miércoles, 7 de marzo de 2018

9M, VUELTA A LA "NORMALIDAD"

9 DE MARZO, VUELTA A LA "NORMALIDAD"

Hay humanos que pueden parir y otros que no. Todos los primeros son mujeres y de entre éstas, las que llegan a parir uno o más hijos son “madres” además de mujeres. Supongo que hasta aquí estaremos de acuerdo...pero ¿de quién es ese hijo o hijos?, ¿es de la mujer que pare y del hombre que la fecunda?...eso es lo que se entiende ahora y desde hace algunos siglos (muy pocos en el contexto de la evolución humana), porque no siempre fue así, no al menos durante la mayor parte de la historia humana. En las antiguas sociedades matriarcales esa interrogante estaba fuera de lugar, no había duda al respecto: de entre los dos humanos necesarios para engendrar un hijo, sólo era identificable uno de ellos, la mujer-madre, porque el hombre-padre podía ser cualquiera. La figura del padre, tal como hoy la entendemos, era desconocida en aquellas comunidades, porque todos los hombres eran padres de todos los hijos y por eso todos los hijos llamaban “padre” a todos los hombres y sólo llamaban "madre" a la mujer que les había parido y criado.



Sabemos que aquellas sociedades matriarcales eran naturalmente comunitarias, en ellas todos los individuos tenían igual derecho de acceso a los bienes materiales necesarios para el mantenimiento y reproducción de la vida. Eran sociedades necesariamente convivenciales, que de forma natural fundamentaban su supervivencia en lo colectivo, en regimen de convivencia igualitaria, naturalmente democrática, donde la propiedad privada carecía de sentido más allá de alguna herramienta, vestido o enser de uso personal y cotidiano, sobre los que el sentido de apropiación quedaba reducido, si acaso, a un “derecho de uso”, no de propiedad sobre esos objetos personales. Y donde la jerarquía, de haberla, era simbólica, representativa, ya que no otorgaba dominio ni derecho alguno de apropiación sobre los recursos que pertenecían al común, a todos los miembros de la comunidad y a ninguno en particular.

Es de suponer que esas sociedades no estuvieran exentas de los naturales conflictos entre individuos con diferentes atributos físicos e intelectuales, con diferentes cualidades y capacidades, pero es evidente que esos conflictos no podían imponerse sin poner en riesgo la convivencia y, por tanto, la supervivencia de la comunidad, por lo que la propia “norma” comunitaria debía primar sobre los conflictos, neutralizándolos para que tuvieran el menor impacto posible sobre la convivencia y supervivencia de la comunidad. Estamos hablando de sociedades esencialmente nómadas, cazadoras y recolectoras, en las que la división del trabajo se produciría de forma expontánea y natural, como consecuencia de una especialización básica, determinada por las limitaciones físicas de sus miembros, entre ellas las de las mujeres en el periodo que duraba su embarazo y tiempo de crianza. La función reproductora de las mujeres tenía que ser considerada no menos importante que la de proveer alimento, ya que ambas ocupaciones constituían lo sustancial de la vida de cada individuo y de toda la comunidad, su primordial instinto de supervivencia. Y aún así, esa división del trabajo sabemos que sólo afectaba a las mujeres-madre y sólo durante parte del tiempo de embarazo y crianza, siendo inexistente cuando ese periodo concluía, lo mismo que sabemos que sería totalmente inexistente para el resto de individuos de la comunidad, hombres y mujeres.

Reflexionar sobre nuestro pasado, incluso el más remoto, es siempre oportuno y conveniente a la verdad, más aún si queremos tener una visión lo más fundamentada de nuestra evolución, que pueda ayudarnos a realizar un diagnóstico de nuestros actuales problemas y que no esté sometido a la prisa argumental que nos atenaza, forzados por las acuciantes urgencias del tiempo presente.

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El impulso sexual es condición necesaria, aunque no suficiente, para la reproducción humana. Podemos practicar sexo sin intención de reproducción, pero si exceptuamos los actuales y muy recientes métodos de reproducción artificial, no hay reproducción sin alguna forma de atracción y sin impulso sexual. Para tener lugar, la reproducción necesita disponer de las máximas oportunidades e incentivos. Sin frecuencia de oportunidades para la fecundación se pondría en riesgo la reproducción y, por tanto, también la supervivencia de la especie. Podremos pensar que la sexualidad es algo propio y personal, que responde sólo a un instinto individual, pero creo que básicamente no es así, sino que es una facultad biológica, concretamente animal, de nuestra especie y de todas. Pienso que es su más potente estrategia de supervivencia. Entonces, no es casual que durante la mayor parte de la existencia humana la promiscuidad sexual fuera la forma social y “normal” de practicar el sexo, con el fin de experimentar las máximas oportunidades de placer y reproducción, de satisfacción (¿felicidad?) y supervivencia. Creo que lo que hoy llamamos amor en sentido romántico, es una construcción cultural, una versión interesada del amor primordial, de ese impulso que lleva a los cuerpos a querer estar juntos, en comunidad y sin distinción de género. Podrá haber amores más o menos placenteros en primera instancia, que luego podrán ser o no reproductivos, pero lo que tengo claro es que, por principio, el amor no es una cuestión de sexo, aunque pueda llegar a serlo.

A riesgo de suscitar polémica, pienso que las relaciones sexuales entre individuos del mismo sexo no pueden ser tratadas como se hace de forma habitual, moral y políticamente. Nada tengo que objetar al respecto de esas relaciones, pero me parece incuestionable que no pueden tratarse como si fueran una conquista del tiempo presente, porque son tan antíguas y naturales como el propio impulso sexual, sólo que en estas relaciones homosexuales el impulso se conforma con dos de sus objetivos previos, los de afecto y/o placer, prescindiendo de su otra finalidad biológica y reproductiva. No debería haber más reproche que éste, puramente biológico, todas las demás consideraciones “morales” son invenciones recientes y puramente artificiales, totalmente ajenas a la naturaleza promiscua y comunitaria de la especie humana, unas consideraciones que sólo buscan clasificar, ordenar, aislar a los individuos, para su mejor manejo en ausencia de comunidad, que para el caso es lo mismo que decir en ausencia de promiscuidad. Vamos, que deberíamos sentir vergüenza de que ese impulso natural, común a todas las formas de relacion sexual -sean éstas heterosexuales u homosexuales-, tenga que ser tratado y protegido como un “derecho político”, para tapar una moralidad enfermiza.

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Hace muy poco tiempo, sólo diez mil años aproximadamente, que dejamos de ser nómadas cazadores y recolectores, eso cambió drásticamente nuestra forma de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. Con la agricultura iniciamos una vida sedentaria, vinculada y condicionada a la explotación de la tierra, del lugar o territorio habitado, que de momento dejó de ser propiedad comunitaria-universal y pasó a ser propiedad comunitaria-tribal. El territorio pasó a ser propiedad exclusiva, de cada clan o cada tribu. Y a partir de ahí surgió la propiedad privada y la familia.
La agricultura creó la ciudad. No hay una significativa oposición, como se acostumbra a decir apresuradamente, entre mundo agrícola (rural) y mundo urbano (ciudad), porque lo rural originó la ciudad, es su matriz original, toda aldea se funda en el deseo de ser ciudad y, en esencia, su diferencia es sólo de tamaño. Es en esa nueva forma de habitar, sedentaria, donde el ámbito comunitario se organiza en parcelas, fragmentado en espacios limitados, de propiedad exclusiva, es ahí donde surge una nueva forma de vida “en familia”. La agricultura permite la acumulación y ésta se convierte en principal estrategia de supervivencia y, al mismo tiempo, en fuente de poder. Ha nacido una nueva forma de habitar el mundo, la polis, comienza entonces la “política”, surge ésta como nueva necesidad, para regular la propiedad privada y la defensa del territorio ocupado. La jerarquía deja de ser natural y pasa a ser política, más política cuanto más económica y militar, cuanto más sustentada en la acumulación de capital y en el uso de la fuerza. Aquí ya están presentes todos los ingredientes primarios del Estado, en estado de gestación.

En esa nueva organización social, las relaciones sexuales cambian radicalmente su sentido, hasta entonces social y comunitario. En la familia las mujeres tienen limitada su natural promiscuidad al ámbito familiar, por imposición de los hombres de la familia que, siendo igualmente promiscuos, no quieren alimentar hijos que no sean “suyos” o de los hombres de su familia. Nace así el sentido de propiedad sobre las mujeres, como un derecho de exclusividad sexual, acabamos de entrar en otra forma de sociedad, que en lo sustancial poco ha cambiado hasta nuestros días, en los que la vida social sigue fundamentada en los mismos rasgos esenciales, patriarcales, de hace diez mil años, cuando surgiera un nuevo sentido de propiedad exclusiva (de la familia sobre la tierra) y de jerarquía (del “padre” sobre los hombres y mujeres de la familia), una jerarquía que incluye el sentido de “propiedad sexual”. Así, el patriarcado ha venido formando parte indisociable de la forma crecientemente hiperpolítica en que está organizado este mundo, el que las actuales generaciones nos hemos encontrado al nacer: hiperurbano, hipercapitalista e hiperestatal.

Y esa deriva aún prosigue, el proceso de fragmentación avanza y se ha acelerado con la industrialización de la vida. La agricultura y la familia también se han industrializado, todo el tiempo de trabajo humano se ha industrializado y fragmentado hasta su mínima expresión individual, como también el tiempo “libre”. De la familia amplia, que incluía parientes, pasamos a la familia nuclear en cuyo declive estamos inmersos. Para esta familia proletarizada se creó una nueva forma de habitar, “en pisos”. Y de la descomposición de esta familia nuclear está surgiendo una nueva multitud, nunca antes vista, de individuos solitarios,  que empiezan a ser predominantes en las grandes ciudades globales del mundo “avanzado”, recluidos en apartamentos o en residencias de ancianos, en pisitos individuales o en celdas-habitación. El Estado va por delante: en el Reino Unido de la Gran Bretaña se acaba de anunciar la próxima creación de un Ministerio de la Soledad.

Sólo un feminismo estatalizado puede estar orgulloso de haber logrado el derecho al voto o la incorporación al trabajo asalariado de las mujeres cuando ese voto ha sido utilizado para fortalecer la democracia estatal (patriarcal) y su incorporación al trabajo asalariado ha servido para abaratar el mercado de trabajo (capitalista). Ese feminismo quiere parecer revolucionario en su discurso, pero es reformista y reaccionario en sus efectos, que es lo que importa. Ese feminismo quintocolumnista es mayoritario y en la vida real está expresando la pugna de parte de las élites, la femenina, por igualar el estatus patriarcal, quiere hacerse un hueco en la alta dirección de las empresas capitalistas y de las instituciones y partidos del Estado.

Esa es su esencial contradicción, que le conduce a una esquizofrenia existencial: dice atacar al patriarcado y lo que hace es fortalecerlo, quiere combatir el patriarcado compartiendo su poder, sin dejar de ser patriarcal. Reclama el derecho a la igualdad indiscriminadamente, con un falso igualitarismo que no va dirigido hacia la emancipación, sino para ejercer, “en igualdad”, tanto la dominación como la esclavitud; ese feminismo mayoritario, patrocinado por el Mercado y subvencionado por el Estado, quiere igualdad con las élites dominantes y  quiere que las mujeres del común sean tan consumidoras, asalariadas o soldadas...tan explotadas, como la mayoría de los hombres, también del común. Para ese feminismo estatalista, el machismo y la violencia de género es su excusa y palanca, su chivo expiatorio.

El abuso sexual no es exclusivo de los hombres, por mucho que se oculten las estadísticas. Con seguridad que es mayoritario por parte de los hombres, pero es innegable que las mujeres también lo ejercen, al menos en su periodo de mayor actividad sexual... ¿acaso se puede sostener en serio que no existe el abuso sexual de mujeres sobre hombres, ni tampoco sobre otras mujeres o sobre menores de cualquier sexo?

Existe otro feminismo incipiente, emancipador y convivencial, matriarcal y comunitario, que está reducido al gueto, en fase de resistencia y reconstrucción, minimizado y desconocido aún teniendo raíces tan antiguas como la humanidad. Mientras, el feminismo estatal abre cátedras, juzgados, concejalías y nuevos departamentos de policía especializada en materia de “igualdad y género”, que son presentados como "conquistas sociales". A ese feminismo en España sólo le falta un partido en las Cortes, un Sindicato y un Ministerio de la Soledad como culminación de su proyecto.
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Sucede hoy que cada vez más mujeres no quieren ser madres, o se ven obligadas a no serlo, para estar en “igualdad” de condiciones en el competitivo mercado de trabajo capitalista. Cada vez más mujeres y más hombres rechazan su reproducción y reducen sus relaciones sexuales hacia vínculos sólo placenteros, carentes de compromiso y mejor cuanto menos conflictivos. A su disposición existe un mercado y una floreciente industria del sexo. Se agranda la distancia entre sexos y cada vez hay más gente, hombres y mujeres, que prefieren practicar algún modo de onanismo sexual, que acaba por ser existencial.
Que aquí nazcan muy pocos niños no preocupa al sistema político, al contrario, las élites empresariales y políticas saben que es más barato contratar hijos de emigrantes -o mejor hijas-, que en las colonias del tercer mundo constituyen una reserva bien abundante y “deseosa de ser explotada”, que abaratan sustancialmente el mercado de trabajo en los países de destino, reduciendo los costes de producción y, en consecuencia, agrandando el beneficio empresarial así como las arcas del Estado. La contradicción del progresismo de estado vuelve aquí a ser patológica: por razones humanitarias tenemos que "estar" con los emigrantes, a sabiendas de que aquí serán utilizados para fortalecer el mercado de trabajo capitalista y sostener al Estado.

Pienso que de seguir esta inercia, el colapso está servido y que, aunque tardemos un siglo o más, no hay otra alternativa que no pase por resetear nuestro actual sistema de vida, en el que malvivimos atrapados, hombres y mujeres; lo de “resetear el sistema” ya lo dijo alguien, antes que yo, con muy poco éxito por cierto, en una plaza del 15M...parece lógico que yo no espere más. No digo que haya que regresar diez mil años atrás -lo que no es deseable ni posible- pero sí digo que necesitamos repensar el feminismo buscando inspiración en los tiempos comunitarios y matriarcales, en los que el odio entre hombres y mujeres, la apropiación privada de la tierra común, el trabajo y el mercado capitalista, como el Estado mismo, eran unos perfectos desconocidos.


PD: Apoyaré la huelga y estaré en la concentración porque la convocatoria es suficientemente transversal. Lo haré sólo porque allí estarán las mujeres que conozco -familiares, amigas, compañeras y vecinas-, pero como en ocasiones parecidas estaré críticamente, con un pie dentro y otro fuera. Lo apoyaré como hice con los pensionistas, con cierta prevención y cautela, a sabiendas de que tanto los pensionistas como las feministas que ahora se concentran ruidosamente, son parte de esa masa informe y silenciosa, que con su voto está sustentando el mismo sistema que dicen combatir cuando se manifiestan y van a la huelga. Estaré porque el feminismo necesario (necesariamente revolucionario) está por construir y  no puede ser construido sin superar sus propias contradicciones y sin contar con las mujeres que estarán en la próxima huelga y concentración del 8M, las mismas mujeres que seguirán estando el 9M, cuando todo vuelva a la “normalidad”: estatal, capitalista, patriarcal.

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