9 DE MARZO, VUELTA A LA "NORMALIDAD" |
Hay
humanos que pueden parir y otros que no. Todos los primeros son
mujeres y de entre éstas, las que llegan a parir uno o más hijos
son “madres” además de mujeres. Supongo que hasta aquí
estaremos de acuerdo...pero ¿de quién es ese hijo o hijos?, ¿es de
la mujer que pare y del hombre que la fecunda?...eso es lo que se
entiende ahora y desde hace algunos siglos (muy pocos en el contexto
de la evolución humana), porque no siempre fue así, no al menos
durante la mayor parte de la historia humana. En las antiguas
sociedades matriarcales esa interrogante estaba fuera de lugar, no
había duda al respecto: de entre los dos humanos necesarios para
engendrar un hijo, sólo era identificable uno de ellos, la
mujer-madre, porque el hombre-padre podía ser cualquiera. La figura
del padre, tal como hoy la entendemos, era desconocida en aquellas
comunidades, porque todos los hombres eran padres de todos los hijos
y por eso todos los hijos llamaban “padre” a todos los hombres y sólo llamaban "madre" a la mujer que les había parido y criado.
Sabemos
que aquellas sociedades matriarcales eran naturalmente comunitarias,
en ellas todos los individuos tenían igual derecho de acceso a los
bienes materiales necesarios para el mantenimiento y reproducción de
la vida. Eran sociedades necesariamente convivenciales, que de forma
natural fundamentaban su supervivencia en lo colectivo, en regimen de
convivencia igualitaria, naturalmente democrática, donde la
propiedad privada carecía de sentido más allá de alguna
herramienta, vestido o enser de uso personal y cotidiano, sobre los
que el sentido de apropiación quedaba reducido, si acaso, a un
“derecho de uso”, no de propiedad sobre esos objetos personales.
Y donde la jerarquía, de haberla, era simbólica, representativa,
ya que no otorgaba dominio ni derecho alguno de apropiación sobre
los recursos que pertenecían al común, a todos los miembros de la
comunidad y a ninguno en particular.
Es
de suponer que esas sociedades no estuvieran exentas de los naturales
conflictos entre individuos con diferentes atributos físicos e
intelectuales, con diferentes cualidades y capacidades, pero es
evidente que esos conflictos no podían imponerse sin poner en riesgo
la convivencia y, por tanto, la supervivencia de la comunidad, por lo
que la propia “norma” comunitaria debía primar sobre los
conflictos, neutralizándolos para que tuvieran el menor impacto
posible sobre la convivencia y supervivencia de la comunidad. Estamos
hablando de sociedades esencialmente nómadas, cazadoras y
recolectoras, en las que la división del trabajo se produciría de
forma expontánea y natural, como consecuencia de una especialización
básica, determinada por las limitaciones físicas de sus miembros,
entre ellas las de las mujeres en el periodo que duraba su embarazo y
tiempo de crianza. La función reproductora de las mujeres tenía que
ser considerada no menos importante que la de proveer alimento, ya
que ambas ocupaciones constituían lo sustancial de la vida de cada
individuo y de toda la comunidad, su primordial instinto de
supervivencia. Y aún así, esa división del trabajo sabemos que
sólo afectaba a las mujeres-madre y sólo durante parte del tiempo
de embarazo y crianza, siendo inexistente cuando ese periodo
concluía, lo mismo que sabemos que sería totalmente inexistente
para el resto de individuos de la comunidad, hombres y mujeres.
Reflexionar
sobre nuestro pasado, incluso el más remoto, es siempre oportuno y
conveniente a la verdad, más aún si queremos tener una visión lo
más fundamentada de nuestra evolución, que pueda ayudarnos a
realizar un diagnóstico de nuestros actuales problemas y que no esté
sometido a la prisa argumental que nos atenaza, forzados por las
acuciantes urgencias del tiempo presente.
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El
impulso sexual es condición necesaria, aunque no suficiente, para la
reproducción humana. Podemos practicar sexo sin intención de
reproducción, pero si exceptuamos los actuales y muy recientes
métodos de reproducción artificial, no hay reproducción sin
alguna forma de atracción y sin impulso
sexual. Para tener lugar, la reproducción necesita disponer de las
máximas oportunidades e incentivos. Sin frecuencia de oportunidades para
la fecundación se pondría en riesgo la reproducción y, por tanto,
también la supervivencia de la especie. Podremos pensar que la
sexualidad es algo propio y personal, que responde sólo a un instinto individual, pero
creo que básicamente no es así, sino que es una facultad biológica,
concretamente animal, de nuestra especie y de todas. Pienso que es su
más potente estrategia de supervivencia. Entonces, no es casual que durante la
mayor parte de la existencia humana la promiscuidad sexual fuera la
forma social y “normal” de practicar el sexo, con el fin de
experimentar las máximas oportunidades de placer y reproducción, de
satisfacción (¿felicidad?) y supervivencia. Creo que lo que hoy
llamamos amor en sentido romántico, es una construcción cultural,
una versión interesada del amor primordial, de ese impulso que
lleva a los cuerpos a querer estar juntos, en comunidad y sin
distinción de género. Podrá haber amores más o menos placenteros
en primera instancia, que luego podrán ser o no reproductivos, pero lo que tengo claro es que, por
principio, el amor no es una cuestión de sexo, aunque pueda llegar a
serlo.
A
riesgo de suscitar polémica, pienso que las relaciones sexuales
entre individuos del mismo sexo no pueden ser tratadas como se hace
de forma habitual, moral y políticamente. Nada tengo que objetar al
respecto de esas relaciones, pero me parece incuestionable que no
pueden tratarse como si fueran una conquista del tiempo presente, porque son
tan antíguas y naturales como el propio impulso sexual, sólo que en
estas relaciones homosexuales el impulso se conforma con dos de sus
objetivos previos, los de afecto y/o placer, prescindiendo de su otra
finalidad biológica y reproductiva. No debería haber más
reproche que éste, puramente biológico, todas las demás
consideraciones “morales” son invenciones recientes y puramente
artificiales, totalmente ajenas a la naturaleza promiscua y
comunitaria de la especie humana, unas consideraciones que sólo
buscan clasificar, ordenar, aislar a los individuos, para su mejor
manejo en ausencia de comunidad, que para el caso es lo mismo que
decir en ausencia de promiscuidad. Vamos, que deberíamos sentir
vergüenza de que ese impulso natural, común a todas las formas de
relacion sexual -sean éstas heterosexuales u homosexuales-, tenga
que ser tratado y protegido como un “derecho político”, para tapar una moralidad enfermiza.
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Hace
muy poco tiempo, sólo diez mil años aproximadamente, que dejamos de
ser nómadas cazadores y recolectores, eso cambió drásticamente
nuestra forma de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. Con la
agricultura iniciamos una vida sedentaria, vinculada y condicionada a
la explotación de la tierra, del lugar o territorio habitado, que
de momento dejó de ser propiedad comunitaria-universal y pasó a ser
propiedad comunitaria-tribal. El territorio pasó a ser propiedad
exclusiva, de cada clan o cada tribu. Y a partir de ahí surgió la
propiedad privada y la familia.
La
agricultura creó la ciudad. No hay una significativa oposición,
como se acostumbra a decir apresuradamente, entre mundo agrícola
(rural) y mundo urbano (ciudad), porque lo rural originó la ciudad,
es su matriz original, toda aldea se funda en el deseo de ser ciudad
y, en esencia, su diferencia es sólo de tamaño. Es en esa nueva
forma de habitar, sedentaria, donde el ámbito comunitario se
organiza en parcelas, fragmentado en espacios limitados, de propiedad
exclusiva, es ahí donde surge una nueva forma de vida “en
familia”. La agricultura permite la acumulación y ésta se
convierte en principal estrategia de supervivencia y, al mismo
tiempo, en fuente de poder. Ha nacido una nueva forma de habitar el
mundo, la polis, comienza entonces la “política”, surge ésta
como nueva necesidad, para regular la propiedad privada y la
defensa del territorio ocupado. La jerarquía deja de ser natural y
pasa a ser política, más política cuanto más económica y
militar, cuanto más sustentada en la acumulación de capital y en el
uso de la fuerza. Aquí ya están presentes todos los ingredientes
primarios del Estado, en estado de gestación.
En
esa nueva organización social, las relaciones sexuales cambian
radicalmente su sentido, hasta entonces social y comunitario. En la
familia las mujeres tienen limitada su natural promiscuidad al ámbito
familiar, por imposición de los hombres de la familia que, siendo
igualmente promiscuos, no quieren alimentar hijos que no sean
“suyos” o de los hombres de su familia. Nace así el sentido de propiedad sobre
las mujeres, como un derecho de exclusividad sexual, acabamos de
entrar en otra forma de sociedad, que en lo sustancial poco ha
cambiado hasta nuestros días, en los que la vida social sigue
fundamentada en los mismos rasgos esenciales, patriarcales, de hace
diez mil años, cuando surgiera un nuevo sentido de propiedad
exclusiva (de la familia sobre la tierra) y de jerarquía (del
“padre” sobre los hombres y mujeres de la familia), una jerarquía que incluye
el sentido de “propiedad sexual”. Así, el patriarcado ha venido
formando parte indisociable de la forma crecientemente hiperpolítica
en que está organizado este mundo, el que las actuales generaciones nos
hemos encontrado al nacer: hiperurbano, hipercapitalista e
hiperestatal.
Y esa deriva aún prosigue, el proceso de fragmentación avanza y se ha
acelerado con la industrialización de la vida. La agricultura y la
familia también se han industrializado, todo el tiempo de trabajo
humano se ha industrializado y fragmentado hasta su mínima expresión
individual, como también el tiempo “libre”. De la familia
amplia, que incluía parientes, pasamos a la familia nuclear en cuyo declive estamos inmersos. Para esta familia proletarizada se creó una nueva forma de habitar, “en pisos”. Y de la descomposición de esta familia nuclear está surgiendo una nueva multitud, nunca antes vista, de individuos solitarios, que empiezan a ser predominantes en las grandes ciudades globales del
mundo “avanzado”, recluidos en apartamentos o en residencias de
ancianos, en pisitos individuales o en celdas-habitación. El Estado
va por delante: en el Reino Unido de la Gran Bretaña se acaba de
anunciar la próxima creación de un Ministerio de la Soledad.
Sólo
un feminismo estatalizado puede estar orgulloso de haber logrado el
derecho al voto o la incorporación al trabajo asalariado de las
mujeres cuando ese voto ha sido utilizado para fortalecer la
democracia estatal (patriarcal) y su incorporación al trabajo
asalariado ha servido para abaratar el mercado de trabajo
(capitalista). Ese feminismo quiere parecer revolucionario en su
discurso, pero es reformista y reaccionario en sus efectos, que es lo
que importa. Ese feminismo quintocolumnista es mayoritario y en la vida real está
expresando la pugna de parte de las élites, la femenina, por igualar el estatus patriarcal,
quiere hacerse un hueco en la alta dirección de las empresas
capitalistas y de las instituciones y partidos del Estado.
Esa
es su esencial contradicción, que le conduce a una esquizofrenia
existencial: dice atacar al patriarcado y lo que hace
es fortalecerlo, quiere combatir el patriarcado compartiendo su poder,
sin dejar de ser patriarcal. Reclama el derecho a la igualdad
indiscriminadamente, con un falso igualitarismo que no va dirigido hacia la
emancipación, sino para ejercer, “en igualdad”, tanto la
dominación como la esclavitud; ese feminismo mayoritario,
patrocinado por el Mercado y subvencionado por el Estado, quiere
igualdad con las élites dominantes y quiere que las
mujeres del común sean tan consumidoras, asalariadas o
soldadas...tan explotadas, como la mayoría de los hombres, también del común. Para ese
feminismo estatalista, el machismo y la violencia de género es su
excusa y palanca, su chivo expiatorio.
El
abuso sexual no es exclusivo de los hombres, por mucho que se oculten
las estadísticas. Con seguridad que es mayoritario por parte de los
hombres, pero es innegable que las mujeres también lo ejercen, al
menos en su periodo de mayor actividad sexual... ¿acaso se puede
sostener en serio que no existe el abuso sexual de mujeres sobre
hombres, ni tampoco sobre otras mujeres o sobre menores de cualquier
sexo?
Existe
otro feminismo incipiente, emancipador y convivencial,
matriarcal y comunitario, que está reducido al gueto, en fase de
resistencia y reconstrucción, minimizado y desconocido aún teniendo
raíces tan antiguas como la humanidad. Mientras, el feminismo
estatal abre cátedras, juzgados, concejalías y nuevos departamentos
de policía especializada en materia de “igualdad y género”, que son presentados como "conquistas sociales". A ese feminismo en
España sólo le falta un partido en las Cortes, un Sindicato y un Ministerio de la Soledad como culminación de su proyecto.
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Sucede
hoy que cada vez más mujeres no quieren ser madres, o se ven
obligadas a no serlo, para estar en “igualdad” de condiciones en
el competitivo mercado de trabajo capitalista. Cada vez más mujeres
y más hombres rechazan su reproducción y reducen sus relaciones
sexuales hacia vínculos sólo placenteros, carentes de compromiso y
mejor cuanto menos conflictivos. A su disposición existe un mercado
y una floreciente industria del sexo. Se agranda la distancia entre
sexos y cada vez hay más gente, hombres y mujeres, que prefieren
practicar algún modo de onanismo sexual, que acaba por ser
existencial.
Que
aquí nazcan muy pocos niños no preocupa al sistema político, al
contrario, las élites empresariales y políticas saben que es más
barato contratar hijos de emigrantes -o mejor hijas-, que en las
colonias del tercer mundo constituyen una reserva bien abundante y
“deseosa de ser explotada”, que abaratan sustancialmente el
mercado de trabajo en los países de destino, reduciendo los costes
de producción y, en consecuencia, agrandando el beneficio
empresarial así como las arcas del Estado. La contradicción del
progresismo de estado vuelve aquí a ser patológica: por razones
humanitarias tenemos que "estar" con los emigrantes, a sabiendas de
que aquí serán utilizados para fortalecer el mercado de trabajo
capitalista y sostener al Estado.
Pienso que de seguir esta inercia, el colapso está servido y que, aunque tardemos un siglo o más, no hay otra alternativa que no pase por
resetear nuestro
actual sistema de vida, en el que malvivimos atrapados, hombres y
mujeres; lo de “resetear el sistema” ya lo dijo alguien, antes que
yo, con muy poco éxito por cierto, en una plaza del 15M...parece lógico que yo
no espere más. No digo que haya que regresar diez mil años atrás
-lo que no es deseable ni posible- pero sí digo que necesitamos repensar
el feminismo buscando inspiración en los tiempos comunitarios y
matriarcales, en los que el odio entre hombres y mujeres, la
apropiación privada de la tierra común, el trabajo y el mercado
capitalista, como el Estado mismo, eran unos perfectos desconocidos.
PD:
Apoyaré la huelga y estaré en la concentración porque la
convocatoria es suficientemente transversal. Lo haré sólo porque allí estarán
las mujeres que conozco -familiares, amigas, compañeras y vecinas-,
pero como en ocasiones parecidas estaré críticamente, con un pie
dentro y otro fuera. Lo apoyaré como hice con los pensionistas, con
cierta prevención y cautela, a sabiendas de que tanto los
pensionistas como las feministas que ahora se concentran ruidosamente,
son parte de esa masa informe y silenciosa, que con su voto
está sustentando el mismo sistema que dicen combatir cuando se
manifiestan y van a la huelga. Estaré porque el feminismo necesario
(necesariamente revolucionario) está por construir y no puede ser
construido sin superar sus propias contradicciones y sin contar con
las mujeres que estarán en la próxima huelga y concentración del 8M, las
mismas mujeres que seguirán estando el 9M, cuando todo vuelva a la
“normalidad”: estatal, capitalista, patriarcal.
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