Hay como
una agotamiento de lo que llamamos política. Se presiente una
necesidad de cambio, que a diferencia de pasadas épocas históricas,
ahora es sentido como una necesidad universal, porque la política es hoy
percibida sólo como economía y ésta como algo global e
incontrolable, como las corporaciones financiero-mercantiles
y político-estatales.
La
economía ha llegado a impregnar todas las vidas, no hay forma más
totalitaria de sentir el peso del Poder que tener nuestras vidas
condicionadas por la política/economía, ninguna otra forma mejor de
interiorizar el dominio absoluto de la economía sobre las vidas
humanas, en su conjunto y sobre cada una de nuestras individuales
vidas.
Ya se ha hecho impensable la política como posible arte de la
convivencia, ya sólo tiene existencia en clave utilitaria y económica.
Esto es así porque venimos de una época en la que el Estado parecía
poder proporcionarnos una cierta seguridad económica, que por eso se
hizo llamar "Estado de Bienestar". Pero esa sensación de seguridad
ante el futuro se ha esfumado, sabemos que aquella época de aparente
abundancia era sólo una ficción financiera y política, sabemos que
toda la economía -y por tanto toda la política- no es otra cosa que
una inmensa burbuja, que se infla y desinfla aleatoriamente, según
ciclos de naturaleza caótica, imprevisible e incontrolable, que se suceden al albur
del puro azar, como una bola atrapada en la deriva circular de la
ruleta de un casino. Porque eso es, exactamente, la política/economía
hoy, un casino.
En
épocas pasadas, las masas populares pudieron aferrarse a una
ideología de clase, que les hacía sentir que una mejora de sus
condiciones de vida era posible en adelante. Ya no, ahora esa
sensación se ha tornado en sentimiento de precariedad, que llega a
afectar incluso a amplias capas de las clases medias. Es una
sensación de desorden generalizado, que a partir de ese estado de
confusión parece reclamar orden, autoridad, jerarquía. No es
posible explicar, si no, el amplio apoyo electoral de las clases
populares a Trump, a Marie Le Pen o al Estado Islámico, no es
posible explicar que el fascismo esté al acecho, esperando su nueva
oportunidad. ¿Quién es hoy, pues, el sujeto del Cambio, si no es esa masa de individuos aislados y confusos, asustados ante la visión
de un futuro que presienten como vida precaria?
La
cultura política dominante impone una visión sesgada, en clave
electoral y partidista. Aparentemente, la política se presenta como
disputa entre facciones opuestas, componiendo un sistema bipartito,
aquí, antes, como PP y PSOE, ahora como PP/CIUDADANOS y PSOE/PODEMOS. Es
"todo" lo que hay y, en consecuencia, ambas facciones practican la
política como actividad competitiva, dirigida a seducir y conquistar
a las mayorías sociales. Es una actividad concebida y organizada en
dos partes: un sujeto emisor que es “el partido” y un objeto
receptor que es “la gente”. Ambas facciones tratan de cautivar al
electorado, de convencerle de que su opción es diferente, la mejor y única posible. Pero hay otra visión, todavía muy minoritaria, que
yo defiendo a partir de mi propia reflexión y experiencia, y que me dice que ambas
facciones se retroalimentan y nos dirigen unívocamente al fascismo,
quintaesencia y forma ideal de todo Estado.
Hace
unos días leía algo que venía a cuento y que decía Amador
Fernández-Savater: “la clase nunca fue un conjunto de
opiniones, identificaciones y comportamientos electorales, sino un
mundo. Un mundo hecho de muchos mundos, de
instituciones y tradiciones propias, de espacios y lugares comunes,
de imágenes de referencia y de vínculos fuertes, de prácticas
discursivas y no discursivas. Lo que ha estallado ya hace años es
ese mundo, y en el vacío que resulta todos los monstruos son
posibles: clases populares que votan a la extrema derecha, etc”.
A mi
modo yo llamo a ese mundo “el ajuntamiento natural de los cuerpos”:
cuando los individuos no se dejan amontonar pasivamente en
clasificaciones identitarias (de raza, nacionalidad, género o clase)
y buscan por sí mismos su continuidad en otros cuerpos, así como en
la naturaleza de la que se saben parte. El fruto natural de esa
continuidad buscada es la vida en comunidad o democracia convivencial, todo lo
contrario a la vida estatal, representativa, siempre capitalista, que organiza y
amontona a la gente en clasificaciones identitarias que aislan,
dividen y enfrentan a los individuos entre sí, al tiempo que los
aparta de la naturaleza.
¿Pero cómo
creéis que ha podido sostenerse hasta ahora un mundo tan
bárbaramente organizado, si no fuera por la existencia de ese otro
mundo subterráneo, hecho de vínculos y afectos entre la gente, por
comunidades invisibilizadas, de cuerpos que se juntan en las casas, en los
lugares de trabajo, escuelas, campos y fábricas, en los bares y en las calles de
pueblos y ciudades, cuidándose entre sí y cuidando la naturaleza,
tanto en geografías ricas como pobres?...pues si no vemos ese mundo, no
podremos reconstruirlo, sacarlo a flote, ganar la luz.
No hay
tercera vía dentro del sistema, eso es una entelequia y un subterfugio,
una huída hacia adelante. Sólo hay una lucha continua, por
reafirmarnos como individuos libres, en democracia integral, en comunidad de
cuerpos que buscan emanciparse y juntarse, porque se reconocen como
cuerpos esencialmente iguales, por encima de sus diferencias formales;
una lucha permanente por hacer que esos “ajuntamientos”, hoy
subterráneos, sean tan fuertes y tan grandes que su censo llegue a
superar al de los partidos y al de los estados, responsables de
separar, clasificar y amontonar los cuerpos. No hay tercera vía, sólo hay otra vía, la comunitaria. Sólo esa lucha, hasta
su disolución en la vida, de la política y de su economía, del Estado
y sus Partidos.
A la gente que de buena fe todavía es votante, incluso militante, a quienes todavía depositan su
esperanza en los partidos de clase (de izquierdas) y por ende en el
Estado, a esa gente que todavía es capaz de intuir al menos la existencia
real de ese mundo comunitario hoy tan debilitado y ocultado, les diré que propongan a sus
respectivos partidos este reto: que además de parlamentar,
pancartear y de arengar a la gente, abran un nuevo campo de
actividad, que al menos no impidan "legalmente" la existencia y reconstrucción de las comunidades, que no utilicen las instituciones estatales para dificultarlas
y destruirlas, que como mínimo sean neutrales. Se trata de pedirles
sólo un elemental gesto democrático, un pacto de no
agresión, una prueba, ahora que ya saben que lo tienen todo perdido y que sólo pueden aspirar a ocupar un sitio secundario en el organigrama del
Estado.
No hace
falta que abandonen la militancia partidista. Podrían mantener
esa lealtad sin dejar por ello de contribuir al fortalecimiento de
las comunidades. No será fácil. Para ello tendrían que moderar
esa costumbre adquirida, que consiste en filtrar "todo" por la
política, que es como decir por una lente muy estrecha y limitante, que reduce la
visión a las expectativas electorales de cada partido.
Una tregua es lo que pido, un pacto entre anticapitalistas
comunitarios y anticapitalistas de partido, entre estatalistas y
antiestatalistas, eso es lo que propongo.
El
Estado es lo principal que ahora nos distancia y sé que no es poco. Porque
entre otras cosas, el Estado es lo que impide la existencia de comunidades, al tiempo que es lo que une a los partidos de
izquierdas y derechas. Pero sé que la gente de izquierdas tiene al respecto una duda:
sospechan que el Estado institucionaliza la lucha de clases y la
perpetúa; sospechan que no es concebible ninguna forma de Estado
que no organice la sociedad al menos en dos clases sociales, la de
las élites gobernantes (los que viven del trabajo ajeno) y la de la
gente del común, los gobernados, los que viven de su propio trabajo.
No es un supuesto teórico, lo tenemos comprobado, todos nosotros, en nuestras
propias vidas y a lo largo de muchos siglos de Estado, en todo lugar
y en cualquiera de sus formas.
Soy
consciente de esa enorme dificultad que tienen, que nos distancia. Y
por eso recurro a algo más fuerte, que pueda acercarnos, algo que sí
compartimos, como es el humano sentido de dignidad. Porque, además
de nuestro común sentimiento por el daño causado a la naturaleza,
también compartimos el sentimiento de daño causado a la dignidad
propia de cada individualidad humana, considerada ésta una a una y en
conjunto. Ese sentido que compartimos, del Daño Universal, como algo
inmensamente negativo, que tememos pueda llegar a ser irreversible,
pero que al menos de momento lo compartimos y lo sentimos en común,
aunque sea difusamente, como pérdida del sentido de la vida.
Les propongo
actuar juntos en modo comunidad (a lo que yo llamo ajuntamiento
comunal), aunque ellos sigan por su parte actuando en modo
partido, con un pie en el Estado, sí, pero con el otro al margen. Ellas y ellos
en los ayuntamientos del Estado y todos juntos en los ajuntamientos
comunales, preparando nuestra común desconexión del sistema
de vida capitalista.
Y ya veremos si así la vida, el juntarse de los
cuerpos, acaba por superar al Capitalismo y disolver al Estado.
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