La maldad, que parece
gobernar al mundo y guiar su evolución, no es capaz de ocultar la maravilla que
es la vida, que incluye la belleza del trabajo creativo y los esfuerzos
necesarios a la existencia humana. Esa maldad la ensombrece
y afea, es verdad, pero no puede impedir el impulso de perfección que la alienta.
Por eso que no tengamos otra opción que enderezar el rumbo, rebelarnos, trabajar para
hacer del mundo el mejor lugar para esa maravilla que es la vida.
El
derecho al trabajo es considerado como fundamental y así se reconoce en las principales
normas internacionales sobre derechos humanos, como la “Declaración Universal
de Derechos Humanos” o el “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales
y Culturales” y otros cuantos, además de figurar en los textos constitucionales
de la mayor parte de los estados.(1)
Existe
general coincidencia en situar el origen histórico del derecho al trabajo en
las nuevas relaciones de dominación surgidas
en la revolución industrial. En sus comienzos, los propietarios de las
industrias consideraban que su poder no necesitaba de la
intromisión de las leyes del Estado para regular el contrato de trabajo, un
contrato privado que sólo concernía a las partes.
Ocultaban una cuestión trascendental acerca de la naturaleza de ese contrato: que no se daba
entre iguales, que una de las partes
tenía una posición dominante sobre la otra, lo suficiente para imponer sus
condiciones. Lógicamente, la otra parte
tuvo que buscar el modo de defenderse ante esa violencia legal del contrato de
trabajo. Se organizaron en sindicatos, recurrieron al sabotaje, a la ocupación de fábricas y a la
huelga. Y desde el primer momento, el Estado tomó parte activa, interveniendo “sólo” para mantener el “orden”
social, es decir, en defensa de la propiedad amenazada.
Los
trabajadores y sus organizaciones reclamaban entonces al Estado algo tan imposible
como que éste les defendiera frente a la propiedad, ¡cuando es a la defensa de
la propiedad privada a la que se debe la existencia del Estado! Hoy, la persistente defensa del trabajo
asalariado por los sindicatos sigue confirmando la insalvable contradicción ideológica de estas organizaciones que, con esa defensa, refuerzan la institución de la propiedad y, con ello, el sistema de dominación
estatal-capitalista.
El contrato
de trabajo venía a reproducir la lógica legal
del contrato social en que se fundamenta el Estado, una lógica basada en la suposición de igualdad entre las partes. Y esa suposición es la que sigue
funcionando exitósamente, disimulando la barbarie de la dominación, ocultando el “desorden social” esencial, inherente a la propiedad de los medios
de producción y al trabajo asalariado, al desorden estructural y sistémico que defiende el
Estado.
Pues bien,
sobre ese desorden sistémico se construye
la ficción del "derecho" al trabajo; miremos al "derecho" que miremos, a cualquiera de los proclamados por el Estado (a la justicia, a la vivienda, a la educación, a la libertad de expresión, a la democracia misma,…), la evidencia de esa ficción es meridiana y palpable:
lo que llaman “derecho” es una zanahoria, la que permite reproducir el movimiento continuo que hace funcionar la noria estatal, la industria capitalista.
“A lo largo de la
historia, la institución del trabajo asalariado ha surgido de la esclavitud
(los primeros contratos de trabajo en la historia, desde Grecia hasta las
ciudades-estado de Malaya, eran en realidad para alquilar esclavos), y también
ha tendido a estar estrechamente vinculada a varias formas de esclavitud por
deuda (tal y como sucede en la actualidad). Hablamos de tales instituciones
usando el lenguaje de la libertad, pero en la mayor parte de la historia, lo
que nosotros consideramos libertad económica ha sido fundamentada en una lógica
que es la mismísima esencia de la
esclavitud”. (2)
(2) De “La deuda. Los
primeros 5.000 años”, David Graeber (nº 12 revista Mute, 2009)
¿Y si trabajar no fuera un derecho,
sino un deber?
Desde
que somos bípedos no hemos dejado de crear herramientas que nos faciliten el
trabajo, que nos aminoren las fatigas resultantes del trabajo. La herramienta es
un útil personal que, sin eliminar el trabajo, lo hace más llevadero. Parecería
que con las máquinas podría suceder algo parecido y aún mejorado, la producción de cosas en utilidad y cantidad
antes impensables, cuando sólo contábamos con la simplicidad de la
herramienta. Pero
no fue así, con la máquina todo cambió; aunque no eliminaba del todo el trabajo
necesario a su funcionamiento, sí destruía muchos puestos de trabajo. Tampoco ésto era en sí mismo un problema insalvable, ya que los trabajos
“sobrantes” podrían ocuparse en producciones distintas, cuando la producción de
lo necesario a la sociedad parecía estar asegurada con las máquinas. Con la reducción del esfuerzo humano y del tiempo dedicado al trabajo, las máquinas
parecían un gran avance de la creatividad humana...pero
sucedió que aquellas máquinas no venían sólas, que no eran producto
inocente del ingenio humano, sino que fueron ideadas y empleadas para fines
bien distintos, inaugurando una revolución industrial que cambió, para mal, el
rumbo de la humanidad.
La
herramienta antígua era asequible a un sólo productor, e incluso podía ser
compartida por varios en un mismo taller, como así ocurriera con las primeras
máquinas diseñadas por artesanos. Pero algo
importante sucedió cuando la propiedad de la máquina empezó a ser ajena al
artesano que la manejaba. Esta propiedad afectaba no sólo a la máquina, también al resto de elementos que intervenían en el proceso productivo, incluido al trabajo humano y su producto resultante. Se falta a la verdad cuando se dice que las máquinas destruyen puestos de trabajo, es su propiedad quien lo hace.
La
propiedad de los medios de producción no es un invento tan reciente como las
máquinas industriales. Tiene antecedentes en una expropiación anterior y
progresiva, histórica, de los recursos naturales y de la tierra comunal…propiedad
y esclavitud unidas desde siempre, íntimamente relacionadas para el beneficio ilegítimo,
transformable y acumulable, en dinero y capital. El
paso de los siglos no puede borrar la mala imagen del dinero como icono de la propiedad, ello explica que siendo tan
deseado sea también tan despreciado, siempre asignado su manejo a las artes
del hurto y el engaño, a la oscuridad y al anonimato convenientes a la comisión de un delito. Por eso que los
economistas llamen acumulación a la avaricia, por vergüenza ajena,
por disimular el origen asocial y delictivo del capitalismo, su mala
conciencia (esa vergüenza nunca la tuvo
el artesano respecto del honrado “capital”
que era su herramienta).
Supongamos ahora que el trabajo no fuera un derecho (una zanahoria), que no fuera otra cosa que una necesidad vital, un deber con el que cumplir; no por imposición ajena, sino por propia
y voluntaria decisión, como condición inseparable de la existencia y de la vida
en sociedad; un esfuerzo individual y colectivo para satisfacer las necesidades propias al mantenimiento y
reproducción de la vida humana, una ineludible responsabilidad personal y
social. Pues
si así fuera, mirad a dónde hemos llegado con tan atrevida suposición, mirad lo que resulta, cómo, de un momento y de un tacazo hemos
acabado con el paro:
Resulta que si trabajar es deber y no derecho, pasamos inmediatamente de padecer su escasez a disfrutar de su abundancia. De repente, las máquinas dejan de ser excusa para la destrucción del trabajo. Ahora somos mucha más gente trabajando y, por tanto, necesitamos trabajar mucho menos que antes. Trabajan todas las personas que están en condiciones de hacerlo, sólo están excusados los niños muy pequeños y las personas totalmente incapacitadas. Resulta que, siendo voluntario el trabajo y habiendo desaparecido el puesto de "propietario", la explotación es imposible. Si, además, cada comarca o ciudad tienen la responsabilidad de gestionar sus recursos y de gobernarse a sí mismas, el trabajo comunitario (al que bien podemos llamar Democracia) pasa a ser un deber de todos y, en consecuencia, los políticos y gobernantes sobrantes -o sea todos-, pasan a ser útiles en otros trabajos realmente productivos para la comunidad…¡mucha más gente a echar una mano!
Resulta
que ahora, cuando el trabajo es un deber, producimos lo mismo o más que cuando
era un derecho; sucede que no sólo ahorramos costes al suprimir gobiernos innecesarios,
sino que, en el mismo lote, nos ahorramos el gravoso coste social y económico de muchísimos más puestos improductivos, asociados a esos gobiernos: políticos, funcionarios,
banqueros, rentistas, militares, policías…¡bienvenidos unos cuantos millones
más de personas que ahora aportan su esfuerzo, en beneficio de sí mismos y de
toda la sociedad!
Resulta que quienes
antes dedicaban gran parte de su vida al estudio en escuelas y universidades, ahora
lo hacen también en muchos otros espacios sociales, en
talleres técnicos y artísticos, en fábricas y laboratorios, en la mar y
en el campo, en todo tipo de centros productivos y de servicios públicos …así, ahora
contamos con otros cuantos millones de aprendices aportando también su trabajo
personal a la comunidad, al tiempo que en ello encuentran oportunidad para ejercitar
sus habilidades, para desarrollar su creatividad, para adquirir más y mejor conocimiento.
Resulta que los logros van todavía más allá, porque hemos dejado de producir muchas de las gilipolleces, cosas superfluas e innecesarias, que antes producíamos; ahora podemos
dedicar mucho más tiempo a hacer cosas realmente útiles a nuestras necesidades materiales y espirituales, culturales y sociales, a realizar actividades que antes eran lujo
exclusivo de quienes acumulaban tiempo y dinero…claro, que llegados aquí, nos empieza a suceder algo extraño y revolucionario: que ya no distinguimos el trabajo de la vida.
En resumen: ninguna ley estatal o multiestatal, como ningún sindicato, podrán borrar nunca la historia del trabajo asalariado, ese tufo a esclavitud que le acompaña.
En resumen: ninguna ley estatal o multiestatal, como ningún sindicato, podrán borrar nunca la historia del trabajo asalariado, ese tufo a esclavitud que le acompaña.
Notas:
(1) En su artículo
23, la Declaración Universal de Derechos
Humanos proclama que “Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre
elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y
a la protección contra el desempleo.Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a
igual salario por trabajo igual. Toda persona que trabaja tiene derecho a una
remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia,
una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso
necesario, por cualesquiera otros medios de protección social. Toda persona
tiene derecho a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus
intereses”.
El artículo 35 de la Constitución Española proclama: “1.
Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la
libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a
una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su
familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.
2. La ley regulará un estatuto de los trabajadores”.
(2) De “La deuda. Los primeros 5.000 años”,
David Graeber (nº 12 revista Mute, 2009)
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