domingo, 15 de junio de 2014

LA UTILIDAD DE LA ALDEA



Revilla de Pomar, una aldea de la Montaña Palentina

Desde antes de venirme a vivir a una aldea, hace ya más de dos décadas, vengo reflexionando sobre un mundo rural que siempre me pareció de una dimensión superior a lo agrario. Esa reflexión ha sido impulsada desde mi propia experiencia, en la que incluyo mi condición de vecino y mi trabajo como agente de desarrollo rural durante más de dos décadas en las que dicha reflexión ha ido evolucionando hacia una posición crítica a partir de esa experiencia vital. También han contribuido a ello las aportaciones al respecto de algunos expertos en la materia que he conocido en este tiempo, como Jaime Izquierdo Vallina (1), que desde hace muchos años viene construyendo su propia visión sobre la ruralidad de la que, en parte, la mía es deudora. Su último artículo, publicado recientemente en el periódico “La Nueva España” de Oviedo, indaga en torno a una pregunta que a mí me sigue pareciendo pertinente y de plena actualidad: “¿Para qué sirve la aldea?” (2). Ese artículo me sirve hoy de pretexto para volver a ahondar en mi personal reflexión, que, en lo esencial, coincide con la intención y sentido de esa pregunta, aunque no tanto con sus respuestas. Mis discrepancias conciernen a algunas de sus premisas históricas, si bien son perfectamente compatibles con el propósito común de repensar hoy la utilidad de la aldea.


En el imaginario histórico, el mundo rural ha estado vinculado exclusivamente a su función agraria, a la producción de alimento para las ciudades, siendo muy ignorada la época inicial de la revolución industrial en la que el mundo rural fue por delante de las ciudades en el desarrollo de algunas industrias, especialmente la textil, cuando todavía no se habían inventado las enormes maquinarias que posteriormente pasaron a condicionar y caracterizar a la revolución industrial, acabando por concentrar la producción en grandes fábricas ubicadas en ciudades.
Aquella primera industria rural se trasladó de las aldeas a las ciudades en un imparable proceso de concentración que juntaba población productora y consumidora. A medida que el trabajo humano fue sustituido por el de las máquinas, la producción aumentaba y los precios se reducían como también lo hacían los costes de producción. Estaban sentadas las bases para una imparable expansión industrial que iba a determinar el predominio absoluto del poblamiento urbano e iniciar el declive social, económico y político de la sociedad rural.

Pero cierto es que hubo un tiempo, en los albores de la revolución industrial, en el que la nueva clase burguesa -mezcla de nobles, comerciantes, cambistas y artesanos gremiales-, cuyo capital provenía básicamente de las rentas agrarias, del comercio europeo con lanas y cereales, así como de las nuevas materias primas provenientes del expolio colonial en tierras americanas, invirtieron sus beneficios en aquella incipiente producción industrial en las zonas rurales, aprovechando el menor coste de la mano de obra campesina comparado con el de los gremios urbanos y aprovechando la gran versatilidad de la mano de obra campesina, acostumbrada a compaginar oficios agrarios y artesanos. Es así como, antes que el system factory de la revolución industrial, surgiera el putting-out system como método productivo que organizaba el trabajo industrial en forma dispersa, convirtiendo las casas campesinas en talleres artesanales a tiempo parcial, compartido con las tareas agrícolas tradicionales. Este método es el histórico inicio rural de la revolución industrial, antes de que industria, máquina, fábrica y progreso fueran definitivamente identificados con la ciudad. (3)

Con notables excepciones, esta experiencia histórica del campesinado español y europeo ha sido muy olvidado por la historiografía académica, pero creo que nos viene a cuenta tenerlo muy presente hoy, cuando vislumbramos una necesidad universal de relocalizar la economía y la política, en medio de la confusa y autodestructiva vorágine “progresista” de la postmodernidad industrial, en confrontación radical con este hiperurbanizado mundo, cuyo modelo dominante y anticonvivencial es el de la megápolis a la que llamamos “aldea global”, utilizando una contradictoria denominación que yo veo cargada de intención ideológico-estratégica.

Estoy en desacuerdo con Jaime Izquierdo cuando señala que el vínculo de complementariedad entre aldea y ciudad fue roto con la fusión de la ciudad y la revolución industrial y que en España la definitiva desafección entre lo urbano y lo rural se concreta en la fecha en que el franquismo decreta su Plan de Estabilización, en 1951. Lo explico:

Las grandes ciudades de la antigüedad, originadas a partir de sucesivos procesos de expansión por conquista, tuvieron sus periodos de auge y decadencia supeditados a sus éxitos o fracasos en las campañas bélicas, siempre ligadas a un objetivo colonizador, para la captura y apropiación de esclavos-súbditos y materias primas. Es así como el poder militar y comercial unidos, servían de sustrato fundamental del poder político de aquellos reinos e imperios, a partir de ciudades-estado. Esa misma matriz colonizadora, militar y comercial, de la ciudad y del estado, sigue hoy muy presente en la actual conformación geoestratégica de los grandes bloques, formando parte sustancial en el ADN de la globalización estatal-capitalista. Tanto la revolución industrial, iniciada en el siglo XIV, como la revolución francesa del XVIII, sentaron las bases para el desarrollo de una ideología, el liberalismo, que cambiaría el mundo para siempre. En España no es el franquismo, sino la Constitución liberal de 1812, quien marca ese punto de definitiva ruptura y destrucción de lo rural y de su modelo político, convivencial y productivo, la aldea. El franquismo, a su modo totalitario -como hicieran, a su modo democrático-burgués, los regímenes monárquicos y republicanos anteriores- vino a consolidar esa tendencia iniciada por el proyecto liberal de 1812, fortaleciendo el crecimiento desarrollista, urbanizador y estatista, que tendría su continuidad histórica en la llamada Transición democrática hasta hoy, deducción que sólo precisa de un análisis de los hechos históricos sin el uso de clichés ideológicos.

Por otra parte, la ciudad de hoy no puede ser comprendida como mero proceso evolutivo de la ciudad medieval, la ciudad de hoy es obra nueva, consecuencia directa del Nuevo Orden impuesto por la revolución burguesa-liberal. En el Viejo Orden estamental, la relación entre lo rural y lo urbano no era de complementariedad, sino de dependencia vital de la ciudad respecto de la aldea. No podía ser de otra manera cuando la economía era fundamentalmente agrícola, cuando la población dedicada a la agricultura era inmensamente mayoritaria en España como en Europa, alcanzando medias que superaban el 80% en muchos países. No podía ser cuando las rentas agrarias eran la fuente económica exclusiva del poder feudal, cuya “nobleza” devenía no de su virtud sino de su dominio sobre la propiedad rural. Era la aldea la que mantenía a la ciudad, conformada por la nobleza y la nueva clase social emergente, la burguesía. La aldea era autosuficiente económicamente y era autónoma políticamente cuando el Estado aún no se había desarrollado en su complejidad posterior, siguiendo el programa político de la modernidad liberal, hasta llegar a su perfección estratégica actual, tras el absoluto y global maridamiento del sistema capitalista con los estados modernos, en cualquiera de sus versiones contemporáneas.

El programa liberal no sólo no ha perdido hoy su naturaleza colonial, sino que ésta se ha perfeccionado hasta lograr colonizar, invadir, todos los territorios, incluyendo el del lenguaje. En el idioma castellano ha pervivido la acepción de “pueblo” como significante de la comunidad rural a pesar de su perverso uso por las élites que dicen “pueblo español” cuando se refieren solemnemente a esa abstracción a la que también llaman “ciudadanía”, que sirve para ocultar la suplantación de la soberanía popular. En el viejo orden rural el lenguaje era más claro y preciso, la clase dominante nunca hubiera pretendido incluirse en el concepto “pueblo”, al que consideraban una clase social perfectamente diferenciada, con autonomía e identidad propia, con sus propias normas de convivencia horizontal, con su propio sistema de autogobierno. Es así como la democracia podía ser nítidamente identificada, sin la interesada confusión actual, como forma de gobierno propia de la clase social que era el Pueblo, previa y ajena a las clases dominantes organizadas en partidos políticos, previa y ajena al moderno aparato estatal surgido de la revolución liberal.


Con la ventajosa perspectiva histórica del presente, podemos hoy analizar los importantes errores que el Pueblo cometió en el pasado y de este análisis nos corresponde extraer enseñanzas que pueden ser decisivas para el próximo futuro. El pueblo accedió a conceder privilegios y hasta confundió sus propios intereses con los de las élites dominantes -a veces con la monarquía, a veces con la nobleza o con la burguesía- la mayor de las veces por necesidad de buscar protección o seguridad.

El pueblo mantuvo durante siglos una notable autonomía social y desarrolló una democracia mucho más avanzada que la actual -de la que los actuales concejos no son sino un pálido y residual reflejo- pero no supo desarrollar la propiedad comunal con mayor ingenio y creatividad, al confinarse en una práctica agraria muy conservadora y carente de innovación, que le impidió abordar la necesaria diversificación agrícola, que hubiera sido tan necesaria para mantener y perfeccionar su economía comunal, lo que condicionó ésta a la tiranía de la secular tradición cerealista, al conservadurismo agrario incapaz de soportar la competencia con las innovaciones agrarias y tecnológicas que la burguesía empezaba a introducir en sus grandes señoríos agrarios en regimen de propiedad privada. 

A esos errores hay que sumar la incapacidad para incluir en la economía comunal la incipiente producción artesano-industrial que se asentó en muchas aldeas, dejando la iniciativa industrial a la propiedad burguesa, que supo aprovecharse de la explotación del trabajo campesino, entonces y después, cuando las fábricas urbanas se llenaron de mano de obra campesina, empezando así el acelerado declive de la sociedad rural y el despoblamiento de las aldeas que se alarga hasta nuestros días.

Las revoluciones proletarias, en nombre del Pueblo, sólo recuperaron su raíz verdaderamente popular y democrática en fugaces momentos anarquistas, en los que la revolución parecía recuperar el ancestral saber campesino y su naturaleza democrática. Han tenido que pasar más de dos siglos de liberalismo para comprender los errores de las últimas revoluciones proletarias, persistentes en su inclinación al falso progreso de la modernidad urbana e industrial, persistentes en su adoración por el crecimiento del capital y el estado, contribuyendo a fortalecer la dominación de la ciudad sobre la aldea y de la clase del Estado sobre la clase del Pueblo. El Pueblo contra el Estado, esa es el escenario actualizado de la lucha de clases por actualizar, lo demás son palos de ciego, como la historia y sus consecuencias, la realidad, se ha encargado de sentenciar.

Contestando a la pregunta de Jaime Izquierdo, ante todo no creo que merezca la pena el esfuerzo de repensar la aldea para acabar buscando nuevas funcionalidades de ésta al servicio del desarrollismo urbano. Para mí, la aldea es hoy metáfora de Pueblo y Democracia, contrapunto de un mundo asolado por la barbarie progresista, de un individuo-sociedad aislado y desorientado entre masas de millones de individuos así mismo aislados, enfrentados a una realidad urbana contraria a la naturaleza y a la vida en democracia, que les resulta incomprensiblemente fragmentada en infinidad de trozos inconexos, que tiene devastadas sus potencialidades humanas, sus cualidades personales y colectivas.

A mi entender, ésta es hoy la inmensa utilidad de la aldea: que en ella y en nuestra memoria histórica, permanecen enterradas la matriz de la Naturaleza y la semilla de la Democracia como materias primas de la revolución integral necesaria.



Notas:


(1)  Jaime Izquierdo Vallina, su sitio en facebook: La casa de mi padre 

Sus últimos libros:


http://www.amazon.es/s/?ie=UTF8&keywords=jaime+izquierdo+vallina&tag=hydes-21&index=aps&hvadid=49807715849&hvpos=1t1&hvexid=&hvnetw=g&hvrand=15034270198049573421&hvpone=&hvptwo=&hvqmt=e&hvdev=c&ref=pd_sl_7olp0551s1_e
http://www.amazon.es/Conservacion-cultural-naturaleza-Izquierdo-Vallina/dp/8483674130/ref=sr_1_2/278-2236048-3259948?ie=UTF8&qid=1402864953&sr=8-2&keywords=jaime+izquierdo+vallina


(2) Leer artículo completo de Jaime Izquierdo:
 “¿Para qué sirve la aldea?”

(3) La importancia del “putting-out” como método de producción industrial en el medio rural es reconocida y analizada en la obra del historiador Tomás Bueno “Europa. Del Viejo al Nuevo Orden”. Recomiendo la lectura de este libro en el que el autor, contra la costumbre académica, hace un ejercicio de síntesis que favorece el análisis de las grandes transformaciones sociales, económicas y políticas que se suceden en el transcurso de los siglos XV al XIX, desvelando las claves de esas transformaciones y poniéndolas en relación con las grandes cuestiones del presente.

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