Es
muy probable que el cambio
horario que acabamos de
hacer sea el último que hagamos
en Europa, lo cual
tiene mucha más
sustancia de lo que pudiera
parecer a primera vista.
Hay
que tener en cuenta que estamos hablando de un imaginario (el control
del tiempo), de inmensa importancia, con el que el sistema
Estado/Mercado
expresa su soberanía sobre el tiempo y
vida de las gentes.
Durante
milenios el tiempo no fue objeto de control, ni
siquiera de los emperadores, cada
pueblo tenía su propio
tiempo, que se medía
según los
ciclos naturales marcados por la luz solar y por
las estaciones
climáticas, que venían
determinadas
por su
situación geográfica.
La
modernidad burguesa supuso una revolución, también en ésto. Forzó
una disociación de
la naturaleza,
inaugurada por la usura
cambista y prestamista; cada
préstamo comportaba un
interés diferido en el tiempo, significaba la “venta de tiempo”,
algo que hasta entonces no era propiedad
de nadie, si acaso de
Dios, por lo que no es
de extrañar que esta venta fuera considerada “pecado” en sus
inicios. El
tiempo empezó a ser así
objeto de apropiación,
como antes lo fueron
las tierras y el trabajo de las gentes. Se estaba creando una nueva
religión, la del
Dinero y la Mercancía,
que acabaría
imponiéndose y sustituyendo a las viejas religiones fundadas en la
naturaleza y en el
temor de
Dios.
Los
campesinos que abandonaron los campos para trabajar en las primeras
fábricas tuvieron que hacerse rápidamente a un cambio de horario
radical y a un ritmo (velocidad) que desde el primer momento
constituyó
un factor constituyente de los
Tiempos Modernos, que
luego se extendería a todas las formas de producción. Todo
para extender y
multiplicar la
acumulación y beneficio del Capital, que proporcionaba “trabajo y
progreso” a una masa de campesinos empobrecidos por los cercamientos de
sus tierras comunales y
por los crecientes
impuestos
estatales...unos
campesinos deslumbrados
por las nuevas máquinas industriales que permitían una capacidad
de producción muy rápida y muy superior, comparada
con la que ellos
lograban en sus campos, por muchos brazos que juntaran. El
nuevo tiempo burgués, el de la fábrica, era acelerado, monótono,
regular, arbitrario...todo lo contrario del viejo tiempo natural de
campesinos y artesanos.
La
gran transformación de la naturaleza humana empezaba a conformarse
siguiendo el modelo ideal imaginado por los burgueses propietarios y
gobernantes: vidas individuales plenamente dedicadas al trabajo
asalariado,
una sociedad anónima que se comporta ordenadamente, como un autómata, tan
eficiente como la maquinaria de un reloj.
No
tardaron en surgir los conflictos entre el tiempo social y el tiempo
burgués; la hora de cada pueblo o ciudad, la que marcaba el reloj de
la iglesia o de la plaza, era muy distinta entre pueblos y ciudades
distantes, el naciente ferrocarril soportaba muy mal estas
diferencias horarias, que suponían retrasos y perjuicios al
transporte de mercancías y viajeros, lo que -se decía- iba contra
el Progreso. Y tras la normalización de los horarios del
ferrocarril, el potente comercio del imperialismo británico
necesitaba comunicaciones inmediatas, en tiempo real, para la
transmisión de noticias y sobre todo para las transacciones
financieras. La tecnología estuvo servicialmente a punto, nacía el
telégrafo y el cable que enlazaba al imperio con los continentes
recién colonizados. A finales del siglo XIX el globo terráqueo es
dividido en veinticuatro meridianos, cada nuevo día comenzaba en
toda la Tierra a partir de las doce de la noche del meridiano de
Grenwich, en Inglaterra...no podía ser de otra manera. El tiempo ya era
regulado por los Estados, se convertía así en tiempo “nacional”,
además de burgués. Capitalismo y Estado confluían “naturalmente”,
en total sintonía y compenetración, en la esfera de un reloj
único, que marcaba la hora y el pensamiento -únicos- en el nuevo
Tiempo de la modernidad burguesa.
El primer adelanto horario se produce en el verano de 1916, lo adoptan Alemania, Francia e Inglaterra a iniciativa del kaiser Guillermo; se trataba de reducir el consumo de la población para concentrar el uso de la energía en las necesidades del Estado, concretamente en sus necesidades bélicas; así, en la primera guerra mundial el tiempo capitalista se hizo definitivamente nacional y estatal. Poco más tarde, el gobierno nacionalsocialista del III Reich impuso el cambio horario estacional por la misma razón, la economía de guerra. Y tras la crisis energética de los años setenta, la medida fue tomada de nuevo, y así, definitivamente, el cambio horario quedó asociado para siempre a las crisis periódicas y permanentes del Estado/Mercado, equiparables con la economía de guerra.
Ahora, la UE quiere que el debate sobre el cambio horario sea participado por los Estados miembros y abrirlo también a la población europea...para que parezca un debate democrático, en una operación más de propaganda destinada a simbolizar el fin de la época de precariedad asociada a la crisis de 2008... y a la economía de guerra, como otras veces. Que los individuos y la sociedad crean que el control del tiempo está de su mano, de ese engaño se trata.
Con la velocidad, el tiempo se comprime (yo pienso que también le sucede al espacio, a los territorios), sin ese mecanismo de compresión el capitalismo no puede ser entendido. La velocidad es uno de sus principios más sagrados. La velocidad significa eficiencia y ahorro de costes para la producción capitalista y, además, alienta el impulso frenético de la sociedad de consumo. Esta aceleración-compresión artificial del tiempo proporciona un estado permanente de insatisfacción, alimenta sin cesar la ansiedad de un deseo insatisfecho, fija la idea de “progreso” como velocidad de producción y consumo... y, lo que es más trascendente, transforma radicalmente la naturaleza humana previa, remodelándola, adaptada a las urgencias que impone el modelo de vida acelerada de la sociedad capitalista. Así, la libertad de conciencia, la sustancia reflexiva de cada individualidad consciente, es su primer objetivo y su primera víctima, tornada la vida humana en materia plástica y moldeable, irresponsable y sumisa a contranatura...y, por tanto, perfectamente intercambiable y desechable llegado el caso. La aniquilación de la libre conciencia está construida a partir de esta urgencia-velocidad patológica, trastornante, como necesidad emocional y vital, como premisa totalitaria que condiciona “naturalmente” toda nuestra vida, cuyo control -como el del tiempo- se nos fue de las manos ya hace mucho, mucho tiempo.
Es
inconcebible el capitalismo sin velocidad, sin ésta el sistema
productivo colapsaría, no podría dotar a los mercados de la febril
rotación de mercancías que genera más consumo y más sensación de
novedad, modernidad y progreso. El emprendedor es el héroe de la
innovación mercantil, un joven talento creativo, a ser posible sin
escrúpulos, una especie a proteger con halagos y subvenciones...pero
también perfectamente
desechable, como cualquier otra mercancía, en cuanto deja
de cumplir con las
expectativas
del mercado,
con la función
que le ha sido asignada.
La
rapidez del tiempo estatal-capitalista expresa una falsa urgencia
histórica, una prisa por llegar a un tiempo futuro "que siempre será
mejor que el tiempodel presente, en el que deambulamos atrapados en
un sinfín, similar a la cinta de un gimnasio, que gira y gira a toda
velocidad, obligándonos a correr en dirección a ninguna parte, sólo
para mantener el músculo en un ficticio desplazamiento que nos
mantiene estáticos, en una simulación de movimiento que nos hace pensar que tenemos la felicidad al alcance de la
mano.
Su lógica es autodestructiva en esencia, pero funciona, contranatura y contra todo principio ético, físico y ecológico, pero funciona...al menos mientras no se pare ese mecanismo, esa cinta sinfín del tiempo y la producción capitalista. Cuando sus contradicciones están llegando al límite, sabemos que su colapso es sólo cuestión de tiempo.
Su lógica es autodestructiva en esencia, pero funciona, contranatura y contra todo principio ético, físico y ecológico, pero funciona...al menos mientras no se pare ese mecanismo, esa cinta sinfín del tiempo y la producción capitalista. Cuando sus contradicciones están llegando al límite, sabemos que su colapso es sólo cuestión de tiempo.
PD:
Me gusta leer a los neomarxistas de última hora, los que están
redescubriendo al mejor Marx, cuestionando el materialismo histórico
que tanto daño le ha hecho al proyecto de emancipación humana, dando
alas al capitalismo y al estado. Uno de ellos ha muerto
recientemente, se trata del canadiense Moishe Postone que, como Rober
Kurtz y otros, rompió con el marxismo tradicional y elaboró una profunda
crítica de la teoría del valor.
Juan
Diego González Rúa y Facundo Nahuel Martín, en la revista
argentina “Intersecciones”, dicen de él que "su obra principal,
Tiempo, trabajo y dominación social, fue
publicado en 1993, cuando los vientos triunfalistas del “fin de la
historia“ querían barrer la crítica radical del Capital del
horizonte de lo pensable. Postone nos enseña a trascender el
inmediatismo bobo de la experiencia cotidiana, para fijarnos
críticamente en las categorías sociales objetivadas que organizan
nuestra vida, empezando por el valor, el trabajo y la mercancía. El
pensamiento de Postone es, en definitiva, uno de los últimos
esfuerzos intelectuales serios por formular una teoría global de la
sociedad moderna y su forma temporal, capaz de dar cuenta tanto de
sus formas opresivas como de sus potencialidades liberadoras.
El
legado intelectual de Poston nos otorga sólidos y valiosos argumentos a
quienes pensamos que el colapso del capitalismo es también una gran
oportunidad para la revolución integral que queremos. Por su
pertinencia, recupero aquí un extracto del artículo que los autores
citados anteriormente titularon “El maestro del tiempo. Semblanza
de Moishe Postone (1942-2018)”, publicado en esa misma revista argentina (*):
"Modernidad, tiempo, tecnología
.../...
La
dinámica temporal inmanente del capitalismo, que es históricamente
determinada, permite aprehender esta dualidad de dominación y
potencialidades liberadoras. Las compulsiones sistémicas impuestas
por el capital empujan a rápidos incrementos en el desarrollo
tecnológico y al sostenimiento de un crecimiento permanente de la
productividad. Sin embargo, ésto no se traduce directamente en la
producción de mayores cantidades de valor. La tendencia hacia el
incremento de la productividad del trabajo implica una continua
reconstitución del suelo temporal del valor (una continua
transformación del tiempo de trabajo socialmente necesario) con el
que deberán cumplir en adelante los productores. El incremento de la
productividad del trabajo no se traduce en una modificación de la
medida temporal del valor, la cual siempre se mantiene idéntica a sí
misma. La lógica del capital
genera una suerte de compresión del tiempo en virtud de la cual cada
unidad de tiempo abstracto se transforma cualitativamente, haciéndose
más densa, concentrando mayores niveles de actividad productiva en
unidades que permanecen fijas e inalterables (Postone, 1993: 288). La
temporalidad capitalista es dinámica en términos históricos
concretos (variaciones respecto de las posibilidades de incrementar
la producción de riqueza material), así como respecto de los
niveles de producción de valor, dada la exigencia continua de
disminuir los promedios temporales de producción material.
La
dinámica del capital implica que el trabajo directo se torne cada
vez menos relevante en la producción de riqueza material (no así de
valor), que empieza a depender cada vez más de la tecnología. La
generación de riqueza y la de valor entran en contradicción. La
producción capitalista, que permanece basada en el trabajo, genera
las condiciones para su abolición. La sociedad del trabajo, hoy en
crisis, gesta en su propio proceso las condiciones de posibilidad
para una sociedad no regulada por el gasto de trabajo y que ya no
forzara a las personas a la condena del trabajo proletario. Es en el
seno de esa contradicción que Postone plantea la posibilidad de una
disrupción histórica que haría posible el cumplimiento de las
potencias emancipatorias constituidas y negadas en la inmanencia
capitalista. A pesar de su aparente clausura y coactividad, a la
totalización social operada por la modernidad del capital le subyace
un momento potencialmente progresivo, un momento de apertura de
posibilidades sociales emancipadoras. La irrupción históricamente
contingente del capital significaría no sólo la emergencia de un
tipo de dominación cósica y sistémica, sino una oportunidad
históricamente inédita para pensar en la posible existencia de una
humanidad emancipada”.
(*)Artículo completo en este enlace:
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