El
mito de la separación de poderes: Capital y Estado
Estos
días oigo decir con mucha frecuencia que la separación de poderes
caracteriza y es propia de las “democracias”...¡qué risa!, como
si el poder político no fuera siamés inseparable del poder
económico, como si la clase política (toda ella estatal y
palaciega) no fuera esa disciplinada ama de llaves del capitalismo,
así en el cielo como en la tierra, en la América Macarra (*) como
en la China Comunista.
Lo
de Cataluña no tiene arreglo en este sistema. Es una ruptura
matrimonial que se quiere dirimir en los juzgados o en las urnas,
cuando lo que desea cada uno de los conyuges es vencer al otro,
machacarle o al menos darle unas hostias bien merecidas. No es
desafección, es puro desamor abocado al odio. Es lo que sucede
cuando ambos polos son del mismo signo, estatal-capitalista, y no me
vengan con ese cuento que diferencia monarquías y repúblicas.
Durante
años hubo afecto interesado, pero nunca amor. El afecto o amistad
-interesado o no-, sólo se mantiene si es mutuo, y si no es así se
disipa por sí solo, tranquilamente, pacíficamente, con indiferencia
y olvido. El amor, sin embargo, puede darse en modo unilateral, no
correspondido, pero en este caso acaba degenerando en resentimiento y
tristeza, porque es de naturaleza bien distinta al afecto y sólo
puede producir alegría si es amor mutuo. El nacionalismo español
quería amor (que implica sexo, o meter mano como poco), cuando el
nacionalismo catalán sólo quería conversación y afecto. Ahora ya
ni eso. De esos barros estos lodos, de ahí el pacífico desdén del
nacionalismo catalán y la violenta tristeza de su conyuge
estatal-españolista, despechado al modo tabernario, torero y
legionario, machito de triste épica, sin mejor himno que el
pasodoble de Manolo Escobar: “que viva España”.
Los
derechos humanos y el universal deber de rebelión (y
paciencia)
Las
masas (lo que la clase política denomina “pueblos”) que jalean a
ambos conyuges nacionales, no son inocentes convidados de piedra,
portadores de pancartas protestonas y cómplices silencios. No lo
fueron en el constitucional y feliz espectáculo nupcial del 78, ni
lo son ahora en el brusco contencioso de la separación matrimonial
del 2017. Las masas, sus “pueblos”, son corresponsables, ora
por acción, ora por omisión. Las masas no pueden evitar estar
constituidas por individuos que votan Estado y consumen Capitalismo
cada día. Individuos que a cada instante ponen su voluntad a
disposición de la clase político-financiera que los ningunea de
oficio. Individuos que con su aquiescencia nominal y plena se hacen
tan estatales y capitalistas como los políticos que les representan.
A estas alturas de la historia ya no cuela lo de votar progresista,
ese velo cayó hace mucho tiempo, incluso antes que el muro de
Berlín: cada voto legitima al sistema de dominación
estatal-capitalista, que es global aunque funcione hoy mediante
franquicias nacionalistas.
Ningún
individuo sometido al dominio de otro u otros individuos es
irresponsable de su situación, excepto si carece de conciencia. Sólo
en ese caso sería víctima inocente, irresponsable del sometimiento
que padece. Tampoco son inocentes todos los pueblos sometidos, por
mucho que se quiera justificar su presunta inocencia por razón de la
injusticia reinante o por su debilidad ante poderes superiores. No
son inocentes ni los individuos ni los pueblos, sino plenamente
merecedores de los padecimientos derivados de su complacencia con el
sistema dominante. No somos inocentes si nos ponemos de perfil ante
el impulso de rebelión (natural, prepolítico, ético y moral) que
habita en la conciencia de cada uno de nosotros.
Por
el conocimiento de la historia hemos podido constatar y constatamos
que la mayor parte de la humanidad ha vivido durante la mayor parte
de la historia (y sigue viviendo hoy) sometida a regímenes de
dominación fundados en la violencia física y/o en la imposición
legal y fáctica, violencia al cabo, de las élites corporativas,
económicas o militares, de naturaleza siempre oligárquica, amoral,
asocial, necesariamente delictiva. La misma cuna de la Democracia,
las ciudades-estado de la Grecia antígua, no tenían el descaro de
incluir en su haber, en el mismo censo, a los esclavos y a los dueños
de sus vidas, como hacen hoy las democracias “más avanzadas”.
Los
deberes obligan, mientras que los derechos se esperan, a sabiendas de
que pueden ser concedidos o no por quien posee esa gracia, ese poder.
El mundo se rige hoy por una burlesca Declaración Universal de los
Derechos Humanos y por leyes estatales que los desarrollan, que
proclaman esos derechos con fines de propaganda política ajenos a la
justicia. Los Estados se rigen por leyes que tratan a los individuos
y a los pueblos como pedigüeños reclamantes de su natural igualdad
y dignidad, mientras que éstas son aniquiladas previa, sistemática
y cotidianamente por los mismos poderes que promulgan las leyes.
“Sin
ley no hay democracia” dicen los
constitucionalistas monárquicos e
incluso los
repúblicanos españolistas
que siguen al excelentísimo
señor Mariano
Rajoy. “De
la democracia nace la ley”, dicen los republicanos
independentistas que
siguen al honorable
señor Carles Puigdemont... y yo también
lo diría con ellos si no fuera porque su honorable proyecto de
república independiente apunta a la
perpetuidad de la dependencia, justo en
dirección contraria a la verdadera
independencia, dignidad y democracia. ¿Quién
queda en este mundo que fie su esperanza de un mundo mejor al
suicidio de la clase dominante?
La
actual incompatibilidad de ambas facciones sólo es táctica y
aparente, sólo es a corto plazo y en la corta distancia. En esencia,
en su raíz como en su propósito, ambos bandos pertenecen al mismo
club global, estatal-capitalista, son igualmente incompatibles con
la más esencial dignidad y democracia (**)
Ya no
puede faltar mucho para que se produzca el desenlace definitivo de
esta metamorfosis en ciernes. Rebelión y paciencia, compañeras y
compañeros.
(*)
América Macarra: puede leerse USA o Venezuela.
(**)
Democracia: comunidad autogobernada en asamblea de iguales.
1 comentario:
Efectivamente, sin democracia no hay ley, y sin ésta no hay democracia, el derecho consuetudinario es ley, que nace de una democracia de iguales, la verdadera. El problema es como siempre de distinguir la verdadera ley y la verdadera democracia, que no pueden ser pregonada, amasada y servida a las masas por los que no han producido nada, u nada bueno en sus vidas, tan difícil es verlo por los fanáticos de unas y otras banderas, o simplemente aspiran a vivir sin producir nada también, o nada bueno?.
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