Revilla de Pomar, una aldea de la Montaña Palentina |
Desde
antes de venirme a vivir a una aldea, hace ya más de dos décadas,
vengo reflexionando sobre un mundo rural que siempre me pareció de
una dimensión superior a lo agrario. Esa reflexión ha sido
impulsada desde mi propia experiencia, en la que incluyo mi
condición de vecino y mi trabajo como agente de desarrollo rural
durante más de dos décadas en las que dicha reflexión ha ido
evolucionando hacia una posición crítica a partir de esa experiencia vital. También han contribuido a ello las aportaciones
al respecto de algunos expertos en la materia que he conocido en este
tiempo, como Jaime Izquierdo Vallina
(1), que desde hace
muchos años viene construyendo su propia visión sobre la ruralidad
de la que, en parte, la mía es deudora. Su último artículo,
publicado recientemente en el periódico “La Nueva España” de
Oviedo, indaga en torno a una pregunta que a mí me sigue pareciendo
pertinente y de plena actualidad: “¿Para qué sirve la aldea?”
(2). Ese artículo me sirve hoy de pretexto para volver a ahondar en
mi personal reflexión, que, en lo esencial, coincide con la
intención y sentido de esa pregunta, aunque no tanto con sus
respuestas. Mis discrepancias conciernen a algunas de sus premisas
históricas, si bien son perfectamente compatibles con el propósito
común de repensar hoy la utilidad de la aldea.
En
el imaginario histórico, el mundo rural ha estado vinculado
exclusivamente a su función agraria, a la producción de alimento
para las ciudades, siendo muy ignorada la época inicial de la
revolución industrial en la que el mundo rural fue por delante de
las ciudades en el desarrollo de algunas industrias, especialmente la
textil, cuando todavía no se habían inventado las enormes
maquinarias que posteriormente pasaron a condicionar y caracterizar a
la revolución industrial, acabando por concentrar la producción en
grandes fábricas ubicadas en ciudades.
Aquella
primera industria rural se trasladó de las aldeas a las ciudades en
un imparable proceso de concentración que juntaba población
productora y consumidora. A medida que el trabajo humano fue
sustituido por el de las máquinas, la producción aumentaba y los
precios se reducían como también lo hacían los costes de
producción. Estaban sentadas las bases para una imparable expansión
industrial que iba a determinar el predominio absoluto del
poblamiento urbano e iniciar el declive social, económico y político
de la sociedad rural.
Pero
cierto es que hubo un tiempo, en los albores de la revolución
industrial, en el que la nueva clase burguesa -mezcla de nobles,
comerciantes, cambistas y artesanos gremiales-, cuyo capital
provenía básicamente de las rentas agrarias, del comercio europeo
con lanas y cereales, así como de las nuevas materias primas
provenientes del expolio colonial en tierras americanas, invirtieron
sus beneficios en aquella incipiente producción industrial en las
zonas rurales, aprovechando el menor coste de la mano de obra
campesina comparado con el de los gremios urbanos y aprovechando la
gran versatilidad de la mano de obra campesina, acostumbrada a
compaginar oficios agrarios y artesanos. Es así como, antes que el
system factory de la revolución industrial, surgiera
el putting-out system como método
productivo que organizaba el trabajo industrial en forma dispersa,
convirtiendo las casas campesinas en talleres artesanales a tiempo
parcial, compartido con las tareas agrícolas tradicionales. Este
método es el histórico inicio rural de la revolución industrial,
antes de que industria, máquina, fábrica y progreso fueran
definitivamente identificados con la ciudad. (3)
Con
notables excepciones, esta experiencia histórica del campesinado
español y europeo ha sido muy olvidado por la historiografía
académica, pero creo que nos viene a cuenta tenerlo muy presente
hoy, cuando vislumbramos una necesidad universal de relocalizar la
economía y la política, en medio de la confusa y autodestructiva
vorágine “progresista” de la postmodernidad industrial, en
confrontación radical con este hiperurbanizado mundo, cuyo modelo
dominante y anticonvivencial es el de la megápolis a la que llamamos
“aldea global”, utilizando una contradictoria denominación que
yo veo cargada de intención ideológico-estratégica.
Estoy
en desacuerdo con Jaime Izquierdo cuando señala que el vínculo
de complementariedad entre aldea y ciudad fue roto con la fusión de
la ciudad y la revolución industrial y que en España la definitiva
desafección entre lo urbano y lo rural se concreta en la fecha en que
el franquismo decreta su Plan de Estabilización, en 1951. Lo
explico:
Las
grandes ciudades de la antigüedad, originadas a partir de sucesivos
procesos de expansión por conquista, tuvieron sus periodos de auge
y decadencia supeditados a sus éxitos o fracasos en las campañas
bélicas, siempre ligadas a un objetivo colonizador, para la captura
y apropiación de esclavos-súbditos y materias primas. Es así como
el poder militar y comercial unidos, servían de sustrato fundamental
del poder político de aquellos reinos e imperios, a partir de
ciudades-estado. Esa misma matriz colonizadora, militar y comercial,
de la ciudad y del estado, sigue hoy muy presente en la actual
conformación geoestratégica de los grandes bloques, formando parte
sustancial en el ADN de la globalización estatal-capitalista. Tanto
la revolución industrial, iniciada en el siglo XIV, como la
revolución francesa del XVIII, sentaron las bases para el desarrollo
de una ideología, el liberalismo, que cambiaría el mundo para
siempre. En España no es el franquismo, sino la Constitución
liberal de 1812, quien marca ese punto de definitiva ruptura y
destrucción de lo rural y de su modelo político, convivencial y
productivo, la aldea. El franquismo, a su modo totalitario -como
hicieran, a su modo democrático-burgués, los regímenes monárquicos
y republicanos anteriores- vino a consolidar esa tendencia iniciada
por el proyecto liberal de 1812, fortaleciendo el crecimiento
desarrollista, urbanizador y estatista, que tendría su continuidad
histórica en la llamada Transición democrática hasta hoy,
deducción que sólo precisa de un análisis de los hechos
históricos sin el uso de clichés ideológicos.
Por
otra parte, la ciudad de hoy no puede ser comprendida como mero
proceso evolutivo de la ciudad medieval, la ciudad de hoy es obra
nueva, consecuencia directa del Nuevo Orden impuesto por la
revolución burguesa-liberal. En el Viejo Orden estamental, la
relación entre lo rural y lo urbano no era de complementariedad,
sino de dependencia vital de la ciudad respecto de la aldea. No podía
ser de otra manera cuando la economía era fundamentalmente agrícola,
cuando la población dedicada a la agricultura era inmensamente
mayoritaria en España como en Europa, alcanzando medias que
superaban el 80% en muchos países. No podía ser cuando las rentas
agrarias eran la fuente económica exclusiva del poder feudal, cuya
“nobleza” devenía no de su virtud sino de su dominio sobre la
propiedad rural. Era la aldea la que mantenía a la ciudad,
conformada por la nobleza y la nueva clase social emergente, la
burguesía. La aldea era autosuficiente económicamente y era
autónoma políticamente cuando el Estado aún no se había
desarrollado en su complejidad posterior, siguiendo el programa
político de la modernidad liberal, hasta llegar a su perfección
estratégica actual, tras el absoluto y global maridamiento del
sistema capitalista con los estados modernos, en cualquiera de sus
versiones contemporáneas.
El
programa liberal no sólo no ha perdido hoy su naturaleza colonial,
sino que ésta se ha perfeccionado hasta lograr colonizar, invadir,
todos los territorios, incluyendo el del lenguaje. En el idioma
castellano ha pervivido la acepción de “pueblo” como
significante de la comunidad rural a pesar de su perverso uso por
las élites que dicen “pueblo español” cuando se refieren
solemnemente a esa abstracción a la que también llaman
“ciudadanía”, que sirve para ocultar la suplantación de la
soberanía popular. En el viejo orden rural el lenguaje era más
claro y preciso, la clase dominante nunca hubiera pretendido
incluirse en el concepto “pueblo”, al que consideraban una clase
social perfectamente diferenciada, con autonomía e identidad propia,
con sus propias normas de convivencia horizontal, con su propio
sistema de autogobierno. Es así como la democracia podía ser
nítidamente identificada, sin la interesada confusión actual, como
forma de gobierno propia de la clase social que era el Pueblo,
previa y ajena a las clases dominantes organizadas en partidos
políticos, previa y ajena al moderno aparato estatal surgido de la revolución
liberal.
Con
la ventajosa perspectiva histórica del presente, podemos hoy
analizar los importantes errores que el Pueblo cometió en el pasado
y de este análisis nos corresponde extraer enseñanzas que pueden
ser decisivas para el próximo futuro. El pueblo accedió a conceder
privilegios y hasta confundió sus propios intereses con los de las
élites dominantes -a veces con la monarquía, a veces con la nobleza
o con la burguesía- la mayor de las veces por necesidad de buscar
protección o seguridad.
El
pueblo mantuvo durante siglos una notable autonomía social y
desarrolló una democracia mucho más avanzada que la actual -de la
que los actuales concejos no son sino un pálido y residual reflejo-
pero no supo desarrollar la propiedad comunal con mayor ingenio y
creatividad, al confinarse en una práctica agraria muy conservadora
y carente de innovación, que le impidió abordar la necesaria
diversificación agrícola, que hubiera sido tan necesaria para
mantener y perfeccionar su economía comunal, lo que condicionó ésta
a la tiranía de la secular tradición cerealista, al conservadurismo
agrario incapaz de soportar la competencia con las innovaciones
agrarias y tecnológicas que la burguesía empezaba a introducir en
sus grandes señoríos agrarios en regimen de propiedad privada.
A
esos errores hay que sumar la incapacidad para incluir en la economía
comunal la incipiente producción artesano-industrial que se asentó
en muchas aldeas, dejando la iniciativa industrial a la propiedad
burguesa, que supo aprovecharse de la explotación del trabajo
campesino, entonces y después, cuando las fábricas urbanas se
llenaron de mano de obra campesina, empezando así el acelerado
declive de la sociedad rural y el despoblamiento de las aldeas que se
alarga hasta nuestros días.
Las
revoluciones proletarias, en nombre del Pueblo, sólo recuperaron su
raíz verdaderamente popular y democrática en fugaces momentos
anarquistas, en los que la revolución parecía recuperar el
ancestral saber campesino y su naturaleza democrática. Han tenido
que pasar más de dos siglos de liberalismo para comprender los
errores de las últimas revoluciones proletarias, persistentes en su
inclinación al falso progreso de la modernidad urbana e industrial,
persistentes en su adoración por el crecimiento del capital y el
estado, contribuyendo a fortalecer la dominación de la ciudad sobre
la aldea y de la clase del Estado sobre la clase del Pueblo. El
Pueblo contra el Estado, esa es el escenario actualizado de la lucha
de clases por actualizar, lo demás son palos de ciego, como la
historia y sus consecuencias, la realidad, se ha encargado de
sentenciar.
Contestando
a la pregunta de Jaime Izquierdo, ante todo no creo que merezca la
pena el esfuerzo de repensar la aldea para acabar buscando nuevas
funcionalidades de ésta al servicio del desarrollismo urbano. Para
mí, la aldea es hoy metáfora de Pueblo y Democracia, contrapunto
de un mundo asolado por la barbarie progresista, de un
individuo-sociedad aislado y desorientado entre masas de millones de
individuos así mismo aislados, enfrentados a una realidad urbana
contraria a la naturaleza y a la vida en democracia, que les resulta
incomprensiblemente fragmentada en infinidad de trozos inconexos, que
tiene devastadas sus potencialidades humanas, sus cualidades
personales y colectivas.
A mi
entender, ésta es hoy la inmensa utilidad de la aldea: que en ella
y en nuestra memoria histórica, permanecen enterradas la matriz de
la Naturaleza y la semilla de la Democracia como materias primas de
la revolución integral necesaria.
Notas:
(1)
Jaime Izquierdo Vallina, su sitio
en facebook: La casa de mi padre
Sus últimos libros:
“¿Para qué sirve la aldea?”
(3)
La importancia del “putting-out” como método de producción
industrial en el medio rural es reconocida y analizada en la obra del
historiador Tomás Bueno “Europa. Del Viejo al Nuevo Orden”.
Recomiendo la lectura de este libro en el que el autor, contra la
costumbre académica, hace un ejercicio de síntesis que favorece el
análisis de las grandes transformaciones sociales, económicas y
políticas que se suceden en el transcurso de los siglos XV al XIX,
desvelando las claves de esas transformaciones y poniéndolas en
relación con las grandes cuestiones del presente.
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