Pudiera
parecer inocente la gente de la clase trabajadora que obligada por
las circunstancias dedica los días a sobrevivir y a reclamar
mejores condiciones económicas. Seguro que no lo es la clase
dirigente que la representa, sindical y políticamente, la que en sus
programas "hacia la emancipación” nunca cuestiona el trabajo
asalariado como un mal en sí mismo, como algo que en esencia no es
otra cosa que dependencia y sumisión de por vida, que anula al
individuo y lo convierte en mercancía laboral, en objeto funcional
del mercado. Nunca lo cuestionan como algo indeseable y detestable
que atenta contra todo entendimiento de la libertad, que es
destructivo de la esencia y cualidades humanas. Esa clase dirigente,
que ha hecho o aspira a hacer del izquierdismo su oficio, nunca dirá
que hay que acabar con el trabajo asalariado, porque en la
perpetuación de éste, a cargo de patrón privado o estatal (¿qué
más da?), ven la oportunidad de su propia prosperidad. ¿Cómo se
puede esperar que algún día pongan en sus programas que la
abolición del trabajo asalariado es finalidad ética, primordial e
irrenunciable, para todo ser humano?, ¿cómo van a proponer lo
contrario de lo que sólo a ellos les conviene?
Por
eso el izquierdismo es tan devoto del Estado que sostiene al
Capitalismo; y del Ejército que a su vez sostiene al Estado. Su
anticapitalismo es relativo y superficial, funcional a su discurso
electoral, rehuye lo esencial del mismo, su condición delictiva de
origen. Es un anticapitalismo que no se opone a la parcelación de la
Tierra y a la apropiación de sus frutos, que entiende como natural
el saqueo privado o estatal de la naturaleza común, la que por serlo
es inalienable. No somos responsables por haber sido instruidos en
esa religiosa devoción izquierdista por la economía como razón
exclusiva de la vida humana, pero sí lo somos cuando dejamos de
pensar por nosotros mismos.
No somos tan inocentes cuando vemos el
planeta común con ojos que no son nuestros, cuando vemos en la
Tierra un yacimiento de empleo, pura economía, un bien apropiable y
consumible, materia prima para el consumo sin límite, para la
industria (funeraria) por excelencia. Esa es la ideología económica
que iguala a izquierdismo y derechismo, su común ideología del
crecimiento y el consumo, del goce económico como felicidad, última finalidad de la
existencia...una ilusión similar a la que padece todo aquél suicida
que se arroja al vacío convencido de que encontrará en su fondo la
liberación que busca. No, no son inocentes.
No
son inocentes los humanos que maltratan a mujeres y/o a hombres, lo
son todos los humanos antisexistas, no lo son todos los hombres y
mujeres que se dicen feministas. No lo son los que fían la
protección de las mujeres a cargo de la Policía y de otros
departamentos del Estado especializados en la “igualdad”, a cargo
del mismo Estado que dedica el resto de sus ministerios a fomentar la
desigualdad, a maltratarlas tanto o más que a los hombres. No son
inocentes quienes se escandalizan por la violencia a la que son
sometidas muchas mujeres a manos de sus parejas, mientras callan la
violencia existencial que soportan a diario, la que tiene su causa
en el poder de sus jefes y jefas, patronas y patrones. No son tan
inocentes los feminismos que reclaman igual cuota de maltratadores.
No son inocentes las mujeres machistas que enseñan sexismo en la
escuela o en la familia, no es inocente la costumbre de los Estados
que consiste en enviar a la guerra sólo a los hijos varones de las
mujeres de la clase trabajadora, eso sí que es la suma del peor
feminismo y el peor machismo juntos. No son inocentes quienes jalean
la guerra entre sexos que alienta el Estado. No son inocentes los
feminismos y machismos que propician la devastación de la maternidad
y el erotismo, al hacerlos funcionales a la economía nacional
y a la moda dictada por los mercados. Sólo son inocentes quienes
promueven la libertad en igualdad radical de todos los seres humanos,
quienes atienden a su esencial dignidad, no a la economía de su ego,
ni a la de su entrepierna.
Somos
inocentes por aquello que nos es impuesto y que soportamos por
primaria necesidad, pero no lo somos cuando lo damos por bueno, cuando lo
aceptamos sin reserva, cuando no deseamos su extinción, sino medrar
en su perpetuidad. Somos inocentes cuando de niños somos encerrados
en la escuela para ser amaestrados, adoctrinados en la sumisión al
orden establecido, no lo somos cuando de mayores nos negamos a
pensar por nosotros mismos, cuando seguimos rellenando el vacío de
nuestro pensamiento con ideas inducidas desde la escuela, ideas
ajenas a nuestra propia experiencia vital, ajenas a toda reflexión
sobre la realidad de nuestra personal y única existencia.
Somos
inocentes cuando en medio de la multitud somos asaltados por el ruido
y la fealdad de la propaganda comercial-cultural que emiten los
medios de propaganda con los que cuenta el Estado y su “libre”
mercado, cuando somos asaltados por su ideológica oferta “cultural”,
destinada al comercio del ocio y al consumo de las masas. No somos
tan inocentes cuando en soledad elegimos ese ruido al silencio,
cuando conscientemente evitamos la reflexión que sólo en silencio
es posible, cuando huimos de él compulsivamente cada vez que
enchufamos la tele, el móvil, el internet y todos los artilugios
tecnológicos que con su ruido impiden el encuentro con nosotros
mismos.
No somos inocentes cuando evitamos el compromiso que supone
tener opinión propia, cuando aceptamos por tal los titulares
mediáticos o los comentarios al uso, de tertulianos dicharacheros o
de desconocidos amigos del facebook. No somos inocentes cuando
evitamos a toda costa el encuentro doloroso con la verdad del mundo,
la que surge de nuestra propia conciencia. No somos inocentes cuando
nos conformamos con una moral “pública” carente de toda ética
personal, no cuando aceptamos amoldar nuestra conducta a la norma
que nos viene dada del exterior y obviamos construir nuestra propia
ética, nuestra propia norma de conducta personal, ese sentido del
deber que surge de nuestro interior y que construye nuestra propia
conciencia.
¿Cuanto
duraría el predominio de Coca-Cola sin la cómplice y subordinada
competencia de su alter ego Pepsi-Cola?, ¿cuánto el derechismo sin
el sostén artificioso de su parte izquierda?, ¿cuánto si el lugar
de las élites lo ocupara el Pueblo?, ¿cuánto duraría la
esclavitud del trabajo asalariado una vez abolido el robo de los
bienes comunales y universales que son la Tierra y el Conocimiento,
cuánto podrían resistir el Estado y su Ejército en minoría frente
a todo un Pueblo?...Pues
tengo la certeza de que durarán una eternidad mientras no exista esa
fuerza colectiva y poderosa a la que hemos dado en llamar Pueblo, pienso que éste nunca surgirá sólo por el curso de los
acontecimientos, nunca sólo por las contradicciones del sistema
dominante, sino, sobre todo, por la calidad (virtud) de los
individuos decididos a constituir esa fuerza irresistible. De ahí
que sea tan urgente como necesario aplicarse cada cual a construir
ese individuo/pueblo, tan capaz de sobreponerse a su fallido
historial revolucionario, como de superar su falsa inocencia.
No,
la gente de la clase trabajadora no somos tan inocentes...lo somos en
aquello de lo que no somos responsables, en aquello que no hemos
elegido, pero no somos tan inocentes cuando ponemos la economía por
delante de nuestra dignidad de individuos libres, no cuando la
condicionamos a la cuantía del sueldo y al placer burgués por el
consumo sin sentido, no cuando nos dejamos sobornar por las empresas de la patronal o los partidos del
Estado. No somos inocentes porque seamos más pobres, no. No somos
tan inocentes cuando les votamos y con ello legalizamos la barbarie
de la que somos víctimas...somos víctimas y suicidas,
pero no inocentes.
2 comentarios:
Gracias, mil gracias. Si te tuviese delante te abrazaría.
Gracias, mil gracias. Si te tuviese delante te abrazaría.
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