Comarca de las Loras. Amaya, pueblo y peña. Foto Paramio |
Hace
unos días, después de trabajar un buen rato sobre uno de los mapas
geológicos de Las Loras, me llegó por e-correo una entrevista con
el antropólogo y sociólogo francés Bruno Latour y me sorprendió
leer ésto: “...nuestros predecesores nunca imaginaron que
íbamos a tener que tomar al planeta completo, con sus edades
geológicas, como parte de nuestra historia”. En su fondo, se
trataba de una reflexión acerca de la irracional desconexión de “lo
humano” y “lo natural” que, desde mi punto de vista,
caracteriza al pensamiento y vivir contemporáneo, postmoderno; se
trataba de una reflexión que comparto y que me viene preocupando
desde hace tiempo.
En
un momento de dicha entrevista, el periodista afirma: “Aún
así es difícil no pensar la política y la naturaleza como dos
cuestiones distintas”. Y
Latour le viene a responder que en
la política actual se da
una representación de lo natural como
algo que es exterior a la sociedad humana, algo que, por tanto, no es
entendido como político. “Yo
sí la llamo política, porque se trata de componer el mundo
común...es que la política no trata sobre discursos armados, sino
sobre la composición progresiva de algo que no está terminado: no
vivimos en un mundo común, debemos componerlo...y
para eso hay que entender que lo social no sólo
tiene que ver con lo humano, es más bien la asociación de entidades
muy variadas, algunas humanas y otras no...historia humana e
historia planetaria se reúnen en un proceso que yo llamo geohistoria".
Bien,
pues yo añado que esa “geohistoria”, que pudiera parecer un
concepto abstracto, se concreta en la noción de “territorio”,
que para mí es un concepto social, un concepto de lo
común que
está por componer. Hablo
de
una historia que
viene formándose
desde hace millones de años y de la que nosotros, los humanos,
somos parte constituyente
sólo en su último minuto de existencia, desde hace tan sólo ciento
cincuenta mil años. En
palabras de Bruno Latour, “la
naturaleza es una noción
fantasmagórica que proviene del siglo
XVII. Es
un pensamiento útil a la ideología de la dominación que ha logrado
hacerse hegemónica: el
dominio
de los recursos naturales y, por extensión, el dominio sobre los
seres humanos, el territorio y la vida toda reducidos a su valor de
mercado”.
No
creo exagerar cuando considero la reversión de ese pensamiento como
el gran -titánico- reto de nuestro tiempo.
Recurro
aquí al ejemplo de la comarca de Las Loras porque me siento
especialmente comprometido con esta comarca desde que hace diez años
iniciamos el proyecto que persigue la valorización del territorio
por parte de sus actuales pobladores, al tiempo que su reconocimiento
internacional como Geoparque. Proximamente, la Unesco aprobará
la inclusión de dos nuevos territorios españoles en la red global
de geoparques y, a día de hoy, el proyecto de Las Loras es una de
las candidaturas más sólidas. Pero si no se produjera tal
reconocimiento, seguiremos trabajando en ello igualmente, porque el objetivo
del proyecto no se agota en dicho reconocimiento, sino que se alarga
en un proceso que es
creativo y valioso por sí mismo.
Volcanes
y cordilleras, bosques y llanuras, desiertos y océanos, como
todas las especies vivas -como nosotros, los humanos-, somos todos parte de
una misma y progresiva “composición” de
la naturaleza, un proyecto de sociedad.
Llegaremos a
entender el
territorio, pues, no como
una
simple
suma
de medio natural más medio humano,
sino un proyecto de
comunidad natural,
una
sociedad hoy
inconclusa
y desarmada,
algo que está por hacer.
De
momento, lo que hoy llamamos territorios, no son otra cosa que
“no-lugares”, según definiera Marc Augé y describiera Miguel
Amorós: “Para
los estrategas del capitalismo verde el territorio es ante todo una
fuente de recursos energéticos y la base de un desarrollo sostenible
de la economía autónoma apoyado en macroinfraestructuras, mientras
que para sus colaboradores ecologistas sería un complejo de
ecosistemas cuya preservación forzaría la búsqueda de una fórmula
jurídico-política que lo hiciera compatible con su explotación, es
decir, con el dominio social de la mercancía. Así
pues nos encontraríamos, disimulado con jerga científica o técnica,
con algo similar a la idea de «medio ambiente».
La
definición de «territorio» viene por consiguiente contaminada por
los intereses económico-políticos que se esconden tras ella, que en
general tienden a reducirlo a espacio físico, vacío geográfico,
soporte, epidermis, paisaje, mundo exterior, y, en definitiva, a lo
que el sociólogo Marc Augé llamó «no-lugar» – aunque podría
también llamarse «panoplia» o «decorado»–, a saber, porción
de espacio sin verdadera identidad y sin habitantes, donde toda
estancia es provisional puesto que en su seno todo el mundo es
transeúnte o cliente, y muestra un comportamiento codificado y
controlado.
Bajo ese punto de vista, el territorio sería lo opuesto
a «ciudad», oposición puramente formal, puesto que la difusión
salvaje o planificada de las aglomeraciones urbanas que llevan
impropiamente ese nombre tiende a fusionar ambos extremos.
Actualmente, lo que llaman «ciudad» es tan sólo un «no-lugar»
habitado. (Fragmento
del texto “Breve
exposición a la noción de territorio y sus implicaciones”,
publicado
en la
revista Argelaga)
Las
Loras, donde hoy son tan visibles los testimonios de un espectacular
paisaje construido
a partir de un lecho oceánico -levantado, amontonado y cuarteado por
descomunales fuerzas tectónicas como por la erosión de las
intemperies durante más de doscientos millones de años-,
es
un paisaje que hoy nos parece vacío, tan despoblado y tan
“desarmado” en su estructura física como social. Un
magnífico
ejemplo de territorio por componer,
en el que poder aprender y comprender la Geohistoria.
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