Formo parte de esa minoría que, libre y conscientemente, opta por la abstención electoral. Decidí dejar de votar a partir del 15M. No formo parte de ningún partido político, tampoco de ninguna organización anarquista. Cuando votaba (la mayor parte de mi vida), lo hacía con escasa fe en esta democracia (de hecho, me abstuve en el referendum constitucional) y cuando votaba lo hacía a favor del PSOE, de IU, o a de la CGT en las sindicales; no lo hacía por convicción, sino porque votar me parecía un mal menor, pensaba que con la izquierda avanzaríamos algo, frenaríamos al capitalismo...pero la izquierda ha gobernado tantos o más años que la derecha y el sistema de dominación es hoy más fuerte y la sociedad mucho más débil.
He dedicado mucho tiempo a analizar lo que sucede, a estudiar la historia y a contrastar mi pensamiento con otras visiones, y de esta experiencia he obtenido un conocimiento, he aprendido y sigo aprendiendo; sé distinguir la diferencia histórica entre izquierda y derecha...hasta que la izquierda llega al poder, luego no la percibo en nada sustancial, es la misma diferencia que entre Mercadona y Carrefour o entre Telecinco y la Sexta, competencia en la forma y alianza en lo sustancial: la razón de Mercado, la razón de Estado.
En
las “democracias formales” cada individuo y la totalidad de la ciudadanía somos despojados de algo tan básico como es nuestra
capacidad real de decidir sobre aquello que nos concierne. Ésto y no
otra cosa debería ser la esencia de la democracia, si no fuera reducida
por los Estados y sus partidos a una mera “representación”. Por eso,
identifico el proceso electoral como el acto en el que el Estado
escenifica, formal y públicamente, el secuestro de la democracia.
Todavía, ir a votar es obligatorio en muchos países. En España no lo es, pero para las más de 500.000 personas que son llamadas a participar en las mesas electorales en cada proceso electoral, esta participación es algo más que obligatoria, ya que no hacerlo supone un delito que puede ser castigado hasta con tres meses de cárcel. La pena de cárcel no suele aplicarse, porque o bien la persona inculpada opta por la multa sustitutoria o bien porque los tribunales son conscientes de que aplicar la pena de cárcel tendría una repercusión mediática “no conveniente” a los intereses del orden estatal para el que trabajan.
Curiosamente,
mientras se trate sólo de abstención pasiva, la no participación
en el ejercicio del voto está reconocida como un derecho y, sin
embargo, la participación en la constitución de las mesas
electorales está considerada como una obligación. En consecuencia,
quien por motivos de conciencia -como es mi caso- cuestione este
obligado modelo de falsa democracia, puede ser considerado como delincuente.
No es de extrañar que sea así, ya que la principal herramienta con
la que se legitima la actual democracia representativa es la puesta
en escena de los procesos electorales; para el Estado y los partidos es
imprescindible contar con la «complicidad» popular en las elecciones, votando y participando en la
composición de las mesas electorales.
Tiempo
atrás, la obligatoriedad de la “mili” era sostenida con la idea
de que la Defensa era una obligación de “todos” (en realidad lo era sólo de los
hombres). Era una imposición que utilizaba el “bien
común” como pretexto, una contribución obligada a una forma concreta de
entender el “bien común” al modo del Estado, cuando en realidad
lo que se imponía era un modelo muy concreto (militar-estatal) de
la Defensa, basado en principios, normas, ideologías y creencias que
gran parte de la sociedad pensaba entonces que servían para
conculcar derechos, más que para protegerlos. Así, el movimiento por la
insumisión consiguió acabar con la obligatoriedad del servicio
militar.
Hoy, buena
parte de la sociedad no estaría dispuesta a colaborar en la farsa
electoral si el voto fuera realmente libre, si se produjera en
condiciones de verdadera libertad de conciencia, sin la brutal
coacción de la propaganda estatal, partidista y mediática; tampoco
si la negación a estar en las mesas electorales no estuviera
castigada con multas o con cárcel; entonces sí sabríamos quienes
son los verdaderamente adictos al sistema estatal-capitalista.
La
participación electoral es vital para la perpetuidad del sistema.
Está concebida para dar un barniz de legitimidad a un proceso que,
en realidad, anula toda posibilidad de que sean las propias personas
quienes tomen decisiones, quienes sean plenamente responsables y, en consecuencia, se
autogobiernen. Lo que realmente teme el Estado es la dimensión
pública de la desobediencia civil; a lo que no teme es a lo que
hasta ahora ha sido una especie de apostasía electoral individual,
minoritaría y silenciosa, una “cosa de anarquistas y marginales”,
carente de trascendencia política.
“Por
ello apostamos por el Des-Censo electoral, algo tan sencillo de
entender y practicar como que cualquier persona pueda causar baja
voluntariamente en el censo electoral, renunciando a sus derechos (a
votar y/o a ser votada) y a sus obligaciones electorales (a formar
parte de las mesas).
Mientras
la conscripción electoral siga siendo de obligado cumplimiento no
nos quedará más remedio que hacer lo mismo que aquellos jóvenes de
hace 25 años, que plantaron cara al servicio militar obligatorio
hasta acabar con él: practicaremos la insumisión, la desobediencia
civil, esa herramienta popular que nos permite plantarnos ante las
injusticas e imposiciones de quienes gobiernan contra los intereses
de quienes dicen representar. Dicho de otra forma, recuperaremos
nuestra capacidad para decidir y hacer política (en su sentido más
genuino) con nuestros actos y compromisos públicos, algo muy
distinto a depositar una papeleta cada cuatro años para que «un
puñado de políticos profesionales» decidan por todas”.
Del
folleto por el Des-Censo Electoral, en:
https://descensoelectoral.wordpress.com
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