Publicado en la revista-web de la
Fundación Entretantos, el 23-04-2014
“La
naturaleza no es depositaria de la verdad, solo del lado salvaje. Y la
civilización no es simplemente el lugar de la mentira, es el de la historia.
Ambas se hallan sometidas al poder independiente de la economía, por lo que ya
una forma parte de la otra. Desposeído, separado de sus obras, sumergido en la alienación,
al hombre le es ajena la civilización tanto como la naturaleza, pero la primera
es su campo de batalla. Haciendo suya ésta, hará suya la otra. Por
consiguiente, no se trata de que el hombre escape de la civilización, sino de
que la civilización no se le escape al hombre.” ( Primitivismo e historia,
Miguel Amorós, marzo 2003)
Durante
dos décadas he trabajado como agente de desarrollo rural y en ese tiempo
hicimos muchos intentos de participación ciudadana, con un resultado que, en
general, fue fallido. Con el paso del tiempo, he repasado muchas veces estas
experiencias y siempre he encontrado una serie de factores que venían a
confirmarme que aquellos intentos, tan bien intencionados por nuestra parte,
estaban predeterminados a tener el
escaso resultado que tuvieron; vamos, que venían a ser una quimera, un
imposible.
La
población rural veía a los grupos de desarrollo rural, incluso a los que
presumíamos de cierta independencia política, como apéndices de la
administración, como el sitio al que uno va a solicitar una subvención. Todo
planteamiento participativo era bien recibido en principio y a todas las
convocatorias que hacíamos acudía mucha gente, mayoritariamente con la expectativa de que su presencia allí
influyera en la concesión de alguna subvención solicitada. Ese éxito de
participación sólo sucedía cuando el motivo de la convocatoria tenía alguna
relación con las líneas o proyectos subvencionables y cuando no era así, el
interés participativo se reducía a su mínima expresión. La gente parecía tener
muy claro cuál era nuestra función, pero, a tenor de los resultados, nosotros
no podíamos decir lo mismo.
Promover
la iniciativa ciudadana de abajo hacia arriba, desde la ciudadanía hacia la Administración
y los poderes públicos, resultó en general un empeño fracasado porque no
existía tal iniciativa ciudadana, tal capacidad de autonomía, ni personal ni
colectiva; y nosotros no éramos capaces de provocarla, entre otras cosas porque
la gente parecía “no dejarse” influir para ello, había como una barrera
insalvable que, ahora, desde la reflexión distanciada, creo ver sustanciada en
dos razones fundamentales: primera, que ellos
-la población local- y nosotros -los técnicos en desarrollo rural- no estábamos
en el mismo plano horizontal, en la situación de igualdad en la que la
participación democrática pudiera ser posible; y, segundo, que nosotros, como
ellos, habíamos sido concienzudamente “educados” en la cultura de la
dependencia y los subsidios. A partir de ahí, ahora parece comprensible que todo
atisbo de iniciativa, de emprendimiento social o económico fuera visto como necesitado de ser
subvencionadio, con derecho a la ayuda de las instituciones, del poder. Y ahí
residía el problema de fondo que nosotros no supimos comprender, lo que provocaba
continuos desengaños y frustraciones a quienes ejercíamos aquel trabajo con
ilusión y convencimiento.
Todo
ésto viene a cuento de que veo un gran paralelismo entre las pretensiones
participativas de la educación ambiental y el desarrollo rural.
A raíz de mi asistencia
a uno de los primeros congresos nacionales de medio ambiente (CONAMA), pude
tener cierto conocimiento de las políticas ambientales como de la política educativa que las
acompaña. Entonces, hace unos cuantos años, la necesidad de participación
ciudadana no se presentaba con el carácter protagonistay prioritario que hoy
recibe por parte del ministerio responsable del medio ambiente. Hoy leo cosas
como éstas:
“La participación ciudadana
ha sido a lo largo de las sucesivas ediciones del Congreso Nacional del Medio
Ambiente un tema esencial, al considerarlo como uno de los factores clave del
ansiado desarrollo sostenible, dado que la resolución de los problemas
ambientales no puede llevarse a cabo exclusivamente desde la esfera administrativa,
política o técnica…Un desarrollo de la participación ciudadana provoca que los
planes y políticas emprendidas se sientan
como propios y, por tanto, que los ciudadanos hagan un buen uso de las
infraestructuras, servicios, etc. como si fueran propios, así como alertar a
tiempo de los posibles contratiempos o desperfectos”…y cosas como
éstas, hablando de las ventajas de la participación social:
“El
anuncio de la intención de implantar un completo sistema de participación
social favorece enormemente la acogida inicial de este tipo de proyectos, que muchas
veces son recogidos de forma escéptica, lo que repercute en un entorpecimiento
del arranque de los diferentes procedimientos, que requieren de mucha energía,
esfuerzo e ilusión inicial para poder desarrollarlos…Se crea un sentido de
propiedad sobre el plan o programa que facilita la implementación…Con la
participación se practica la transparencia en la gestión municipal y se mejora
la imagen de la Administración hacia los ciudadanos”…(Eduardo Perero Van Hove. Green Cross España).
Como
se ve, no se observa prevención alguna por ocultar el verdadero propósito de las
políticas de educación ambiental y participación ciudadana: todo sea por el
“desarrollo sostenible” que todo lo
justifica … porque, ¿quién estará en contra del paradigma del desarrollo
sostenible?...¿quién va a oponerse a esta “verdad universal” y universalmente
aceptada? …¿quizá cuatro gatos marginales y antisistema?
Esta
es la clave del asunto de la participación referida al medio ambiente: que
forma parte inseparable de un proyecto político consistente en integrar el
ecologismo en la política neoliberal hegemónica en el mundo de hoy, un proyecto
que, como evidencia la reciente historia de los movimientos sociales, está
siendo culminado con éxito.
A
quienes mantengan su convencimiento en estas políticas no tengo nada que
decirles, excepto que la educación ambiental y la participación ciudadana no
son cuestiones neutras cuando se plantean en tal contexto. Quien así lo vea,
debe ser consecuente y asumir su rol de cómplice, convencido pero cómplice.
Ello
no me impide reclamar un ejercicio de reflexión previa a los educadores
ambientales que no están tan convencidos acerca de las presunción de bondad
del denominado desarrollo sostenible, ni
sobre las reales intenciones de la participación ciudadana cuando provienen de
las políticas llamadas “públicas”, es decir, de las esferas del poder, de sus
programas y proyectos de “educación” ambiental.
Mi
personal reflexión al respecto me guía a la conclusión de que el concepto de
desarrollo sostenible no es sino una falacia, como hoy y ahora lo es cualquier pretensión
de neutralidad en la educación ambiental y en la participación ciudadana que
parta de los presupuestos ideológicos de tal concepto. Una falacia es un razonamiento incorrecto que aparenta ser correcto y que
no lo es porque la conclusión sea falsa, sino porque el razonamiento es
erróneo. Se apoya en las formas de la lógica y de la teoría de la
argumentación, pero sólo para parecer válidas, sin aplicar de forma estricta los
mecanismos lógicos. Y, además, pretende ser persuasiva, es decir, ha de parecer
un argumento sensato para el receptor…
Un
mínimo ejercicio de racionalidad y de honradez intelectual obligan a quien
pretenda abordar con rigor esta cuestión a hacer la pregunta sustancial, la que
se intenta soslayar tras la acostumbrada verborrea ecologista y ciudadanista:
¿quién contamina realmente y quién es responsable del agotamiento de los
recursos naturales?... Esa es la pregunta sustancial y trascendente, la que nunca
podrá hacerse quien se considere a sí mismo un “profesional” de la educación
ambiental-asalariado por cuenta ajena, en este caso de las políticas de
desarrollo sostenible.
De
lo que tratan estas políticas es, precisamente, de trasladar esta
responsabilidad a los ciudadanos, de reducir la educación ambiental a una
enseñanza de buenos modales, de buen comportamiento en las cuestiones
ambientales domésticas y cotidianas, desviando la atención de las causas reales
e indisociables que están en la raíz de la degradación del medio,tanto natural como
social, que no son otras que el propio sistema de producción y consumo
estatal-capitalista, un sistema que ha
logrado su máxima implantación logrando el dominio global y conjunto sobre la naturaleza
y la sociedad, disociadas y fragmentadas éstas, para simular una complejidad
inasible, sólo comprensible por separado y por expertos, que sólo puede ser
gestionada desde el poder.
Mi conclusión es que la educación ambiental es antiecologista si aliena
de la dimensión política y social de la ecología, si oculta la principal responsabilidad
de los estados y la economía de mercado. Y es antidemocrática si no es
emancipadora, generadora de autonomía personal y comunitaria, si no afronta el
conflicto entre gobernantes y gobernados, su racionalidad y necesidad.
Así, pues, favorecer la participación ciudadana no lava la cara de
la realidad y es, por tanto, tan antidemocrático como la ideología política que
la sustenta. Es lo que hay.
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