Lo
llaman España cuando a lo que se refieren es a un Estado. Porque
España no es una institución sino un territorio, habitado por un
conglomerado de pueblos que, junto con el portugués, cohabitan una
de las penínsulas del continente europeo, la ibérica.
Lo que
llaman España no es otra cosa que una parte artificial (un Estado)
de esa península, que separa artificialmente a pueblos mediante artificiales fronteras, trazadas por Decreto y casi siempre
dibujadas con sangre de muchos miles de muertos, históricos y
concretos, anónima gente de pueblo con sus nombres y apellidos,
amontanados y olvidados en las lindes de la “gloriosa” historia
del Estado español.
Son
fronteras cartográficas y por tanto irreales, inexistentes en la
geografía real que habitan los pueblos, las gentes que entre sí se
llaman "paisanos" y no “nacionales”. Paisanos que se reconocen en
la geografía de un “país”, de un territorio compartido, en la
proximidad de los recursos naturales que sustentan sus vidas, en el
paisaje físico y social compartido (que podrían compartir), en el
que conviven (en el que podrían convivir) con sus iguales...si no
fuera por el Estado.
A
España no la puede romper más que una gran catástrofe natural, un
terremoto de proporciones colosales, que devuelva parte o toda la
península al fondo de los océanos. Lo que se rompen son los
individuos y los pueblos que habitan ésta y otras penínsulas y
otros continentes del mundo, que se rompen no por efecto de grandes
cataclismos naturales, sino de otro tipo de catástrofe más global
y más dañina que todos los terremotos juntos; la que viene
sucediendo desde siglos atrás y a diario, en todos los confines de
la Tierra, el cáncer estatal-capitalista, este sistema de vida carente de sentido, dominante a escala global, que se fundamenta en el
saqueo de los recursos naturales y en la devastación de la dignidad
humana, este capitalismo global y sus cancerberos asociados, los
Estados nacionales.
Entiendo
la desesperación de los individuos y pueblos a los que les toca soportar tsunamis y terremotos, las grandes riadas, la
erupción de volcanes y otras calamidades naturales... como la
entiendo asociada al odio cuando soportan a diario la Gran
Catástrofe Legal, mucho más destructiva, la desencadenada por la Alianza Global
Estatal-Capitalista.
Comparto
el siguiente texto de Ricardo Candia Cares, publicado
en www.arrezafe.blogspot.com.es
Lo que arrasa los pueblos se llama capitalismo
¿Y después de ver las imágenes de la
gente atrapada más que por el lodo, por el desprecio, el olvido y la
explotación, es posible creer que el odio es un sentimiento al que no tenemos
derecho?
¿Luego de ver a mujeres temporeras
atrapadas en modernos cepos, esclavizadas lejos de sus familias, arracimadas en
barracones no más decentes que un muladar, explotadas por mezquinos pesos, no
vale suplicar a la naturaleza por un cataclismo que extermine la codicia, el
egoísmo y la barbarie en todas sus formas?
Lo que más emputece es que esas aguas
enrabiadas no se lleven a los poderosos responsables inmediatos de los efectos
mortales del expolio de la tierra.
Y apena que la ingenuidad de la
gente, tan mortal como las avenidas de los ríos que solo cumplen con exigir que el
lugar que la tierra les ha reservados desde miles de años, no desaparezca con
las avalanchas, los tsunamis o los terremotos.
Cada una de las inclemencias naturales
es tan propia de la tierra, como el cielo y las nubes. Y han hecho sus caminos
con la calma que solo estampan las edades misteriosas que no caben siquiera en
la imaginación. Utilizadas con fines ajenos al dictado irrevocable de la
naturaleza, las aguas no hacen más que exigir lo suyo.
El capitalismo no tiene respeto sino
por las ganancias. Para esta lepra del siglo la tierra y sus maravillosos
accidentes no son sino lugares susceptibles de ser arrasados para extraer
materias que son de manera simultánea de felicidad y tragedia. La diferencia la
pone el número de afectados: el disfrute de un puñado de sujetos, equivale a la
maldición de millones de seres humanos.
Espoloneados con símbolos que no
valen sino el trapo en que se dibujan, la gente intenta ponerse de pie
relevando sus reservas sobre exigidas de tolerancia. El Estado brilla solo en
el relumbre de las armas que se despliegan para advertir que los reclamos
deberán cursar por el entramado artificial y estéril de las ventanillas que
tienen la capacidad de amortiguar la rabia. Todo el resto es susceptible del
gatillo fácil de los soldados que históricamente han puesto lo suyo con buena
puntería contra el pobrerío.
Arrecian las campañas solidarias que
suplantan las responsabilidades de quienes se suponen con el deber de cuidado,
de velar por el bien público, y por la seguridad de la población. De a poco, la
solidaridad ancestral de la gente víctima de la inercia y de complicidad
criminal de las autoridades, van juntando lo esencial para sobrevivir.
Cerca de ahí, agazapados, los vivos y
tramposos de siempre ya sacan cuentas de los negocios que se vienen con la
eterna reconstrucción, la especulación con los artículos de primera necesidad y
la desesperación de la gente desamparada.
Las tragedias que con una frecuencia
abismante paga al contado el pueblo llano, no son casualidades adjudicables a
la alineación maléfica de los planetas, ni a la irritación de un dios
vengativo. Son claramente responsabilidad de una forma de construir un país
librado al caos inhumando del capitalismo más desvergonzado.
Cada hombre y mujer de trabajo se
expone cada día al riesgo de condiciones laborales desamparadas, a una salud
vergonzante, a un transporte urbano zoológico, un sistema de pensiones
miserables, y a una tan vasta como inexpugnable red de conspiraciones secretas
para esquilmarla, mediando un miserable sueldo.
Cuando el capitalismo no mata por la
explotación inmisericorde, lo hace por la bala del custodio uniformado. Y ahora
por estas calamidades de las que no se va a saber nunca qué venenos diseminó en
esos barros metalizados causantes de cánceres y malformaciones.
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