Pesebre, fotografía de Gabriel Muro |
“Existe
un enorme potencial -hoy anquilosado- de capacidad creativa, de
relación con el otro, de amor y solidaridad. En el mundo tanático
que habitamos, hay grandes reserva de Eros. La reducción de lo
humano a relaciones mercantiles es un fenómeno criminal que casi
tendríamos que llamar antropocidio: por eso, hay razones
específicamente existenciales y morales para acabar con el
capitalismo. Lo humano, el abanico de las posibilidades humanas, es
un espacio apenas explorado y sin embargo gravemente amenazado: igual
que la biosfera, ese vulnerable mundo natural que habitamos. La
responsabilidad de todos y cada uno, cada una, es tratar de detener
esa catástrofe antropológica, ese antropocidio. Y sabemos que el
tiempo apremia”.
Jorge
Riechman, Cuaderno de Notas, 2015.
http://tratarde.org/recupero-estas-notas-previas
Se habla del Antropoceno
como nueva época geológica de la Tierra, se dice que pudimos haber
iniciado esta época a mediados del siglo pasado, cuando se hizo
masivo el consumo de plásticos y hormigón, lo dicen algunas
revistas científicas como Science a partir de sesudas
investigaciones. Se trataría de un proceso de acumulación
destructiva, sedimentada en estratos geológicos, según la lógica
lineal, cuantitativa e historicista, que es propia de la moderna idea
de “progreso”, para la que sus efectos destructivos deben ser
asumidos como “costes”, ventajosamente compensados por los
beneficios derivados del progreso.
Pero yo creo que todo
ésto viene de más atrás, que el evidente antropoceno no es sino
consecuencia del tapado antropocidio, programado desde la modernidad
occidental - industrialista, capitalista y estatalista-, a partir de
su despliegue colonial del siglo XIX, hasta configurarse como la
“globalización” que hoy conocemos, caracterizada por su máxima
expansión, por su máxima concentración de poder y, por tanto, por
su máxima capacidad de dominación.
El control financiero y
militar que permitieron tal despliegue universal fue posible a partir
de estructuras estatales, devenidas hoy en elementos instrumentales
del control social absoluto, logrado en poco más de dos siglos. Si
hubo un tiempo en que el poder se mostraba localizable en
corporaciones y parlamentos, eso se acabó, las estructuras y
estrategias de la dominación han evolucionado hasta alcanzar una
complejidad cuya inmensidad la convierte en invisible. En esa
infernal maraña, el Estado moderno ha devenido en pieza auxiliar
clave y estratégica, todavía de máxima utilidad al proyecto de
la modernidad, proyecto que, ya sin rodeos, hay que calificar como
antropocidio.
La ideologia de la
modernidad es el progresismo, un pensamiento lineal y esencialmente
evolucionista, que se hace esquizofrénico cuando reconoce la
proximidad del abismo al mismo tiempo que defiende el mismo principio
materialista que comparte con el sistema de dominación y que nos
arrastra hacia el colapso, en una acelerada cuesta abajo y en declive. Un progresimo
ciego, lastrado por múltiples prótesis ortopédicas, que malamente
camina a palpas y a trompicones, sosteniendo la última pancarta, que
ya sólo percibe la realidad confusamente, como bulto borroso, antropoceno como mucho. Esta es su coproducción estelar: un ser
humano-masa, obscenamente materialista y cuantitativo, carente de
dignidad propia, un grosero individualista privado de individualidad,
un zombi que creyó haberse librado de Dios cuando mataba la
Tierra, y cuando acababa consigo mismo en el mismo lote...pues ahí
va, tambaleante por los tristes bulevares de la modernidad,
sosteniendo su siniestra y última pancarta.
Antes de que algún
progresista iluminado me sitúe en la casilla de la Conspiración,
tengo que aclarar la funcionalidad y utilidad de esta teoría para el
sistema de dominación, en nada diferente a otras teorías
aparentemente opositoras, como la del propio progresismo. Primero que
nada, resulta una gilipollez intelectual denominar “teoría de la
conspiración” a una teoría que tiene su fundamento en la creencia
de que existe una élite secreta e “iluminada”, que conspira
contra la humanidad, porque quien tiene todo el poder no necesita
conspirar, tarea que más bien le correspondería a quien se rebela,
conspirando contra dicho poder. Luego no existe la conspiración, ni
de quienes tienen el poder ni, desgraciadamente, de quienes deberían
rebelarse contra él. Sólo existe la Dominación, la teoría y práctica de un
sistema de poder hegemónico, cuyo secretismo nominal podría valer
para un guión de cine, pero que a mi sólo me interesa por sus
evidencias, por su manifestación como catástrofe,
absolutamente real, a todas horas y en todas las partes del mundo.
Es así como teorías
aparentemente opositoras, como la de la conspiración o la del
progresismo, colaboran eficientemente a la sostenibilidad del sistema
de dominación, subvirtiendo el significado de los conceptos de
progreso y democracia. Así se explica el anticapitalismo
predominante, permisivo con la exclavitud del trabajo asalariado; el
ecologismo predominante, que no cuestiona el sistema de
propiedad-producción-acumulación capitalista que es causante de
todos los desastres ecológicos; así se explica el feminismo
estatalista que somete su autonomía y libertad al cuidado de jueces
y policías del Estado especializados en violencia de género; así se
explica la izquierda que por legislaturas se alquila a los mercados,
afianzando el aparato parlamentario del Estado, consolidando su falsa
democracia, escenificando oposiciones inexistentes, contribuyendo en
lo real y sustancial tanto al antropoceno como al antropocidio, aniquilando la
individualidad esencial en la que habita la dignidad humana.
Así es como hemos
llegado a la situación actual, presentida como víspera de una época
final, con el aliento del miedo pegado al pescuezo, especulando
frívolamente sobre el antropoceno y la inminencia de un desastre
ecológico del que, en última instancia y en un desesperado acto de
fe, esperamos ser salvados por la ciencia, salvados por la misma
modernidad que originó el desastre. Presumiendo de nuestra mayor
tecnología y educación. Así es como hemos sido amaestrados,
preparados para asumir la miseria y la violencia como fenómenos propios de
la modernidad, tan inherentes al progreso como a la
condición humana. El desastre ecológico y humano, material y
espiritual, como precio a pagar por el “espectacular” progreso
alcanzado con la modernidad industrial. Preparados para ser
espectadores impasibles, perfectamente acostumbrados al horror
permanente, a la crisis económica permanente, al permanente
conflicto de clases, a la guerra y al holocausto permanente.
¿De qué nos sirve ver
logias masónicas detrás de cada entramado financiero y
multinacional?, ¿pensar que la culpa la tienen siempre las derechas
propietarias de la banca y las empresas?, ¿de qué, si no vemos en
nuestro ojo progresista la misma viga de la modernidad
deshumanizadora?, ¿de qué, si seguimos un programa tan
simplonamente reivindicativo, tan esencialmente reaccionario, tan
lamentablemente animado por el mero deseo de encontrar allí un
empleo y algo que consumir, oiga, alguna ganancia?..
Impidamos, pues, que el
antropoceno nos oculte el antropocidio: que los árboles no nos
impidan ver el bosque.
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