martes, 27 de febrero de 2018

CUANDO LOS CUERPOS SE JUNTAN


Hay como una agotamiento de lo que llamamos política. Se presiente una necesidad de cambio, que a diferencia de pasadas épocas históricas, ahora es sentido como una necesidad universal, porque la política es hoy percibida sólo como economía y ésta como algo global e incontrolable, como las corporaciones financiero-mercantiles y político-estatales.

La economía ha llegado a impregnar todas las vidas, no hay forma más totalitaria de sentir el peso del Poder que tener nuestras vidas condicionadas por la política/economía, ninguna otra forma mejor de interiorizar el dominio absoluto de la economía sobre las vidas humanas, en su conjunto y sobre cada una de nuestras individuales vidas. 

Ya se ha hecho impensable la política como posible arte de la convivencia, ya sólo tiene existencia en clave utilitaria y económica. Esto es así porque venimos de una época en la que el Estado parecía poder proporcionarnos una cierta seguridad económica, que por eso se hizo llamar "Estado de Bienestar". Pero esa sensación de seguridad ante el futuro se ha esfumado, sabemos que aquella época de aparente abundancia era sólo una ficción financiera y política, sabemos que toda la economía -y por tanto toda la política- no es otra cosa que una inmensa burbuja, que se infla y desinfla aleatoriamente, según ciclos de naturaleza caótica, imprevisible e incontrolable, que se suceden al albur del puro azar, como una bola atrapada en la deriva circular de la ruleta de un casino. Porque eso es, exactamente, la política/economía hoy, un casino.


En épocas pasadas, las masas populares pudieron aferrarse a una ideología de clase, que les hacía sentir que una mejora de sus condiciones de vida era posible en adelante. Ya no, ahora esa sensación se ha tornado en sentimiento de precariedad, que llega a afectar incluso a amplias capas de las clases medias. Es una sensación de desorden generalizado, que a partir de ese estado de confusión parece reclamar orden, autoridad, jerarquía. No es posible explicar, si no, el amplio apoyo electoral de las clases populares a Trump, a Marie Le Pen o al Estado Islámico, no es posible explicar que el fascismo esté al acecho, esperando su nueva oportunidad. ¿Quién es hoy, pues, el sujeto del Cambio, si no es esa masa de individuos aislados y confusos, asustados ante la visión de un futuro que presienten como vida precaria?

La cultura política dominante impone una visión sesgada, en clave electoral y partidista. Aparentemente, la política se presenta como disputa entre facciones opuestas, componiendo un sistema bipartito, aquí, antes, como PP y PSOE, ahora como PP/CIUDADANOS y PSOE/PODEMOS. Es "todo" lo que hay y, en consecuencia, ambas facciones practican la política como actividad competitiva, dirigida a seducir y conquistar a las mayorías sociales. Es una actividad concebida y organizada en dos partes: un sujeto emisor que es “el partido” y un objeto receptor que es “la gente”. Ambas facciones tratan de cautivar al electorado, de convencerle de que su opción es diferente, la mejor y única posible. Pero hay otra visión, todavía muy minoritaria, que yo defiendo a partir de mi propia reflexión y experiencia, y que me dice que ambas facciones se retroalimentan y nos dirigen unívocamente al fascismo, quintaesencia y forma ideal de todo Estado.

Hace unos días leía algo que venía a cuento y que decía Amador Fernández-Savater: la clase nunca fue un conjunto de opiniones, identificaciones y comportamientos electorales, sino un mundo. Un mundo hecho de muchos mundos, de instituciones y tradiciones propias, de espacios y lugares comunes, de imágenes de referencia y de vínculos fuertes, de prácticas discursivas y no discursivas. Lo que ha estallado ya hace años es ese mundo, y en el vacío que resulta todos los monstruos son posibles: clases populares que votan a la extrema derecha, etc”.

A mi modo yo llamo a ese mundo “el ajuntamiento natural de los cuerpos”: cuando los individuos no se dejan amontonar pasivamente en clasificaciones identitarias (de raza, nacionalidad, género o clase) y buscan por sí mismos su continuidad en otros cuerpos, así como en la naturaleza de la que se saben parte. El fruto natural de esa continuidad buscada es la vida en comunidad o democracia convivencial, todo lo contrario a la vida estatal, representativa, siempre capitalista, que organiza y amontona a la gente en clasificaciones identitarias que aislan, dividen y enfrentan a los individuos entre sí, al tiempo que los aparta de la naturaleza.

¿Pero cómo creéis que ha podido sostenerse hasta ahora un mundo tan bárbaramente organizado, si no fuera por la existencia de ese otro mundo subterráneo, hecho de vínculos y afectos entre la gente, por comunidades invisibilizadas, de cuerpos que se juntan en las casas, en los lugares de trabajo, escuelas, campos y fábricas, en los bares y en las calles de pueblos y ciudades, cuidándose entre sí y cuidando la naturaleza, tanto en geografías ricas como pobres?...pues si no vemos ese mundo, no podremos reconstruirlo, sacarlo a flote, ganar la luz.


No hay tercera vía dentro del sistema, eso es una entelequia y un subterfugio, una huída hacia adelante. Sólo hay una lucha continua, por reafirmarnos como individuos libres, en democracia integral, en comunidad de cuerpos que buscan emanciparse y juntarse, porque se reconocen como cuerpos esencialmente iguales, por encima de sus diferencias formales; una lucha permanente por hacer que esos “ajuntamientos”, hoy subterráneos, sean tan fuertes y tan grandes que su censo llegue a superar al de los partidos y al de los estados, responsables de separar, clasificar y amontonar los cuerpos. No hay tercera vía, sólo hay otra vía, la comunitaria. Sólo esa lucha, hasta su disolución en la vida, de la política y de su economía, del Estado y sus Partidos.

A la gente que de buena fe todavía es votante, incluso militante, a quienes todavía depositan su esperanza en los partidos de clase (de izquierdas) y por ende en el Estado, a esa gente que todavía es capaz de intuir al menos la existencia real de ese mundo comunitario hoy tan debilitado y ocultado, les diré que propongan a sus respectivos partidos este reto: que además de parlamentar, pancartear y de arengar a la gente, abran un nuevo campo de actividad, que al menos no impidan "legalmente" la existencia y reconstrucción de las comunidades, que no utilicen las instituciones estatales para dificultarlas y destruirlas, que como mínimo sean neutrales. Se trata de pedirles sólo un elemental gesto democrático, un pacto de no agresión, una prueba, ahora que ya saben que lo tienen todo perdido y que sólo pueden aspirar a ocupar un sitio secundario en el organigrama del Estado.

No hace falta que abandonen la militancia partidista. Podrían mantener esa lealtad sin dejar por ello de contribuir al fortalecimiento de las comunidades. No será fácil. Para ello tendrían que moderar esa costumbre adquirida, que consiste en filtrar "todo" por la política, que es como decir por una lente muy estrecha y limitante, que reduce la visión a las expectativas electorales de cada partido. Una tregua es lo que pido, un pacto entre anticapitalistas comunitarios y anticapitalistas de partido, entre estatalistas y antiestatalistas, eso es lo que propongo.

El Estado es lo principal que ahora nos distancia y sé que no es poco. Porque entre otras cosas, el Estado es lo que impide la existencia de comunidades, al tiempo que es lo que une a los partidos de izquierdas y derechas. Pero sé que la gente de izquierdas tiene al respecto una duda: sospechan que el Estado institucionaliza la lucha de clases y la perpetúa; sospechan que no es concebible ninguna forma de Estado que no organice la sociedad al menos en dos clases sociales, la de las élites gobernantes (los que viven del trabajo ajeno) y la de la gente del común, los gobernados, los que viven de su propio trabajo. No es un supuesto teórico, lo tenemos comprobado, todos nosotros, en nuestras propias vidas y a lo largo de muchos siglos de Estado, en todo lugar y en cualquiera de sus formas.
Soy consciente de esa enorme dificultad que tienen, que nos distancia. Y por eso recurro a algo más fuerte, que pueda acercarnos, algo que sí compartimos, como es el humano sentido de dignidad. Porque, además de nuestro común sentimiento por el daño causado a la naturaleza, también compartimos el sentimiento de daño causado a la dignidad propia de cada individualidad humana, considerada ésta una a una y en conjunto. Ese sentido que compartimos, del Daño Universal, como algo inmensamente negativo, que tememos pueda llegar a ser irreversible, pero que al menos de momento lo compartimos y lo sentimos en común, aunque sea difusamente, como pérdida del sentido de la vida.

Les propongo actuar juntos en modo comunidad (a lo que yo llamo ajuntamiento comunal), aunque ellos sigan por su parte actuando en modo partido, con un pie en el Estado, sí, pero con el otro al margen. Ellas y ellos en los ayuntamientos del Estado y todos juntos en los ajuntamientos comunales, preparando nuestra común desconexión del sistema de vida capitalista. 

Y ya veremos si así la vida, el juntarse de los cuerpos, acaba por superar al Capitalismo y disolver al Estado.






















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