual en
su escala y en
función de sus
propias circunstancias individuales.
Con
esta educación hemos llegado a entender el poder como una potencia
“natural” que desearíamos para nosotros. De
ahí la
fortaleza del deseo por la
posesión y acumulación de poder...y
su naturalidad. ¿Qué otra
cosa esperábamos?, ¿acaso
no es esa la
ley de la depredación, la que rige el
Orden
Natural?,
¿por qué íbamos a ser nosotros, la
especie humana, una excepción
entre la inmensidad y
biodiversidad del reino natural?
Pues
bien, me temo que puedo
contrariar a la
mayor parte de mis congéneres
con el siguiente anuncio: todo ésto
que ahora nos parece tan natural, dejará de serlo no
tardando, por necesidad de
supervivencia, no por gusto.
Me explico, sucede
que acabamos de enterarnos de
que no tenemos más mundo que
éste, un pequeño planeta al
que llamamos Tierra y
que de
considerar la posibilidad de
emigrar
a la Luna o
a planetas cercanos,
también empezamos a
sospechar que sólo
habrá
plazas para
unos pocos humanos. Además,
también sospechamos que en
esos
nuevos planetas de promisión
no encontraríamos más
abundancia que la de unas
inmensas canteras, de
las que extraer unas cuantas
toneladas de
minerales, presuntamente no
comestibles, sólo útiles
para fabricar ordenadores, teléfonos móviles y
otros muchos artefactos similares a los que colman los vertederos de
basura, aquí, en la Tierra.
Sólo muy recientemente hemos
empezado a sospechar que estábamos autoengañándonos cuando
decíamos
“otro Mundo
es posible”. Lo
cierto es que empieza a parecernos
que la
Tierra es
nuestro pequeño, verdadero y único Mundo
posible.
La
realidad material es
lo más natural que tenemos a
mano, es lo que hay. No
nos sirve
su representación virtual, no nos
alimenta. Alimentados
o no, los cuerpos se buscan para
juntarse y reproducirse: su sola
representación no
les
alimenta, no
les
junta, ni sirve a la
reproducción de los cuerpos.
No deberíamos dejarnos
engañar por
el buen acabado de lo
aparente. Podemos
seguir dándole vueltas a la teoría de la evolución hasta el
infinito y seguiremos siendo la única especie que tiene conocimiento
de sí,
de su propia materialidad.
Le
damos valor a la vida porque
tenemos un presentimiento de
la Nada, de la muerte como
cese de la existencia. Todo
intento de representación de los cuerpos no
supera la
categoría de apariencia,
una fotocopia es su máximo,
no puede ser más; por
buen
acabado que tenga
carece de existencia propia,
no vive, no
es
por sí misma, no deja de ser
objeto, sólo materia,
naturaleza sin conocimiento
de sí, sin conciencia.
¿Por
qué digo, entonces, que
nuestro humano mundo necesita un reseteo (revolución) contra natura?
Lo intentaré explicar, aunque me resulte difícil y no espere
convencer a nadie a la primera. Lo
haré sin dar
inútiles rodeos:
porque creo
que en la naturaleza la
especie humana es una excepción. Todas
las formas de vida, excepto la humana, ignoran la
posibilidad del suicidio. El
individuo humano es el único
ser vivo capaz de pensarlo y
acometerlo voluntariamente.
Esto podríamos
entenderlo ahora, cuando aún queda tiempo (no mucho), pero tengo por
seguro que lo entenderemos
inmediatamente que sintamos el vértigo ante
el abismo de
la
extinción, cuando
tengamos los pies en ese borde donde el
suicidio aparece como solución deseada.
Llegado a ese límite abismal, dejarte caer o tirarte viene a ser lo
mismo, cualquier
especie animal así lo
haría, como es “natural”.
Por
los antecedentes históricos, creo que incluso
llegando a ese límite, la
inmensa mayoría de individuos
actuará como los de
cualquier otra manada, se
tirarán al abismo creyendo que no se suicidan, sino que allí
encontrarán salvación y
descanso, porque
ese otro mundo
no puede ser peor. Pero
observo que
siempre hubo
individuos apartados de esa
religiosa creencia, que optan por darse
la vuelta, en dirección contraria al sentido que sigue la manada.
Sin duda, ellos
son el
sujeto de la revolución integral
y “antinatural”
necesaria. Son los
que se tienen a sí mismos
como la clase de los “no
sobrantes”, supervivientes
a la extinción que ya está sucediendo, aunque el grueso de la
manada no lo vea y persista
en su
“natural” destino, en
dirección al suicidio.
¿Qué
nueva clase de individuos es
esa, ese
nuevo sujeto de la revolución
ahora necesaria?
Sin
tener que pensarlo, muchos dirán que son los trabajadores, la clase
obrera, “como siempre lo fue”. Es natural que se piense, ésto
es lo que parece deducirse de la historia de los últimos siglos, XIX
y XX. Y, además, cierto es que la clase obrera estuvo a punto de ser
sujeto revolucionario unas cuantas veces, y que en esa creencia
hemos sido educados la mayor parte de nosotros. Sucede que la
revolución industrial reinauguró un nuevo orden, neofeudal, del
trabajo por cuenta ajena, que organizaba la sociedad en dos
nítidas clases sociales, propietarios/explotadores y
desposeídos/explotados. Y sobre tales fundamentos, esa revolución
sólo podía tener a la clase obrera como sujeto pasivo. A esta clase
le cabía sólo una posición, la contrarrevolucionaria. No podía
inaugurarse esta nueva etapa de la historia sobre más
contradicciones ni sobre más confusión. Desde entonces la
Modernidad recién estrenada tuvo que sustentar su universal idea de
progreso sobre esta confusión de conceptos, a base de confundir
realidad y deseo, de invertir el significado de las palabras, de
llamar clase “revolucionaria” no a los ganadores y titulares de
la revolución burguesa, sino a los obreros perdedores y
contrarrevolucionarios. Esa contradicción de orígen se ha instalado
“naturalmente” en cada uno de nuestros cerebros. En adelante, la
revolución será sólo un pensamiento/idea, la expresión de un
deseo, nada que ver con un acto radicalmente transformador del orden
vigente.
Pero
resulta que ese mundo neofeudal
está en sus últimas
bocanadas, resulta que
ahora estamos entrando en
otra dimensión, donde las
circunstancias son radicalmente
distintas: el trabajo humano
se ha vuelto obsoleto. Para
la revolución burguesa la
clase obrera es una clase sobrante, ya
no será necesario explotarla, en
adelante su extinción es lo
realmente necesario a la
continuidad de
la
revolución burguesa,
la única realmente
existente.
¿Acaso
no es esa la ley que rige la
naturaleza, la supremacía
de los emprendedores y competitivos, la extinción de los débiles y
pasivos?
De
momento, por nuestra experiencia personal y por el
conocimiento de la historia,
podemos deducir una enseñanza trascendente: la revolución se hace,
sólo
pensarla o sólo decirla ya es una renuncia, es
la anticipación de su
derrota. Hicieron la revolución los primeros colonos conquistadores
de nuevas tierras y
comerciantes de esclavos, los industriales
que encerraron
“voluntariamente” en sus fábricas y
escuelas a millones de
campesinos y a sus
hijos, los que
supieron convencerles con
promesas de progreso, todo mediante contrato laboral y
de ciudadanía que cambiaba
el concepto esclavitud por el de salario. La
única revolución la hicieron los liberales que refundaron el Estado
como simulacro de comunidad nacional, el
Trabajo como “libre” contrato
entre amos y criados, el
Mercado y su ley de la oferta
y la demanda como natural
justicia
distributiva...así
es, la revolución la hace el
pescador que pone el anzuelo, no el pez que lo muerde pensando que es
su alimento.
Si
a la cárcel le ponemos el
nombre de Estado y al
reformatorio el de Escuela,
natural y lógico es que
acabemos
llamando Progreso al manicomio y
Democracia a cualquier sucedáneo
de igualdad y de respeto
por la dignidad humana, natural
que llamemos izquierda y
derecha a ambos lados de cualquier
parlamento liberal. No
es de extrañar esa
confusión, más que
geográfica, que ve
territorio donde hay sólo un
papel, un mapa. O valor donde
sólo hay dinero, su representación.
Esa
es la apasionante naturalidad
de la
esquizofrenia, su capacidad
de vivir
realidades inexistentes e
imaginar revoluciones.
Pero
¿quién,
hoy en día, puede seguir pensando que el sujeto de la revolución
necesaria pueda seguir siendo
esa clase obrera hoy
sobrante? El orden
capitalista no necesita del
trabajo humano, mirad lo que hace el mercado con los productos
excedentes: los tira a la basura. Ni
siquiera necesitará policías cuando logre que cada ciudadano sea
policía de sí mismo. El
trabajo capitalista no es lo que nos une, ni
como individuos ni como
clase, al contrario, nos disuelve
y nos destruye. El vínculo
que hoy nos convoca
es nuestra condición de individuos
sobrantes, condenados a la
extinción.
En
el tiempo presente la clase revolucionaria universal no
puede ser
otra que la
del Común: el
conjunto de individuos
y generaciones, actuales y
futuras, a
las que les han sido robados
todos los
bienes comunales y universales, la
Tierra toda
y todo el
Conocimiento.
Hacer
la revolución y no
sólo imaginarla.
Lo
primero a
tener en cuenta es que
estamos en un mundo en el que
los que trabajan aborrecen su
empleo porque
no le encuentran sentido y,
sin embargo, están
dispuestos a aceptar cualquier trabajo, porque es su único medio de
vida. Así, el trabajo es hoy un “mal” tan
deseado como
escaso. “Gracias
a Dios que es viernes”
es
un popular dicho inglés, que expresa muy bien nuestro desprecio por
el trabajo en las condiciones que nos ofrece la sociedad capitalista.
Siempre
nos quedará
el fin de semana para tratar de olvidar la realidad (“para
desconectar”, como solemos
decir), con la esperanza de encontrar una tregua, algo que nos
permita levantarnos el lunes para volver a la rutina. La
mayoría lo encuentran en el
alcohol, el fútbol, la televisión, los centros comerciales y otras
drogas. Cuando
a Margaret Thatcher le preguntaban por los retos del capitalismo en
esta nueva fase, respondía siempre lo mismo:
“no hay alternativa, sólo
un loco puede cuestionar el capitalismo”.
¿Será
por eso que tan poca gente lo cuestiona?,
¿para
no volverse loca?
Lo
segundo, ya nadie duda de que el orden
capitalista consista
en impedir
la cordura y la convivencia entre
las gentes,
menos
aún, que
su finalidad sea la de
propiciar la
felicidad de la
servidumbre.
En
todo caso, podría serlo
el
“bien
común”,
que por
ser una media estadística y
abstracta,
nadie sabrá nunca
qué
parte concreta de
ese
bien
común
le
toca.
Todo
el mundo sabe, incluso
los que no lo cuestionan,
que la
exclusiva
finalidad
del
capitalismo consiste
en
acumular
y concentrar
el
poder económico en
una escala ordenada, primero privada,
luego nacional
y al
fin global.
Por
experiencia, todo el mundo ya
debiera
saber a estas alturas que el poder económico es la madre de todos
los
poderes,
incluso el de la fuerza bruta, que
siempre
cuenta
con
empleo fijo a
su servicio.
Supongamos,
por
un momento, que
cualquiera de nosotros
fuera
capitalista...¿dejaría
que la sociedad funcionara sin control, o sea, sin Estado?,
¿permitiría
que cualquier clase social, que no fuera la suya,
pudiera hacerse
con el poder del Estado?
Seguro
que no. Pero
como ser capitalista es compatible con ser inteligente, procuraría
no malgastar su
poder dando porrazos o
matando gente,
no
al
menos mientras pueda educarla
y convencerla
de que ésto
es lo que hay, porque
es
lo más
lógico
y natural,
que
por eso siempre hubo pobres y ricos, siervos y señores.
O
sea, que a fin de
cuentas, acabaríamos
diciendo
lo
mismo que
Margaret Thatcher: “no hay
alternativa”...y
eso
es
totalmente cierto en
los márgenes “naturales” del orden capitalista. Ahí dentro
no hay alternativa, de
haberla hay
que buscarla afuera, a la intemperie y contra natura.
Hacer
contrapoder.
“Hacer”
es
infinitivo
germinal,
“contrapoder”
es
sustantivo
inaugural,
revolucionario.
Podríamos
comenzar por reconstruirnos
cada cual, como individuos libres,
soberanos y
autónomos, individuos
responsables de
sí mismos y
dotados de conciencia propia.
*Sólo
eso
ya sería
construir contrapoder, un
acto decisivo y plenamente revolucionario.
Fundar
comunidades en medio
de soledades. Tomar
la Tierra para
devolverla a su legítimo
propietario
universal, el
Común de la vida. Declarar
para
siempre la
gravedad del
delito
de
apropiación de
la Tierra
en cualquiera
de sus
formas.
Juntarnos en vecindades
autogobernadas
en
concejo,
las gentes que convivimos
en un mismo territorio, que si no aman al prójimo, al menos se
obligan a
tratarle
con
igual respeto que a sí mismos. Inaugurar
democracias verdaderas,
cientos
y miles
de democracias reales, comprometidas
en un Pacto universal,
tan solidarias entre sí como los individuos de cada una de sus
comunidades. A
partir de dos personas sin parentesco, vecinos y vecinas mayores de
catorce años, todas y todos son constituyentes de un Ajuntamiento
comunal, en paralelo y frente a cada ayuntamiento
estatal. Estrategia
constructiva,
táctica
destructiva. Sin
necesidad del recurso a la violencia, si no es en defensa propia.
*No
malgastarán su energía en inútiles batallas contra fuerzas
superiores, irán a lo esencial,
a vencer por virtud, a disolver
la ciudad estatal construyendo
una
ciudad nueva
sobre las ruinas
y cenizas de la urbanización capitalista.
Contra
el delito de apropiación -privada o colectiva- de la Tierra:
declarar sólo legítimo su uso por los individuos y comunidades que
la habitan. Contrariando
por igual al liberalismo
capitalista,
que sacraliza el robo individual de la Tierra, y al liberalismo
anárquico
que sacraliza el robo colectivo. No es legítima
la justificación del robo de
la Tierra porque se haga
con trabajo propio,
matar también puede suponer
un gran trabajo
y no por eso es legítimo.
La Tierra no será
propiedad de quien la roba ni de quien la trabaja, ambas formas son
igualmente delictivas, ambas
son un
robo al Común humano y al
universal de la vida. Todo
territorio es parte de un
todo imparcelable, toca desalambrar la Tierra.
A
cada comunidad humana que
habita un mismo territorio, le corresponde administrar el
uso de la
parte de Tierra
que ocupa, en representación
y defensa del
interés universal, por
el mantenimiento y reproducción de
la especie humana y de la
vida en su conjunto.
*Escrito
su nombre con
mayúsculas
o no, la Tierra ya no
será
mercancía que se pueda
comprar, vender, alquilar
o robar, sin cometer delito.
Nos
corresponde ser guardianes de la vida y jardineros de la Tierra.
Nos corresponde esa
responsabilidad mientras seamos la única especie que tiene
conciencia de sí misma, así como el conocimiento de cómo funciona
el conjunto que forman la
tierra
y la vida.
No ignoro
la ley natural que hasta
ahora siguen las especies,
que unas se comen a otras, que muchas no sobreviven a los cataclismos
geológicos o climáticos y que todas se extinguen por esas
u otras razones. Por ese conocimiento, somos responsables de vigilar
que se mantenga la diversidad y el equilibrio ecológico que
sostienen
la vida en general, con
especial prioridad para la vida de nuestra propia especie, la humana.
*Por
todo eso nos corresponde negar la “naturalidad”
de la sumisión a
la
inexorable ley
de la extinción, por
esa responsabilidad que
nos
obliga a hacer todo lo posible para que la
muerte, cuando llegue, no
nos elija
por nuestra
condición de individuos
sobrantes.
Que
nos llegue
por enfermedad o por vejez,
por lo que sea,
pero a su tiempo...entonces
sí, naturalmente.
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